Ya es tiempo

A

Ya es tiempo

Cubierta

Cubierta - Ya es tiempo

[Cuento Corto]


Sinopsis


Desde que ocurriera aquel evento que aún no logra recordar con claridad, la vida de William se ha echado a perder. En su cumpleaños número 36 se desvía del camino a su cita con la psiquiatra para entrar a un viejo bar. Allí conoce a un hombre misterioso que promete devolverle no solo el recuerdo del incidente, sino su vida perdida, y todo mediante un método a todas luces imposible.


“Un cuento al grano, entretenido y revelador.” ~ Ethan Corner, jefe de traducciones de Vorgan Inc.


Contenido


Notas de la publicación


NOTAS DE LA PUBLICACIÓN:


  1. Algunos detalles particulares de esta obra como nombres propios, escenarios, nombres de lugares y fechas podrían haber sido modificados para proteger la privacidad de los involucrados. De ser el caso, los cambios habrán sido efectuados intentando evitar alterar la relación entre los elementos, manteniendo así la consistencia de toda la obra y su correspondencia con otros trabajos relacionados.
  2. Para permitir y facilitar mejoras en la obra además de mantener correspondencia con trabajos futuros, Vorgan Inc. y la parte autora se reservan el derecho de añadir, eliminar, alterar y modificar los detalles particulares antes mencionados junto a otros que considere necesario.
  3. En casos donde la obra contenga elementos de ficción, estos son producto de la imaginación de la parte autora, por lo que cualquier parecido entre estos y la realidad, eventos, productos, servicios, lugares, personas (vivas o muertas) u otras entidades es pura coincidencia.
  4. En casos donde la obra contenga elementos reales tales como eventos, productos, servicios, lugares, personas (vivas o muertas) u otras entidades, estos no pretenden describir su verdadera naturaleza en modo alguno, y se utilizan exclusivamente como medio creativo.
  5. Ningún elemento en esta obra pretende instruir, diagnosticar o sustituir información válida y profesional. Vorgan Inc. y la parte autora no asumen ninguna responsabilidad ante el uso, mal uso, daño, pérdida o cualquier otro efecto que resulte de la utilización de los elementos en esta obra.
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  7. Vorgan Inc. y la parte autora no se hacen responsables de la representación, inclusión, omisión, alteración o modificación de los elementos en esta obra, sean estos hechos u opiniones, reales o ficticios.

Ya es tiempo


Ya es tiempo

por Harvey Tunner


[Cuento Corto]


Prefacio


Incluso entonces eran trilladas, y siempre las odié por ello. Eran como la moda: venían, iban, desaparecían y luego volvían con nuevos aires. Los más jóvenes las adoptaban como verdades innovadoras, creyendo que el mundo recién las descubría; la prensa las lanzaba al aire como absolutos innegables, y los psicólogos y otros profesionales las repetían como una panacea infalible. Pero aquellos que cargábamos con el pasado sobre los hombros ya las habíamos visto pasar una y otra vez, siempre iguales, siempre inútiles…

En mi caso particular había un puñado que odiaba sobremanera: “el que olvida su pasado está condenado a repetirlo”, “para ir hacia adelante tienes que dejar de mirar hacia atrás”, “eres tu peor enemigo”, “conócete a ti mismo” y, especialmente, “no importa cuántas veces te caigas, sino cuántas te levantes”.

Bastaba con preguntarles qué querían decir con ellas para escucharlos repetirlas, pues no había nada de dónde elaborar, ni una sola gota de contexto, solo las asociaciones que se les ocurrieran al instante.

Sin embargo, como muy para mi asombro descubrí, en ciertas y muy específicas ocasiones, estas declaraciones dogmáticas no solo tienen relevancia, sino que te pueden salvar la vida…


1


El día de mi cumpleaños número 36 lo dormí hasta tarde. Me levanté cerca del medio día, y desayuné una barra de chocolate con un vaso de gaseosa mientras apretaba los botones del control remoto pasando por los canales sin detenerme en ninguno.

Cuando tragué mi último bocado, apagué el televisor y me obligué a mirar el entorno.

El apartamento me pareció más desorganizado que de costumbre; ropa tirada por el suelo, algunas latas vacías de cerveza amenazando con caerse del cubo de la basura, el cenicero desparramado junto a mi computadora portátil y una torre de vajillas dentro del fregadero que se mantenía en precario equilibrio.

Observé detenidamente el vaso del que tomaba. «No puedes seguir así», me dije. Si continuaba con aquellas rutinas llegaría a los cuarenta más por suerte que por otra cosa. Tenía que dejar los vicios, todos; desde el cigarrillo y el alcohol, hasta mis hábitos alimenticios y la vagancia. «Sí, debo dejar todo esto, pero ¿cómo?». Mientras lo pensaba, me levanté de la butaca y rellené el vaso con ron y algunas gotas de gaseosa.

Caminé hasta el baño zigzagueando por el pasillo entre prendas de ropa sucia y las otras cosas tiradas que no pertenecían allí. Llegué frente al lavamanos, abrí la pluma y comencé a orinar en él. Sí, otra de esas costumbres asquerosas que debía añadir a la lista de los cambios.

Me pasó por la mente masturbarme, pero no le tenía ganas. Aunque la verdad era que esto no era un impedimento; si comenzaba, en pocos minutos y con muy poco esfuerzo lograría el punto más interesante a recordar sobre mi cumpleaños.

Terminé, cerré la pluma y me acomodé los pantalones en su sitio. Entonces levanté la cara y me resigné a mirar el espejo. Estaba más gordo que nunca. Mis cachetes distorsionaban el mismo rostro que otrora me había gustado mirar. La barba, no por estilo, sino por pereza, tapaba gran parte de mis facciones (y esto último hubiese sido bueno de no ser por la cantidad de canas incipientes que se asomaban). Dos surcos me invadían el cabello, avecinando una pronta calvicie… «Das asco, Willy», le dije al reflejo, que me miró, asintió, sonrió débilmente y replicó: «Tú también, Willy, tú también».

Le había perdido las ganas a la vida. Ya ni salía a bares en busca de chicas; el cuerpo que cargaba era desventajoso, y lo sabía. Simplemente no me sentía cómodo en él como para lucirlo, mucho menos para depender de él frente a las féminas.

El trabajo se estaba volviendo cada vez más rutinario y aburrido. Después de varios años creando plantillas innovadoras, ahora solo las rehusaba para las nuevas páginas de Internet que me encargaban a crear.

Todo lo anterior, junto a vivir en un hospedaje para estudiantes cuando tenía más de treinta años y casi veinte de dejar la universidad, me recordaba a diario cuánto me había perdido.

Algunos lo llamaban neurosis. Otros lo llamaban “incapacidad para independizarse” o mala suerte, o cualquier otra cosa. Pero yo no cometía ese error (tal vez la única cosa positiva que me quedaba). Yo sí sabía la causa que me había llevado por aquel derrotero de fracasos…



Estaba sentado en la mesa de comedor, frente a mi computadora, cuando sonó mi celular. Quien llamaba era Donald, un viejo amigo del club de magos al que habíamos pertenecido años atrás.

—Dímelo.

—¡Felicidades, Willy! Estás hecho todo un viejo…

—Te puedes ir a la mierda —le dije, forzando una sonrisa.

—¿Qué tienes planeado para hoy?

—Estoy por ir a la cita con la doctora y más tarde tal…

—¡Pero qué cumpleaños de mierda!

—Ni que lo digas.

—¿Así que todavía sigues con aquello de…? Tú sabes.

—No estoy para eso, Donald.

—Pero tienes que animarte, Willy, esta es nuestra semana.

—¿De qué hablas?

—Pues de la semana de convención. ¿De qué iba a ser? Hoy empieza.

—¿Ya va un año de la otra? —pregunté un tanto sobresaltado.

—¿Qué demonios te pasa? Sabes que siempre cae para tu cumpleaños.

—Bueno, como sea. Ya no es mi semana. Tal vez sea la tuya, pero no la mía.

—Lo que digas. ¿Nos podemos ver después de la cita?

—¿Para qué?

—¿No es tu cumpleaños suficiente…? De acuerdo, quiero mostrarte algo que tengo preparado para la exposición. Quiero saber qué opinas.

—Vale, como quieras.

—Siempre —dijo, y colgó.

Donald y yo éramos aprendices de mago cuando coincidimos algunos años atrás en una charla sobre la historia de la magia preparada por la universidad a la que asistíamos. Por aquellos tiempos yo estaba interesado en la “magia de cerca” (como trucos con cartas y objetos comunes) y él estaba interesado en la creación de tecnologías que le ayudaran a generar interesantes efectos visuales.

Nos mantuvimos en contacto aun después de que se me extinguieran las ganas por la profesión; entonces ya comenzaba a trabajar para una pequeña firma local de promociones en línea.

En esto consistía uno de mis mayores problemas al presente: la incapacidad de mantenerme interesado en algo por mucho tiempo. Claro, todo estaba relacionado con aquel suceso que me ocurrió en la preparatoria… Pero no porque lo supiera y lo reconociera había podido resolverlo.

Cerré la tapa de mi computadora portátil, me levanté de la silla y, por si Donald de verdad decidía venir en la tarde, organicé un poco el hospedaje; básicamente pateé las cosas del suelo hasta esconderlas en los cuartos o en los rincones que no eran tan visibles. De ahí me dirigí a mi dormitorio.

Del perchero saqué la misma muda de ropa que siempre usaba cuando salía del apartamento: unos vaqueros azules y una polo negra, ambos gastados y descoloridos. Me vestí con cierta pereza, me eché los cigarrillos al bolsillo, tomé el llavero, que me tomó varios minutos encontrar, cerré la puerta con llave y salí a la carretera.

La vida estudiantil que se desplegaba a mi alrededor me resultaba repulsiva y fuera de lugar. En otras circunstancias tal vez la hubiese deseado, incluso, tal vez la habría llevado con orgullo, pero no ahora, no así, no con la vida que llevaba.

Los estudiantes y demás viandantes iban y venían, algunos cargando sus bultos, todos con desenvoltura, con indiferencia, algunos fumando, otros charlando por sus teléfonos; todos sumergidos en sus mundos privados, sin hacerse consciente de los otros tantos que pasaban por su lado. Me mantuve por varios minutos observando el espectáculo, hipnotizado. Mi antiguo yo habría resaltado de todos ellos, habría sido un blanco fácil de identificar; con aquella aura que lo arropaba habría sido el más popular, el más observado, el más envidiado, por sus formas, por su altanería.

Encendí un cigarrillo y comencé a caminar calle arriba. Doblé dos cuadras, esquivé varios autos que pasaron rozando la estrecha acera y me las arreglé para cruzar por el laberinto de transeúntes sin tocar a ninguno. Había mucho alboroto, mucha vida en los establecimientos, mucha acción sin necesidad, por lo que apreté el paso para llegar con prontitud a la oficina de la doctora.

El inusual bullicio se debía, sin duda, al evento que tendría lugar esa misma semana. Desde hacía once años la ciudad había sido la sede de la convención anual de magos, un evento que atraía desde todas partes del país a profesionales y aficionados por igual.

Andaba por la cuarta carretera paralela a la que pasaba por mi apartamento cuando comenzó a llover. Primero sentí el petricor, ese peculiar olor del suelo cuando las primeras gotas de lluvia hacen contacto con él. Después sentí la llovizna, que logró entrar en ángulos desde el borde de los tejados extendidos de los establecimientos apiñados hacia la acera.

Muchos sacaron sus paraguas. Otros aceleraron el paso, se doblaron un poco y pusieron una mano sobre sus cabezas, como si así pudieran burlar la lluvia que caía cada vez más fuerte y numerosa. Solo unos pocos siguieron como si nada. Yo hubiese sido uno de aquellos. Y habría sonreído, cerrado los ojos y levantado la cara…

Me trepé a un escalón y me resguardé dentro de Bibby’s, la sucia y pequeña barra con billar, y muy poco espacio para utilizarlo, que había en la planta baja de un viejo y destartalado complejo de apartamentos. En el lugar había un solo cliente, y en ese momento conversaba animadamente con Olivia, la vieja gorda encargada de la barra.

Estrujé mis ropas y me fui a sentar en la silla más alejada del establecimiento.

Olivia pausó su conversación y se me acercó.

—¿No es muy temprano para ti?

—Por favor, sírveme lo de siempre.

—Sabes que no puedo.

—Venga —le dije sin mirarla a la cara—, que ayer hablé con Víctor.

—Y él también habló conmigo. La cuenta ya sobrepasa los cien dólares. Estás sobre el límite.

—Bah, como digas.

—Lo siento mucho, Willy…

—Sí, lo sé.

Exhalé un suspiro bastante largo y di media vuelta sobre la silla giratoria con intenciones de levantarme.

—Dele lo que pide —escuché de algún lado.

—No lo tengo permitido —dijo la voz de Olivia.

—Si es por dinero, no se preocupe, yo lo cubro.

—En ese caso…

Manteniendo aquella postura tensada que había adoptado para comenzar a ponerme de pie, miré a mi derecha.

El otro cliente era un hombre en sus sesenta, aunque fácilmente podía hacerse pasar por uno mucho más joven. Llevaba un saco elegante y costoso que contrastaba lastimosamente con el mugriento entorno. El pelo le caía descuidado y la camisa bajo su saco la llevaba abierta y algo estrujada. Pero todo aquello le sentaba bien, pues le daba un aire de libertad y un toque moderado de arrogancia.

Contemplar la visión del hombre con semejante lugar de fondo me producía una sensación incómoda que al momento no supe identificar con claridad.

—Gracias —le dije, volviendo a relajar el trasero sobre la silla y girándome de vuelta hacia el frente, dejándolo a él a mi izquierda.

—¿Cómo es que un hombre en sus cuarenta no tiene para pagar una deuda de cien dólares? —preguntó más para sí que para mí.

—Eso no le incumbe.

—Claro que no —dijo y me hizo una leve inclinación de cabeza.

Justo entonces, Olivia volvía desde detrás de la barra con dos vasos de cristal llenos de hielo en una mano y una botella de Whisky en la otra.

Puso uno frente a mí, lo llenó y se fue a repetir el procedimiento con el hombre.

—A su salud —dijo aquel, levantando un poco el vaso antes de dar un sorbo.

—Tengo treinta y seis años —dije a modo de disculpa por mi salida anterior, apagando mi voz dentro del vaso de cristal. El hombre inclinó levemente la cabeza y reanudó su animada conversación con Olivia.

El whisky me calentó el cuerpo por dentro, dándole algo de vida.

—Y no olvide concentrarse —estaba diciendo el hombre.

—Estoy concentrada —dijo Olivia.

—Pues me parece que piensa en el color… azul.

—¡Cómo puede saberlo! —se escandalizó Olivia.

—Oh, un mago nunca revela sus secretos —respondió él con una voz teatral, conteniendo las ganas de echarse a reír.

—Otra más, otra más —pidió Olivia.

—A ver, piense en la primera herramienta que se le ocurra.

—Ya.

—Mmm… Creo que piensa en… veamos… ¡Martillo!

—¡Por todos los cielos! —Olivia estaba pasándoselo de maravilla—. Hágaselo a William —le pidió entonces, señalándome, para mi pesar.

—El caballero ha dejado claro que no quiere que lo inoportunen.

—¡Qué va! —dijo Olivia—. ¿A quién puede molestarle un truco de magia?

El hombre asintió y comenzó a girarse en su asiento para quedar dando hacia mí.

—No se preocupe —le dije para ahorrarle la molestia. Y luego pensé decir “resulta que conozco el truco”. Sin embargo, y sin saber exactamente por qué, acabé diciendo—: Hasta un niño sabe hacer mejores trucos de magia.

—Y hasta un niño tiene mejores modales —dijo él.

Olivia, tal vez en un intento de apaciguar una posible situación acalorada, se me acercó.

—¿Estás diciendo que puedes leer la mente como lo hace este hombre?

—Él no sabe hacer tal cosa, Olivia —le dije y encendí un cigarrillo—. Casi todo el mundo da las mismas respuestas ante la petición de pensar en algo determinado. “Martillo” para herramientas, “siete” para un número entre uno y diez, “zanahoria” para un vegetal, “azul” para un color, y así por igual.

—Gracias por echarme el truco a perder.

Olivia, al ver que yo estaba por replicarle al hombre, se inclinó hacia mí.

—Pero este hombre sí que es un mago de verdad —dijo abriendo mucho los ojos—. Hace un par de horas, él y el señor con el que vino estaban adivinando cualquier cosa que pensaran los pocos clientes de esta mañana, y no solo colores o herramientas.

—Sí, me imagino.

—Lo digo en serio. Nos adivinaron todas las cosas en las que nos concentramos.

Miré al hombre, que en ese momento mostraba una media sonrisa, tan natural y distraídamente como si fuera su expresión habitual, y entonces lo entendí.

La sensación incómoda que me producía la escena era coraje, y provenía de presenciar algo de aparente valor rodeado de tanta suciedad. ¿Cómo podía un hombre así estar metido en semejante cuchitril? Y lo peor era que la situación no parecía incomodarle en lo más mínimo. Un hombre digno no debía rodearse de inmundicias. Y tomando en cuenta la cantidad excesiva de ello que había en aquella ciudad en general y en aquel antro en particular, lo lógico era pensar que el hombre era tan solo un pobre diablo aparentando dignidad. Un simple engaño, un farsante. Y si a eso le añadía los tontos trucos con los que intentaba dárselas de mago…

—Olivia, ¿dices que él puede adivinar cualquier cosa en la que te concentres?

—No falló ni una sola vez.

—Pues concéntrate mucho en esto a ver si lo adivina.

Puse las manos alrededor de la oreja de Olivia y le susurré al oído:

—Ese desgraciado me puede chupar la pija.

Olivia, que como encargada de una barra estaba acostumbrada a peores vulgaridades, no se inmutó, pero se aseguró de mirarme con un gesto de desaprobación cuando me despegué de ella.

Por su lado, el hombre bajó la cabeza y negó para sí varias veces. Y de pronto pareció presa de un sufrimiento profundo.

—Olivia, por favor, venga acá —le pidió este.

Olivia se fue en su dirección. Cuando llegó, el hombre le tomó las dos manos.

—¿Podría perdonarme?

—Pero usted no ha hecho nada…

—De todos modos, ¿me perdona?

Olivia sostuvo la mirada del hombre unos segundos y finalmente asintió.

—Gracias, Olivia —añadió el hombre y le soltó las manos—. Y ahora, ¿sería tan amable de dejarnos a solas por un segundo?

Olivia lo miró ceñuda pero volvió a asentir, entonces se fue por la puerta trasera hacia el pequeño almacén que había detrás.

El hombre dio un sorbo de su bebida mientras observaba a Olivia irse. Cuando dejó su vaso sobre la barra, comenzó a caminar en mi dirección.

—Si no fuera porque la cosa sería igual de desagradable —me dijo cuando se detuvo junto a mí—, le diría que mejor se la chupe a sí mismo.

Y me plantó una bofetada tal que me arrancó el cigarrillo de los labios y me tumbó al suelo.


2


En la preparatoria había sido un chico atractivo, a la moda, popular, seguro de mí mismo, ambicioso y muy orgulloso de mis ideas y de mis planes. Gozaba de buenos puestos con las chicas, de excelentes calificaciones escolares obtenidas con poco esfuerzo y de un futuro que prometía ser interesante.

Entonces vivía con mis padres. Pero ya tenía un auto propio que había logrado adquirir gracias a los empleos de veranos y al ingreso que ganaba como editor de la revista del colegio. Y aunque aún me debatía sobre qué estudiaría una vez acabara la preparatoria, sabía que cualquier cosa por la que me decidiera sería la correcta; había tenido la suerte de ser de esos chicos a los que todo se les hace fácil, de los que podían llegar a ser eruditos y exitosos en cualquier materia sin tener que invertir mucho tiempo ni empeño.

Siempre había sido así, hasta que ocurrió el incidente…

Uno de sus peores efectos era precisamente que no lo recordaba con claridad. Recuerdo haber salido de la escuela para comprar un emparedado al otro extremo de la calle, en la tienda del viejo Johnny. La fila era larga, esto lo tengo claro. Y tal vez fuera por esto, o por el calor que creo que hacía, que acabé acercándome al húmedo callejón que se formaba entre los dos edificios antiguos que había junto a la tiendita.

Aquí pierdo cualquier retazo confiable de memoria, pero creo poder invocar algunas cosas de las que sentí y algunas imágenes inconexas, todo borroso, sin un orden definido.

En algún lugar de mi cerebro hay curiosidad, luego la sensación de estar ante un abuso. Hay un cubo de basura industrial color verde, una gorra, también un sobresalto, un susto o una sorpresa, no puedo precisar, y tal vez varias figuras humanas. Después sangre. Veo papeles que llevan escritas las palabras: “ya es tiempo”, también veo una cara con barba. Finalmente la angustia, como una mala noticia recibida en el peor momento. Una sensación de abatimiento, de desespero. También algo de odio, no, rencor, sí, y coraje. Abatimiento y coraje. Como si una neblina ominosa se posara suavemente sobre mí sin que pudiera hacer algo para alejarla.

Desperté dos meses después en la cama de un hospital. Había perdido la memoria sobre el evento y, a la misma vez, las ganas de vivir. No sabía qué me lo había causado, no exactamente. Y desde entonces me eché a perder…

Comencé a distanciarme de mis amigos, de dejar de asistir a las clases. Le perdí el gusto a las chicas, a mis antiguas costumbres, a la vida entera. Muy pronto dejé de ser el chico modelo para convertirme en un marginado, en el chico que agachaba la cabeza cuando caminaba, sin propósito, sin deseo.

Durante años intenté recuperar la memoria sobre lo ocurrido, de descubrir qué me había pasado, qué se me había metido por todo el cuerpo y que ahora me escocía la piel mientras me empujaba al precipicio del futuro. Pero siempre sin éxito.

Algo había ocurrido en aquel callejón. Algo significante y drástico. Algo demasiado importante como para cambiar el futuro de un joven dispuesto. Algo cardinal y siniestro, algo que, no obstante, no lograba recordar.

A veces, cuando lograba vencer el estupor mental que siempre me acompañaba desde entonces, teorizaba sobre el suceso. Pasé un buen tiempo creyendo que probablemente me violaran unos malnacidos; había escuchado que una violación podía dejar una cicatriz gigante en la víctima, también esto explicaría la nueva imagen de condenado y sumiso que me caracterizarían de ahí en adelante. Sin embargo, del informe del hospital no se podía desprender semejante conclusión; aunque a decir verdad, del informe no se desprendía mucha cosa, y menos con los espacios en blancos dentro de mi cerebro.

William había perdido su futuro, y ni siquiera sabía por qué. Aquella falta de datos era el rematador de mis fracasos. Ya era mucho haber perdido la voluntad y el deseo, ya era demasiado haber obtenido una desesperanza constante, como para añadirle la duda sobre qué lo había causado.

En mis sueños, aquel suceso no hacía ni intentos de aparecer, ni siquiera en forma de pesadillas que me permitieran atisbar alguna pista aun al costo de peores noches de mal sueño. Las terapias no daban resultados, la regresión no había funcionado; como si mi mente, a pesar de querer saber y comprender qué había pasado, también se aferrara al terror de descubrirlo. Era un maldito círculo vicioso que se cancelaba a sí mismo, a mí, y a mi futuro…



Me hice consciente de mi cuerpo; estaba tumbado sobre una superficie fría y dura. Abrí los ojos y un dolor fuerte de cabeza me dio la bienvenida. Poco a poco, mis ojos captaron el rostro arrugado y gordo de Olivia, y más allá, el dañado abanico de techo cubierto todo de polvo.

—¿Estás bien? ¿Qué te pasó? ¿Dónde está el hombre?

Era difícil saber si las preguntas habían sido todas de corridas y si era lo único que había dicho Olivia.

Al poco rato me encontré sentado de espalda a la columna más próxima a la barra. Olivia estaba agachada frente a mí con un vaso a medio llenar de agua, del que de seguro me había hecho tomar minutos atrás.

—¿Qué pasó? —pregunté al fin.

—Y yo qué sé —dijo Olivia—. Regresé del almacén y te encontré tirado en el suelo.

Entonces la claridad comenzó a hacerse en mi mente. Recordé al hombre, el golpe que me propinó, haber dado de cara contra el suelo y, ahora que lo pensaba, la forma con la que…

—¿Cómo supo lo que te había dicho, Olivia?

—Ya te lo dije. Es un condenado mago de verdad. Esta mañana sorprendieron a todos los clientes con sus habilidades.

Puse una mano en el suelo para ayudarme a ponerme de pie, cuando sentí un contacto inesperado. Mi mano había ido parar sobre un pedazo de papel con una nota escrita con aparente prisa.

Olivia negó cuando la observé. Así que tomé el papel y lo levanté para leerlo. Era una simple nota, y no había dudas de que iba dirigida a mí.


William:

Dirígete sin demoras al 301, que allí hallarás la forma de recordar el episodio que te ocurrió en la preparatoria.


P. D. Siento mucho haberte golpeado, pero te lo merecías, y me moría de ganas de volver a hacerlo.


En menos de un segundo más de una decena de preguntas me inundaron la mente. No obstante, la única que emití en voz alta era también la menos que me importaba:

—¿Qué número de edificio es este?

—El veintiocho. Pero no creo que el trescientos uno se refiera a un edificio, sino a un cuarto.

—¿Por qué lo dices?

—Porque esta mañana, el hombre y el señor mayor que lo acompañaba alquilaron precisamente esa habitación.

Olivia me ayudó a ponerme de pie y juntos cruzamos el bar en dirección a las escaleras.

—Gracias, Olivia —le dije—. De aquí en adelante sigo yo solo.

—Qué va. No tienes cara de poder subir sin mi ayuda.

Y estaba de acuerdo, aunque la verdad era que mi condición física actual y la intriga que sentía me hacían preferir tener un momento a solas para recuperarme y poner mis pensamientos en orden.

Subimos los tres pisos de escalera, y Olivia me condujo por el laberinto de estrechos pasillos que daban a las habitaciones. Por el bullicio de gente y las puertas cerradas supuse que casi todas debían estar llenas.

—Vaya día para ustedes —le comenté.

—Gracias a la convención siempre hacemos nuestro agosto en noviembre —dijo sonriendo.

Llegamos al 301. Olivia llamó con los nudillos y esperamos. Pero nadie contestó.

Llevé la mano a la cerradura y comencé a darle vuelta.

—No deberíamos entrar sin permiso.

—O alguien me está gastando una broma u hoy me encontré con un verdadero mago. Y como la magia no existe, Olivia, voy a llegar hasta el fondo de este asunto.

Terminé de darle la vuelta a la cerradura y empujé la puerta.

La habitación que había al otro lado no se parecía a nada que hubiera visto antes.

Todas las paredes estaban arropadas de gruesas, tupidas y viejas cortinas de un color morado con muchos diseños coloridos en su superficie. Por todos lados se apreciaban pequeños taburetes sosteniendo fotografías enmarcadas y otros cachivaches de adorno. La pared que compartía la habitación con el pasillo se había convertido en una especie de pizarra gigante, con papeles pegados, hilos conectando los papeles, más fotografías y dibujos. Al centro se apreciaban dos sillas alrededor de un viejo escritorio lleno de papeles, una pequeña caja de madera y un incienso encendido, que era el causante de la espesa nube que lo arropaba todo de humo y olor a agrio.

—¿Dónde demonios estoy metido?

Justo entonces una de las cortinas se movió y desde detrás salió un señor mayor secándose las manos sobre su pantalón. Cuando notó nuestra presencia se asombró un poco, pero de inmediato nos regaló una sonrisa.

Era un señor de un poco más de 80 años, delgado y de cara agradable. Vestía una simple camisa con un pantalón de salir y una gorra azul de camionero (de esas de malla en la parte de atrás) de visera plana y algo más grande de lo necesario.

—Perdonen —dijo—. Estaba en el baño.

—¿Baño? —se extrañó Olivia—. Esta habitación solo tiene un pequeño lavamanos.

—Oh, claro. Pero igual sirve para orinar.

Olivia puso cara de asqueada.

—Rece por que Víctor no se entere —dijo.

—No lo hará si no se lo dices.

—¿Quién carajo es usted? —pregunté yo, sin poderme contener—. ¿Qué tipo de broma me están gastando?

El señor me observó como si solo recién se hubiese percatado de mi presencia.

—Con esos modales estás a punto de llevarte otro golpe. Yo que tú me siento y me relajo en lo que estoy listo para atenderte.

Sin pensar muy bien en lo que hacía me fui a sentar en la silla más próxima; algo en la voz del señor me había intimidado más de lo que habría creído posible.

—Bueno, pues los dejo a solas —dijo Olivia, dándose la vuelta para marcharse.

—Veo que aún no te has cambiado las pantaletas.

—¡Tremendos modales de ejemplo! —dije yo.

—Para nada —dijo Olivia girándose hacia mí—. Es que esta mañana me adivinó el color de mi ropa interior. ¿No es increíble?

—Bah, que va —dijo el señor restándole importancia—. Es que se te notan desde acá.

Olivia rió fuertemente y salió de la habitación.

El señor se giró y se encaminó a la silla opuesta a la mía.

—Bueno, William, lo que haremos…

—¿Cómo saben mi nombre? —pregunté—. ¿Y qué es eso de orinar en un lavamanos? ¿Cómo saben que tuve un episodio que no puedo recordar…? ¿Cómo supo aquel hombre lo que le dije a Olivia? —Me detuve para tomar aire.

—Vuelve a sentarte —dijo el señor con voz pausada.

Así lo hice.

—¿Sabes por qué la regresión no te funciona?

No contesté.

—Pues te equivocas al pensar que no te funciona porque en lo profundo no quieres enterarte de qué te pasó.

Aun con aquel coraje que sentía, los ojos se me aguaron. Pero el señor no dio indicios de notarlo o de importarle.

—Tú sufriste un trauma importante, y tu mente, en un intento de protegerte de la experiencia, ha bloqueado cualquier acceso a esos recuerdos. Ahora, para que puedas recordar, tendrías primero que deshacer los bloqueos, y la única forma conocida para deshacer tales bloqueos es recordando. Así que espero que seas consciente del alcance del problema que tenemos entre manos. Por suerte para ti, esta vieja caja podría ayudarnos —dijo, y puso una mano sobre la caja de madera que había en el escritorio.

—¿Ah, sí? ¿Y qué se supone que es?

—Aquellos pocos que la han utilizado aseguran que es una genuina máquina recreadora de recuerdos.

Sus palabras me hicieron reír. Y entonces supe que sin duda alguna todo aquello era una broma, y seguramente obra de Donald en un intento de animarme para mi cumpleaños.

—Sí, a mí tampoco me parece apropiado ese nombre —dijo el señor de inmediato—. Yo prefiero llamarla máquina que viaja al pasado. Y aún cuando no creas que esta caja pueda hacer tal cosa, pronto terminarás reconociendo que, como mínimo, es una metáfora sumamente acertada.

—Semana de la magia… ¡Cómo no haberlo visto antes! Donald se ha lucido. Qué pena que lo haya descubierto y que no me entretengan estas cosas.

—No le eches la culpa al bueno de Donald, que aunque ha tenido mucho que ver en todo esto, no es el principal causante.

—Así que admite que Donald haya preparado todo esto.

—No exactamente. Admito que ha tenido su parte, claro, pero no debería llevarse todo el crédito. Además esto no es ninguna broma. Digo, no te niego que con el tiempo le sabrás encontrar algún lado cómico a todo esto, pero no lo es en esencia.

—Mire, le reconozco que todo ha sido bien diseñado, y Olivia supo jugar su parte muy bien, si es que la incluyeron y no le tomaron el pelo como a mí, por supuesto. Pero le informo que tengo una cita médica a la que ya voy tarde y aquí me estoy retrasando más. En adición, considero de muy mal gusto bromear sobre ciertas cosas.

Y dicho esto, me puse de pie, le hice una inclinación al señor y me encaminé hacia la puerta.

—Dime una cosa —dijo de pronto, mientras yo alcanzaba la cerradura—. ¿Esto te resulta familiar?

Aunque no pretendía hacerlo, volteé el rostro hacia el hombre, que sostenía en alto una hoja de papel con las palabras “ya es tiempo” escritas con descuido.

—¿De dónde ha sacado eso?

—Es una cosa increíble la memoria, ¿no crees? —dijo el señor sonriendo.

—¿De dónde ha sacado eso? —insistí.

—Ven acá, William, y acabemos con esto de una vez y por todas.

Mis piernas se movieron solas hacia el hombre.

—Aquí, asegura esto —dijo, doblando y metiendo el papel en uno de mis bolsillos—. Ten presente que no vuelves para cambiar las cosas. Ni siquiera lo intentes. Tú solo vuelves para recordar. Cuando llegue el momento de regresar, haz que el otro diga las palabras del papel que acabo de darte.

—¿Ya es tie…?

—No las digas en voz alta ahora —me interrumpió—. Solo cuando quieras regresar, y que las diga el otro.

Entonces se quitó su gorra azul y me la puso a mí.

—¿Qué está haciendo?

—La gorra amortiguará un poco el golpe —dijo mientras alcanzaba la pequeña caja de madera.

—¿Qué golpe?

Y con una fuerza muy desproporcionada para su edad, me golpeó en la cabeza con la caja de madera.


3


Por segunda vez en el mismo maldito día estaba tirado en el suelo. Esta vez, sin embargo, presentía que algo más había ocurrido…

La cabeza me dolía y me parecía intuir un lejano cuchicheo. Hice un esfuerzo y abrí los ojos, y así vino el horrible mareo. Me llevé una mano a la cabeza, pero no logré aliviarlo. La otra mano la asenté bien sobre el suelo húmedo e intenté ponerme de pie.

Lo logré a duras penas. El dolor de cabeza aumentó y también mi desconcierto. Estaba de pie en un estrecho callejón en medio de dos viejos y altos edificios. El lejano cuchicheo provenía de varios estudiantes que cruzaban la carretera frente a la escuela para ir a la tienda de Johnny.

¡Por todos los cielos! Con una sensación mucho más nítida que en un sueño, pero no tan clara como en la realidad, me encontré experimentando el déjà vu más genuino.

No había podido siquiera procesar lo ocurrido cuando alcancé a oír un ruido a mis espaldas.

Allí, al otro extremo del callejón, donde se encontraba un enmohecido cubo de basura industrial de color verde, un grupo de jóvenes apareció. Eran al menos cinco, y venían molestando al que estaba en el centro del círculo que formaban.

Todo aquello sugería que el golpe con la caja había abierto mi memoria, mostrándome al fin lo que por tantos años me ocultó… Y entonces me encontré pensando en que si mi memoria había vuelto de forma confiable, el yo de mi recuerdo debía aparecer de un momento a otro por el extremo opuesto, aquel que daba a la tiendita.

Me acerqué a la pared más próxima y me parapeté detrás de la columna para evitar que el grupo de jóvenes o el yo de mi memoria pudiesen verme; no sabía si interactuar con mi recuerdo podía alterarlo de alguna forma. Después de tantos años deseando presenciar esto no iba arriesgarlo por descuido o curiosidad.

Por el extremo que daba a la escuela apareció un joven. Desde donde me encontraba no podía distinguir mucho más que su silueta, pero me pareció que observaba curioso al grupo de jóvenes al extremo opuesto.

Cuando el joven comenzó a caminar, me fui de cuclillas por el borde del edificio hasta que entré por una de las aperturas ya sin puertas que daban a los cuartos abandonados del edificio más viejo.

La estancia a la que entré estaba toda abandonada y sucia. Sus pocas ventanas estaban cegadas con cartones y las paredes mostraban decenas de graffiti. A pesar del abandono, el lugar podía ser ocupado temporeramente si uno no era muy quisquilloso. Durante el día algunos de los estudiantes lo utilizaban para charlar y jugar juegos de mesa, y otros para gastarle bromas a los primeros.

Corrí hasta el fondo de la habitación y comencé a subir la escalera que recordaba había en el pasillo interior. Subí al segundo piso y entré a la habitación del fondo. El suelo estaba repleto de papeles, todos sucios y viejos, junto a varios tablones de madera que se habían desprendido del techo años atrás.

Crucé la estancia y me asomé al gigantesco hueco que antes fuera una ventana. Allí abajo estaba el joven, detenido, mirando hacia arriba, en mi dirección.

—¡Demonios! —dije, echándome a un lado y sentándome en el suelo. Pero me temía que ya era demasiado tarde. Y precisamente, unos pocos segundos después, alguien irrumpió en la habitación.

El yo de mi memoria estaba tal y cual lo recordaba: alto, con su pelo descuidado dándole una arrogancia natural y agradable, delgado, bien parecido, y con unos ojos que centelleaban vida. Se mantuvo allí, de pie bajo el marco, bloqueando la salida, mirándome fijamente, con el rostro levemente inclinado hacia un lado.

—¿Quién… Quién es usted? —acabó preguntando.

Su voz me sonó un poco menos grave que la mía; tal vez por la diferencia de edad, por escucharme hablar desde otra posición o las dos.

—¿Quién es usted? —volvió, y dio un paso al frente, moviendo algunos de los papeles del suelo.

—¿Puedes verme?

—¿Qué pregunta es esa?

—Sí, tienes razón —dije incorporándome.

—¿Dígame quién es? —insistió.

—¿Por qué me has seguido? —pregunté yo.

—Lo vi meterse al edificio —dijo—. Además me parece conocido. Así que dígame: ¿de dónde lo conozco?

Miré por la ventana; el grupo de muchachos ahora golpeaba al que habían estado molestando minutos atrás.

—Escúchame —comencé—. Sé que todo esto te parecerá extraño, pero es importante que bajes al callejón y continúes con lo que estabas haciendo antes de verme. Algo importante está por ocurrir y es imperativo que ocurra. De lo contrario no podré enterarme.

Mi recuerdo no contestó.

—Por favor, es importante que bajes a defender al chico del que abusan o lo que sea que fueras a hacer. Nuestro futuro depende de ello.

—¿Nuestro futuro?

—Lo que quiero decir es… —comencé, pero me detuve cuando lo vi señalándome.

—Usted… usted se parece a… ¿mí? ¿Somos familia?

Cerré los ojos y suspiré. Como iban las cosas, lo mejor sería contarle todo y esperar a que al final estuviera de ánimos para hacerme caso.

—William, yo soy…

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Por qué también es el mío…

Mi recuerdo frunció el entrecejo.

—… y porque yo soy tú.

Mi recuerdo se limitó a fruncir más la frente.

—Esto es un recuerdo de… Mira, cuando tenía tu edad… ¡Qué extraño es todo esto! Lo que debes saber es que hace años me ocurrió un incidente que después olvidé. Algo que me hizo un daño irreparable, y tal vez precisamente por no poder acordarme. Y esto —dije, señalando alrededor— es mi oportunidad de recordarlo, pero solo si te ocurre lo mismo que me ocurrió. Así que, por favor, vete y continúa con lo que hacías.

—¿Está insinuando que usted es mi futuro? —dijo en un tono burlón.

—No voy a negarte que es una metáfora sumamente acertada.

Mi recuerdo relajó su postura.

—Dígame entonces en qué estoy pensando.

—Soy tu futuro, no un maldito brujo que lee la mente.

—Pero si usted es mi futuro lo recordaría.

—¿No acabo de decirte que perdí la memoria después de lo que pasó en ese callejón y que precisamente por eso necesito que vayas y lo recrees?

—¿No dijo que lo que pasó allí le causó un daño irreparable?

—Sí, fue lo que dije.

—Pues no veo por qué habría de ir y cometer su mismo error.

—Porque tú no eres yo, no exactamente, sino un recuerdo. Lo que te pase es lo que ya pasó.

—Pero yo no me siento como un recuerdo —dijo, tocándose los brazos y el cuerpo teatralmente.

—Pues claro que no, porque yo nunca me he sentido como un recuerdo, pero dado que tú sí lo eres, te sentirás como me he sentido yo: como si no fueras uno.

Mi recuerdo me dirigió una mirada divertida.

—William, por favor —dije—, no me eches esta oportunidad a perder.

—Lo intentaría si tan solo le creyera.

—Muy bien, William, como quieras. Hoy se cumplen dos meses de que comenzaste a salir con Allis, estás trabajando en una historia infantil de duendes titulada El país de las Chevarinas, en la caja de madera bajo tu cama guardas pantallas, pulseras, sortijas y otras piezas de adornos femeninos que han pertenecido a chicas con las que has compartido algo especial, como a las que has besado o con las que te has acostado. ¿Quieres que siga?

Mi recuerdo se puso un poco serio y algo pálido, pero en general se mantuvo inexpresivo. Esa ecuanimidad, esa calma, ese control de mí mismo era algo que había olvidado que poseía.

—¿Que edad tienes? —preguntó al fin.

—Hoy cumplí…

—Yo no cumplo hasta noviembre.

—En mi presente es noviembre.

—¿Cuántos cumpliste?

—Treinta y seis.

—¿Y por qué demonios pareces de cuarenta y tantos?

—Hey, que no tienes…

—¿Por qué estás tan gordo? ¿Y por qué llevas una gorra tan ridícula? ¿Qué es esa barba? Al menos dime que valemos algo, que logramos nuestros sueños.

Me pasé una mano por la cara antes de contestar:

—Verás, William, las cosas no marchan muy bien allá de dónde vengo.

—¿Por qué?

—Precisamente por el día de hoy, este de ahora. Una vez ocurra lo que está supuesto a pasarte en ese callejón, te levantarás sin ganas de vivir.

—Me conozco muy bien para saber que encontraré la forma de superarlo.

—No podrás hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque después de hoy se te meterá un desgano y una desesperanza que te harán perder las ganas de esforzarte siquiera.

—Dime, ¿seguimos con Allis?

—No, William, al mes de despertar en el hospital cortarás con ella.

—No puedes estar hablando en serio —dijo bajando la cabeza.

—Lo siento.

—No puede ser verdad.

—Lo es, y la única esperanza que tenemos es que yo pueda recordar lo que pasó. Así que, por favor, baja de una vez.

—¿Terminamos la novela de duendes?

—No, William.

—¿Nos hicimos de dinero como tantas veces soñamos?

—No. Trabajamos en una firma local de promociones.

—¿Vale de algo la vida que llevas?

—En lo absoluto.

—¿Y hay alguna esperanza?

—Solo si bajas y recreas lo sucedido.

—Así que me has hecho perder más de veinte años de vida.

—Bueno, no yo. Tú eres quien los echarás a perder.

—Jamás.

—Lo harás, William.

—No, tú lo hiciste.

—Pero es lo mismo, tú eres mi pasado.

—No me compares contigo. Yo jamás seré un mierda como tú.

—Ahí es donde te equivocas. Pues si yo soy un mierda, tú serás el mismo mierda que yo.

Mi recuerdo se acercó y pegó su cara a la mía.

—Tienes un segundo para salir de mi vista.

—Si no bajas al callejón te arrepentirás por el resto de tu vida. Y ya no podrás echarme a mí la culpa. Al menos yo estoy intentando arreglar las cosas.

—¿Arreglar las cosas? Si tú mismo fuiste quien las jodió en primer lugar.

—Baja, por favor.

—No.

—Entonces es verdad lo que dicen.

—¿Qué cosa?

—Eso de que uno mismo es su peor enemigo.

—En eso tienes toda la razón —dijo él, y me dio una cachetada.

Aquel resentimiento dentro de mí que había ido creciendo con los años se convirtió de pronto en odio puro. Y con una determinación ajena a mi presente vida, le lancé un puño a la cara.

Pero sus jóvenes reflejos esquivaron mi golpe sin esfuerzo.

—Tanta grasa te han puesto lento —se burló.

Volvía a abalanzarme sobre él, pero se echó a un lado y yo tropecé y caí.

—¡Maldito hijo de puta! —dije mientras intentaba ponerme de pie.

—¿Quién habla así de su propia madre?

—¡Vete a la mierda!

—No. ¡Tú vete a la mierda…! o a tu presente, que parece ser lo mismo.

Y se dobló, me agarró por la camisa y comenzó a golpearme la cara.

Me llevé las manos a la cabeza para protegerme, y así comencé a arrastrarme por el suelo hacia donde fuera para alejarme de él.

—¿Estás satisfecho? —pregunté, intentando ganar algo de tiempo.

—¿Cómo voy a estarlo mientras veo la basura en la que me has convertido? Ni siquiera puedes defenderte, pedazo de mierda.

Los golpes continuaron y yo acabé en la esquina del cuarto, sin salidas, con el rostro hinchado y lleno de sangre, sin poder ver siquiera. Lo único que se me ocurrió fue meter una mano en mi bolsillo y extraer el papel.

—Tienes que leer esto en voz alta —dije, levantando el papel sin dejar de cubrirme la cara con la otra mano.

Los golpes no cesaron, y pronto el papel estuvo en el suelo, mezclado con los otros cientos.

—¡Joder! —dije, tanteando a ciegas, esperando dar con el correcto.

Eran demasiados papeles, y mis manos no sabían identificar ¿un contacto más sólido…? Aferré firmemente el pedazo de madera, me volteé y lancé con fuerza sobre el rostro de mi recuerdo.

El golpe dio de lleno en su cara, y mi recuerdo se balanceó y cayó encima del borde del marco de la ventana.

—¡William! —grité, esforzándome para incorporarme.

Mi recuerdo osciló peligrosamente sobre el marco de la ventana, pero llegué justo a tiempo para evitar que cayera del segundo piso.

—Dime la verdad —dijo casi sin poder cuando lo traía hacia el interior—. ¿No estás de broma cuando dices que me convertiré en ti?

—Para nada.

Mi recuerdo dejó escapar dos lágrimas y cerró los ojos.

—Entonces ya es tiempo de acabar con nosotros.

Me agarró por la camisa y se lanzó hacia atrás. Mis piernas resbalaron y se fueron con él, y los dos nos precipitamos al vacío.



Por tercera vez en aquel extraño día me encontré sobre el suelo, solo que esta vez ya no tenía fuerzas ni para moverme.

—De prisa, que no tenemos mucho tiempo.

Una cara borrosa apareció en mi visión, y unas manos fuertes me levantaron y me recostaron sobre la silla. Después sentí algunas suaves cachetadas.

—¿Puedes oírme?

Asentí mientras una cara surgía desde mi neblina visual.

—Las heridas que tienes no son graves. Aunque te aconsejo que vayas al hospital en lugar de a la psiquiatra.

—No funcionó —logré decir—. Interactué con el recuerdo y lo alteré.

—Interactuaste con tu pasado, no con tu recuerdo.

—Pero lo alteré…

—Nada puede alterar el pasado, ni siquiera este increíble aparato —dijo, señalando la caja de madera sobre la mesa.

—Pero entonces…

—Ya, ya. Respira —dijo, dándome unas palmadas sobre el hombro—. Estos viajes siempre marean.

Y sí que era cierto, aunque la duda producía un efecto peor.

—¿Quiere decir que…?

—Sí, muchacho. Por fin ya sabes qué pasó en aquel callejón —dijo, yendo a su escritorio para rebuscar entre sus cosas.

—Pero…

—Los dos cayeron desde muy alto. Tú tuviste la suerte de que tu pasado dijera las palabras correctas y justo a tiempo, y él, bueno, despertó dos meses después en un hospital.

—Pero… pero…

—Dale tiempo en lo que lo procesas —dijo, regresando junto a mí—. Ahora escucha, Donald irá hoy a tu casa para mostrarte un precursor de esta tecnología. Entrégale esto para que puedan ahorrarse algunos años.

El gigantesco papel que me entregaba parecía los planos de construcción de una maquinaria compleja.

—¿Qué es esto?

—Las instrucciones para crear la máquina que viaja al pasado.

—¿Y se lo entrego así sin más?

—Claro que no. Primero le contarás todo lo que te ha pasado hoy y, cuando no te crea, entonces le enseñarás los planos. Y por tu bien, asegúrate de pedirle que no te de la lata con lo de la paradoja de la información.

—De acuerdo.

—Y otra cosa —dijo el señor, más serio que antes—, quiero que te disculpes con Olivia por lo que le dijiste hace un rato.

En ese momento se abrió la puerta y entró el hombre que me había tumbado de la silla en el bar.

—No hace falta —dijo—, ya lo hice.

—Tienes razón —dijo el señor—, lo había olvidado. Cómo sea. William, te presento a William, y… bueno, a la inversa.

El hombre se me acercó y me estrechó la mano.

—Así que usted… —comencé.

—Sí —dijo sonriendo—. Y dirigiéndose hacia el señor, añadió—: ¿Estás listo?

El señor asintió y dijo:

—Ha sido grato volver a verlos a ambos.

—Pues ya es tiempo —dijo el otro.

El señor nos sonrió por última vez y se desvaneció ante nuestros ojos, dejando una voluta de humo en su lugar que se esparció con rapidez.

El hombre se volvió hacia mí, me quitó la gorra y la tiró sobre la mesa.

—Pídele a Olivia que te ayude a bajar todo lo que se quede aquí, y quémenlo. Y asegúrate de saldar esa deuda que tienes.

—Lo haré.

Entonces se dio la vuelta y tomó la caja de madera del escritorio.

—¿Se la lleva usted?

—¿Y cómo si no podré buscarte cuando tengas mi edad para que vengamos juntos al día de hoy?

—No estará diciendo que el señor…

—Sí, William —dijo con una sonrisa—. Todos somos el mismo.

—Increíble.

—Ha sido grato volver a verte. Y ya nos volveremos a ver de nuevo.

—Dígame una última cosa, ¿nos va mejor en su tiempo?

—Me gustaría contestarte, pero ando con prisa. Tengo que verme con Allis para el estreno de la película de nuestro noveno libro, y ya voy tarde —añadió guiñando un ojo—. Así que ya puedes decirme las palabras.

—¿Las pal…? ¡Oh, sí, lo siento! Perdí el papel, se me cayó.

—No te preocupes, siempre lo hacemos. El señor, yo, tú. Y tu pasado también lo hará cuando llegue el día de hoy. Por eso hay tantos tirados en la vieja habitación.

—¿Así que todos aquellos papeles…?

—¿No crees que ya es hora de dejar de pensar en el pasado y, en cambio, enfocarte en el futuro?

—Sí, tiene razón, ya es tiempo.

El hombre sonrió, se dio la vuelta y se desvaneció en una nube de humo.


Acerca del autor


Harvey Tunner, junto a Johnny Fraser (Vorgan), fundó Vorgan Inc., empresa emergente, casa autora y publicadora de trabajos artísticos que incluyen varios títulos de superventas.


Durante los últimos meses de vida fue un activista de la filosofía Objetivismo, creada por Ayn Rand. Todas las obras producidas por Vorgan Inc. hacen mención o están relacionadas a esta filosofía.


Falleció, a consecuencia de un accidente automovilístico, el 5 de junio de 2013, con tan solo veinte años de edad.


Sus últimos años de vida se narran en la novela biográfica Matando Elefantes, de David Bennett, también producida y publicada por Vorgan Inc.


Sus ideas, apiñadas en lo que pasó a conocerse como Carpeta de Ideas, han revolucionado la literatura y otras áreas del saber, y han servido de motor para muchos proyectos de Vorgan Inc.


Carta de Vorgan


Muy estimado lector:

Le agradezco encarecidamente que haya tomado de su valioso tiempo para leer esta obra. Mi mayor deseo es que haya pasado un rato agradable con su lectura.

Aprovecho para pedirle que nos siga en Twitter para saber más de nuestras otras y futuras publicaciones, dejarnos saber sobre usted, sus preferencias y hacernos llegar sus tan valiosas y bienvenidas opiniones.

Por otro lado, permítame recordarle que solo usted, que ha tenido la valentía de arriesgarse a descubrir esta obra, puede comunicar la experiencia de haberse sumergido en ella. Por ello le pido cordialmente que considere dejar una buena reseña para que otros lectores se vean inclinados a darle una oportunidad como usted tan valientemente ha hecho.

Por último, le recalco que mi mayor deseo es que usted haya pasado un rato agradable leyendo esta obra. Si así ha sido, me doy por satisfecho.

Quedo a su absoluta disposición; y he sido, soy y seré, querido lector, sincera y enteramente suyo afectísimo,