Matando Elefantes

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Matando Elefantes

Cubierta

Cubierta - Matando Elefantes

[Novela Biográfica]


Sinopsis


Un joven tímido conoce a su compañero de cuarto en su primer día de universidad y la vida de ambos da un giro inesperado cuando descubren un ingenioso método que los volverá millonarios…


¿Quién fue David Bennatt? ¿Cómo alcanzó la riqueza a tan corta edad? ¿Y por qué se le considera como una de las figuras más intrigantes de nuestros tiempos? Al fin la historia completa se despliega. Desde sus comienzos como un chico tímido y temeroso del mundo, y su primer encuentro con su arrogante compañero de cuarto (que le transmitió un grupo de ideas capaz de brindarle capacidades de apariencia imposible a quien las ejecute), hasta el extraño método que tuvo que idear para ponerlas en práctica.


Escrito con sagaz elocuencia y en un estilo adictivo, David nos ofrece una ventana a su interesante aunque misterioso pasado, y nos guía de la mano a través de las mismas ideas que lo llevaron a convertirse en el hombre que es.


“Una autobiografía escrita con la misma riqueza e intriga que se esperaría de la mejor novela de ficción.” ~ Sally Hesper, directora creativa de Vorgan Inc.


Contenido


Notas de la publicación


NOTAS DE LA PUBLICACIÓN:


  1. Algunos detalles particulares de esta obra como nombres propios, escenarios, nombres de lugares y fechas podrían haber sido modificados para proteger la privacidad de los involucrados. De ser el caso, los cambios habrán sido efectuados intentando evitar alterar la relación entre los elementos, manteniendo así la consistencia de toda la obra y su correspondencia con otros trabajos relacionados.
  2. Para permitir y facilitar mejoras en la obra además de mantener correspondencia con trabajos futuros, Vorgan Inc. y la parte autora se reservan el derecho de añadir, eliminar, alterar y modificar los detalles particulares antes mencionados junto a otros que considere necesario.
  3. En casos donde la obra contenga elementos de ficción, estos son producto de la imaginación de la parte autora, por lo que cualquier parecido entre estos y la realidad, eventos, productos, servicios, lugares, personas (vivas o muertas) u otras entidades es pura coincidencia.
  4. En casos donde la obra contenga elementos reales tales como eventos, productos, servicios, lugares, personas (vivas o muertas) u otras entidades, estos no pretenden describir su verdadera naturaleza en modo alguno, y se utilizan exclusivamente como medio creativo.
  5. Ningún elemento en esta obra pretende instruir, diagnosticar o sustituir información válida y profesional. Vorgan Inc. y la parte autora no asumen ninguna responsabilidad ante el uso, mal uso, daño, pérdida o cualquier otro efecto que resulte de la utilización de los elementos en esta obra.
  6. Dada nuestra filosofía de privacidad junto al hecho de que una pequeña porción de las obras de Vorgan Inc. es creada por más de un autor, el nombre adjudicado a la obra, presentado en la portada o en cualquier otro material relacionado a esta, no representa necesariamente la verdadera, la mera ni la exclusiva autoría del nombrado. Vorgan Inc. se reserva el derecho de añadir, eliminar, alterar y modificar el nombre del autor adjudicado a la obra.
  7. Vorgan Inc. y la parte autora no se hacen responsables de la representación, inclusión, omisión, alteración o modificación de los elementos en esta obra, sean estos hechos u opiniones, reales o ficticios.

Matando Elefantes


Matando Elefantes

por David Bennatt


[Novela Biográfica]


Dedicatoria


Para George, Evelyn y Harvey, que siguen siendo.


Extracto de entrevista a David Bennatt


David: […], pero sí, supongo que tiene razón al decir que mi historia es interesante.

Moderador: Y más cuando hizo gran parte de su fortuna a una edad tan temprana; lo que me obliga a preguntarle: ¿algún secreto en particular?

David: Siempre hay uno. Aunque bueno, en mi caso hubo dos.

Moderador: ¿Dos?

David: Principalmente dos, sí. Uno de ellos fue que aprendí a Matar Elefantes, y, el segundo, que puse en práctica el contenido de la Segunda Carpeta de Ideas.

Moderador: ¿Matar Elefantes? ¿Segunda Carpeta de Ideas…? ¿Podría abundar?

David: No me daría el tiempo [sonríe], pero no se preocupe. Hace un tiempo atrás le juré a un gran amigo que pondría todo por escrito, de principio a fin… la historia completa.


Primera Parte


1


⁓Mañana será una fecha importantísima para ti.

—Sí, lo sé —dije, llevándome un pedazo de carne a la boca.

Mi padre soltó el tenedor y agarró su vaso de refresco.

—Quiero que por un segundo mires a tu alrededor —dijo, moviendo la cabeza para abarcar toda la estancia con su vista.

Lo hice. Estábamos en la mesa de comedor, al lado de la cocina, donde mi madre freía algo en una sartén. El sofá de la sala y el televisor se alcanzaban a ver desde donde estaba. Frente a mí, mi padre dejaba el vaso de refresco para continuar con su pedazo de carne y papas fritas. Era un tipo de más de un metro ochenta y cinco, un tanto gordo y un rostro de pocas sonrisas, lo que le confería la apariencia de con quien uno no se mete, y yo no lo hacía.

—Esta casa la compré cuando cumplí veinticuatro años. Entonces pagué solo treinta mil dólares por ella, y en efectivo. Ahora, ¿crees que podrás hacer lo mismo?

—Pa’, apenas cumplí los dieciocho.

—Y precisamente por eso te lo pregunto. Como están las cosas hoy día no podrás comprarte una casa a menos que tengas un buen empleo.

Respiré profundo y me llevé el tenedor a la boca. Si mis cuentas no fallaban, esta era la conversación número mil sobre el mismo tema.

—¿Me estás escuchando?

Asentí sin dejar de respirar profundamente.

—Bien, ahora quiero hablarte de la situación económica de esta casa. —Se interrumpió para meterse un puñado de papas fritas a la boca—. El auto de Maggie tiene el motor averiado. El mío, ya sabes, lo tengo en el mecánico para que le cambien la bomba del agua, y ya se me han ido cien dólares en esa tontería.

Mastiqué con pereza, intentando imaginar una canción agradable.

—Tu abuela está enferma —continuó—, y sabes que Doris ni siquiera puede ayudar con los gastos, por lo que estoy poniendo su parte. También sabes que hace dos meses atrás me eliminaron el plan médico; tan reciente como ayer tuve que pagar cincuenta dólares de deducible en la farmacia. Así que creo que sabes a dónde quiero llegar.

—Sí —dije, deseando poder comer en paz.

—¿Y a qué quiero llegar?

—A que tengo que aprovechar la universidad.

—Exacto. Hoy día si no tienes un empleo bien remunerado no eres nadie en la vida. Aprovecha esta oportunidad y hazte de un título que te permita avanzar. Nosotros estamos haciendo grandes sacrificios con tal de que puedas estudiar algo de valor.

—Me dieron beca —le recordé con los labios apretados.

—¿Y la beca va a pagar la gasolina para llevarte? ¿O te va a suplir de dinero mensual para los gastos menores?

—Solo digo que al menos la matrícula está cubierta.

—Y menos mal, de lo contrario no podrías estudiar. A mí no me queda dinero para matrículas. Así que tienes que aprovechar el tiempo y dedicarte de lleno a las clases que tomes. Tu madre comienza a trabajar esta semana para poder ayudar con los gastos. Solo espero que estés consciente de todo lo que estamos haciendo por ti. ¿Me entiendes?

—Sí.

Cerré los ojos y volví a respirar profundamente. «Que se acabe de una vez, que no siga con lo mismo», le supliqué a la nada, con los dedos cruzados debajo de la mesa.

—Y otra cosa —continuó, dejando el tenedor sobre el plato mientras yo maldecía en silencio—. En la preparatoria solías llevarte esa guitarra que te regaló tu abuelo. También perdiste algunas semanas por competir en el torneo ese de ajedrez que tuviste, pero en la universidad no podrás darte esos lujos. La universidad no es como la preparatoria. Eres inteligente y me consta, la preparatoria se te hizo fácil y gracias a ello pudiste escoger Ingeniería de Computadoras—. «¿Que yo escogí Ingeniería de Computadoras?» Eso se podía debatir, aunque no pensaba hacerlo—. Pero en la universidad vas a tener que acostumbrarte a estudiar. Los profesores van a exigirte mucho y es mejor que vayas preparado.

—Lo sé.

—¿De verdad lo sabes?

¿Cómo no saberlo, si me lo había dicho un centenar de veces y en menos de tres días…?

—Sí, pa’.

—Pues qué bueno, porque si te dedicas a perder el tiempo no voy a mantenerte aquí; no pienso sustentar a vagos en esta casa. En mayo cumpliste los dieciocho, lo que…

—Marzo.

—¿Qué?

—Cumplí los dieciocho en marzo.

—No importa. Lo que quiero recalcarte es que ya eres mayor de edad. En otras culturas ya tendrías que estar trabajando para mantenerte. Sabes cómo me las tuve que arreglar para terminar mi bachillerato. Por lo menos tú tienes la suerte de tenernos, y te vamos a ayudar a completar tus estudios. Pero si te dedicas a perder el tiempo te voy a retirar todo tipo de apoyo. Y mira lo que le pasó a César.

César, mi hermano mayor, había dejado la universidad en su primer año. Ahora trabajaba y residía en una base militar a miles de kilómetros de casa.

—Sí —dije, deseando poder acabar el almuerzo en otra parte; hasta sentado en el inodoro era más deseable que en el comedor.

—¿Se lo dije o no se lo dije?

—¿Qué cosa?

—A César, ¿le dije que aprovechara el tiempo o no se lo dije?

—Sí —«un millón de veces», añadí en mi mente.

—Y mira lo que le pasó. Se puso a perder el tiempo y por poco fracasa el semestre. Después dijo que no quería seguir estudiando, pero yo se lo había advertido. ¿Y qué le pasó? ¿A ver? ¿Qué le pasó a César?

—Se tuvo que ir de…

—Exacto. Le dije que tenía que irse de la casa y mira dónde acabó. Ahora tiene que arriesgar su vida por un par de dólares mensuales. Que no te pase lo mismo. Aprende de los errores de tu hermano. Cuentas con nuestra ayuda mientras hagas lo correcto, pero no la esperes si te pones a perder el tiempo en la universidad. Aquí —añadió, golpeando la mesa con la punta del dedo índice —nos estamos sacrificando para que tengas un futuro que valga la pena. Dos años atrás se lo advertí a César y ahora te lo advierto a ti: no pienso sustentar a vagos en esta casa.

—Sí.

Mi padre se centró en el resto de su comida y yo aproveché para aligerar mi plato. Dos minutos de silencio, era todo un récord. Acabé de comer y me puse de pie. Me dirigí con cierta prisa hasta la cocina y dejé el plato en el fregadero. Mi madre me regaló una sonrisa, yo no le regalé nada.

—David —llamó mi padre.

—¿Qué? —pregunté, dejando caer los hombros y volteándome hacia él.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Pensaba ir a mi cuarto.

—¿Vas a hacer algo importante?

«Voy a descubrir la cura del cáncer», pensé decir, pero mi padre no lo consideraría importante.

—No —contesté.

—Ven un momento.

«¡Maldita sea!»

Arrastré las piernas hasta la mesa de comedor, pero no me senté. Tal vez si me quedaba de pie avanzara a decirme lo que fuera.

Dejó el tenedor sobre su plato y me señaló con un dedo, que comenzó a menear delante de mí.

—La universidad está llena de ciertas tentaciones que probablemente no encontraste en la preparatoria.

«¡No otra vez!»

—Los alrededores de la universidad pueden resultar atractivos para los estudiantes que no están enfocados —continuó, y por suerte dejó de menear el dedo—. La ciudad está llena de distracciones que te pueden hacer perder el foco de los estudios.

—Sí, lo sé —dije con el tono más humilde y tranquilo que pude.

—Los chicos no van a parar de ofrecerte cervezas, cigarrillos, drogas y salidas a la ciudad. Lo mejor que puedes hacer es pensar de antemano la respuesta que le vas a dar a esos chicos sin visión. Tú vas a la universidad a estudiar, a hacerte de un futuro y a enfocarte en lo que te corresponde. No a beber, ni a fumar, ni a salir a la ciudad. Los próximos cuatro a cinco años son críticos para tu futuro. No los eches a perder.

—De acuerdo.

Un segundo, dos, tres, cuatro, cinco. Ya debía ser seguro. Giré sobre los talones…

—Otra cosa.

… y continué la vuelta hasta quedar como antes.

—¿Sí? —pregunté.

—¿Recuerdas cuando fuimos a la universidad?

—Sí.

—¿Te acuerdas de aquel Centro de Ocio para estudiantes que estaba arriba de la cafetería?

—Sí.

—Pues no olvides su nombre: Centro de Ocio —dijo, alargando las últimas tres palabras más de lo necesario—. Ningún estudiante que se tome la universidad en serio debería tener tiempo libre. Dedícate a lo tuyo y aprovecha cada minuto para ser el mejor de la clase.

—Sí.

—Bien. Si vas para tu cuarto te recomiendo que te pongas a repasar los temas de la preparatoria, no vaya a ser que llegues romo a la universidad.

«¿En serio…? ¿En serio…?»

—Vale.

—No tengo más que decirte.

Mentira. Mi padre siempre tenía algo más que decirme, mejor dicho, algo más que repetirme.

Me di la vuelta y, antes de que se arrepintiera, casi eché a correr para llegar más rápido a mi cuarto. Cuando llegué, cerré la puerta y me quedé observando la pared del frente, allí donde colgaba mi vieja guitarra.

Verla me produjo una punzada en el estómago. Había salido de la preparatoria con ganas de estudiar Música, pero mi padre se las ingenió para explicarme que esta no era una buena carrera. Me hizo saber que un cerebro como el mío no debía desaprovecharse, que debía escoger una profesión que solo personas inteligentes pudieran ejercer, que tenía que aspirar a lo mejor, a cosas de mi altura.

Y entre una cosa y la otra, y un comentario y el otro, me decidí por Ingeniería de Computadoras, fuera eso lo que fuera. Solo sabía que era más complejo ser admitido en Ingeniería de Computadoras que en otros cursos. Cuando me aceptaron sin reparos, mi padre quedó satisfecho.

¿Pero yo qué? Yo nada. Desde el mismo día que toqué la preparatoria fantaseé con la idea de llegar a la universidad, pero ahora que el día se acercaba no le tenía mucho entusiasmo; las condiciones que imponía mi padre me imposibilitaban entrever algo de diversión en mi futuro. Pero bueno, algún día me graduaría y me valdría por mí mismo.

Sí. Algún día acabaría la universidad, conseguiría un empleo bien remunerado y por fin haría todo lo que quisiera. ¿Cuatro años? ¿Cinco? Era un largo camino, pero tendría paciencia; debía tenerla, ¿no?

Retiré el tablero de ajedrez que había sobre la cama, me recosté y me puse a observar el techo. Cuatro años más de clases… A los cinco años entré a la escuela, y ahora que tenía dieciocho, aún me quedaba un largo camino por recorrer. Algo en ese sistema no me cuadraba, pero no le veía alternativas.

Esa misma noche mi padre me llevaría a la universidad. Al otro día tendría mi primera clase. Y por los próximos cuatro años me torturaría estudiando… O al menos eso pensaba, cuando llamaron a la puerta.

—Dime —grité.

—Abre, olvidé decirte algo.


2


Una semana antes del comienzo de clases había asistido con mis padres a La Visita, una actividad universitaria realizada anualmente para que los estudiantes de primer año y sus familiares conocieran mejor la universidad.

Ese día aprovechamos, entre otras cosas, para ver el lugar donde me hospedaría. La universidad tenía una residencia interna para estudiantes de bajos recursos y yo había cualificado, pero el asunto tenía varias desventajas.

La primera era que todos los dormitorios de la residencia se compartían con al menos un estudiante más. La segunda desventaja, y por la cual la primera existía, era que cada dormitorio era precisamente eso: un solo dormitorio; por lo que las camas estaban apiñadas en el mismo espacio cuadrado. La privacidad no era el fuerte de la residencia.

Para sumarle a esto, como los cuartos de baños y duchas no eran numerosos, cada uno debía ser compartido por varias decenas de alumnos. Y como si fuera poco, las normas de la residencia eran más rígidas y estrictas que la actitud general de mi padre. Por ejemplo, las luces principales se apagaban a las diez de la noche, de modo que si tenías trabajos que hacer durante la noche o algo de tiempo libre arduamente ganado que no quisieras pasar a oscuras, tenías que conformarte con la débil luz de la lámpara que había sobre el escritorio de cada alumno. Tampoco nos tenían permitido el uso de alcohol ni de ningún producto que contuviera nicotina, pero como no consumía ninguna de las dos, esto no representó dificultad alguna.

En mi caso particular había dos elementos que pronosticaban mayores problemas. Por un lado, el cuarto que me asignaron quedaba en el tercer piso, al lado de una puerta que rezaba “Salida Solamente”. Así que salir del apartamento era pan comido, pero entrar, bueno, entrar era otro asunto. El edificio de la residencia era uno antiguo y enorme, con tres alas de apartamentos, pero solo tenía una entrada.

Las tres alas del edificio asemejaban a un cuadrado al que le faltara un lado. Y si imaginamos que la cara que faltaba era la superior, yo vivía arriba del lado derecho, donde hubiese estado un vértice de no faltarle un lado a la figura.

Todo el interior del “cuadrado” era una especie de patio. Yo debía cruzarlo hasta llegar al mismo medio de la cara del fondo, donde quedaba ubicada la única entrada. En el interior estaba la recepción, donde un señor que parecía trabajar allí desde el mismo día de la creación de la universidad miraba los varios monitores de los pasillos principales.

Luego debía subir tres pisos de escaleras y emprender una larga caminata de varios metros desde el centro de aquella cara hasta la esquina de la derecha. Una vez allí, tenía que tomar una izquierda y avanzar el doble de distancia hasta el mismísimo extremo del edificio, donde la puerta de salida me fastidiaba el día con lo de “Solamente”.

El otro elemento que pronosticaba mayores problemas era mi timidez. El asunto de la privacidad ya era una consideración mayúscula para un joven de dieciocho años como para sumarle la incertidumbre de con quién la compartiría.

Cuando mis padres y yo fuimos a visitar la residencia, mi compañero de cuarto no se presentó. Como La Visita estaba pensada para los estudiantes de primer año y sus familiares, era evidente que mi compañero era al menos un año mayor que yo. Esto no mejoró mi humor, tampoco el de mi padre, aunque por razones distintas.

Mi padre, como era de suponer, sentía un tipo de aversión por cualquier cosa que pudiera distraerme del futuro tan prometedor que se había imaginado para mí. Mis preocupaciones, por otro lado, eran menos ambiciosas. Yo simplemente le tenía miedo a cualquier cosa que pudiera cambiar el curso de mi estúpida rutina. Y convivir con un chico mayor que yo era razón suficiente para ponerme nervioso.

La noche del domingo 12 de agosto mi padre me llevó a la residencia. Se despidió recordándome los astronómicos sacrificios que hacían para que yo pudiera estudiar y lo que yo debía hacer para no echarlos a perder. Luego del incómodo recordatorio, y después de haber partido hacia mi habitación, mi ánimo mejoró un poco.

De camino me encontré con dos viejos amigos de la preparatoria. Los dos no solo habían obtenido admisión en la universidad, sino que también vivirían en la residencia. Antes de despedirse me aseguraron que pasarían a visitarme durante la semana. Y para mejorar las cosas, mi compañero de cuarto no estaba en la habitación cuando llegué, ni se presentó durante toda la noche. Incluso, llegué a fantasear con la posibilidad de que nunca llegara y que la administración se olvidara de la vacante hasta pasados unos cinco años.

Mi madre había intentado decorar mi área poniendo cosas por aquí y por allá, pero una vez solo en mi habitación, metí todas mis pertenencias en las dos cajas de cartón que habíamos usado para traerlas; estaba decidido a ponerlas a mi manera (este era el único tipo de rebeldía al que me atrevía). Cuando terminé de preparar mi bulto, y antes de que dieran las nueve de la noche, me tiré a la cama.

Al día siguiente, el reloj despertador, que ahora habitaba en una de las cajas de cartón, me dio un susto de muerte a las mismísimas seis de la mañana. Desactivé la alarma y caminé hasta los baños, donde varios estudiantes se lavaban la boca y usaban el escusado. Hice lo propio, volví a mi habitación, recogí mis cosas y salí de camino a mi primera clase.

Si uno entraba a la recepción y lo seguía directo, cruzando el pasillo del primer piso y dejando de lado las escaleras interiores, descubría una puerta menos impresionante que la de entrada, que daba al campo universitario. Aquella puerta era también de salida, pero durante el día la dejaban abierta. Y menos mal, pues nos evitaban la odisea de regresar de clases y encontrarnos con que debíamos darle toda una vuelta al edificio y atravesar el gigantesco patio hasta la recepción para que, finalmente, pudiéramos dirigirnos a las habitaciones.

Esa mañana recorrí la infinita cantidad de metros hasta llegar al centro del ala principal. Bajé al primer piso, salí por la puerta que daba al campo universitario y emprendí el camino hacia mi primera clase.

La universidad estaba situada en medio de un pequeño bosque que colindaba con un río. Era algo pequeña para la fama que encerraban sus facilidades. En la charla de bienvenida habían mencionado que esa había sido una de las primeras universidades de toda la ciudad y que hasta nuestros días mantenía su renombre a nivel regional. Los edificios centrales sostenían fachadas antiguas y aburridamente rectangulares, pero cerca de los límites bien alumbrados de la universidad, el esplendor y la arquitectura moderna de las construcciones generaban admiración. Sin duda todos los estudiantes, al menos una vez, y seguramente en la primera, habían contemplado sorprendidos las estructuras que se escondían dentro de aquel espeso manto de color verde y marrón.

El día de La Visita había dado una corta caminata por los alrededores de la universidad. Entonces el lugar me pareció uno tranquilo, amplio y despejado. Esta vez, cientos de estudiantes se paseaban de un lado a otro. De lejos me llegó el sonido de un balón siendo golpeado. A mi izquierda una chica se arrodilló para recoger una pila de libros que se le había caído. A mis espaldas pude escuchar las risas de un grupo de féminas. Y cuando reparaba en el olor a comida que me llegaba de lejos, una bicicleta pasó zumbando por mi lado.

El nuevo entorno me produjo una contradicción de emociones: una mezcla entre excitación por la nueva experiencia y cierto nerviosismo asociado al estar rodeado de una multitud de desconocidos.

Caminé por la acera mientras desayunaba un paquete de galletas de soda acompañado de una lata de embutidos fríos que sabían a puro demonio. Me dirigía al edificio Emerson, de Humanidades, donde tendría lugar mi primera clase: Español. A las siete de la mañana. Sí, todo un fastidio.

Crucé el umbral de la puerta cuando mi reloj emitía su pitido horario, y me encontré con un aula gigantesca, toda repleta de estudiantes. Asegurándome de no fijarme en ninguno, me dirigí hasta al fondo del salón, donde me senté observando la única parte del cuerpo de las personas que podía mirar sin sentirme incómodo: sus espaldas.

La decrépita profesora Ward comenzó la clase con un repaso de las reglas básicas de división silábica, acentuación y otras nimiedades que yo venía tomando desde el parque de cuido para preescolares. El prontuario que nos entregó pronosticaba una clase fácil de pasar.

Una hora más tarde me dirigía al edificio nuevo de Química, uno de los pocos edificios de clases que se encontraba más allá de la residencia y no en el campo universitario central. Después de invertir cerca de diez minutos caminando a buen paso comencé a preocuparme por la lógica de mis horarios y la distancia entre los edificios. Una vez allí, descubrí jadeando que el profesor no había asistido a su primera clase del curso. Así que a pesar de haber caminado tan deprisa para nada, por lo menos tendría tres horas libres esa mañana. En mi horario de lunes, miércoles y viernes había un espacio sin clases entre las nueve hasta las once. Al advertir que tenía una hora extra, decidí dirigirme a mi habitación; mataría el tiempo acomodando el contenido de mis cajas.

Salí de camino hacia la residencia y, como venía desde el edificio de Química, comencé con lo que se convertiría en la maldita rutina de cruzar el patio, preguntarme si el viejo de la recepción seguía con vida, subir las escaleras y andar a buen paso por los largos pasillos inundados de estudiantes.

Cuando llegué frente a la puerta de mi apartamento escuché un sonido insistente a mi derecha. Giré la cabeza y vi que la puerta de salida se movía sobre el marco, como si alguien intentara entrar por ella. Para mi asombro, la puerta se abrió.

Un muchacho de más o menos mi edad y con nada que resaltara lo suficiente como para recordarlo entró de prisa y cerró la puerta tras de sí con brusquedad. Se quedó mirando a lo lejos del pasillo por varios segundos y luego posó su vista sobre mí antes de hablar con cierta sonrisa burlona:

—Es cuestión de hacerlo en el momento preciso para que Tom no te vea en los monitores.

De inmediato caminó hacia mí e insertó una llave en la puerta número 301. La abrió y entró con la misma rapidez que lo hubiera hecho segundos atrás a través de la otra; y el portazo sonó con sinónima fuerza. Y allí me quedé, plantado al final del pasillo. No solo este chico había roto una de las reglas principales de la residencia, ni que se dijera que aparentaba haberla roto otras tantas veces, sino que el apartamento 301 era precisamente el mío.


3


Entré a la habitación sin ningún pensamiento en particular. Esto no me sorprendió en lo absoluto; ya estaba acostumbrado a que mi mente decidiera tomarse un imprudente receso cuando más la necesitaba. Mi compañero de cuarto estaba recostado bocarriba sobre su cama, con una mano detrás de su cabeza y con la otra sosteniendo un libro de bolsillo de portada azul oscuro.

El cuarto tenía losas de 25 centímetros, por lo que era fácil saber que medía cuatro metros cuadrados. Era una especie de caja, con un techo de plafón de la era prehistórica y con una sola ventana de cristal al fondo, tan vieja y manchada, que hacía que el exterior se viera distorsionado y con un leve tinte amarillento.

La puerta estaba ubicada al mismo centro de la pared, por lo que si mirabas desde el umbral observabas una cama pegada a la esquina del fondo, con su lado más largo contra la pared de la izquierda. A la derecha de la cama, y debajo de la esquina izquierda de la ventana, yacía un triste y viejo escritorio con manchas de quemaduras, con una lámpara encima y una silla de dudosa firmeza. Contra la pared de la izquierda, entre la cama y la pared del pasillo, un alto y desvencijado armario de dos puertas luchaba por mantenerse de pie.

A la derecha del cuarto se observaba exactamente la misma configuración, pero de forma opuesta, como si desde la puerta hasta la ventana, un espejo gigante lo dividiera. Las únicas diferencias entre la imagen y el reflejo era que el otro escritorio no estaba lleno de quemaduras y que en la cama de la derecha había un chico.

Partí en dirección a mi lado del cuarto. Mi compañero sacó la cara de su libro y me siguió con la mirada. Yo aceleré el paso y llegué junto a mi cama, donde me senté con un movimiento digno de un minusválido. Dejé caer el bulto en el pequeño espacio que había entre la cama y el escritorio y allí me quedé, sin atreverme a mirar a mi compañero, ni que se dijera a hablarle.

—Hola —dijo con voz despreocupada.

—Hola. —Mi voz sonó más a un gemido que a un saludo.

—¿Primer año?

—Sí.

—Yo soy Harvey —dijo sin mucha importancia.

A pesar de que mis ojos se fijaban en mi bulto, no pude ignorar el hecho de que Harvey se había sentado al borde de su cama, haciendo la metáfora del espejo más precisa.

—Yo… David.

—Un placer.

Entonces me arriesgué a mirarlo. Estaba sentado, mirando en dirección a la ventana. En definitiva, era un muchacho común. Después de haber visto a centenas de alumnos en mi primer día de clases, este no resaltaba de ninguno. A diferencia de otros, no llevaba ropas llamativas como camisas con mensajes interesantes o pantalones de al menos cinco tallas más pequeñas de la debida.

Harvey vestía un pantalón corto, zapatillas sin medias, una simple camiseta azul y un reloj deportivo. Tenía el pelo corto, ojos negros, nariz perfilada y una boca de labios finos. No era ni gordo ni flaco, ni alto ni bajo. Era simplemente común.

Luego de un rato de incómodo silencio, me aventuré:

—No eres de primero, ¿verdad?

—Técnicamente sí.

«¿Qué tipo de respuesta es esa?»

—Pero no viniste a La Visita.

—Tienes razón —dijo, girando la cara para observarme; y yo no supe qué hacer, excepto volver a mirar mi bulto, doblarme y hacer ademán de estar buscando dentro.

—¿Uno con setenta y tres?

—¿Cómo? —pregunté, sin apartar los ojos ni las manos de mi bulto.

—Mides un metro setenta y tres.

Mis manos se detuvieron por un instante antes de sacar un libro de Química que pesaba más que la mirada de Harvey.

—¿Me equivoco? —volvió.

—No.

—Y estás en los setenta y cuatro kilos.

—Setenta y cinco —dije involuntariamente.

—Y si me lo permites, diría que estudias Ingeniería porque tus padres te han metido esa idea en la cabeza.

Dejé el libro de Química a un lado de la cama y miré a Harvey, aunque luego de un segundo tuve que fijarme en algún lugar de la pared detrás de él. Harvey estaba quieto, con la misma leve sonrisa burlona que había puesto después de abrir la puerta de salida.

—¿Acaso eres una especie de Sherlock Holmes? —dije, y de inmediato recogí mi libro de texto, intentando con ello ignorar mi ridículo comentario.

—¿Has leído a Doyle? —preguntó en un claro tono de excitación.

—¿Ficción?

—Sí.

—Tal vez no… No suelo leer ficción.

—Pero has tenido que haber leído a Doyle.

—No me suena.

—Hombre, Doyle, el escritor de Sherlock Holmes.

—¿Sherlock Holmes es ficticio? —pregunté, levantando la cara.

—Estás de broma, ¿verdad?

Y no, no lo estaba. Siempre había creído que Sherlock Holmes había sido un gran detective que vivió en alguna parte del mundo en algún tiempo en particular, no que fuera producto de la imaginación de algún otro hombre.

—Sí, solo bromeaba —dije, volviendo sobre mi libro.

—Mentira —dijo en una risita—. En verdad te lo creías.

—Es verdad —concedí.

—¿Cómo sabías entonces que Sherlock Holmes interpretaba cosas de los demás? —preguntó, volviendo a un tono más serio.

—Cuando yo era niño mi padre me leyó un libro. Algo de un sabueso —dije por salir del paso.

—¿Tu padre te leía a Doyle?

—Fue solo una vez, y de niño —aclaré—. Y para entonces no sabía que Sherlock Holmes fuera ficticio.

—Pues sí y no —dijo, y su cama chirrió; Harvey se había recostado y miraba hacia el techo.

—¿Pues sí y no qué?

—Que no soy una especie de Sherlock Holmes, aunque tenemos algunas cosas en común.

—¿Ah, sí? —dije, mirando el dibujo de una molécula de agua.

—Sherlock Holmes basaba sus conclusiones en hechos, en pruebas y en un proceso de lógica, tanto inductivo como deductivo.

—Veo… —dije por comentar.

—Yo mido uno con setenta y cinco, y en la puerta del pasillo observé que eras más bajo que yo por solo un poco. Y mi peso ronda los setenta y siete kilos, por tanto tú debes estar en los setenta y cuatro.

Era difícil saber cómo sentirse con todo aquello. A decir verdad, era una primera conversación extraña. Nadie iba por ahí conociendo a otros diciéndoles cuánto pesaban o medían. Aunque, por otro lado, era posible que Harvey solo intentara entablar algo de conversación conmigo, por más incómoda que esta fuera.

—¿Cómo hiciste para entrar por la puerta de salida? —pregunté, sacando los ojos del libro y mirándolo a él.

—Pensé que me preguntarías cómo supe que tus padres querían que estudiaras Ingeniería.

—Bueno, eso también.

Harvey se puso de pie y comenzó a pasearse por su lado de la habitación, con los dedos entrelazados sobre su cabeza.

—Algunos han intentado ponerle una piedra a la puerta para poder abrirla desde afuera. El problema es el sensor que se dispara cuando se deja abierta por más de cuarenta segundos. La alarma no solo te vuelve loco, sino que le avisa al recepcionista, que después de revisar las grabaciones de la cámara, se asegurará de que recibas tu primera amonestación.

—Y con tres te sacan de la residencia —añadí, recordando la charla de bienvenida.

—Exacto. Pero si observas con cuidado, te darás cuenta de que el cerrojo mohoso de la puerta es un Master. De modo que si te consigues una de estas —añadió, parándose en seco y llevándose una mano al bolsillo—, tienes un ochenta por ciento de probabilidades de abrir este tipo de cerraduras. ¡Toma! —dijo, lanzándome una llave que no logré atrapar y que fue a parar al lado de mi bulto—. Perdón —añadió, mientras yo me doblaba para recogerla—. Ayer saqué una copia por si la deseabas.

—¿Sabías que te quedarías conmigo?

—¿Cómo iba a saberlo? —dijo, reanudando su paseo por la habitación—. Pero qué bueno que seas tú; pareces de costumbres predecibles.

No supe si tomar aquello como un cumplido, como una ofensa o como parte de la brujería de Sherlock Holmes.

—Afuera, sobre la puerta, está la cámara que vigila las escaleras exteriores —prosiguió sin dejar de caminar—. Lo importante es que Tom no te vea subiendo por ellas, pues se supone que sean solo para bajar. Ahora, la cámara tarda un minuto en recorrer toda su vuelta; eso es todo el tiempo que tienes para subir los tres pisos. Cuando llegues arriba tienes que voltearte y hacer como si salieras, para que no llames la atención yendo en sentido contrario cuando la cámara te vea. Una vez vuelvas a estar fuera del alcance de la cámara tienes otro minuto para abrir la puerta con la llave que te di; tiempo de más. Pero espera hasta que la cámara esté a punto de volver a verte antes de abrirla, o la cámara del pasillo estará sobre ti.

—Eh… qué bien, gracias —dije, sin saber si era correcto agradecerle semejante información.

Harvey siguió con su paseo por unos segundos más hasta acabar frente a su cama. Allí se recostó y volvió a su libro. Yo me quedé a la espera de algún otro comentario suyo, pero no hubo ninguno. Así que me recosté sobre mi cama y me puse a observar los plafones del techo; parecía que se caerían en cualquier momento, en especial uno ubicado más o menos al centro de la habitación y que contenía la polvorienta rejilla del acondicionador de aire.

—Esta ala del tercer piso está reservada para los estudiantes varones que estudian Ingeniería —dijo de pronto—. Y si estás en la residencia, entonces vienes de un hogar pobre.

Harvey guardó silencio y yo volteé la cara para observarlo. Tenía los ojos clavados en su libro mientras hablaba.

—Por nuestra conversación, puedo concluir que tú sí viniste a La Visita —continuó con más lentitud—. Y como La Visita está pensada mayormente para los padres, es probable que ellos vinieran contigo. Ahora, un padre de pocos recursos que viene a La Visita debe preocuparse lo suficiente por el futuro de su hijo. Y dado que la generación de nuestros padres considera que las profesiones autoempleadas son las más remunerables, es posible que la idea de que te dedicaras a la Ingeniería haya venido de él.

»A eso súmale que tienes un libro de Química en tus manos cuando todavía no han podido darnos toda la lista de los libros para este semestre. Y para que un estudiante de primero traiga semejante objeto de su casa, debe estar muy centrado en sus estudios o alguien más se lo ha exigido. Pero dado que no advierto la misma expresión en tu rostro como sí la notaba en mi antiguo compañero de cuarto cuando leía sobre Química, supongo que tú no tienes el más mínimo interés en la materia. Por tanto, tus padres deben ser muy autoritarios y tú, demasiado inseguro.

Un silencio penetrante arropó toda la habitación. En algún momento me hice consciente de que observaba a Harvey con mi boca levemente abierta.

—¿Sabes? —dijo de pronto, volviéndose hacia mí—. Sherlock Holmes tenía razón: es más fácil saber que dos más dos son cuatro que explicarlo.

Llevándome los ojos al techo e intentando restarle importancia a la impresión que me había provocado aquella habilidad de vidente, comenté:

—Aunque cuando lo explicas no parece tan complejo.

—Sí —dijo en un tono monótono—. Watson opinaba lo mismo.


4


Minutos después Harvey me informó que tenía clases. Tomó su bulto y salió de la habitación tras emitir una rápida despedida que no me dio tiempo a contestar.

Se me había quitado el deseo de ponerme a organizar mis cosas, por lo que decidí quedarme echado sobre la cama, donde permanecí por un largo tiempo.

Cuando fueron casi las once, tomé mi bulto y me fui por la misma ruta de antes hasta la clase de Cálculo. Para entonces ya estaba enterado de la cantidad de matemáticas que los estudiantes de Ingeniería debían tomar. En la preparatoria había podido cursar Precálculo, economizándome con ello tres créditos universitarios, pero de seguro eso no bastaría para hacerles frente a las nuevas matemáticas universitarias.

En la preparatoria había sacado buenas calificaciones sin tener siquiera que cargar con libretas de apuntes o tener que amanecerme estudiando, pero sospechaba que la universidad requeriría de un nuevo set de costumbres; en este asunto estaba de acuerdo con mi padre.

Quien daba la clase era la profesora Efron, una mujer joven, de vestimentas casuales y que hablaba con un leve acento ruso. Al llegar al salón, descubrí que la pizarra contenía decenas de ecuaciones que confirmaron mis sospechas. Volví a ignorar a todos los presentes y busqué un asiento alejado.

El repaso de la profesora Efron fue totalmente distinto al de la profesora Ward. La profesora comenzó a intentar refrescarnos la memoria con el círculo unitario, con las ecuaciones de límite y el condenado infinito. Cuando acabó la clase estuve convencido de que mi trayectoria en matemáticas iría por una pendiente de –½ que tendía a fracaso.

Mi próxima clase fue de una a dos de la tarde. Era una electiva y yo me había decidido por Teoría de la Música. Era un tema que dominaba, por lo que serían tres créditos fácilmente robados. La clase la impartía un hombre que hablaba tan monótono como cuatro redondas ligadas en una misma línea del pentagrama.

Y eso era todo por hoy. Al otro día tendría Inglés y tres largas horas de un laboratorio de Química.



Harvey no estaba en la habitación cuando llegué. No obstante, su lado del cuarto estaba distinto.

En la pared del frente, sobre su escritorio y tapando una esquina de la ventana, había una pizarra blanca de tamaño mediano; sobre su silla yacía un saco de tela verde, seguramente para echar la ropa sucia; y tres pósteres adornaban la pared de la derecha, allí donde yacía su cama, esta vez con un juego de sábanas violetas con motivo de Toy Story.

Uno de los pósteres tenía una imagen de El Padrino con un mensaje que rezaba: “Voy a hacerte una oferta que no podrás rechazar”. El otro era totalmente negro, con un mensaje en blanco al centro que leía: “¿Qué haría Steve?” El tercero era un duplicado de una pintura, con una muchacha que me miraba entre aburrida y triste.

Negué para mis adentros y me dirigí hacia mis cajas buscando algo de comer. Las latas de raviolis fríos que encontré no me parecieron precisamente apetecibles, así que miré de un lado a otro decidiendo qué hacer a continuación, pero de momento solo podía pensar en las coloridas sábanas de Toy Story

Mis pertenencias, apiñadas en las dos cajas de cartón, consistían de varias prendas de ropa; un viejo ukelele de seis cuerdas (gracias a mi madre, quien lo trajo sin que mi padre lo supiera); un tenedor afinador; un par de libros de autoayuda; una cuchilla multiuso; un juego de higiene personal; una vieja computadora portátil Acer que había pertenecido a mi hermano; un sombrero de color verde chillón y extremadamente ridículo que me gustaba usar cuando nadie me miraba; algo de comida enlatada; un par de efectos escolares que incluían, entre otros, lápices, sacapuntas y una grapadora de bolsillo; un reloj despertador de cuerda, y otros bienes sin importancia, como un par de marcos con fotos de la familia que mi madre se había empecinado en que yo trajera.

Comencé por poner la computadora y los efectos escolares sobre el manchado escritorio. La ropa la puse de cualquier modo en el desvencijado armario, y el ukelele acabó debajo de la cama, junto al sombrero verde. La cuchilla fue a parar en mi pantalón, sirviendo de llavero para la llave de la habitación y la copia que abría la puerta de salida. Los libros quedaron apiñados en el suelo, entre el escritorio y la cama, al lado de mi bulto. Las otras pertenencias las dejé en las cajas; no tenía la menor idea de dónde ponerlas.

Satisfecho, me tiré en la cama y alcancé un libro delgado que prometía ayudarme a elevar la confianza personal…

—¿Vas a almorzar?

Abrí los ojos y me encontré con Harvey, de pie junto a mí. Miré mi reloj de pulsera; eran casi las cuatro de la tarde.

—¿Cómo dices?

—Voy de camino a la cafetería, y como desde que llegué has estado durmiendo supuse que no habías comido.

—No, no he comido. —Me senté y me estrujé los ojos.

—Pues acompáñame, yo pago.

—Gracias —le dije, advirtiendo que se me hacían más fáciles las relaciones sociales si me encontraba medio dormido—, pero tengo comida enlatada.

—¡Oh, no! —dijo sonriendo—. Ya tendrás días de sobra para comer en esta pocilga. Vamos, ya dije que pago.

Lo pensé por varios segundos y no encontré con qué contrarrestar su argumento, ni otra opción mejor para la comida italiana enlatada.

—De acuerdo —dije, poniéndome de pie.

Salí de la habitación mientras Harvey rebuscaba algo en su bulto. Cuando lo vi salir por la puerta, comencé a andar por el pasillo.

—¿A dónde vas?

Me volteé y lo vi parado frente a nuestra puerta.

—Pues a la cafetería, ¿no?

—Estás tomando el camino más lejos.

—¿Cómo así? —pregunté, acercándome un poco.

—Si sigues el pasillo tendrás que caminar por una especie de L mayúscula.

—¿Y?

—Que si sales por aquí —dijo, señalando la puerta de salida—, solo tienes que cruzar el patio hasta la recepción en línea recta…

—… por la hipotenusa —terminé.

—Exacto. Vente —dijo, haciéndome un ademán con la mano—. Esta es la mejor ruta a no ser que quieras perder peso.

Harvey abrió la puerta, bajamos las escaleras y nos dirigimos por el patio hasta la recepción.

—Buenas tardes —le dijo al viejo, que no pareció escucharlo.

Cruzamos la puerta de atrás y seguimos el camino hasta la cafetería, que quedaba ubicada en el mismo edificio que la librería y el Centro de Ocio. Al llegar y descubrir que el lugar estaba abarrotado volví a experimentar aquel abatimiento que sentía entre multitudes.

—El combo del día cuesta cuatro con cincuenta, ¿verdad? —dijo en la entrada.

—Ni idea.

—¿Tienes tres dólares que me prestes?

—¿Cómo?

—¿Que si tienes tres dólares que me prestes?

—Eh… —comencé, mirándome las manos—. Pensé… que tú pagarías.

—¿Me los prestas? —dijo con cierta prisa.

Metí una mano nerviosa en el bolsillo de atrás de mis vaqueros, saqué mi billetera y le extendí los tres dólares.

—Bien, por aquí yo debo tener un dólar en pesetas —dijo, rebuscando en su bolsillo con una mano mientras recibía mi dinero con la otra.

Harvey dio un rápido vistazo alrededor y se dirigió hasta una de las muchas mesas, donde una muchacha atractiva bebía un refresco y hojeaba una revista. Yo le seguí a cierta distancia.

Cuando la chica advirtió su presencia, Harvey extendió la mano que contenía mis tres dólares y sus cuatro pesetas.

—Disculpa que te moleste —comenzó con una voz baja y melosa—. Estoy corto de cincuenta centavos para el combo del día. ¿Podrías ayudarme?

Miré a todos lados, pero no encontré dónde meter la cara. Como si con mis tres dólares no fuera suficiente, Harvey estaba mendigando dinero. ¡Y lo hacía sonriendo!

La chica observó a Harvey, luego a mí.

—Déjame ver —dijo, rebuscando en su bolso de mano.

A los varios segundos le entregó un dólar a Harvey.

—Por aquí debo tener tu vuelta —dijo este, dividiendo el menudo en sus manos.

—No te preocupes. Quédatelo.

—Gracias —dijo con una sonrisa—, que pases una linda tarde.

—Igual —contestó la chica y volvió a su revista.

Harvey metió el nuevo dólar en un bolsillo y se volteó para continuar su camino. A los pocos segundos ya se encontraba frente a otra mesa, donde un grupo de muchachos conversaba a sus anchas. Por sus apariencias, los cinco debían pertenecer al equipo de fútbol de la universidad.

—Amigos, perdonen que los interrumpa —dijo, mirándolos a todos y volviendo a extender su mano—. Mi compañero y yo estamos a cincuenta centavos de cenar. ¿Sería posible una ayuda?

El que estaba más cerca de mí cogió un menudo que tenía sobre su bandeja y se lo dio sin molestarse en contarlo.

—Toma —dijo otro—, aquí tienes cincuenta.

Harvey recogió el dinero con un simple “gracias” y siguió su camino. Yo tuve que acelerar el paso para alcanzarlo.

—¿Se… se puede… saber qué haces?

—Dame un momento —dijo sin dejar de caminar—. Intento pagarte la comida.

Y haciendo gala de una extraordinaria habilidad para ignorarme, Harvey repitió un proceso similar con un mínimo de siete personas más, incluido un señor mayor que sin duda era profesor. Solo un muchacho flaco le dijo que lo sentía, que no tenía dinero, pero un conserje aportó dos dólares y una muchacha le dio cinco sin querer cambio de vuelta.

Cuando Harvey se sintió satisfecho (o cansado) de pedir dinero, volvió a demostrar que se acordaba de mí.

—Pide lo que quieras —acabó, señalando la línea de comida.

Después tomó una bandeja y se dirigió a la sección de emparedados. Yo tomé el camino opuesto y opté por el combo del día, que consistía en arroz blanco, habichuelas rosadas, muslo con cadera y un refresco de máquina. Ambos volvimos a coincidir en el área de pago.

Cuando llegó nuestro turno, Harvey se adelantó.

—Buenas tardes —le dijo a una señora mayor que llevaba delantal y una redecilla en el pelo.

La señora le sonrió como toda respuesta, observó el contenido de la bandeja de Harvey y comenzó a presionar botones en la caja registradora.

—Son cuatro dólares con veinte centavos.

Harvey se fijó en un pequeño bordado al lado izquierdo del delantal de la señora.

—¿Lucy?

—Sí —contestó esta, sonriendo.

—Lucy, tendrás que perdonarme, pero le prometí a mi amigo que le pagaría. Si eres tan amable, suma lo de él también.

—Claro.

Acto seguido Lucy se fijó en mi bandeja y sumó los precios.

—Ocho con setenta.

—Bien —dijo Harvey, entregándole ocho dólares. Después dejó la bandeja sobre las tres líneas de tubos que había junto a la mesa para tal propósito, y comenzó a rebuscar en sus bolsillos—. Aquí —dijo, entregándole una peseta—. ¿Dónde… habré puesto…? —comenzó a murmurar para sí.

—Yo lo cubro, no te preocupes —dijo Lucy, metiendo una mano por algún lado de su delantal.

Harvey desistió de buscar el resto y le regaló una amplia sonrisa.

—Lucy, muchísimas gracias.

—Que tengan buen provecho.

Harvey recogió su bandeja y salió hacia las mesas.

—No vuelvas a poner esa cara mientras trabajo —me dijo de camino.

—¿Qué?

—Pones inseguros a mis clientes y afectas mi… digamos negocio, por llamarlo de algún modo —acabó con una sonrisa y un leve guiño.


5


Si estar en presencia de Harvey me resultaba incómodo, comer con él era la muerte; simplemente no podía hacerlo con naturalidad. Tenía la sensación de que mi masticar se escuchaba a un kilómetro de distancia y estaba convencido de tener la boca sucia aun después de habérmela limpiado una decena de veces. Harvey devoró su emparedado en cuestión de segundos mientras yo comenzaba a preferir comer sopas chinas de caja estando solo, a un suculento manjar estando acompañado.

Cuando terminamos de comer (yo había dejado más de medio plato), emprendimos el camino de vuelta. Al pasar junto al edificio de Economía, Harvey se detuvo y empezó rebuscar en sus bolsillos. Lo único que se escuchó fue el tintineo de monedas.

—Aguántame aquí, por favor —dijo, entregándome un puñado de menudo—. Y aquí —continuó, esta vez entregándome una pequeña caja.

Observé con más detenimiento lo que me entregaba y mis manos comenzaron a temblar, como si me hubiese entregado una bomba de tiempo en vez de la caja de cigarrillos de color rojo que brillaba en mis manos.

—¿Fumas? —pregunté, y fue una suerte que mi pregunta fuera de una sola palabra, de lo contrario hubiese comenzado a gaguear.

—No hay que ser muy brillante para concluir algo así —dijo sonriendo mientras sacaba un encendedor.

Se puso el encendedor en la boca y extendió sus dos manos para recibir el contenido de las mías. Metió las monedas en un bolsillo y extrajo un cigarrillo de la caja. Cuando lo encendió, fumó dos veces y volvió caminar.

—¿Quieres? —preguntó, extendiéndome la caja.

Durante todo el verano mi padre me había advertido sobre este tipo de ofrecimientos y de la simple respuesta que yo debía tener preparada:

—No.

—Dale, pero no tienes que poner esa cara —dijo con aquel tono de quien se cree mucho.

Seguimos caminando en silencio hasta que volvió a insistir:

—¡Toma!

—Ya te dije que no fumo —le contesté con la boca seca, sin mirarlo.

—Los tres dólares que me prestaste, tonto.

Me volteé; Harvey sonreía con una mano extendida hacia mí.

—¡Oh!, el dinero…, gracias. —Tomé los tres dólares y apreté el paso para llegar lo más rápido posible a la residencia.

Eran cerca de las seis cuando llegamos a nuestra habitación. A los pocos minutos Harvey volvió a salir y yo me quedé leyendo el libro con el que me había quedado dormido, pero no logré concentrarme. Tomé la computadora y comprobé que el wifi requería una contraseña que no sabía. Intenté seguir con la organización de mis cosas, pero eso tampoco me entretuvo. Para ser sincero, hubiese preferido quedarme dormido hasta el otro día, pero tampoco pude conciliar el sueño a pesar de intentarlo varias veces.

Cuando dieron las ocho de la noche me fui a dar un baño (para mi asombro, las duchas estaban más limpias de lo que se hubiese esperado de aquel lugar). De vuelta a la habitación me acordé del ukelele y me puse a practicar un poco, pero tampoco logré entretenerme demasiado.

Otro en mi lugar se hubiera aventurado por los pasillos para entablar conversación con otros estudiantes, pero yo no estaba para tales riesgos. Así que pasé el resto de la noche tocando el ukelele, leyendo y tirándome a la cama de vez en cuando para ver si el sueño me atrapaba.

Esa incapacidad para hacer cosas divertidas era algo que venía arrastrando desde que tenía conciencia. Me había pasado toda la vida leyendo, practicando solo al ajedrez o tocando guitarra. Mi hermano había resultado ser más “normal”. Y mientras él se iba por el barrio a correr bicicleta con los vecinos, yo me quedaba en mi cuarto temiéndole al mundo que estaba allá afuera.

Mi padre aseguraba que esa pasividad era algo bueno. Siempre fui más respetuoso que mi hermano, mucho más tranquilo, menos problemático y más infeliz. Nunca había probado drogas, ni siquiera alcohol. Simplemente había vivido llevando a cabo cada una de las expectativas de mis padres, desde mi recorte de pelo hasta la carrera universitaria que cursaba. Y ahora que me había graduado con honores y habiendo sido aceptado en una de las mejores universidades del país, y con beca incluida, mi padre debía de estar esperanzado con que mi comportamiento se mantuviera igual.

Yo, sin embargo, quería aprovechar la universidad para hacerme con una nueva imagen. Quería independizarme y hacer cosas más atrevidas y divertidas. Quería que los demás dejaran de verme como una especie de comelibros que tocaba la guitarra, jugaba al ajedrez y escribía canciones patéticas. Estaba decidido a mejorar mi posición con las chicas a pesar de tener un camino larguísimo por recorrer; en pleno primer año de universidad solo había besado a una chica, que por algún embrujamiento me había encontrado atractivo cuando llegué a la preparatoria…

Pero tampoco quería cambiar demasiado. Mis padres esperaban mucho de mí y habían sacrificado mucho para que yo recibiera una educación que prometía un futuro económico mejor al de ellos. Casi sin poder, mi padre me llevaría y me buscaría todas las semanas a la universidad, que se encontraba a casi tres horas de camino de la casa, y todo con tal de que yo pudiera pasar los fines de semana con ellos. Para mi primera semana me dieron veinte dólares arduamente trabajados y mi madre prometió comprarme una pequeña nevera y un horno microondas para prepararme comidas que yo pudiera almacenar y recalentar durante el transcurso de la semana, ahorrándonos con ello varios dólares.

Me encontraba entre dos caminos casi opuestos. Por un lado quería ser todo aquello que no era, cambiar radicalmente mi vida, y, por otro, ser el mismo hijo que enorgullecía a sus padres. Hasta aquel primer día de clases el segundo camino iba ganando la batalla. Parecía que me convertiría en el ingeniero que mis padres deseaban, enterrando una parte de mí que ni siquiera llegaría a nacer… al menos durante cuatro años más.



Harvey llegó a la habitación como a eso de las nueve y media de la noche. Me saludó con un simple movimiento de cabeza, buscó varias prendas de ropa y volvió a salir sin emitir palabra.

Al rato regresó bañado, vistiendo otro pantalón corto, chancletas y una camisa negra de La guerra de las galaxias.

—¡Qué estupidez que las luces apaguen a las diez! —comentó ensimismado, sentándose en su cama.

—Sí, eso dijeron en la charla.

—¡Este lugar! —dijo, y se recostó con ambas manos detrás de su cabeza.

Me fijé en mi reloj; faltaban quince para las diez de la noche.

—¿Cómo se llama ese instrumento? —preguntó, sin cambiar de posición.

Observé el ukelele que estaba a mi lado.

—Ukelele de seis cuerdas o guitalele.

Harvey volteó su cuerpo hasta quedar recostado sobre un costado, sosteniendo su cabeza con una mano.

—¿Y sabes tocarlo bien?

¿Cómo se suponía que uno debía contestar a esa pregunta?

—Bueno —comencé con cierto nerviosismo—, no es que sea un profesional, pero me defiendo.

—Qué bien —dijo, mientras yo rezaba para que no me pidiera que tocara algo.

—Cuando chico, yo tocaba la batería.

Sonreí levemente como toda respuesta.

Permanecimos en silencio; solo se escuchaba el leve ronroneo del acondicionador de aire.

—Necesito una computadora —dijo de pronto, dejando caer su cabeza sobre las palmas de sus manos—, y una impresora.

De seguro él había visto la computadora portátil sobre mi escritorio. ¿Sería acaso eso una indirecta para que se la prestara?

—Yo tengo una, si la necesitas —dije, contestando a la posible indirecta.

—¿Cómo?

—Que yo tengo una computadora, por si la necesitas.

—¡Ah! —dijo, mirando momentáneamente hacia mi escritorio—. No me refería a eso. Debí decir que necesito comprarme una computadora.

—Oh…

—¿Has visto la película Sin límites? —preguntó.

—No.

—Es sobre un escritor que descubre una pastilla que le despierta el cerebro. El tipo se convierte en un genio al instante de tomarla.

—Sería bueno tomarse una de esas —lancé por comentar algo— para usar más del diez por ciento de…

—¿De verdad crees eso? —me interrumpió, y descubrí que me miraba con aquellos ojos incómodos.

—¿Qué cosa?

—Eso de que usamos solo el diez por ciento de nuestro cerebro.

—Es lo que he escuchado.

—Sí, ¿pero lo crees?

—Pues… no sé. Supongo que sí.

Harvey se quedó en silencio por unos segundos. Luego dijo:

—Yo nunca he visto una prueba que lo demuestre.

—Bueno, yo tampoco. Solo comentaba —me defendí.

Harvey asintió.

—¿Y alguna vez has pensado en volverte millonario?

—Eh…, yo creo que todos hemos soñado con eso alguna vez.

—Está bien, pero me refiero a que si lo has pensado de verdad.

Y allí estaban otra vez aquellas malditas preguntas que yo no sabía cómo contestar. ¿Haber soñado con ser millonario no cualificaba como haberlo pensado?

—No sé —dije secamente, decidido a encontrar una excusa para cambiar de tema.

—También necesito un plan —dijo, clavando los ojos en los plafones del techo—. Tengo que encontrar la forma de vivir mi fantasía… Algo así como… Tú sabes. ¡Debo encontrar una pastilla!

Ahora me preguntaba si Harvey estaba utilizando algún tipo de código para averiguar si yo sabía cómo adquirir éxtasis o antidepresivos.

—¿Quieres que te muestre algo? —preguntó, girándose hacia mí—. Es algo que nadie ha visto antes.

Algo muy dentro de mí sintió curiosidad, pero otra parte me pidió a gritos que no me involucrara. ¿Qué podía enseñarme Harvey que nadie más hubiera visto? ¿Y si con compartirlo me convertía en una especie de cómplice?

—Dale —dijo el aventurero que quería nacer en mí, aunque de inmediato me arrepentí.

Harvey se levantó de un salto y comenzó a rebuscar en su bulto. De allí sacó un cuaderno escolar desgastado, de color amarillo y muy abultado; lo hojeó con rapidez hasta detenerse más o menos a dos tercios de este. Arrancó la esquina inferior de una de las páginas y se quedó observándola.

Mi corazón volvió a su pulso natural; no había nada de qué preocuparse.

Harvey dejó de mirar el papel, tiró el cuaderno sobre su bulto y se me acercó con lentitud.

—Júrame que nunca le dirás de esto a nadie —dijo, penetrándome con los ojos.

—Bueno, pues yo…

Sin darme tiempo a terminar, Harvey giró sobre sus talones y salió de vuelta hacia su media parte del cuarto.

—¡Bien, lo juro! —le dije, y me sorprendí al advertir que casi se lo gritaba. Mi corazón volvía a pulsar de prisa.

Harvey dio otra media vuelta y me sonrió. Muy lentamente, extendió su mano hacia mí. Tomé el papel, pero él no lo soltó.

—Recuerda lo que juraste.

—Sí.

Mi respuesta pareció accionar una especie de resorte porque de inmediato lo soltó.

Tomé el papel con ambas manos y me lo acerqué un poco más a la cara. Pero cuando mis ojos se enfocaron sobre los trazos irregulares de tinta azul, todo a mi alrededor se volvió de un negro penetrante.

—¡Maldita residencia de mierda! —le escuché decir.


6


A través de la ventana nos llegó una suave luz que provenía del patio central. El apagón de luz se había llevado consigo una especie de zumbido que reverberaba en todo momento, pero que solo advertí en su ausencia.

—Como dijo la monja —escuché decir a Harvey en la oscuridad—: “no veo ni un pito”.

Oí un chasquido y vi un puñado de chispas; un nuevo chasquido, luego fuego. Harvey había accionado su encendedor, haciendo que su cara presentara aquel contraste entre luces y sombras de quien pone una linterna bajo su rostro.

—Debería comprarme un Zippo —comentó para sí.

Se dirigió a su mitad del cuarto y encendió la lámpara de su escritorio.

Una débil luz bañó la habitación. Era una luz monótona que permitía distinguir el entorno, pero sin mucho detalle. Me recliné sobre mi escritorio y encendí la mía; juntas lograron hacer una.

Escuché a Harvey tirarse en su cama cuando yo volvía a mirar el pedazo de papel. A primera vista no supe qué observaba. Sobre el papel había unos símbolos azules parecidos a letras, pero fui incapaz de reconocer en qué idioma.

—¿Qué es esto? —pregunté entre curioso y decepcionado.

—Algo importante.

—Pero no se entiende.

—Tienes que ponerlo a contraluz, está escrito al revés.

Volteé el papel y logré percibir algunas letras, pero con semejante iluminación era difícil comprender qué decía. Así que lo levanté y lo llevé a medio camino entre mis ojos y la lámpara. Como por arte de magia, un mensaje legible se materializó:


Pulsaciones – 1,500

Oración de Conflicto.

B. ojo águila, 50/1,500

T. R. A. C. P. E. M.


Las preguntas se arremolinaron en mi cabeza sin ningún orden en particular. Comencé con la primera que llegó:

—¿Quién escribió esto? —Y de inmediato intuí la respuesta.

—Yo —contestó sin mucho entusiasmo.

—¿Por qué está escrito al revés?

—Porque soy zurdo.

Aquello de escribir al revés era suficiente para generar varias interrogantes, pero yo tenía otro juego de preguntas que lanzar:

—¿Y qué es?

—Si no me equivoco, y me parece que no, tienes en tus manos una receta, por así decirlo.

—¿Receta de?

—Para hacerte millonario.

Arqueé las cejas y levanté los ojos. En la penumbra, pude advertir que Harvey yacía bocarriba, mirando al techo.

—¿Y acaso ya eres rico? —lancé en tono de burla.

—Todavía no, pero creo que pronto lo seré.

—¿Y cómo es eso?

—Con lo que tienes en tus manos.

—¿Pero qué significa? Me refiero a qué dice.

—Algo que solo yo comprendo.

Observé de nuevo el pedazo de papel.

—¿Y me piensas explicar acaso?

—Depende.

Allí estaba el golpe final: “Depende”. ¿Para qué mostrarme el mensaje si me iba a dejar con la intriga? Así que me quedé en silencio, decidido a no seguirle la corriente.

Pero Harvey tampoco habló. En cambio, se reclinó sobre su bulto, recogió su cuaderno amarillo y sacó lo que parecía ser un teléfono inteligente y su libro de bolsillo. Regresó a su posición anterior y comenzó a leer, a hacer anotaciones en el cuaderno y a marcar en el equipo electrónico, lo que hizo que el ambiente se me antojara espeso, como si una densa neblina se hubiese colado por la ventana, amenazando de muerte a cualquiera que rompiera el silencio.

Ir al baño; esa era una buena excusa para escapar de la neblina. Me puse de pie, me acerqué a la puerta y, cuando la abrí, un baño de luz verdosa inundó toda mi visión.

Asomé la cara por la puerta y miré a la derecha, allá hacia donde se extendía todo el pasillo. El lugar estaba completamente arropado por una luz verde que me hizo imaginar el interior de una nave espacial. Los pocos estudiantes que caminaban por el pasillo añadían la sensación de observar extraterrestres humanoides extraviados en la tierra.

En los extremos del techo, cientos de luces verdes eran las causantes de aquella sensación. El pasillo recordaba al de un teatro, iluminado con pequeñas luces a cada tantos centímetros. La diferencia era que aquellas estaban en el techo y provenían de lo que parecían pequeños y finos tubos de halógeno, que daban la impresión de estar repletos de un fluorescente veneno, espeso y verdoso.

Y mientras pensaba en invasiones espaciales y en contactos cercanos del quinto tipo, una mano se posó en mi hombro, haciéndome ahogar un grito.

—Cualquiera diría que Predator cagó el pasillo, o que Voldemort guardó su guardapelo aquí y no en la cueva.

Me volteé para ver a un Harvey de dientes verdes devolviéndome la mirada.

—¿Me dejas pasar? —preguntó, todavía sonriendo—. Tengo que ir al baño.

—¡Oh, sí!, claro —dije, haciéndome a un lado.

Mientras se alejaba por el verdoso pasillo decidí entrar a la habitación. Metí el ukelele debajo de la cama y después me recosté. Por alguna razón desconocida deseaba que Harvey nunca regresara.

La ausencia de Harvey se extendió incluso después de pasado los quince minutos. O bien tenía un tremendo dolor de estómago, o mi deseo se había vuelto realidad. Me arropé con una sábana fina que no cumplía muy bien con su cometido, y mientras buscaba una posición mejor para dormir, vi el pedacito de papel caer al suelo. Me recliné y lo tomé. Lo volví a leer y luego lo puse sobre mi escritorio, aunque bien lo hubiese dejado en el suelo; nadie compartiría con un desconocido un secreto capaz de volverlo a uno rico.

El sueño no llegó. Creo haber dado más vueltas que un pollo asado sin tan siquiera sentirme perezoso. En uno de los libros de autoayuda que traje conmigo había un pasaje que decía que si no tenías sueño no perdieras el tiempo tirado en la cama, sino que lo aprovecharas para hacer algo de utilidad. ¿Pero qué provecho podía obtener metido en aquella prisión de pasillos verdes?

¿El ukelele? De acuerdo. Me bajé de la cama y lo traje de vuelta conmigo. Me puse a practicar algunas viejas canciones y el tiempo comenzó a pasar algo más de prisa, pero Harvey tampoco llegó.

Cuando mi reloj lanzó el pitido que anunciaba las once, devolví el instrumento a su lugar, apagué las dos lámparas y me tiré en la cama. Pero cuando me acomodaba para ver si el sueño estaba de humor para atraparme esta vez, una luz verde llenó el entorno.

Cerré los ojos, haciéndome el dormido. Harvey entró acompañado de un tufo horrible a cigarrillo. Cuando la puerta se cerró, volviendo a dejar el cuarto en penumbra, me atreví a entreabrir un poco los ojos. Harvey ya estaba recostado sobre su cama cuando le habló a la nada:

—¿Cómo afina ese instrumento?

Yo hice algún movimiento para hacerle creer que su voz podía despertarme.

—Venga —dijo, sentándose al borde de la cama y abriendo su sonrisa característica, que se iluminaba con la poca luz que se colaba por la ventana—. Desde afuera se escuchaba la música. Y debo añadir que eres bueno.

«Maldita sea». Harvey sabía que yo estaba despierto, y también me había escuchado tocar. Sin otra opción, me desarropé y me senté en la cama.

—¿Cómo afina tu instrumento? —volvió, sin sorprenderse de mi abrupto despertar.

—La primera cuerda va en La —contesté, aparentando un bostezo.

—¿Y por qué suena a La bemol? —preguntó, reclinándose sobre el escritorio y encendiendo su lámpara.

—¿Cómo?

—Que está afinado en La bemol.

No supe cuál de las dos cosas era más increíble: que Harvey pudiera distinguir la nota de mi primera cuerda con solo escucharla, o que esta estuviera en un tono incorrecto, ¡con lo quisquilloso que yo era para esas cosas!

—¿Cómo puedes saber qué nota es?

—Pues escuchándola. Suena a La bemol.

Me levanté de un salto (olvidando que era una acción extraña para alguien que recién despierta) y fui hasta las cajas que contenían el resto de mis pertenencias. Allí rebusqué hasta hallar el pequeño tenedor afinador. Lo golpeé contra el borde de la cama y escuché atentamente el sonido que emitió. Regresé a la cama, me doblé hasta alcanzar el ukelele y toqué la primera cuerda al aire. El primer indicio de que había algo extraño se hizo notable: la primera cuerda no sonaba igual que el tenedor de 440 Hz. ¿Pero a qué sonaba?

Volví a golpear el tenedor, esta vez contra mi muslo, y comencé a murmurar el sonido para no olvidarlo mientras pisaba los trastes del ukelele buscando su gemelo. Lo encontré en el sexto traste de la segunda cuerda, aquel que debía ser un La sostenido. Lo que quería decir…

—¿Cómo lo supiste? —le pregunté a Harvey, sin advertir que mi voz estaba a medio camino entre una súplica y un grito.

—Escuchando, ya te lo dije.

—Sí, pero… ¡Eso es imposible!

—Si tú lo dices —dijo sonriendo y encogiéndose de hombros.

Aquello debía tener alguna otra explicación. Tal vez Harvey había tocado mi ukelele durante alguna de mis ausencias o…

—El sonido que emite tu reloj cada hora es un Si bemol, un tono más abajo del quinto Do.

—¡¿Qué?! —pregunté, mirando mi reloj, como si este fuera capaz de confirmarme o desmentirme las palabras de Harvey.

Harvey sonreía con aires de suficiencia, claramente disfrutando de la expresión de mi rostro.

Viré el ukelele hasta que las cuerdas quedaron tocando mi pecho.

—¿Y esto? —pregunté, pinchando la tercera cuerda al aire.

—Suena a un Si.

«¡Atrapado!», pensé, y luego lancé triunfal:

—¡La tercera cuerda es un Do!

—Eso sería cierto si no estuviera afinada medio tono más bajo.

Y sus palabras se estrellaron en mi frente.

—Pero… pero… ¿Cómo puedes saber eso?

Harvey no habló, sino que se limitó a sonreír.

Poder reconocer las notas musicales con solo escucharlas era el Santo Grial de la música. Muchos estaban de acuerdo con que era algo que no se podía aprender, simplemente tenías la suerte de haber nacido sabiéndolo o no.

—¿Y esto? —pregunté, rasgando todas las cuerdas en un acorde.

—Fa sostenido, mayor séptima…

—¡¿Cómo rayos?!

—… segunda inversión —terminó, lo que me hizo dejar el ukelele a un lado.

—¿Me puedes enseñar a hacer eso? —le pregunté, casi a punto de hincarme de rodillas.

Harvey se puso de pie, apagó su lámpara, recogió algo de su escritorio y se dirigió hasta la puerta. Cuando puso una mano sobre la cerradura, se volteó hacia mí.

—No puedo creer que te interese más desarrollar el oído que hacerte millonario —dijo, y abrió la puerta, lo que provocó que su cuerpo se revistiera de verde.

—¿A dónde vas? —le pregunté, casi a punto de caerme de la cama.

—A la ciudad; voy a visitar a Johnny, —y añadió ante mi desconcierto—: un antiguo compañero de cuarto. El tipo, un verdadero cerebro, es también un químico aficionado, y me dice que ha creado un compuesto quitamanchas más económico de producir que los comerciales. Me pidió reunirme con él, y de una vez pienso consultarle algo sobre literatura. De regreso aprovecharé para comprar cigarrillos, y después pienso colarme por el segundo piso de la residencia; por eso vine a buscar esto —añadió, haciendo sonar frente a sí una caja de condones de colores llamativos.

—Pero… Te vas a meter en problemas.

—No si sabes chantajear a la encargada.

—¡Pero no tenemos permitido ir al segundo piso! —insistí.

—Pues claro que no. Y por eso es que te vas a quedar aquí solito —dijo sonriendo, y cerró la puerta.


7


El segundo piso estaba reservado para las habitaciones de las chicas. Y si había algo que estaba prohibido para los estudiantes varones era precisamente colarse por el segundo piso. Si atrapaban a Harvey, lo botarían de la residencia sin importar que nunca antes hubiera recibido una amonestación.

Pensando en esto último, me tiré a la cama. Pero si dormir anteriormente había sido un problema, ahora comenzaba a padecer de un caso crónico de insomnio. Mi mente fantaseaba con poder reconocer las notas con solo escucharlas. Muchos estudiantes de música ni siquiera podían hacerlo. Si Harvey me enseñaba aquella habilidad, al fin haría las paces con mi corazón por haber aceptado estudiar Ingeniería.

¿Quién era este chico? De momento había probado ser mejor que yo en la música. Aquella simple habilidad sobrepasaba con creces cualquier cosa que yo hubiese visto (o escuchado).

La única cosa en la que ningún contemporáneo me había superado hasta entonces era jugando al ajedrez. En la preparatoria había cargado el trofeo del primer lugar del torneo nacional; hasta había recibido grandes renombres entre los ajedrecistas locales. Pero para los demás muchachos de mi edad, particularmente para las chicas, esto pasaba totalmente desapercibido. Y no supe qué era peor: que nunca llegaran a saber que realmente era muy bueno en algo o ser bueno en lo que otros consideraban un triste juego de mesas para zánganos con espejuelos de culo de botella.

La mayoría de mis pensamientos estaban dirigidos en cómo convencer a Harvey para que me enseñara a hacer lo mismo que él. Hasta sentía una preocupación real de que lo atraparan metido en el segundo piso; ahora que sabía lo que podía enseñarme no quería quedarme sin compañero de cuarto.

Dieron más de la una de la madrugada y yo seguía con los ojos abiertos, tan grandes como el mismo agujero al centro de mi ukelele. De vez en cuando venía a mi mente el recuerdo del pedazo de papel que ahora reposaba aburrido sobre mi chamuscado escritorio. Incluso llegué a sorprenderme pensando en la posibilidad de que en realidad Harvey supiera cómo hacerse de dinero, pero de inmediato lo obvio del asunto me golpeaba en la cara, haciéndome perder más aún la capacidad para quedarme dormido. No había tal cosa como un papel con una receta para hacerte rico. Punto. Lo que sí existía era la posibilidad, por remota que fuera, de que algún día yo poseyera el Santo Grial de la música.



A las seis de la mañana un ruido estridente hizo evidente que en algún momento logré quedarme dormido. El ardor en los ojos me informaba que aquello había ocurrido muy tarde en la noche. Arrastré los pies hasta la caja de cartón donde habitaba mi reloj despertador. Tan pronto lo apagué, los recuerdos de la noche anterior se amontonaron todos de prisa en mi cabeza.

Miré hacia el lado de Harvey, pero este no estaba. «¿Lo habrán atrapado?» Espanté aquel pensamiento con un simple gesto de mano. Tenía que prepararme para mi primera clase de Inglés. Sí, también a las siete de la mañana, otro fastidio.

Me lavé la boca, usé el escusado, regresé a la habitación y recogí mi bulto. Pero esta vez, en vez de dirigirme al campo universitario usando la ruta del día anterior, decidí seguir el consejo de Harvey: cruzar el patio en línea recta.

De paso por la recepción volví a ver a Tom y me pregunté quién más ocupaba ese puesto. Ningún mortal que yo conociera podía trabajar tres turnos seguidos, pero al único que veía detrás de los monitores era al viejo, que ya parecía tener un pie al otro lado.

Crucé por la puerta trasera y salí en dirección al edifico Emerson. De camino, ya podía sentir el hambre molestando en mi estómago, pero me abstuve de comer el mismo desayuno del día anterior. Más tarde volvería a la cafetería y almorzaría el combo del día, aunque esta vez, estaba claro, lo haría solo y utilizando mi propio dinero.

O llegué muy temprano a clases, o algo extraño sucedía, porque el salón estaba vacío salvo por una sola estudiante. Esta estaba sentada al fondo y acababa de advertir mi presencia. Cuando levantó los ojos para observarme, me di la vuelta y salí del salón. La verdadera razón era por los nervios, pero la excusa que me dije fue que debía comprobar que el salón fuera el correcto. Y efectivamente, el salón 132 era el que aparecía en mi horario de clases. Volví a entrar e hice lo posible por controlar aquella sensación en la garganta parecida a la que se experimenta cuando uno se traga un cubito de hielo.

Por curioso que fuera me sudaban más las manos ante la presencia de aquella sola chica que alrededor de toda una clase repleta de estudiantes. Esta vez me decidí por una de las sillas del frente para evitar así quedar muy cerca de la chica, lo que hubiese aumentado mis posibilidades de convulsionar. Me senté, saqué una libreta junto a un lápiz mecánico y me puse hacer como que hacía algo.

—Esto es Inglés ciento uno con el profesor Thompson, ¿verdad?

La voz sonó dulce, delicada, casi infantil, pero todos los vellos de la nuca se me erizaron, como si una bruja me hubiese susurrado al oído.

—Sí —contesté, con una especie de espasmo en el cuello que me impidió voltearme para verla.

Un chirrido metálico, producido por el de un pupitre al moverse, hizo eco por el salón. Luego se escucharon pasos. Un celaje pasó por mi derecha y allí se sentó, o eso captaron mis ojos por la periferia.

—¿Estaremos en el salón correcto? —preguntó la voz, más para sí que para mí—. Solo faltan cinco para las siete.

Pero eso debía ser un error. Yo tenía la seguridad de haber estado en aquel salón durante al menos una hora.

—Yo tengo… ciento… treinta y dos —balbuceé.

—¿Cómo?

Me aclaré la garganta antes de volver, decidido a decir algo que yo también pudiera comprender:

—En mi horario dice… que el salón de Inglés es el ciento treinta y dos.

—¡Oh!, es lo mismo que tengo, pero debe haber un error. Nosotros no podemos ser los únicos estudiantes.

Y yo estaba totalmente de acuerdo. Allí debía haber al menos mil estudiantes más y yo estar ubicado lo más lejos posible de todos ellos.

—No eres muy comunicativo, ¿verdad? —dijo a los pocos segundos. Y sus palabras sonaron con cierto tono burlón, que de no ser por el adorno de su voz infantil, bien hubiesen podido confundirse con las de Harvey.

—Pues… —comencé, pero fui incapaz de continuar.

—Me llamo Sally.

—Eso, es bueno… Perdón… quise decir… yo, David.

—Mucho gusto, David. —Y sus palabras me llegaron rodeadas de una especie de risita.

Yo puse toda mi atención sobre la libreta.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, inclinándose un poco hacia mí, haciendo que un suave olor parecido al de un delicioso dulce de melón se me metiera por los pulmones.

Cerré la libreta de golpe y fijé la vista en la pizarra que estaba frente a mí.

—Solo leía.

—Pues a mí me pareció ver la libreta en blanco.

El pitido que emitió mi reloj fue lo único que me abstuvo de pararme y largarme del salón. Ya eran las siete, y el profesor debía llegar muy pronto, y yo esperaba que lo hiciera con una manada de estudiantes, de caballos o de lo que fuera.

Percibí otro celaje, esta vez por el marco de la puerta. Y con la esperanza de que fuera el profesor, viré la cara en su dirección. ¡Falsa alarma! Alguien había pasado de largo por el pasillo, pero sin quererlo, me encontré observando un rostro de perfil.

La tez blanca de su piel arropaba a Sally como una especie de aura angelical. Esta tenía el pelo de un anaranjado intenso, rizado por todos lados. Nariz fina, mejillas rosadas y ojos grandes y marrones. Era un rostro pecoso y hermoso, un rostro que no podía dejar de mirar aun cuando padeciera de nerviosismo. Vestía vaqueros y camiseta verde. Sus muñecas estaban repletas de finas cuerdas de cuero y otros adornos hechos a mano.

—Buenos días —dijo una voz ronca y profunda que en nada tenía que ver con aquel rostro de niña.

Un hombre en sus cuarenta, bajito y gordo, acababa de entrar al salón. Sally y yo seguimos su recorrido con nuestros rostros.

El tipo se sentó en la silla del viejo escritorio que había al lado de la pizarra y comenzó a rebuscar en las gavetas. Y bien no le importó que su clase se compusiera de solo dos estudiantes, o ya estaba al tanto de esto, porque rápidamente comenzó la clase como si no ocurriera nada fuera de lo normal.

Nos entregó un prontuario a cada uno y, luego de presentarse, nos advirtió que su clase sería fácil de pasar si asistíamos todos los días; algo que de inmediato supuse no me traería mayores problemas, exceptuando, si acaso, algunos espasmos estomacales.

A pesar de la clase ser de Inglés, el profesor se dirigió a nosotros en todo momento en español. Parecía un tipo aburrido, como si estuviera cansado de dar la misma clase año tras año. Empezó con un repaso de los pronombres personales, del verbo to be y otras tantas tonterías.

No nos hizo preguntas, ni siquiera pareció mirarnos. Por lo pronto, se limitó a hablar de una cosa y de la otra y a garabatear en la pizarra mientras nosotros tomábamos apuntes.

A las mismas ocho y media se despidió con un “hasta el jueves” y se fue tan indiferente como hubiese entrado.

Sin mirar a mi derecha, metí la libreta en mi bulto lo más rápido que pude, me puse de pie, me eché el bulto a la espalda y comencé a caminar como si hubiese olvidado cómo se hacía. Estaba deseoso de poder decirle algo interesante a Sally, pero nada que yo pudiera decir cumplía con tal requisito.

Crucé el umbral de la puerta arrastrando los pies, tan molesto conmigo mismo que deseaba darle un fuerte zapatazo al suelo. Ni siquiera me atrevía a echarle un último vistazo. «¡Si tan solo ella volviera a hablarme!» Así me lo pondría más fácil, y tal vez me ayudara a armarme de valor para decirle cualquier cosa sin que…

—¡Oye, David! —escuché a mis espaldas. Y la sensación en mi barriga y la dificultad para respirar me parecieron el efecto de que mi estómago intercambiara lugar con mis pulmones.

—¿Sí…? —dije, girando la cabeza, haciendo un esfuerzo mayúsculo por vencer aquel espasmo muscular.

Sally medio caminaba, medio corría hacia donde yo estaba. Mientras tanto, yo aproveché el poco espacio de tiempo que nos separaba para preparar alguna observación interesante que lanzarle, algún comentario gracioso que la hiciera sonreír…

Sally llegó a mi lado y extendió un delicado y adornado brazo.

—¡Toma! —dijo—. Olvidaste tu lápiz.

Y ni siquiera lo había agarrado bien, cuando Sally ya se fundía con el resto de los estudiantes del pasillo.


8


Esta vez caminé más despacio, tardándome más de diez minutos en llegar al edificio de Química. Subí hasta el segundo piso y anduve con pereza hasta alcanzar el 242.

El laboratorio era un lugar inmenso, lleno de mesas en vez de pupitres y con gabinetes por todas partes. Solo había siete estudiantes más en el aula, incluyendo a una joven, no más adulta que yo, que lucía una bata larga blanca.

—Buenos días —dijo la joven a todos los presentes.

Y así comenzaron las tres horas más aburridas de mi vida. La joven resultó ser una estudiante que hacía la práctica; y a juzgar por lo insegura que se veía, mejor que la aprovechara. Sus largas pausas, la baja temperatura del salón y el desvelo de la noche anterior me provocaron soñolencia.

Al finalizar la clase, la joven nos recordó que el próximo martes haríamos un trabajo grupal de suma importancia; por esta razón nos pidió que no faltáramos por ningún motivo.

Eran las once y media cuando salí hacia la cafetería, pero como debía pasar muy cerca de la residencia, opté por dirigirme primero a mi habitación para dejar mi bulto.

De paso por la recepción me obligué a recordar llenar un informe dirigido a la Asociación de Trabajadores Unidos con tal de que revisaran el caso de Tom; el viejo parecía que ni tomaba recesos de almuerzo. Allí estaba, desparramado sobre la silla, mirando los monitores detrás de sus espejuelos gigantes.

Seguí con la rutina de las escaleras y los pasillos hasta que llegué a la habitación. Harvey no estaba. Después de haberme encontrado con Sally y de soportar la odisea del eterno laboratorio mi mente se había distraído y olvidado de los sucesos de la noche anterior. Debía centrarme en hallar la manera de que Harvey me pasara sus secretos musicales.



La cafetería estaba abarrotada. La fila para pagar se extendía hasta el extremo de tener que doblarse varias veces para acomodar a todos.

Mientras rodeaba las mesas llenas de alumnos para llegar hasta la línea de comida me puse a pensar en cómo me hubiese acercado a algunos de los presentes para imitar el descaro que Harvey había tenido el día anterior. Con tan siquiera pensarlo, mi estómago se revolvió, aunque tal vez fuera por el hambre.

El arroz con habichuelas y muslo con cadera era más deliciosos cuando se comía sin la presencia de Harvey. Allí me entretuve por más de una hora, disfrutando de esa extraña soledad que a veces se consigue entre el bullicio.

De camino a la residencia varias cosas se me hicieron evidentes. Una de ellas era que debía ahorrar todo lo que pudiera para comprarme una bicicleta; con aquellas distancias a recorrer a diario llegaría al segundo semestre tan delgado que nadie notaría mi presencia. La otra era que caminar no era una buena opción después de haberme hartado de comida; la sensación en mi estómago era alarmante.

Antes de llegar a mi habitación me aseguré de entrar por la puerta gris que daba a los baños. La línea de retretes estaba contra la pared que separaba el cuarto de baños del pasillo principal. A pesar de que casi todos los cubículos estaban desocupados, acabé decidiéndome por el último, que daba con la pared de las duchas. El escusado lucía bastante limpio, a diferencia de los paneles divisorios, que estaban llenos a rebosar de mensajes creativos y algunos dibujos obscenos. Me bajé el pantalón y me senté.

En el panel de mi izquierda, exactamente a la altura de mis ojos, me encontré con un mensaje bastante grande y escrito a lápiz que me invitaba: “Mira a tu derecha”. Después de fruncir las cejas, lo hice. A la misma altura del mensaje anterior encontré otro, esta vez muy pequeño, que decía: “Mira al frente”. Con cierto recelo y mirando a todos lados, como comprobando que nadie me observaba, dirigí mis ojos hasta la puerta. Decenas de dibujos y mensajes hicieron que la búsqueda se hiciera algo más lenta, pero confiando en que el mensaje se encontraría a la misma altura que los últimos dos, me concentré hasta hallarlo: “Voltéate”, rezaba, tan pequeño como el anterior.

Ahora sinceramente no tenía ganas de hacerle caso a cualquiera que fuera el que me pedía que mirara a mis espaldas, pero una vez emprendida la travesía, me vi en la incapacidad de detenerme.

Con cierta dificultad, volteé parte del cuerpo y completamente la cara hasta encontrarme con “Esquina inferior izquierda”. Enderezando el cuerpo y dirigiendo la vista al fondo, vi la insinuación de un mensaje solitario, allí donde se unían el suelo y las dos paredes de cemento, pero a aquella distancia era irreconocible.

Entonces me descubrí pensando en cualquiera que fuera lo suficientemente atrevido o lo suficientemente demente para escribir algo en semejante lugar. A menos que el autor fuera muy flaco, tuvo que haber hecho un esfuerzo enorme para plasmar aquellas palabras, metiéndose por el fino espacio que había entre la pared que daba a las duchas y la base del escusado.

¿Doblarme? ¿Sería este el precio a pagar por descifrar el adictivo misterio? Vale. Sintiéndome como un idiota, me recliné hacia un lado y bajé la cara lo más que pude. El mensaje era de una escritura incluso más pequeña que las anteriores, e iba compuesto de más cosas que meras letras:


Prueba n.º 1: Solo los

Espíritus Grandes pasarán.

¿Cuánto es la mitad de 2 + 2?

Con respuesta en mente, vaya

a la aldaba de la puerta.


¿De veras? ¿Tanto esfuerzo para esto? Venga, hasta un niño preescolar sabía algo así. Volví a enderezarme, cosa que mi estómago agradeció, y me centré en la aldaba de metal enmohecido. Por suerte, el autor había escogido un marcador negro para escribir el mensaje, de lo contrario hubiese sido irreconocible.


4: Arriba

2: Abajo

1: Derecha

3: Izquierda


Concluí que los números en el mensaje correspondían a las posibles respuestas. Como la mía era dos, busqué debajo de la aldaba, allí donde decenas de mensajes se entremetían entre ellos mismos. ¿Dónde estaba la continuación? ¿Cuán abajo? La respuesta me llegó a los pocos segundos. A varios centímetros de la aldaba y vertical a esta, un mensaje casi borrado rezaba: “Pared derecha, debajo de ‘Mira al frente’”. Mis ojos buscaron el susodicho y luego recorrieron el trayecto hasta abajo.

En el mismo filo entre la pared de las duchas y el suelo había otro mensaje que me llevó a otra parte de la misma pared, allí el otro me llevó al siguiente y así sucesivamente hasta llegar al sexto de la secuencia. Finalmente, en el suelo, a la izquierda del escusado, un mensaje diminuto informaba: “Fracaso, un Espíritu Grande no olvida el orden de operaciones”.

«¿Orden de qué? La mitad de dos más dos son dos», pensé con rapidez, pero de pronto mi cerebro redujo la velocidad. «La mitad de dos, mitad… Mitad es división y las divisiones van primero que las sumas, lo que quiere decir… ¡Qué torpe he sido! La mitad de dos, luego le sumas dos…»

La revelación me dejó totalmente atrapado. Era un juego de verdad, bien planificado y endiabladamente adictivo. ¡Aquello tenía giros!

Volví a fijarme en la aldaba de la puerta, y siguiendo el mensaje número tres, busqué a mi izquierda. Pero aquel fue difícil de encontrar. Estaba a la misma altura de la aldaba y más o menos al centro de la puerta; el problema era que una de las líneas de un dibujo obsceno tapaba parte del mensaje. Haciendo un gran esfuerzo pude comprender: “Esquina arriba izquierda, puerta”. Tenía que ponerme de pie, pero no había problema, ya hacía minutos que había dejado de necesitar el escusado. Me limpié el trasero con cierta prisa, me puse de pie, me subí los vaqueros y enfoqué los ojos directamente donde se me mandaba. Allí había un mensaje mucho más extenso y con letras diminutas. Deseando tener una lupa conmigo, analicé los trazos por varios segundos hasta que comprendí:


Prueba n.º 2: La lógica

te mostrará el camino.

2 km al sur caminaron los osos,

haciendo ruidos con sus garras.

Después fueron 2 km al este,

finalmente 2 km hacia el norte,

volviendo así a su posición inicial.

¿De qué color eran los osos?

Con respuesta en mente, vaya a

la aldaba del baño de al lado.


¿En serio? ¡Con continuación y todo!

Comencé por recrear en mi mente el trayecto de los osos. Estos salían de un punto hasta abajo, luego hacia la derecha y finalmente hasta arriba. El recorrido asemejaba la forma del edificio de la residencia, y el trayecto acababa allí, “donde yo vivía”, pero había un detalle que no cuadraba. El acertijo decía que con el último trayecto los osos volvían a su posición de origen, pero no era así. Así que tal vez el acertijo no fuera realmente uno de lógica.

Quizás algo en el mensaje sugiriera el color de los osos; algo en las palabras que apuntara a algún color. Tal vez uniendo más de una… Sureste, NorSur, NES, ¿nes? ¿Nes era un color? ¿El lago Ness…? No.

Volví a mirar el mensaje para asegurarme de tener todas las piezas del rompecabezas en mente. Había kilómetros, direcciones… Kilómetro, Sur, Este, Osos, Norte, Garras, Color… Nada, pero estaba decidido a descifrar el enigma antes de meterme al escusado de al lado; no quería volverme a encontrar con un “Fracaso…”.

«Osos, Sur, Kilómetro», continué. Nada. Quizás algo en la ortografía escondía el secreto. Las únicas letras mayúsculas eran dos D, pero eso no arrojaba luz sobre el asunto. O tal vez las palabras apuntaran indirectamente a algún objeto, uno que fuera del mismo color que los condenados osos.

¿Pero qué? Aunque si volvía a mirar el acertijo era claro que algo no pertenecía allí, algo de apariencia irrelevante para la adivinanza. ¿Qué tenía que ver “haciendo ruido con sus garras”? ¿Por qué el énfasis en la frase? ¿Por qué incluirla? Garras, Ruidos, Norte, Kilómetros, 2, Osos, Este, Sur. ¿Cuáles eran las palabras más importantes del mensaje? De seguro “Osos” era una de ellas. También cabía la posibilidad de que las localizaciones lo fueran: Sur, Norte, Este…, ¿y qué tal Ruidos y Garras…? Saqué de mi bolsillo el lápiz mecánico que Sally me entregó y comencé a escribir sobre la puerta del baño:


Sur Norte Este Osos

Garras Ruido Kilómetro 2


¿Y si las acomodaba por el orden de aparición?


2 Kilómetro Sur Osos

Ruidos Garras Este Norte


¿Y solo las iniciales?


2KSORGEN


Lo que tenía frente a mí era un verdadero disparate, otro pasillo sin final.

Aunque de pronto recordé: “volviendo así a su posición inicial” ¡La posición! Si invertía las letras…


NEGROSK2


—¡Negros! Sí —grité, envuelto en una euforia anormal. ¡Ni los kilómetros ni el dos eran de importancia!

Abrí la puerta y, por la prisa, casi resbalo en un pequeño charco de agua producido por las salpicaduras de las duchas. Me fui hasta la puerta de al lado y la intenté abrir, pero la puerta no cedió. Me alejé lo más que pude y me doblé para ver por debajo de la puerta. No había nadie; el baño debía estar cerrado desde adentro.

Frustrado, bajé la cara y vi un pedazo de papel mojado tirado en el suelo frente a la puerta. De seguro se había despegado de esta, e informaba:


Cerrado por mantenimiento,

disculpe los inconvenientes.


9


Fijé los ojos en la abertura que dejaba el piso con la puerta. No era tan pequeña; tal vez pudiera pasar por debajo… Sin embargo, no era lo ridículo del asunto lo que me hacía repensarlo, sino el pequeño charco que había debajo de la puerta, de agua y sabe Dios qué más. Pasar o no pasar, esa era la cuestión.

Si entraba, debía hacerlo sin que nadie me viera; no estaba para soportar miradas extrañas. ¿Pero por qué no irme y volver cuando los baños estuvieran menos ocupados? «¡Negros!», me llegó. No podía abandonar ahora.

Cuando el único estudiante parado frente al espejo del lavamanos más alejado se marchó, me puse de rodillas, asegurándome de no tocar el charco de agua, para decidir la mejor forma de pasar. Un tufo horrible me dio la bienvenida. Volví a ponerme de pie y respiré varias veces, como en un intento de ganar valor. Después me di la vuelta, me agaché lo más que pude y comencé a pasar por debajo con la espalda hacia el suelo. Con algo de esfuerzo, alcancé a atravesar la puerta.

Una vez dentro, me puse de pie con rapidez y me cubrí la nariz. La tapa del inodoro estaba cerrada, pero no se me hizo difícil intuir qué se escondía en el interior; el olor era demasiado sugerente. Pero lo peor había pasado, no podía renunciar ahora. Comencé a mirar por todos lados; el cubículo contenía inclusive más dibujos y mensajes que el anterior. Recordando las instrucciones, me centré en la aldaba cerrada de la puerta hasta que hallé:


Marrones: Arriba

Blancos: Abajo

Negros: Derecha

Grises: Izquierda


La palabra “Negros” estaba circulada con tinta negra junto a un asterisco. Alguien había intentado hacerles la búsqueda más fácil a aquellos que la recorrieran luego de él, pero sintiéndome orgulloso por haber llegado a la difícil solución valiéndome solo de mí, busqué con mis ojos a la derecha de la aldaba.

Sin embargo, la aldaba estaba en el mismo borde derecho de la puerta, ¿qué más a la derecha podía buscar? Decidí aventurarme en la pared de la derecha, esa que dividía el escusado actual con el que había estado usando. A la misma altura de la aldaba, un mensaje casi ilegible decía: “Mira abajo”. Y así siguieron otras cinco indicaciones que me hicieron estar dando vueltas como una peonza. Mirando la última, que se encontraba escrita en el suelo bajo la puerta, me encontré leyendo: “Fracaso, olvidaste que la lógica te mostraría el camino”.

¡No podía ser! Yo había llegado a la solución correcta.

Saqué el lápiz mecánico y fui a un área de la pared que no estaba tan escrita como las demás. Allí comencé a dibujar. Primero hice un punto, luego tracé una línea recta hacia abajo, luego deslicé el lápiz hacia la derecha y, finalmente, subí, formando la misma imagen que había pensado anteriormente: la del edificio de la residencia. El error era más que evidente: los osos no llegaban a la posición de inicio, sino que se detenían “justo en mi habitación”; por lo tanto mi análisis debía de ser el correcto: la solución tenía que estar escondida entre las palabras y no en la lógica del mensaje… A menos que parte del acertijo hubiese estado borrado; tal vez alguna nueva trayectoria de los condenados osos que sí los llevase de vuelta al origen. ¿Pero volver al escusado anterior? De ninguna manera. Y el olor se me antojó más horrible.

Pero entonces una idea extraña cruzó por mi mente. Volví al área de dibujo y tracé un triángulo equilátero. Esa era la única forma en que los osos podían regresar a su punto de origen con solo tres trayectorias rectas de igual longitud, pero entonces no eran sur, este y norte las direcciones correctas, sino suroeste, este y noroeste, dado que dos de las líneas ya no eran verticales, como se suponía. Otro pasillo sin salida. Sí, a menos que… Y la luz se hizo de pronto en mi cabeza, acompañada de una especie de coro angelical que debió escucharse por todo el baño. ¡Los osos estaban en el mismísimo polo norte! Sí. Solo así podían dirigirse directamente al sur, caminar al este, volver al norte y encontrarse en el mismo lugar. Lo que quería decir que aquellos osos eran polares…

—¡BLANCOS! —grité, hipnotizado por el júbilo.

Giré con brusquedad y clavé la vista en la aldaba. “Blancos: abajo”. Y así comencé a buscar, casi a gatas, hasta encontrarme con un nuevo mensaje que me envió a la pared divisoria de la derecha, después abajo, para luego hacerme ir a un mensaje bastante arriba en la pared de atrás, que rezaba:


Prueba n.º 3: La imaginación

es de todo menos común.

(xa)(xb)… (xz) = ?

Con respuesta en mente

vaya a la tapa del tanque.


¡Matemáticas…! Pero al instante me llegó la palabra “imaginación”. Tal vez las matemáticas no fueran la clave; la solución podía ser algo obvio, simple, común, aunque “… es de todo menos común”. Ni idea. La ecuación se componía de restas y multiplicaciones de variables; sin saber sus valores no tenía forma de continuar. Y aun conociendo sus valores me tomaría un buen tiempo hacer todos los cálculos.

Sin más ideas busqué el lugar de la pared donde había trazado el triángulo y comencé a escribir todas las letras del abecedario para ver si algo afloraba en mi mente. Y eso fue todo lo que hizo falta: en algún momento la ecuación contendría “(xx)”. Y sin importar el valor de equis, el resultado daría a cero. La búsqueda se estaba volviendo más fácil. Y pensando en esto, me encontré preguntándome qué tesoro aguardaría al final del camino…

Me acerqué un poco más al escusado. Fijé la vista en la tapa del tanque, pero no vi nada. Miré por los bordes de la tapa. En el lado que daba a mi izquierda, lo encontré:


−6πx: Pared derecha, al medio.

44.67: Pared izquierda, al medio.

204: Puerta, abajo izquierda.

7: Piso, lado derecho del retrete.


¿Dónde estaba el cero? ¿Y ahora qué? Convencido de mi respuesta, intuí que la única solución era seguir las cuatro opciones hasta hallar la siguiente prueba… Pues bien, empezaría con la primera: “Pared derecha, al medio”. Pero aquello me llevó hasta un “Abajo”, que me ordenó ir a la “Derecha” y luego hasta “Arriba de la puerta, medio”. Finalmente, encontré: “Fracaso, no posees imaginación”.

Un poco abatido fijé mi vista en los números 44.67 y su mandato. Y allá se fueron mis ojos, hasta encontrarme con “Derecha arriba”, lo cual me llevó hasta el mensaje de “Base del retrete, atrás”. Más valiera que esa fuera la solución; ponerme de rodillas haciéndome pegar la cara al endiablado tanque no podía ser en vano, pero lo fue. “Fracaso, no posees imaginación”, leí, mientras el contaminante hedor se colaba por mi garganta.

Seguí el tercero… y el cuarto, pero ambos me llevaron al mismo “Fracaso, no posees imaginación”. Era el final, y uno muy deprimente.

Ahora sí, saldría de aquella caja apestosa y tomaría el baño más largo y profundo que nunca hubiese tomado. El olor hacía que los pulmones me hirvieran. Esa peste del escusado que… Un momento. ¿Sería posible?

Mis ojos aterrizaron sobre la tapa de escusado, otrora blanca, verdosa en la actualidad. ¿Podría ser? La única cosa en aquel cubículo que asemejaba la forma de un cero era precisamente la tapa del escusado. ¿Y si era allí donde debía buscar? Sintiendo el pulso acelerado, me acerqué más a la tapa y comencé a escudriñarla, pero no había nada, excepto la capa fina de limo que la arropaba. ¿Y en el interior?

Un sentimiento de congoja se apoderó de mí; para comprobar si me equivocaba o no, debía mirar dentro de la tapa del escusado. Era la única forma de saberlo, asquerosa, sí, pero la única.

Alejando la cara lo más que pude, llevé un zapato hasta la tapa y poco a poco la levanté. Lo que fuera que hubiese allí me desgarró los pulmones con fuerza. Me atreví a mirar, y un sabor amargo en la boca me hizo escupir. El interior del escusado contenía desde colillas de cigarrillo hasta una libreta doblada, todo flotando en un espeso y hediondo estanque revestido de una asquerosa amalgama de distintos tonos de marrón.

Con una mueca que de seguro distorsionó mi rostro, hice un esfuerzo por acercarme a la tapa, donde un mensaje rodeado de limo rezaba:


Has demostrado un

corazón creativo y puro.

Pero una prueba más yace

ante ti, o a tus espaldas.

Véncela y habrás probado

ser digno del misterio

que abre las puertas

con su reflejo.

(Mira abajo)


Busqué en la base de la tapa, allí donde estaba el gozne que la permitía abrirse y cerrarse, hasta que me encontré con:


Prueba final: Solo el Elegido triunfa.

¿Qué transporte tiene las 5 vocales?

Con respuesta en mente, vaya detrás

del espejo del quinto botiquín.


Con o sin respuesta ya era hora de salir de allí. Volví a tomar aire y repetí una hazaña similar a la que hiciera para entrar, aunque para mi pesar, un frío en mi espalda anunció que esta vez había tocado el charco del piso. «¡Mierda!», pensé; primero por el asco que sentí y segundo por el olor que se intensificó. Mi camisa era ahora una prueba fehaciente de los esfuerzos que conllevaba aquella travesía. Pero solo faltaba un último obstáculo a superar…

«Carro, Auto, Vehículo, Motocicleta, Avión, Tren, Bicicleta, Piernas…» De camino al tercer lavamanos intenté descubrir la última respuesta, pero nada. «Cohete, Avioneta, Monopatín, Triciclo, Dirigible, Camión, Patineta, Carreta, Mula, Camello, Caballo, Autobús… Avioneta… Tren… ¿Avioneta?» Nada. Ya había llegado frente al espejo, donde el reflejo me mostraba a un muchacho de tez blanca, pelo azabache peinado hacia un lado, cejas pobladas y una nariz fruncida, esta no por naturalidad, sino porque los músculos aún no se habían relajado de la anterior mueca de asco.

Abrí la puerta-espejo hasta quedar viendo el interior del vacío y enmohecido botiquín. Detrás del espejo, un mensaje a lápiz rezaba:


Fracaso, no seguiste las instrucciones.

Debías tener la respuesta en mente

antes de abrir el botiquín.


¿Pero cómo podía saber el autor que yo no había encontrado la respuesta? Tal vez porque no había ninguna… ¿Eso era? Pues punto final, callejón sin salida. Un simple y elegante engaño. Bajé la vista, decepcionado, hasta que me encontré con un mensaje más pequeño, escrito sobre el lavamanos, que mostraba:


La respuesta es Ferrocarril.


¡Claro! ¿Cómo lo pasé por alto? Era tan sencillo ahora que lo… ¡Espera! Ferrocarril no contiene U.

Y pensando en lo ridículo de la broma me hice consciente, con gran pesar, de que no había sido necesario pasar por debajo de la puerta del baño para salir del cubículo; simplemente podía haberla abierto desde adentro, sin tener que mojarme la espalda…

—¡Maldito chiste! —desahogué, tirando de un portazo la puerta contra el botiquín.

Y así fue como lo encontré. A través del espejo vi el reflejo de un dibujo de un ferrocarril que ocupaba gran parte de la puerta del quinto escusado. Estaba hecho con letras, y de aquella que representaba el tubo de escape, en vez de humo, salían unas palabras que me desgarraron el ego:


¡chU!

¡chU!

¡chU!

F E R R O C A R R I L


10


Salí del cuarto de baño con pasos largos, deseando que el autor del chiste fuera atropellado por un auto. «David… ¡Qué estúpido has sido!»

Llegué a mi habitación y descubrí que Harvey no estaba. Y fue una suerte, porque no estaba para dar explicaciones sobre el estado de mi ropa.

Poco a poco me fui calmando. Incluso, cuando buscaba la toalla, la funda de efectos de higiene y una muda de ropa limpia, ya casi me reía de lo ocurrido; aunque ahora deseaba que el autor del chiste por lo menos se colgara en un par de clases y tuviera que repetir un semestre.

Volví a los baños y, de camino a las duchas, me aseguré de ignorar el dibujo del ferrocarril. Me duché como Dios manda, dándole especial énfasis a mi espalda. Cuando me sentí satisfecho y mucho más relajado, abandoné las duchas y me dirigí de vuelta a la habitación.

El resultado del desvelo de la noche anterior y el efecto secundario de las tres horas de laboratorio se intensificaron conforme iba metiendo las prendas de ropa sucia en una bolsa plástica. Cuando acabé, me tiré en la cama y dormí.

Eran casi las cinco de la tarde cuando tocaron a la puerta; tal vez Harvey olvidara su llave. Me levanté, me estrujé los ojos y me dirigí a la puerta.

Cuando la abrí me encontré con dos chicos sonrientes que reconocí al instante: eran mis dos compañeros de la preparatoria que también vivían en la residencia.

—¡Hey, David! —me saludó el más bajo de ellos.

—¿Cómo están?

—Bien —dijo el otro, sonriendo—. Pensamos darte una visita para saludarte.

—¡Qué bien! Entren.

Los dos pasaron. Se detuvieron al centro de la habitación y echaron una rápida mirada por la estancia mientras yo cerraba la puerta.

—Los cuartos de la otra ala huelen mejor —notó George.

George era bajo, flaco, de tez blanca y de pelo rubio recortado bajito. Era un chico olvidadizo, tal vez por el esfuerzo que le tomaba a su cerebro proyectar su otra característica, la de eléctrico. Ya fuera que tamborileara los dedos o que hiciera ruidos extraños con la boca, nunca podía estarse en una misma posición por mucho rato sin distraerse o distraer a los otros. Hasta su caminar resultaba un tanto llamativo, pues siempre daba una especie de brinco acompañando cada paso. Ese día llevaba un pantalón crema hasta las rodillas, zapatos marrones sin media y una camisa polo de vestir.

El otro era Fernand, y en nada se parecía a George. Fernand era alto, delgado y con un pelo negro lacio que le pasaba de los hombros. Su hablar era lento y monótono, caminaba algo jorobado y siempre vestía con ropas dignas de un guitarrista de una banda de rock pesado.

—¿Qué tal la universidad? —les pregunté, yendo a sentarme en mi cama y haciéndoles un gesto para que también se sentaran, si querían.

—Pues las clases son fáciles, hasta ahora —dijo Fernand—. Aunque Enfermería no tiene cara de ser muy compleja, ¿verdad?

Fernand estudiaba Enfermería no por sus aspiraciones ni anhelos, sino por sus bajas calificaciones. Muchos estudiantes que no conseguían el promedio necesario para entrar en algunas de las Ingenierías que daba la universidad se decidían por cursos más fáciles en un intento de aumentar su promedio y luego hacer el cambio; una vez dentro del recinto era mucho más fácil encontrar cabida en tu curso de preferencia que ser admitido en él como estudiante de nuevo ingreso.

—¿Y tú? —le pregunté a George.

—Pues solo tengo una clase de concentración —dijo con voz aguda y rápida—. Las demás son las mismas tonterías de la preparatoria. ¿Y qué tal contigo?

—Básicamente lo mismo. Aunque yo ni siquiera tengo clases de concentración.

—A este paso nos graduamos en veinte años.

—No lo dudo.

Fernand se sentó en el otro extremo de mi cama y se quedó observando las cajas de cartón que estaban en el suelo. Por su lado, George comenzó a pasearse por el cuarto mirando en dirección al área de Harvey.

—¿Con quién te tocó? —preguntó.

—Con un muchacho de primero… —comencé, aunque de pronto no supe cómo describirlo, haciéndole honor a todas aquellas rarezas que inspiraban dosis iguales de miedo, frustración, incertidumbre y admiración.

—¿Y brega bien? —preguntó, reclinándose un poco para apreciar mejor los tres pósteres que adornaban la pared.

—Creo que sí.

—Nosotros tuvimos la suerte de quedar juntos, ¿sabías? —dijo Fernand.

—¿Hablas en serio? —pregunté, maldiciendo sus suertes. Yo hubiese dado hasta la mitad de mis escasas mesadas semanales con tal de haber compartido mi cuarto con uno de ellos.

—Sí —confirmó George—. Y deberías visitarnos. Estamos en el… ¿Cuál es el cuarto, Ferd?

—Trescientos sesenta y dos.

—De veras me alegro por ustedes.

—No sé ustedes los de Ingeniería —continuó George, sentándose en el suelo—, pero en la otra ala, como los cuartos son un poco más grandes, muchos estudiantes están de tres en tres.

—Yo con gusto me mudaría con ustedes —fantaseé en voz alta.

—Con nosotros no habría problemas, ¿verdad, Ferd?

—No, aunque dudo mucho que te vayan a meter allá cuando eres de Ingeniería.

—Sí —dije con cierto pesar—, tienes razón.

—Pero venga —dijo de pronto George—, no me dirás que te tocó con un bicho raro.

—Pues verás… Es un tipo inteligente, pero es… algo extraño…

—¿Cómo que extraño? —preguntó Fernand.

—Pues… como eso —añadí, señalando su lado del cuarto—. ¿Ves? El tipo adorna su cama con muñequitos.

—Sí —dijo George en un tono despreocupado—, ya lo había notado. Aunque no le veo gran cosa.

—Yo tampoco —añadí, intentando restarle importancia al tema—. Solo decía.

—Bueno, ¿y las chicas? —me preguntó Fernand—. George ha tenido una suerte tremenda: la clase de Psicología que le tocó está llena de muchachas.

—Sí —confirmó George—. Aunque a decir verdad la mayoría no son tan bonitas, pero bueno, yo no tengo problemas con eso.

Yo sabía que el nuevo tema era más de apariencias que de otra cosa. Fernand y George no eran precisamente los mejores amigos que había tenido en la preparatoria, sino los que habían venido a estudiar en la misma universidad que yo. Sin embargo, el hecho de que los considerara amigos era porque teníamos bastantes cosas en común, incluida aquella mala suerte que nos mantenía alejados del contacto con las chicas. Incluso George, que a mi muy masculino entender era el más apuesto de los tres, solo había llegado a mantener un noviazgo de dos semanas con una chica a través del internet que nunca quiso verlo en persona.

—Bueno, algo es algo —comenté.

—Sí, ’mano —añadió Fernand, moviendo monótonamente la cara de arriba abajo—. ¿Y tú?

—¿Las chicas? Pues no sé, creo que algunas que me han tocado son lindas —dije, pensando furtivamente en la clase de Inglés.

No había acabado bien de contestar cuando George se puso de pie de un salto, provocándome un momentáneo susto.

—¿Tienes fotos de la graduación?

—¿Qué? ¡Oh, sí! —dije, recuperándome—. Las tengo en la computadora. Cuando sepa la contraseña del wifi te las envío por email…

—Eso es fácil —me interrumpió Fernand sonriendo, y como no era un gesto muy suyo, me pareció más una mueca extraña—. Cuando ayer pregunté, me dijeron que tenía que registrar la computadora en la recepción para que me dieran la contraseña. Algo que sabes, jamás haría. Así que con un par de minutos y un poco de mi magia di con ella. Es el nombre de la universidad pero con rayas en vez de espacios. Luego cambias cada E por un tres y la S por un cinco. ¡Listo!

—Tú deberías estar estudiando computadoras, no yo.

—Sí —dijo sin muchas ganas, volviendo a su natural ensimismamiento—. Espero que el semestre que viene pueda cambiarme.

—Ya verás que sí —lo animé.

Fernand volvió a asentir con lentitud, como si la cabeza le pesara demasiado.

—¡Hey! ¿Qué haces? —medio grité.

Sin que me hubiese dado cuenta, George se había dirigido al área de Harvey y manoseaba sobre su escritorio.

—Nada, nada —dijo, llevándose ambas manos a la espalda, enderezándose y fijándose en mí—. Solo miraba.

El silencio incómodo que le siguió a mi automática reprimenda duró solo unos pocos segundos. Y tal vez en un intento de desviar la atención a otros asuntos, George comentó:

—Ferd y yo tenemos planificado ir a comer el jueves. Queremos ver la ciudad. ¿Deseas venir?

—Esa es buena idea —añadió Fernand, volviendo a menear la cabeza de forma tan extraña que por un segundo tuve el impulso de aguantársela.

—Eh… —comencé.

—Anímate, es con nosotros.

Y era un buen aliciente. Si había algo de lo que mi padre me había hablado mucho en el verano anterior era precisamente del tipo de vida que se podía dar en los alrededores de una universidad y de cómo yo debía mantener a rayas la tentación; pero si algún día pensaba conocer aquella vida, ¿qué mejor que con estos dos, que no solo eran conocidos, sino que eran de costumbres muy parecidas a las mías?

—Bien —dije asintiendo, convenciéndome más con cada bajada y subida de mi cabeza—. ¿A qué hora?

—Nada tarde —me contestó Fernand—. Como a eso de las cinco. Y si tenemos ganas, podemos ir luego al cine —terminó, mirando a George como buscando su aprobación.

—Suena bien —secundó George, moviendo los brazos de al frente y hacia atrás, haciendo chocar sus manos cada vez que se acercaban.

—¿Dónde nos encontramos?

—¿Qué te parece en las escaleras de la otra ala? —propuso George.

—Entonces a las cinco, en las escaleras —resumió Fernand con entusiasmo.

—A las cinco, en las escaleras —repetí, asintiendo.

Y como recordándonos el compromiso, una nube gris tapó el sol de la tarde, haciendo que la habitación se tornara un tanto opaca.

—¿Nos vamos, Ferd? —preguntó George, acercándose a Fernand y dándole una palmada en el hombro.

—Vale.

Me puse de pie. Fernand y George se despidieron de mí extendiéndome una mano. Se dieron media vuelta y empezamos a caminar hasta la puerta. Yo me adelanté un poco y tomé la cerradura para abrirla por ellos, pero esta se movió al instante seguido de yo haberla tocado, aunque no por mi intervención.

La solté de inmediato y me alejé un poco. La cerradura dio una vuelta sola, como si una mano invisible la abriera por mí.

Entonces la puerta se abrió de golpe y chocó contra el codo de Fernand, lo que impidió que se abriera completamente. Pero la abertura fue suficiente para apreciar las dos figuras que yacían bajo el umbral.

Una de ellas estaba de espalda contra la puerta y, la otra, encaramada a la primera. La primera era Harvey, la segunda, una muchacha alta que lo besaba demasiado apasionada; ninguno de los dos habiéndose percatado de que los mirábamos por el resquicio.

En un acto impropio de él, George se mantuvo inmóvil; Fernand se limitaba a estrujarse el codo con una mano sin apartar la vista de los recién llegados.

Harvey hizo presión contra la puerta. Y al abrirse esta de golpe, por poco él y la chica caen al suelo. Harvey recompuso su postura en un instante y la chica dio indicios de haberse despertado de un sueño demasiado profundo.

—¡Oh! —exclamó Harvey algo sorprendido, cambiando la vista entre nosotros tres antes de dirigirse a la chica—: Ana, como dicen los tampones: “estamos en el lugar adecuado, pero en un momento inoportuno”.


11


Quién de los presentes se quedó más sorprendido, nunca lo supe, aunque sin duda no fue Harvey. Este pareció divertido cuando observó a Fernand y a George con más detenimiento. Estos últimos estaban en la misma posición que antes: Fernand sobándose el codo y George inmóvil. Ana, trigueña, alta y sumamente apuesta, parecía algo sorprendida, pero no tanto con nosotros como con el comportamiento de Harvey.

—¿Qué pasa? —le preguntó Ana, todavía arropándolo con sus brazos.

—Nada —contestó, volviendo a fijarse en ella—. Deberíamos vernos a eso de las siete. —La chica lo miró con sorpresa. Señalándonos, Harvey añadió—: Me olvidé de que hice un compromiso con ellos.

—De acuerdo —dijo en el tono propio de una niña engreída—, pero no te vayas a olvidar.

Ana soltó a Harvey e hizo ademán de salir, pero Harvey la agarró con fuerza por el brazo, haciéndola estremecer. Y ya fuera porque pensaba que Harvey había cambiado de opinión, o porque le gustaba aquel tipo de forcejeo bruto, Ana sonrió con picardía antes de mirarlo.

—¿Qué pasó? —le preguntó coqueta, ignorando o importándole un bledo que nosotros tres estuviéramos allí, y a solo un par de palmos de ella.

—Tienes que esperar un par de segundos, no queremos que Tom te vea paseándote por aquí.

—¡Ah, eso! —comentó Ana desilusionada, antes de zafarse de Harvey con cara de pocos amigos—. Eso no me importa.

—Pero a mí sí —dijo Harvey con voz muy baja pero clara. Y algo pareció afectar el ánimo de la chica porque se quedó inmóvil bajo el umbral de la puerta—. Ya, puedes irte —añadió, dejando de mirarla y fijando su vista en su reloj de pulsera.

Sin más, Ana salió al pasillo y Harvey cerró la puerta con suavidad. Luego se recostó contra la puerta mostrando cara de cansancio.

—No tienen idea de lo que me han salvado —comentó, cerrando los ojos y sonriendo débilmente—. ¿Qué es ese olor? —preguntó de pronto, arqueando las cejas y olfateando el entorno.

Mis ojos fueron a parar en la bolsa plástica con mi ropa sucia. Fernand dejó de frotarse el codo y George comenzó a hacer un ruido bastante molestoso con su lengua.

Harvey se fijó en él, frunció más el ceño y se alejó de la puerta.

—Soy Harvey —dijo, antes de tirarse sobre su cama.

Poco a poco, George y Fernand fueron girando sus cabezas hasta dar con la mía. Ambos me miraban como buscando ayuda, un consejo o alguna instrucción de qué hacer a continuación.

—Bueno, creo que se iban —le susurré a Fernand, que se limitó a asentir y sobarse el codo otra vez.

—No se irán por mí, ¿verdad? —preguntó Harvey.

—¡Oh, no! —se apresuró a decir George, ahorrándome la molestia—. Ya estábamos yéndonos.

—¡Ah!, bien entonces —dijo Harvey, recostando su cara contra la cama. Se le notaba cansado, parecía casi a punto de echarse a dormir.

Con una lentitud extraña en él, George volvió a despedirse de mí y abrió la puerta de la habitación.

—¿Esa muchacha es su novia? —me susurró cuando pasaba bajo el marco de la puerta.

—No sé —le dije cortante.

—Esa muchacha toma una clase conmigo —volvió, mucho más bajo que antes y con un tono de misterio que no comprendí.

—¿Y? —pregunté con impaciencia, deseando que se fueran lo más rápido posible.

—Que ella es de primero —dijo, como si aquello zanjara un asunto de importancia—. Si tu compañero es también de primero, se tuvieron que haber conocido hoy… o ayer —terminó, asintiendo extrañamente.

—Excelente uso de la lógica —comentó Harvey, logrando que nos sobresaltáramos. Seguía recostado sobre su cama, pero ahora estaba de lado y con una mano sosteniendo su cabeza.

George hizo como si buscara algo por los pasillos y Fernand se limitó a seguir mirando a Harvey.

—Perdón —dijo George después de un rato, volviendo su vista a la ventana del cuarto—. No pensé que me escucharías.

—El cuarto no es muy grande, ¿sabes? —dijo Harvey—. Pero por sorprendente que sea, tienes bastante razón —añadió, recostándose mirando al techo.

—Eh… —comenzó George.

—Olvídalo —dijo Harvey, moviendo su mano libre como si espantara una mosca.

—¡Váyanse! —les apremié en un susurro.

—El cuarto no es muy grande, ¿sabes? —repitió Harvey.

Me quedé helado por un segundo. Y sin saber muy bien lo que hacía, comencé a intentar cerrar la puerta, sin darme cuenta de que era algo imposible mientras George estuviera bajo el marco y algo sin sentido mientras Fernand siguiera junto a mí.

—¡George! —lo llamó Harvey con energía—. ¿Puedes venir un momento?

George abrió más los ojos y me miró como en busca de apoyo. Yo me encogí de hombros.

—¿Cómo sabes mi nombre? —le preguntó casi en un susurro.

—Tomamos una clase juntos.

George hizo una mueca y frunció el ceño.

—Ana, tú y yo compartimos Introducción a la Psicología, con la profesora Evans.

—¡Ah! —exclamó George, asintiendo.

—¿Ya puedes venir?

—¡Un momento! —dije de pronto, sorprendiéndome a mí mismo y girándome para observar a Harvey—. ¿Por qué tomas Psicología? Tú eres de Ingeniería. ¡Oh! —caí en la cuenta—. Debe ser una electiva.

Harvey se sentó sobre su cama y se llevó ambas manos a la cara como si recién se levantara.

—En este cuarto somos muchos Sherlock Holmes —susurró.

Cuando iba a replicar, Harvey levantó una mano.

—¡Los tres! Vengan acá, por favor.

Entre los tres nos miramos, pero no nos movimos de lugar.

—Vengan —nos apremió con voz más suave—. Siéntense aquí —dijo, señalando el suelo a sus pies.

George pasó por mi lado, luego lo hizo Fernand. Yo fui el último de la fila, dirigiéndome sin más remedio y con pasos pesados hacia donde Harvey. Los tres nos detuvimos cerca de su cama, pero ninguno se sentó.

—¿Qué les pasa a ustedes?

Los tres permanecimos inmóviles. Parecíamos tres estudiantes majaderos recibiendo una reprimenda de un profesor desilusionado.

—¿Cómo que qué nos pasa? —preguntó George en un murmullo.

—Pues a eso —dijo Harvey, extendiendo sus manos para señalarnos.

—¿Ah? —preguntó Fernand, con cara de perdido.

—¡A eso! Mírense. ¡Tú! —dijo, señalando a Fernand—. Pareces un Chewbacca roquero. Tú —dijo, y esta vez señaló a George—, parece que te metiste un pase de cocaína… Y tú —era mi turno— tienes la cara más asustada que un chihuahua… Si siguen así, acabarán tan vírgenes como parece serlo esta pobre muchacha —terminó, señalando por encima de su hombro el póster del cuadro de la muchacha triste.

—Yo… yo no soy virgen —se defendió Fernand con dificultad y con las mejillas coloradas.

—¡Bah! —exclamó Harvey—. Me juego este iPod Touch —se interrumpió para sacar su equipo electrónico de un bolsillo y tirarlo sobre la cama— a que tienes un disco duro lleno de porno de elfinas y duendes desnudas.

Fernand se llevó las manos a la boca para ahogar un grito tan propio al de una mujer histérica.

—¡Oh, sí! —dijo Harvey lentamente, asintiendo—. Porque los tres tienen pinta de ser brillantes, pero ante todo el mundo se esmeran en mostrar una cara de pendejos que nadie comprende.

¿Era yo el único, o los otros dos se sentían igual de incómodos y humillados? Estar parado frente a Harvey me daba la sensación de estarlo frente a mi padre. Y a mi padre se lo aguantaba, no tenía más remedio. ¿Pero a Harvey…?

—De seguro —continuó, fijándose en Fernand— eres tan bueno en las computadoras como el más brillante de los de esta ala. Y tú —dijo, posando su vista sobre mí— eres demasiado inteligente como para estar perdiendo el tiempo en la universidad. Y tú, George, con esa energía que tienes podrías estar multiplicando por mucho el dinero que recibes de tus padres. Pero como van, los veré detrás de un viejo escritorio por el resto de sus vidas, solteros, vírgenes, pendejos e infelices…

Harvey se puso de pie, como movido por un éxtasis, y comenzó a pasearse por entre las dos camas con determinación, mirando al suelo. Los otros dos se limitaron a observarlo con una quietud que rayaba en la reverencia. Yo apreté un poco los dientes.

—¿Cómo sabes esas cosas de nosotros? —preguntó Fernand.

—Pensando —dijo distraído—. Ustedes tres actúan con tanta irracionalidad como el resto de los mortales —añadió más efusivo—. David viene de padres estrictos, y en vez de despejar su mente en actividades libres, de seguro se amaneció jugando al ajedrez consigo mismo. Fernand, parece que vives solo con tu madre, una mujer de apariencia despreocupada. Y en vez de aprovecharte de esa libertad, me apuesto un semestre a que te encerrabas en un cuarto con una computadora. Y tú —añadió, mirando a George—, tienes un padre doctor… no, abogado, sí, y es muy exitoso. Y en vez de usar el dinero que te provee para multiplicarlo, hiciste lo indecible por venir a vivir en esta pocilga.

¡¿Cómo…?! ¿Acaso llevábamos una nota pegada en la frente que revelara nuestro perfil?

—Hasta un Tamagotchi es más impredecible que ustedes tres juntos. ¡Y por eso es que este mundo se está yendo a la mierda! —añadió en un arrebato.

Harvey se acercó a la ventana y la señaló.

—Miren —dijo con ímpetu, traspasándonos con los ojos—. Allá afuera hay un mundo lleno de vida, de oportunidades, mientras ustedes se preguntan cuál es la próxima clase del día, cuándo van a besar una chica, dónde van a cagar en la tarde…

Entonces reanudó su recorrido por la habitación a grandes pasos, con las manos sobre la cintura. George y yo nos miramos; este tenía la cara lívida. Fernand seguía mirando en dirección a Harvey. Un segundo después, Fernand abrió los ojos como platos y señaló con un dedo antes de decir:

—No puedes hacer eso.

Seguí su dedo y descubrí que Harvey encendía un cigarrillo.

—¿Y qué es lo que sí tenemos permitido? —preguntó Harvey, deteniéndose en seco y volteándose hacia Fernand—. ¿Acaso lo único permitido que tenemos es ser unos miserables de mierda?

¡Me iba a meter en problemas! ¿Y cómo decírselo a Harvey? Con aquella cara que tenía lo creía capaz de darnos una paliza a los tres a la vez. Acusarlo con la recepción tan pronto se calmara… Sí, esa era la solución.

Harvey dio dos fumadas rápidas, y fue solo cuestión de segundos para que el cuarto quedara arropado por una neblina de humo densa y apestosa.

—Ya es la hora de hacer cambios —susurró.

Harvey pasó por entremedio de George y de Fernand, empujándolos un poco en el proceso, y se fue directo a su cama, donde se acostó a fumar, observando el techo.

Los otros tres intercambiamos miradas en silencio.

Era ahora o nunca. Miré hacia mi lado del cuarto para decidir qué debía llevarme conmigo antes de ir a quejarme en la recepción. Cualquier cosa que se quedara allí corría el peligro de ser arrojada por la ventana de un momento a otro. Nada, no había nada que fuera de importancia.

Cuidándome de no hacer ruido, comencé a caminar hacia la puerta. Una vez fuera comenzaría a correr por los pasillos, y Harvey no podría alcanzarme con semejante ventaja.

Fernand y George me dirigieron miradas que preguntaban “¿qué haces?”, y yo avancé para hacerles una mueca que respondía “nada importante”.

Pero tan pronto puse la mano en la cerradura escuché una voz cansada a mis espaldas que dijo:

—No te vayas todavía, David, dame un minuto. Después podrás ir a quejarte con Tom.


12


Me detuve.

Durante varios segundos nadie dijo nada. El cuarto quedó consumido por un silencio tan espeso que parecía proceder de la mismísima neblina de humo.

—Si espero a que ustedes me lo pidan me voy a morir de viejo —comentó Harvey con frustración, y el chillido de la cama me anunció que se había sentado.

Poco a poco, y sin soltar la mano de la cerradura, me volteé.

Fernand me miraba sin ninguna expresión en su rostro. George observaba a Harvey a la vez que daba unos débiles zapatazos sobre el suelo.

—Yo puedo enseñarles muchas cosas —dijo Harvey a nadie en particular—, pero a cambio necesito algo de cada uno de ustedes.

—¿Enseñarnos qué? —le preguntó George en una especie de gemido.

—Lo que sea. Lo que ustedes quieran.

—¿Ah? —murmuró Fernand, volviéndose hacia él.

—No sé. Cualquier cosa que les venga en ganas —dijo, poniéndose de pie, haciendo que George retrocediera un poco para hacerle espacio—. Puedo ayudarlos a ligar con chicas, puedo ayudarles a terminar el bachillerato en menos de dos años… En verdad puedo enseñarles cualquier cosa.

—¿En serio puedes ayudarnos a encontrar chicas? —preguntó George en el tono de quien no puede darle crédito a sus oídos.

—Claro —le confirmó Harvey tajante—. Solo necesito algo a cambio.

—¿Qué cosa? —preguntó Fernand con lentitud.

—¡Y eso que no eras virgen! —dijo Harvey, antes de acercarse a la ventana, mirar hacia fuera y darle una profunda calada a su cigarrillo.

—Ya está bueno —exclamé en un tono que no era el mío, soltando la cerradura de la puerta—. Está jugando con nosotros, ¿no lo cogen?

Harvey me miró y me sonrió, pero no fue aquella misma sonrisa burlona de quien se cree el dios del mundo, sino una sonrisa esquiva, malintencionada.

—De ti —dijo, señalando a George, tomándose su tiempo en despegar su vista de mí para dirigirla hacia George— necesito treinta dólares a la semana. Y de ti —dijo, señalando a Fernand, sin darle tiempo a George a contestar— necesito que me consigas una computadora MacBook Pro en el mejor estado posible.

Los dos se miraron entre sí y asintieron como un par de idiotas.

—¿Treinta dólares a la semana… —pregunté sin creérmelo— … y una computadora por…? ¿Qué les pasa? —dije, dirigiéndome a mis compañeros, que miraban a Harvey como si se tratara de un faraón egipcio.

—Yo recibo mucho más que eso por semana —reconoció George con tranquilidad, mirándome.

—Sí —confirmó Harvey, botando humo—. Y si lo pensamos con detenimiento, una pensión de divorcio es la única explicación posible para tanto dinero. Y si tomamos en cuenta que su padre es un buen abogado, basándonos en lo que gana, solo se puede concluir que el tipo es demasiado blando con su ex mujer como para pelear en corte un mejor trato económico.

George abrió la boca y volvió a cerrarla. Con lentitud giró la cabeza hasta dar con Harvey.

—¿Cómo puedes saber…? —comenzó a decir.

—Solo quiere impresionarlos, ¿no lo ven? —dije con frustración, pues Harvey estaba logrando su efecto—. Una computadora y treinta dólares semanales no valen un curso inútil para ligar.

—Yo no he dicho todavía en qué consistirá mi parte —aclaró Harvey—. Una vez consiga sus pagos, ellos me dirán qué quieren de mí.

—¿Qué cosa quieren de ti? —pregunté con sorna, volviendo a agarrar la cerradura de la puerta en un intento de esquivar la pesada mirada de Harvey—. ¿Qué cosa puedes enseñarles tú que valga lo que pides?

Harvey no mudó la expresión. Simplemente comenzó a pasearse entre Fernand y George sosteniendo aquella sonrisa malévola.

—¿Te has olvidado de que puedo reconocer las notas con solo escucharlas? —preguntó, dejándose el cigarrillo en la boca para llevarse las manos a la cintura—. ¿O que tengo en mi poder un secreto capaz de convertir a cualquiera en millonario? ¿Que puedo interpretar lo que piensan los…?

—No hay tal cosa como ese papel mágico.

—Si no me equivoco, y estoy seguro de que no lo hago, ese papel mágico descansa sobre tu escritorio —dijo.

Fernand y George dirigieron sus ceñudos rostros hacia mi escritorio.

—Un papel, un pedazo de papel. ¡Un simple y pequeño pedazo de papel sin nada importante en él! —descargué.

—De ti voy a necesitar ayuda con mis clases —dijo, quitándose el cigarrillo de la boca y señalándome con la otra mano.

—¿Qué?

—Una vez me digas qué quieres aprender de mí, voy a necesitar que me ayudes con mis clases.

—Yo no he pedido nada de ti.

—Ayer me preguntaste si podía enseñarte a desarrollar tu oído. Y de seguro, desde entonces has estado preguntándote cómo convencerme para que lo haga.

—Eh… sí, pero, pero he cambiado de opinión —lancé, intentando darle más seguridad a mis últimas palabras.

—Entonces tal vez prefieras que te enseñe otra cosa. Déjame ver— comentó en una voz teatral, llevándose la mano con la que sostenía el cigarrillo a la barbilla—. Tal vez quieras que te enseñe a mejorar en ajedrez…

—No puedes hacer eso —medio grité en un tono ajeno al mío.

Ya me había cansado de aquella presunción de sabelotodo. ¡Harvey no era más que un chico de primer año, pobre, confundido y de seguro tan infeliz como cualquiera de los presentes!

—¿Qué no puedo hacer?— preguntó sonriendo, aunque su voz sonó más a un reto.

—No puedes enseñarme a jugar ajedrez —dije, y fue la primera vez que sus ojos no me intimidaron.

—Te equivocas, David —dijo, estrujando el cigarrillo sobre su escritorio. Sacó otro y se lo puso en la boca. Y antes de encenderlo, agregó—: Yo puedo enseñarte muchísimas cosas, incluido ajedrez.

—No puedes —volví—. ¡Y mejor que no prendas eso!

—Me sorprendes, David —dijo, y lo encendió—. Parecería que hay algo dentro de ti intentando salir.

—¡Apágalo! —le ordené sin inmutarme.

—Lo apagaré cuando aceptes que puedo enseñarte a jugar ajedrez.

—¡Tú no puedes enseñarme! —repetí casi en un grito, con labios temblorosos.

—David —dijo, y se llevó el cigarrillo a su boca—, lo exactamente opuesto es lo correcto.

—Si no apagas el cigarrillo voy a ir a quejarme en la recepción.

—Sí, David —dijo Harvey lentamente, botando humo—. Sé que eres capaz, pero los dos sabemos que no irás a ningún lado hasta probar lo que dices. Necesitas una confirmación.

—¿Confirmación? —pregunté, y apreté la cerradura.

—Vente —dijo, rompiendo el contacto visual y doblándose para alcanzar el equipo electrónico sobre su cama—. Permíteme mostrarte.

Cuando Harvey dejó de mirarme me hice consciente de que al lado de su cama había dos estatuas. Las dos pálidas e inmóviles, salvo por sus ojos que se movían de Harvey a mí.

Harvey se puso a tocar la pantalla del iPod con un pulgar mientras le daba un par de fumadas a su cigarrillo.

—Aquí —dijo mostrándome la pantalla—. Esto puede sernos útil.

Aunque no lograba ver con claridad, era evidente que sobre la pantalla había un diminuto tablero de ajedrez de color blanco y azul.

George recobró la capacidad del movimiento. Primero asintió y luego me miró. Tanto él como Fernand sabían lo bueno que yo era en esto.

—¡Voy a hacerte una oferta que no podrás rechazar! —dijo Harvey, levantando la cara y sonriendo ampliamente—. Si me ganas, te regalo este iPod Touch. Pero si gano yo —continuó más pausado—, no le vas a decir a Tom que fumé en el cuarto.

—¿Eso es todo? —pregunté, soltando la cerradura.

—¿Qué más quieres? Es tu silencio por mi iPod. —Y meneó el equipo en el aire.

No solo era una apuesta injusta para él, sino que Harvey desconocía cuán bueno yo era jugando al ajedrez. Con su habilidad de detective frustrado descubría cosas, sin duda, pero no había forma de que supiera que yo había cargado con el trofeo del primer lugar en el torneo nacional. Yo no tenía nada que perder, pero él tenía un equipo electrónico caro a la espera de cambiar de dueño.

—Hecho —dije con una euforia de la que no me creía capaz. ¡Iba a demostrarle quién era su compañero de cuarto!

Harvey se sentó en su cama y me hizo un gesto para que lo imitara.

De camino a la cama advertí que Fernand y George ya no estaban tan tensos. Mi positiva de aceptar el reto debía de haber actuado en ellos como un permiso expreso para que disfrutaran del espectáculo.

—¿Negras o blancas? —preguntó Harvey cuando me senté.

—Cualquiera —dije tranquilo, en mi elemento.

—¿Negras o blancas? —repitió.

—Dame las negras. —Si surgía ser que Harvey era buen jugador, yo tendría la ventaja de conocer su estilo al dejarlo comenzar la partida.

—Bien —dijo, presionando aquí y allá sobre la pantalla.

Puso el iPod sobre el espacio libre que había entre nosotros, sobre la cara de un alegre Woody. El pequeño tablero esperaba con las piezas en sus casillas de origen. Las mías estaban volteadas hacia mí; la aplicación ya parecía saber que era una contienda entre dos y no entre uno y el equipo electrónico.

Harvey se inclinó un poco sobre la pantalla y con su dedo índice dio inicio a la contienda: movió el peón del rey dos espacios adelante. Y era un buen indicio. No aparentaba ser de esos que confundían el conocer el movimiento de las piezas con saber jugar…

Yo respondería de la misma forma, con mi peón del rey. Iba a ser un juego abierto y rápido. Un ataque tras otro. Así que puse mi dedo sobre el pequeño peón, pero no lo pude mover.

—Estos iPods no responden bien desde otro ángulo— se quejó Harvey para sí, tomándolo en sus manos—. Deja a ver cómo le hago —añadió, presionando sobre la pantalla.

—No importa —le dije, cruzándome de brazos—, no necesito el tablero. Juega mi peón a E cinco.

Aquello produjo el efecto que esperaba. Harvey se quedó inmóvil. Muy lentamente levantó la vista del iPod hasta posarla sobre mí, cosa que no me produjo el más leve efecto. Sin dejar de observarlo, fui consciente de que Fernand sonreía con nerviosismo mientras George comenzaba a sonar sus dedos.

—¿Estás seguro? —preguntó Harvey, levantando las cejas.

—Totalmente —disparé.

—Que así sea entonces. Yo respondo con peón D cuatro —añadió, tirando el iPod a un lado.

Pero yo no me esperaba aquello. Harvey jugaría el juego a ciegas conmigo, y yo no…

—¡Juega! —me apremió con autoridad.

Respiré profundo y me obligué a centrarme en el juego, no en el contrincante.

—Peón por D cua…

—Peón a C tres —habló sin darme tiempo a terminar.

Al advertir que volvía a sonreír tan creído como siempre, me lancé con más rapidez, decidido a ganarme aquel iPod que ahora aguardaba sobre el Señor Cara de Papa.

—Peón por C tr…

—Alfil a C cuatro —me interrumpió.

—Peón por B do…

—Alfil por B do…

—Caballo F sei… —logré interrumpirlo.

—Caballo C tre… —lanzó, poniéndose de pie.

—Alfil B cua… —lo imité.

—Caballo a E do…

—Caballo por E cuatro —dije, lanzando llamas por los ojos. ¡Tres peones de ventaja y en la séptima movida!

—Me enroco —dijo, levantando la voz.

—Caballo por caba… —casi grité.

—Caballo por caba… —gritó.

—Alfil por caba…

—ALFIL POR ALF…

—ENROQ…

—DAMA G CUA…

—PEÓN A G SEI… —defendí.

—DAMA D CUATRO.

Silencio.

—¡PUÑETA! —descargué, lanzándole un puño a la cama.


13


Harvey se dio la vuelta y comenzó a caminar por la habitación. Fernand y George estaban eufóricos, pero a juzgar por sus caras no comprendían en lo más mínimo lo que había pasado. Poco a poco fui recuperando el aliento, controlando mis emociones y asombrándome de mis modales. Tres peones de más, me había creído que llevaba la ventaja…

—¿Dama a H siete o a H ocho? —pregunté, un poco más calmado.

—No importa —dijo suavemente.

—Lo sé, solo que…

—H ocho —dijo, reduciendo el paso y llevándose el cigarrillo a la boca—. Es más indirecto.

Dejé que mis brazos se relajaran. Harvey había ganado. Ya no había coraje en mi mente, mucho menos entusiasmo. Lo que sentía, además de un fuerte ardor en los ojos debido al humo, era un cansancio… una especie de agotamiento en el ánimo.

Nadie habló, solo se escuchaban los pasos de Harvey que iban de aquí para allá sin ningún fin en particular. Afuera el sol se escondía de prisa y la ventana dejaba pasar a duras penas el tono morado del ocaso.

—¿Alguien puede decirnos qué pasó? —preguntó George, intercambiando miradas entre Harvey y yo.

—Sí —le siguió Fernand con voz de recién despertado —¿Quién ganó?

—Él —contesté con desgano.

—¡Mentira! —exclamó George, alargando la palabra y abriendo más los ojos.

—¿Puedo abrir la ventana? —le pregunté a Harvey.

Este se encogió de hombros.

Pasé al lado de George y Fernand y me fui hasta la ventana sin mirarlos siquiera.

—Dale un golpe fuerte al pestillo, de lo contrario no abre —dijo Harvey.

Di el aconsejado golpe y, asegurándome de no dejar caer la pizarra, subí la ventana con un movimiento firme. Un aire fresco y agradable me rozó la cara.

La tarde caía de prisa sobre el patio de la residencia. Algunos de los faroles ya comenzaban a encenderse. Varios estudiantes se paseaban mientras otros yacían sentados en los banquillos con mesas que se encontraban regados por todo el patio.

Mirando a lo lejos comencé a pensar en lo que había pasado. Harvey no solo sabía jugar ajedrez, sino que había destronado al campeón nacional juvenil en tan solo trece jugadas, y en cosa de un minuto…

El reloj de Harvey soltó un pitido. Miré mi reloj y descubrí que faltaban dos minutos para las seis de la tarde. «Si bemol», pensé. Según Harvey, mi reloj producía esa nota cada hora, y ya no había la más mínima duda en mi mente de que fuera así. Y de pronto me encontré pensando en el trozo de papel que yacía sobre mi escritorio. ¿Y si en realidad Harvey tenía algún conocimiento que le permitiera volverse rico? Pero entonces, ¿qué hacía perdiendo el tiempo estudiando Ingeniería en vez de estar trabajando para hacerse de dinero? No, no había forma, no podía haberla…

Una especie de chasquido me devolvió a la realidad. Me viré y me encontré con George, que me miraba incrédulo, chasqueando la lengua contra el paladar.

—¿En verdad te ganó? —preguntó, señalando hacia atrás, donde Harvey se paseaba en silencio.

—Sí —contesté secamente.

—Pero… pero —comenzó Fernand—, tú sabes jugar ajedrez, ¿verdad? Digo que… tú ganaste en la preparatoria.

—Sí —dije, sintiendo un calentón recorriéndome por todo el cuerpo—, pero él ganó.

Harvey pasó junto a George y Fernand y estrujó la colilla sobre su escritorio. Estaba serio, con la cara de quien se concentra al estudiar para un examen de último minuto.

—¿Ya has decidido qué quieres de mí? —preguntó, volteándose para mirarme.

Nuevamente sus ojos volvían a surtir aquel desagradable efecto sobre mí. Por suerte ya no parecía movido por esa euforia que lo hacía adoptar el semblante de un criminal peligroso.

—¿Por qué quieres que te ayude con las clases? —pregunté, como una forma indirecta de aceptar mi derrota.

—¿Con esa mente que tienes y no lo coges? —preguntó, yendo a sentarse en su cama.

—La verdad es que no.

—David, durante estos próximos cinco meses tengo la residencia asegurada. Pero si llego a fracasar este semestre, me sacarán de aquí. Y sinceramente —añadió con una mueca—, no tengo intenciones de abandonar esta vivienda por el momento.

—¿Pero qué dices, hombre? —le interrumpió George—. No vas a fracasar ningún semestre. ¿No acabas de ganarle a David? —terminó, como si aquello le confirmara que Harvey era una especie de ser inmortal.

Harvey sonrió con algo de satisfacción.

—El punto es que quiero aprovechar el tiempo que tengo aquí para hacer cosas más trascendentales, por decirlo de alguna forma. No quiero desperdiciarlo en las porquerías de la universidad…

—¿Aprovechar para hacer qué? —pregunté.

—Mis cosas —dijo. Y alcancé a notar que dirigía momentáneamente los ojos hacia mi lado del cuarto.

Afuera la luz se hacía cada vez más opaca conforme la tarde llegaba a su fin. Fernand seguía quieto y callado, al lado de George, que volvía a mecer sus brazos de atrás hacia al frente.

—Asumiendo que accedo a hacer un trato contigo… —comencé con cierta lentitud—, ¿en qué precisamente consistiría mi parte?

—En hacer mis trabajos y proyectos. Si por mí fuera, te pediría que también hicieras mis exámenes, pero eso me parece imposible.

—Así que… —comencé con mucho cuidado—. Asistes a tus clases y tomas tus exámenes, y yo simplemente me encargo de hacerte los trabajos para entregar o cualquier asignación que te manden.

—Básicamente —dijo, rebuscando algo en su bolsillo. Sacó un cigarrillo, se lo llevó a la boca y lo encendió—. Pero debes garantizarme un promedio mínimo de tres puntos en todo lo que hagas.

—La apuesta era que yo no iría a quejarme porque habías fumado en el cuarto, pero con este ya llevas tres —dije casi en un susurro.

—Uno más o uno menos no es de importancia. Lo que sí importa es que dejemos claro el trato que estamos intentando cerrar.

—Pero… yo no estoy… cerrando ningún trato —le corregí—. Solo quiero saber cuál es tu propuesta. Sí, solo eso.

—Pues ahí la tienes —dijo Harvey impaciente—. Me ayudas con las asignaciones y proyectos, garantizándome un mínimo de tres puntos de promedio. A cambio, yo te doy lo que quieras.

—¿Lo que yo quiera? —pregunté, cerrando un poco los ojos.

—Puedo ayudarte a mejorar en ajedrez… O puedo enseñarte a desarrollar tu oído, o enseñarte Italiano, Francés… Puedo ayudarte a ser atractivo para las mujeres, enseñarte a escribir novelas de ficción… No sé, cualquier cosa con tal de tener más tiempo para mí. —Se detuvo por unos segundos y luego añadió con una sonrisa burlona—: Si deseas, también podría pagarte unos veinte dólares a la semana, o conseguirte una computadora mejor que la que tienes.

Medité la propuesta mientras mis ojos se dirigían hacia George y Fernand, que me miraban apremiantes; casi podía advertirles una débil sonrisa detrás de sus pálidos rostros.

—El trato es fácil para ti; nunca tuviste problemas en la preparatoria —dijo George.

—Es cierto —le confirmó Harvey, para mi sorpresa—. Me atrevería a jurar que eres de los que no necesita ni una sola libreta de apuntes para poder sacar el mejor de los promedios.

¿Pero cómo…? Tal vez algo le había demostrado a Harvey que a mí se me daba fácil todas aquellas tonterías de clases que daban en la preparatoria, pero de ahí a acertar que ni siquiera llevaba libretas…

—Bueno, en eso tienen razón —dije, sintiendo un incómodo calor en las mejillas—, pero Cálculo parece difícil… Y Química —me apresuré a decir porque Harvey abría la boca para interrumpirme—, ni siquiera he tomado la primera clase, pero por lo que comentan otros estudiantes voy a tener bastantes problemas… Eso sin contar que tendría que hacer un esfuerzo doble si accedo a ayudarte —terminé, señalándolo tímidamente.

—Primero —comenzó Harvey—, el esfuerzo que tendrás que poner en mis clases será mucho menor del que tendrás que poner en las tuyas; recuerda que tienes que preocuparte solo por las asignaciones y los proyectos, nada de asistir a mis salones o estudiar para mis exámenes.

—Sí, pero…

—Y segundo —continuó—, mis clases son mucho más fáciles que las tuyas.

—¿Más fáciles? —dije con una sonrisa nerviosa—. Tomamos las mismas clases, exceptuando, claro, las electivas.

Harvey se limitó a sonreír y a negar efusivamente. Luego se puso de pie y le dio una profunda calada a su cigarrillo.

—Mi concentración es Psicología.

—Pero… —comencé. Y miré a Fernand y a George antes de volver la vista hacia Harvey y decirle—: ¡Pero tú vives en esta ala de la residencia!

—Hace dos años atrás mi concentración fue Ingeniería Eléctrica, sí —dijo—. Pero cuando hice el cambio a Psicología, logré convencer al decano para que me dejaran en el mismo cuarto. Vivir al lado de una puerta de salida por la que puedes entrar te da ciertas ventajas…

—Pero… pero… ¡Un momento! —dije de pronto—. Tú dijiste que eras de primero.

—Técnicamente sí.

“Técnicamente sí”, y un vago recuerdo despertó en mi mente.

—¿Sí o no? —pregunté perdido.

—Pues sí y no —contestó Harvey—. Tomo clases de primer año y en mi matrícula dice que estoy en primer año, pero solo porque me expulsaron de la universidad cuando fracasé mi primer semestre…

—¡¿Qué?! —preguntamos George y yo a la vez. Fernand se limitó a abrir un poco la boca.

—Utilicé ese semestre de universidad para poner ciertas ideas a prueba, para aprender y mejorar algunas cosas. Me distraje de las clases y terminaron sacándome de la universidad. Así fue como caí en probatoria durante el segundo semestre y el próximo año escolar. Pero ahora que la probatoria expiró, me permitieron regresar. Sin embargo, como mi promedio estaba por el piso, tuve que escoger otra cosa, y decidí cursar Psicología.

De forma que Harvey, el grandioso Harvey, había fracasado todo un semestre… Esto explicaba muchas cosas, incluido lo mucho que parecía conocer de la universidad: desde los precios de la cafetería y el nombre del recepcionista, hasta el truco de abrir la ventana y la puerta de salida…

—Así que ese Johnny del que me hablaste…

—Sí —me interrumpió Harvey—. Con él compartí este cuarto dos años atrás. Él había regresado a la universidad para tomar algunas clases de Ingeniería Química y nos… Nada de eso importa por ahora —añadió, llevándose el cigarrillo a la boca—. Lo que sí importa es que aceptes mi propuesta y que me digas qué quieres a cambio de tus esfuerzos.

Me quedé en silencio por varios segundos. En dos ocasiones miré a George y a Fernand, que me observaban expectantes. ¿Qué quería a cambio? ¿Quería algo a cambio? Harvey, aunque de una manera que me producía recelos y coraje, había demostrado que en realidad tenía cerebro… ¿Desarrollar mi oído? Poseer el Santo Grial de la música por un par de trabajos de Psicología sonaba más que justo… O aprender a ligar con las chicas. Sí. Mi mente viajó al salón de Inglés e imaginé a Sally riéndose de un fabuloso chiste que yo contaba… Sí, sí… Poder cambiar mi aburrida vida, aprender algo más que un simple juego de mesas para sabiondos. Aprender a perder el miedo… o aprender a ligar, o reconocer sonidos… Sí…, ya estaba decidido… Esta era mi oportunidad de tomar el segundo camino… De hacer cambios… Aunque ahora que lo pensaba…

—¡Bien! —dije de pronto—. A cambio quiero un diez por ciento de todo el dinero que hagas con ese papel —acabé, señalando hacia mi escritorio.


14


Al principio me quedé sorprendido por mi propia respuesta, pero no tanto como mostraba estarlo Harvey.

—¿Diez por ciento? —susurró, sentándose al borde de su cama.

—Sí —reafirmé.

Todo el cuarto quedó en silencio excepto por el sonido del acondicionador de aire y del que producía alguna que otra ráfaga de viento al colarse por la ventana. George y Fernand intercambiaron miradas de desconcierto el uno con el otro y luego lo hicieron conmigo.

—Esa es buena, David —señaló Harvey, asintiendo lentamente—. Diez por ciento, diez por ciento… Pero vale. ¡Trato hecho!

Entonces se puso de pie y me sonrió. Y por un siniestro segundo tuve la impresión de que yo no había podido salir bien parado en todo el asunto. Tal vez el trozo de papel fuera solo eso: un trozo insignificante de papel; o tal vez sí había secretos en él como para hacerte de dinero, pero Harvey podía estar pensando en alguna forma para no producir ni un solo centavo con él y así abstenerse de tener que pagarme mi parte…

—Has mostrado más inteligencia de la que te creía capaz —comentó con una sonrisa—. Tienes suerte de haber escogido eso, mucha suerte… Y mucha más de que yo aceptara.

Dicho esto, se tiró a la cama, sacó su libro del bulto y se puso a leer.

—¿Eso es Harry Potter? —preguntó Fernand, señalando el libro.

Y ahora que me fijaba con más detenimiento comprobé que Fernand tenía razón: el libro de portada azul oscuro que Harvey leía era, en efecto, de Harry Potter. ¡Harry Potter! ¿Qué le pasaba a este chico?

Harry Potter y la orden del fénix, para ser precisos —dijo Harvey sin darle mucha importancia.

—¿Orden del qué? —preguntó Fernand.

—Del fénix, el ave de la mitología que muere quemada y renace de sus propias cenizas.

—¡Oh, claro! Una vez yo…

George le puso una mano en el hombro a Fernand y se dirigió a Harvey con cierto nerviosismo:

—¿Cuándo quieres los primeros treinta dólares?

—Hagamos esto —dijo Harvey, dejando el libro a un lado y sentándose al borde de la cama—. El jueves por la noche me darán el dinero y la computadora, luego saldremos a la ciudad para que tomen su primera clase. Digo —se interrumpió de pronto—, si es que no me equivoco al suponer que lo que quieren de mí es que les ayude a acostarse con una chica.

Los dos asintieron, intercambiando miradas y sonrisas entre sí.

—¿Pero no íbamos a salir el jueves? —me quejé con Fernand, que era el único que me había mirado.

—No me digan —dijo Harvey sonriendo—. Déjenme adivinar… pensaban ir al cine, al museo o a un aburrido restaurante.

—Sí… bueno, pero… —comencé.

—Olvídense de eso —dijo levantando una mano—. El jueves es el mejor día para salir a la ciudad. Si quieren dominar un poder que va más allá de todos sus sueños mojados, quedaremos el jueves aquí a las siete de la noche, con dinero y computadora en mano.

Ambos asintieron; y sus positivas me sentaron como una traición. Ahora tendría que quedarme la tarde del jueves en la residencia mientras ellos aprendían Sexualidad 101 con el profesor Harvey.

—Y puedes acompañarnos, David —añadió, como leyendo mis pensamientos—. Cuando te hagas de dinero, y a mi entender eso ocurrirá muy pronto, podrás pagarme los treinta dólares semanales de todo el tiempo que nos dure el curso.

¿Ir con Harvey a la ciudad? No señor, no si quería evitar que mi padre me asesinara…

—Ahora —dijo Harvey sonriendo ampliamente—, si no hay ninguna otra cosa que se deba decir, les pediré que se marchen —dijo, haciéndoles una seña a los otros dos—, ya está bueno por hoy.

Harvey estaba echando del cuarto a mis dos compañeros, ¡como si tuviera el derecho! Pero ni Fernand ni George parecieron molestos, ni siquiera sorprendidos. Incluso se miraron, se sonrieron y se despidieron de Harvey estrechándole la mano con entusiasmo.

—Hasta el jueves —dijo George sonriendo.

—Sí, sí —dijo Harvey monótonamente, retomando la lectura de su libro.

Fernand y George pasaron por mi lado, se despidieron con un simple gesto y, sin dejarme hablar siquiera, salieron por la puerta, dejándome plantado allí, solo y de pie frente a Harvey.

Intentando hacer sentido de todo cuanto había ocurrido desde la llegada de mis dos compañeros, me fui directo a mi cama. Allí me acosté y me puse a mirar el techo.

—¿Podrías hacerme el favor de volver a tocar ese nocturno de Chopin? —me pidió Harvey a los pocos minutos.

—¿El qué?

—Anoche, antes de hacerte el dormido, estabas tocando el nocturno número dos de Chopin, ¿podrías volverlo a tocar?

Busqué algún asomo de broma en su rostro, pero no hallé ninguno.

—¿Hablas en serio?

—Claro.

Con las manos un tanto temblorosas, me doblé hasta alcanzar el ukelele. Me enderecé y me lo llevé contra el pecho. Cuando posé mis dedos sobre las cuerdas, advertí que me sudaban las manos. Esa sensación era la misma que debía experimentarse estando frente a un inmenso auditorio, solo que yo estaba en mi cuarto a punto de complacer a una sola persona.

Comencé la pieza con cierta lentitud, pero poco a poco me fui olvidando de que Harvey escuchaba y me centré totalmente en el romántico nocturno. Ta raan, ta, ta taa, tan. Tarín… pariraritilitín, tara tan, tin tan…

Y como si el tiempo se hubiese adelantado, muy pronto me encontré finalizando la pieza de casi cuatro minutos de duración. Harvey estaba sentado al borde de su cama, con los ojos cerrados, moviendo su cabeza lentamente de un lado a otro, siguiendo el ritmo de la canción que ya había dejado de sonar.

—¿No tienes una cejuela contigo?

—¿Para qué? —pregunté, sorprendido de que Harvey conociera semejante herramienta.

—Para que te la metas por el culo no será —se burló, y el exceso de confianza me sentó terrible—. Deberías subirle un tono a la canción, como debe ser —añadió al ver que no me reía.

—Querrás decir medio tono, toqué la pieza en Re.

—Sí, pero no te olvides que tu instrumento está medio tono más bajo.

—¡Ah!, es verdad… Pero no. No tengo.

—Es una pena —dijo, y se recostó en la cama—. Lo que hace que esa pieza sea tan especial es el Mi bemol. Una escala tranquila, por así decirlo.

—¿Tranquila?

—¿De verdad no percibes la diferencia? —preguntó ceñudo.

—¿Diferencia de qué?

—Pues de las notas. Mira, toca un Fa sostenido —me ordenó, y volvió a posicionarse al borde de la cama.

Llevé un dedo al segundo traste de la segunda cuerda y la pinché.

—No, no. Súmale un traste. No olvides que…

—… está medio tono más abajo —recordé.

—Aunque mejor toca uno más grave. Toca la cuarta cuerda al aire.

Ya estaba a punto de objetar que la cuarta cuerda al aire era un Sol cuando volví a recordar que estaba desafinada. Toqué la cuerda y la dejé vibrar hasta que se detuvo sola.

—Ahora toca un Mi bemol… ¡Quinta cuerda segundo traste! —añadió con cierta frustración al ver que me tomaba mi tiempo para buscar la nota y luego compensar la afinación del medio tono.

El próximo sonido hizo eco por todo el cuarto.

—Ahora bien —dijo, levantando levemente las cejas—, ¿alguna diferencia?

—Bueno… —comencé con cierta inseguridad—, una es más grave que la otra…

—Venga, hasta un sordo sabe eso. Me refiero a que si percibes alguna otra diferencia.

Volví a sonar una nota detrás de la otra, escuchando con más atención.

—Nada.

—Eso es una tercera menor —comentó distraído.

—Lo sé.

—Ya, pero solo porque conoces el nombre de las dos notas. Si yo tocara una tercera menor, de seguro no podrías reconocerla con solo escucharla.

—Sí, bueno…

—No importa. Intenta escuchar alguna diferencia entre las dos. Vuelve a tocarlas, por separadas y a la vez, pero no te concentres mucho en el sonido. Al contrario, relájate y escucha con suavidad.

Lo intenté. Comencé a tocar Mi bemol y luego Fa sostenido. Repetí el proceso varias veces, a diferentes tiempos y volúmenes. Luego toqué ambas a la vez y luego una a una, nuevamente…

—¡Espera! —dije de pronto—. El Fa sostenido suena diferente, es como que más vibrante…

Harvey sonrió, y por primera vez no fue una sonrisa de quien se lo sabe todo, o una mueca malvada.

—Estridente, diría yo. Incluso, añadiría que el Fa sostenido siempre me suena como desafinado.

—¿Desafinado?

—Es difícil comunicar estas percepciones, como intentar describirle los colores a un ciego.

Volví a tocar las cuerdas, pero ya no escuchaba la diferencia. El Fa sostenido volvía a sonar igual de simple que el Mi bemol.

—Ya no lo escucho —me quejé.

—Sí que lo escuchas, pero no lo identificas. Tu oído tiene que desaprender primero para darse cuenta de tales sutilezas. Fíjate ahora, el nocturno de Chopin se escucha elegante en Mi bemol porque es una escala pasiva, suave, triste, sencilla, no sé. Pero si la tocaras en Fa sostenido, verías como la pieza pierde su encanto y de pronto se siente activa, estridente, malintencionada…

—De verdad noté una diferencia entre las dos.

—Yo percibo diferencias entre cada una de las notas musicales, incluso entre los sonidos entremedio de las notas. Por ejemplo, yo prefiero escuchar la música cuando está un poco bemolada, claro, sin llegar al medio tono anterior. Solo un poco más abajo del cuatro cuarenta. El sonido es más atrevido, interesante…

—¿Pero cómo puedes saber algo así?

—Pues escuchando —contestó con cierta impaciencia—. Tienes que practicar bastante hasta que puedas percibir que cada una de las notas es tan diferente de las demás como lo son los colores. Tú jamás confundirías un negro con un rojo. Así mismo yo jamás confundiría un Sol con un Re sostenido. Son muy distintos.

La emoción que sentí al percibir una leve diferencia entre las dos notas se desvaneció con rapidez. De ahí a que pudiera reconocer todas las notas, los intervalos y los acordes, me llevaría probablemente años…

—¿Cuánto te tomó?

—¿Aprender? Como tres meses —dijo sin darle importancia.

—¿Tres meses?

—Y lo hubiese conseguido antes de haber practicado más y mejor.

—¿Lo dices en serio?

—Totalmente.

Harvey se puso de pie y encendió su lámpara. La noche no había caído de forma absoluta, pero ya había bastante oscuridad en el cuarto. Cogió un pequeño llavero del escritorio, se dio la vuelta y salió en dirección a la puerta.

—¿A dónde vas?

—Tengo una cita con Ana, ¿recuerdas?

—¡Ah, sí!

Cuando Harvey llegó a la puerta recordé algo:

—¿Y es tu novia?

—Para nada —dijo divertido.

—¿Y es cierto que la conociste ayer?

—En verdad la conocí hoy. Psicología me toca los martes y jueves.

—¡Y ya te estabas besando con ella!

—David —comenzó, dándole vuelta a la cerradura—, mira a ver si te consigues a alguien que te ayude con las clases, así tal vez tengas algo de tiempo libre que puedas aprovechar en mejores cosas.

Abrió la puerta, pero no salió, sino que volvió a mirarme.

—Y deberías lavar esa ropa cuanto antes, o botarla —añadió, señalando la bolsa plástica que contenía el lío de ropa—. No querrás que otros piensen que te cagaste encima… o mucho peor, que te arrastraste por debajo de la puerta del quinto retrete para encontrar un tesoro.

Harvey sonrió, cruzó el umbral y cerró la puerta.


15


Entonces ya no hubo ningún asomo de duda en mi mente. Ahora que lo pensaba, el dibujo a letras del ferrocarril del baño se leía sin problemas mirándolo desde el espejo, lo que quería decir que había sido escrito de derecha a izquierda… ¡Harvey había sido el autor del condenado chiste! “En este cuarto somos muchos Sherlock Holmes”, lo imaginé decir, y un coraje mezclado con frustración afloró en mi interior… Pero al menos mi deseo se había vuelto realidad: el autor del chiste había tenido que repetir un semestre. “Touché”, respondió él en mi cerebro, y yo sonreí.

Era un tipo brillante, no había dudas, pero sus formas tan creídas me provocaban recelo. Aunque tal vez no fuera lo creído suyo, sino que yo fuera muy tímido e inocente. Al menos estaba seguro de que aquel semestre sería muy interesante, eso sí.

Harvey no llegó en toda la noche. Como a las nueve y media decidí prender mi lámpara para que ayudara a la de Harvey en el intento de alumbrar el cuarto; de nada valía encender la bombilla principal del cuarto cuando solo faltaban minutos para que se apagara.

Después de las diez fui un momento al baño, y me agradó descubrir que las luces en el interior no se apagaban como las de las habitaciones y las de los pasillos, ni que tampoco se transformaban en enfermizas lumbres verdosas. Pasé junto al dibujo del ferrocarril y no pude evitar una sonrisa. Me lavé la boca, utilicé el urinal y, antes de salir al pasillo, me detuve por un momento. Había notado un pequeño mensaje debajo del dibujo a letras del ferrocarril. Estaba igualmente escrito, al revés, y con letras muy pequeñas, aunque no se me hizo difícil comprender que era una especie de firma:


Harvey, 11-2010


Y dejando correr un poco más la vista hacia abajo, descubrí un diminuto mensaje que rezaba:


Pared izquierda, segunda ducha.


¿Cuántas más búsquedas del tesoro habrían en el baño? Y pensando en todos los ilusos que, como yo, habían emprendido emocionados la búsqueda, salí al pasillo y me fui directo a mi habitación.

Cuando llegué, tomé el lío de ropa sucia y bajé a botarlo. De vuelta en la habitación, me pasé las horas entre leyendo, tocando el ukelele y mirando por la ventana, la cual no pude cerrar a pesar de intentarlo varias veces; Harvey había olvidado darme las instrucciones de cómo hacerlo.

Me tiré a la cama, y cuando estaba convencido de haber permanecido acostado por un par de minutos, descubrí que el sol se colaba en la habitación. Faltaban diez para las seis. Desactivé el reloj antes de que empezara a gritar como loco y lo coloqué sobre el escritorio: allí era más práctico que dentro de una caja.

El resto de la mañana fue muy similar a la del lunes. Las únicas diferencias fueron mi desayuno (que esta vez consistió de dos Pop-Tarts de fresa) y que por fin tuve mi primera clase de Química.

No me había equivocado en mis predicciones. El profesor Avilés nos aseguró que las matemáticas serían tan importantes en su clase como en la de Cálculo. Comenzó con repasar los átomos, la tabla periódica y a explicar sobre iones y electromagnetismo… La clase logró hacer que me diera sueño, pero como por suerte no duraba tanto como su laboratorio, la campana sonó a las nueve, antes de que llegara a ponerme a roncar.

Cuando salí fui a la librería y, utilizando el dinero que mi padre me había provisto para ello, me abastecí de todos los libros que pedían en mis prontuarios.

Más tarde, en la clase de Cálculo, empezaron a introducir las derivadas, y en Teoría de la Música me quedé rezagado a propósito cuando todos los estudiantes se fueron.

—Profesor —le dije, acercándome a su escritorio cuando metía varios documentos en su maletín—. ¿Usted puede reconocer las notas con solo escucharlas?

—¿Te refieres a que si poseo Tono Perfecto? —preguntó, echándome una mirada curiosa.

—Sí.

—Lamentablemente no nací con esa habilidad.

—¿Pero no es algo que se pueda aprender? —pregunté, intentando contener una sonrisa.

—Hay cosas que no se aprenden, muchacho. Y esa, por triste que sea, es una de ellas.



El resto de la tarde transcurrió de prisa. Sin percatarme conscientemente de ello ya había llegado la noche. Harvey había entrado varias veces al cuarto, pero en ninguna se distrajo demasiado, exceptuando, si acaso, los varios minutos que le costó cerrar la ventana en su segunda visita: había que darle varios golpes hacia abajo mientras la empujabas con el hombro por su lado derecho.

La mañana del jueves también llegó con pocas diferencias a la del martes. La más notable fue durante la clase de Inglés, al ver a Sally. Casi me tropiezo cuando entré al salón, y cuando me dio su libreta para que corroborara si había escrito bien lo que el profesor nos había dictado, por poco le arranco varias de sus pulseras por el tirón que le di. Coordinar mi cuerpo frente a Sally era una habilidad que tenía que comenzar a dominar. El profesor nos dejó marchar algo más temprano y me despedí de Sally diciéndole algo muy parecido a “nos martes el vemos”.

A las cinco y media de la tarde decidí ir a darme un baño. Después de regresar, me tiré en la cama, justo cuando Harvey entraba al cuarto. Apenas intercambiamos palabras y volvió a salir.

Al rato regresó bañado, vistiendo unos vaqueros largos y una chaqueta que se puso sobre una camisa polo de vestir. No se parecía al mismo de siempre: al de zapatillas y pantalones cortos. Acabó de meter la ropa usada en el saco de tela, lo amarró al borde de su cama y se sentó en la silla de su escritorio.

—Eso es un buen “llamatención”.

—¿Un qué?

—Ese sombrero —dijo, señalando debajo de mi cama —¿Me lo prestarías?

—Si lo quieres…

Metí la mano debajo de la cama, tanteé con el brazo, esquivando el ukelele, y alcancé el sombrero.

—¿De verdad piensas ponerte esto?

—No, me lo pienso comer.

Le alcancé el sombrero. Harvey se lo puso, y la impresión general fue que no se veía tan ridículo con él como había esperado, aun cuando el color verde resaltara tanto al contrastar con el opaco de su ropa.

A eso de las seis y cuarto tocaron a la puerta. Harvey fue quien abrió, dejando al descubierto los rostros nerviosos de George y Fernand bajo el marco, este último cargando un paquete bastante grande envuelto en una funda plástica. Harvey se hizo a un lado para que entraran. Ambos estaban vestidos muy similar a la última vez.

Harvey volvió a su silla y extendió sus manos hacia Fernand para recibir el paquete que este le entregaba. Lo tomó con delicadeza y lo puso sobre su escritorio. Cuando retiraba la funda plástica, pude advertirle un brillo momentáneo en los ojos.

Harvey se giró hacia Fernand.

—¿Nueva? —preguntó por lo bajo.

—Sí —dijo sin darle importancia—. Dos días no son suficientes para conseguir una usada y en buen estado. George puso gran parte del dinero. La compramos ayer.

Harvey volvió a mirar la impecable caja de color blanco. Con sumo cuidado comenzó a romper el finísimo envoltorio de plástico que la cubría. Después despegó la tapa, dejando a la vista una computadora portátil de color plateado mate sobre una superficie de plástico negro. La computadora era lisa, brillante; y Harvey parecía que contemplaba un lingote de oro.

Extrajo la computadora y un cable blanco, y puso ambos sobre el escritorio con demasiada lentitud. Enchufó el cargador en la pared detrás del escritorio y conectó el otro extremo a la computadora.

Sin desearlo, mis ojos se fueron sobre mi escritorio, donde posaba mi Acer. Al hacerlo tuve que controlarme para no cogerla y arrojarla por la ventana; al lado de la de Harvey, mi computadora parecía una especie de dinosaurio, arrugado, viejo y enfermo.

Harvey se puso de pie, juntó sus dos manos y le hizo una notable reverencia a Fernand. Luego la repitió hacia George.

—Les prometo el mejor curso para ligar de sus vidas.

George metió la mano en un bolsillo y extrajo un fajo de billetes que le extendió a Harvey.

—No. Esta semana ya me has pagado al poner dinero para la computadora.

—¡Qué va! Cógelos.

—No —dijo Harvey, negando efusivamente.

—Tómalos —volvió a insistir George.

—Entonces los tomo como el pago de esta semana de David, ¿de acuerdo?

—Son tuyos, como quieras —le contestó George de buena gana.

—Pues bien —dijo Harvey, tomando el dinero y posando la vista sobre mí—, ya tienes salda esta semana.

Paga o no, me debía quedar en mi cuarto, alejado de la ciudad y de Harvey.

Fernand y George se veían expectantes, incluso seguros, listos para salir a aprender. Harvey miraba de vez en cuando su computadora, y no podía evitar una sonrisa. Yo me mantuve sentado al borde de mi cama, mirando el suelo.

—Bien —dijo Harvey—, escúchenme con atención. —Y el cuarto quedó consumido por un silencio más propio de un velorio. Harvey se sentó al borde de su cama y prosiguió con un tono misterioso—: Hay ciertas materias que no pueden ser enseñadas, solo aprendidas: la escritura creativa, reconocer las notas, jugar ajedrez e incluso ligar con chicas. Yo solo puedo limitarme a mostrarles ciertos atajos, principios y consejos y guiarlos de cuando en cuando en la dirección correcta, pero lo demás depende de ustedes, del esfuerzo y de la pasión que le dediquen a aprender.

Todos mirábamos a Harvey como hipnotizados. Sus palabras no parecían las suyas y hablaba en un tono mucho más grueso del habitual.

—Iremos a la ciudad en cualquier momento —continuó—. Y solo les voy a pedir una cosa, una sola condición, por decirlo así. Nada de lo que yo pueda mostrarles surtirá efectos si ustedes se limitan a contradecirme o se cruzan de brazos y no hacen cuanto les digo. Dentro de un par de minutos tendrán más que pruebas de que mi método no solo funciona, sino que es fácil de aprender.

Los otros dos asintieron.

—Ahora —continuó, observando a George—, aun cuando logres acostarte con una chica en esta misma tarde, voy a requerir un pago mínimo por ocho semanas, que es la duración aproximada de mi intervención. Eso nos dará a una suma de doscientos cuarenta dólares en el transcurso de los próximos dos meses.

George asintió en silencio.

—David —dijo, mirándome con sus ojos penetrantes—. ¿Te quedas aquí sintiendo pena por ti mismo o vienes a cambiar tu aburrida vida?

Cerré los ojos y negué. Por más curiosidad que sintiera no debía ir. Simplemente no debía. La imagen de mi padre, la costumbre y los miedos me ordenaron rotundamente que me quedara. Pero también alcancé a escuchar a esa frágil parte de mí que…

—El fénix debe morir si quiere renacer —añadió Harvey con esa increíble habilidad suya.

Así que el camino volvía a bifurcarse, y yo debía tomar una decisión… Hacerle caso a Harvey era defraudar a mi padre. Lo contrario era defraudar a esa parte de mí que aún no nacía… ¿Mi padre o Harvey? ¿Ingeniería o música? ¿Tímido o atrevido?

—Vale —dije con la boca seca.

—¡Pues bien! —dijo Harvey, golpeándose los muslos con las palmas de las manos—. Como dijo ayer mi dermatólogo: “vayamos al grano”.


16


A los pocos minutos, los cuatro andábamos por la parte exterior del patio de la residencia, dirigiéndonos a los portones principales de la universidad.

Harvey caminaba con pasos largos, lo que hacía que tuviéramos que acelerar un poco los pies. George daba más brincos al caminar que de costumbre, Fernand iba más cabizbajo que en cualquiera otra ocasión y yo me preguntaba qué demonios hacía yo en medio de aquella procesión que salía de la universidad precisamente a tomar una clase, por paradójico que sonara.

Harvey movía bastante sus manos al caminar, y a distintos momentos se me antojaba que era otra persona y no el compañero de cuarto que me había tocado. Harvey, que si se quedaba callado nunca llamaría la atención dentro de, por ejemplo, un salón lleno de otros jóvenes, iba ahora radiante, dirigiendo la pequeña comitiva. Las pocas veces que alcancé a permanecer a su lado mientras caminábamos, lo vi mostrar una especie de sonrisa distante, como si se acordara un viejo chiste no tan bueno.

Tal vez era la ropa que llevaba, o que la noticia de su nueva computadora le hubiese dado nuevos aires, o incluso el posible contraste que creaba al estar rodeado de semejante compañía, pero hubiese jurado que Harvey resaltaba de nosotros tres como una bolita colorida dentro de un recipiente blanco… aunque tal vez el sombrero tuviera algo que ver.

Caminaba mirando hacia el frente y en ningún momento se dirigió a nosotros. De vez en cuando, Fernand y George intentaban hacer contacto visual entre ellos o conmigo, pero pronto tenían que volver a aligerar el paso para no quedarse rezagados. Incluso Fernand, que tenía las piernas más largas que los demás, era incapaz de mantener de forma natural el ritmo que marcaban los pasos de Harvey.

Cuando llegamos al portón principal de la universidad, Harvey saludó con un gesto al guardia de seguridad que se encontraba escondido detrás de una caseta. Cruzamos el portón y, al instante seguido, las manos me comenzaron a sudar.

Era como penetrar en otro mundo, uno muchísimo más iluminado, concurrido, ruidoso y en extremo mucho más excitante. La calle principal que cruzaba nuestra dirección iba repleta de autos, peatones y ciclistas. A lo lejos se dibujaban los altos edificios de la ciudad y las calles contiguas repletas de establecimientos. Todo era luces y bocinas.

Harvey trepó la acera de la calle y siguió con pasos rápidos hacia la izquierda.

Mi mente era una amalgama de pensamientos, pero todos confusos, como si estuvieran tirados en un espacio neblinoso y oscuro, todos dando vuelta sin rumbo alguno. Pensaba en qué diría mi padre si me viese andando por aquella carretera. Incluso me cruzó por la mente la inquietante aunque improbable posibilidad de que uno de aquellos autos fuera el suyo. También, y por alguna extraña razón, lograba distinguir a Sally entré toda la espesa neblina que arropaba mis pensamientos… Y allí andaba metido yo, con dos viejos amigos de la preparatoria y con un nuevo chico al que todavía no acababa de descifrar, yendo a ligar a la ciudad… Yo, el más tonto y tímido de entre los chicos.

Harvey siguió sin advertir nuestra presencia. Nos hizo doblar dos esquinas más y lo seguimos por una calle menos amplia que la principal pero también mucho más alumbrada y concurrida de peatones. Casi todos los que andaban a nuestro alrededor eran jóvenes, probablemente estudiantes disfrutando de su primera semana de universidad.

Harvey se detuvo junto a la puerta del establecimiento que estaba justo en la esquina de la calle, nos miró, sonrió y entró. Fernand, George y yo intercambiamos algunas miradas tímidas y entramos detrás de él.

Era un lugar enorme, tanto así que me descubrí pensando cómo podía caber tanto espacio en semejante esquina de un edificio. Cientos de luces brillaban al compás de la música hip hop que sonaba estridente y poderosa, como si proviniese de las mismas paredes y no de las cuatro bocinas al fondo. A la izquierda, ocupando todo el largo de la pared, una gigantesca barra llena de asientos no daba espacio para más; decenas de clientes hacían gestos con las manos y gritaban sin parar en un intento de captar la atención de cualquiera de los muchachos que atendían en la barra. El centro del lugar era una pista de baile, llena a rebosar de jóvenes moviéndose al ritmo de la música. Al lado derecho se veía un entarimado con varias mesas con sillas apiñadas con descuido; hacia allí nos dirigió Harvey.

Si esa noche me hubiesen pedido que nombrara los tres lugares donde menos me apetecía estar, aquel hubiese estado en la lista, encima del laboratorio de Química y debajo del infierno.

Tropezando en varias ocasiones, nos abrimos paso entre el bullicio y acabamos ocupando la única mesa vacía.

—Bien —comenzó Harvey, inclinándose hacia nosotros y alzando la voz por encima del alboroto—. ¿Qué hacemos aquí?

—Pues vamos a ligar —contestó George en un tono de excitación.

—Venga, me refiero a qué hacemos en este lugar —dijo Harvey, señalando su alrededor—. ¿Por qué de todos los lugares acabé aquí?

—Porque es más fácil ligar en un lugar repleto de mujeres como este —me aventuré.

—Lo exactamente opuesto es lo correcto. Los he traído aquí precisamente porque es el lugar más difícil para conseguir que una chica se fije en uno. Si logran dominar estos ambientes, todos los demás serán sencillos… También conozco al propietario, que siempre me da descuentos —añadió más para sí, sonriendo.

—Pero aquí hay más mujeres juntas que en cualquier otro lado —observé—. Debería ser más fácil ligar con…

—Síganme —dijo Harvey, levantándose de la silla y haciéndonos un ademán con la mano.

Lo seguimos hasta el fondo del establecimiento, donde abrió una puerta de cristal oscuro que dejó abierta para que pasáramos.

Entramos y me encontré observando un espacio algo más reducido que el anterior, pero no por ello menos impresionante. Toda el área estaba atestada de mesas de billar y de jóvenes que se paseaban por sus alrededores con sus respectivos tacos en mano. Una música más amena y agradablemente más baja acompañaba el sonido que producían las bolas de billar al chocar. A un lado, una barra más reducida que la del salón principal se encargaba de los actuales clientes, unos mucho más tranquilos que los que habíamos dejado atrás.

Harvey nos llevó hasta una pequeña mesa al fondo y esperó a que todos nos sentáramos para continuar:

—Allá dentro —dijo, señalando la puerta que habíamos atravesado—, casi ni se puede hablar. ¿Cómo se supone que vayan a ligar con una chica si tienen que estar gritándole al oído para hacerse escuchar?

Bueno, algo obvio, ahora que lo pensaba…

—Ahora mismo —prosiguió Harvey—, podría llenarles las mentes de teorías aburridas y miles de tonterías más, pero nada de esto tendrá el efecto que quiero provocarles. Así que obsérvenme con atención y luego hablaremos.

Y sin darnos tiempo a comprender sus intenciones, se levantó y puso ambas manos sobre la mesa.

—Quiero que entre los tres decidan cuál es la chica más atractiva de este salón.

Los tres nos miramos. Fernand tragó saliva, George produjo un silbido agudo y yo me limité a mirar por los alrededores.

En ese mismo momento una chica se disponía a lanzar su turno de billar. Llevaba una falda negra corta y elegante, una blusa negra a juego y un pelo más oscuro que su vestimenta, pero de ahí en adelante todo era deslumbrantemente blanco. Toda su piel contrastaba con su indumentaria, haciéndola resaltar ante mis ojos de todas las demás.

Harvey siguió mi mirada y luego se a fijó en mí.

—Un hermoso ejemplar número nueve —comentó asintiendo—. Tienes buenos gustos, David. ¿Qué les parece a ustedes? —añadió, dirigiéndose a los otros dos.

Ambos se volvieron para observar a la chica que Harvey les señalaba. Fernand asintió y George comentó algo indescifrable. Esto pareció bastarle a Harvey.

—¡A por ello! —comentó, y se marchó de nuestro lado.

La chica, que había lanzado su tiro y fallado por muy poco, comenzó a rodear la mesa de billar a la espera de que su compañero de juego lanzara su turno.

Harvey se fue acercando a la mesa de billar. Al poco tiempo ya había llegado junto a la muchacha y le susurraba algo al oído.

Ella le lanzó una mueca desastrosa, pero, para mi sorpresa, Harvey no se inmutó. De hecho, formó una gran sonrisa y se inclinó un poco hacia ella para hablarle de nuevo. Esta vez la chica le contestó algo.

Su compañero de juego se detuvo en la esquina contraria donde estaban Harvey y la chica, y se abrazó a su taco de billar, sosteniéndolo paralelo a su cuerpo inmóvil. Solo sus ojos parecían vivos, y miraban intensamente a Harvey.

La muchacha volvió a poner la cara de quien huele algo realmente desagradable y le dio la espalda a Harvey para centrarse en el juego. Harvey se le acercó por detrás, le susurró algo y se dio la vuelta justo cuando ella volvía a dirigirle una mirada de odio. Harvey desanduvo sus pasos, llegó hasta nuestra mesa y se sentó en su silla.

—¿Qué se supone que ha sido eso? —pregunté.

—Un preludio, por decirlo de alguna forma.

—¿Pero qué le dijiste? —preguntó Fernand con cierta ansiedad.

—Eso lo discutiremos más adelante. Por ahora quiero que piensen en lo que me han visto hacer.

—¿Lo que te hemos visto hacer? —pregunté, conteniendo una risa burlona—. ¡Si te has salvado por un pelo de que te metieran un golpe con ese palo!

Harvey frunció un poco el ceño cuando me habló.

—¿Eso crees?

—Bueno, desde acá no pareció que las cosas fueran como esperabas.

Fernand y George asintieron conmigo. Harvey frunció más el entrecejo.

—¿Se puede saber de qué hablan? —preguntó.

—Tú más que nadie lo sabrás. Desde aquí pudimos verle la cara que te puso —contesté.

Harvey compuso una expresión de perdido, lo que me llevó a pensar que algo de allí no encajaba. O Harvey estaba de broma, o a mí y a mis dos otros compañeros se nos pasaba algo. Y mientras le daba la vuelta a esos pensamientos, me asombré al advertir que la chica se detenía justo al lado de nuestra mesa. Su mirada expedía llamas de odio.

—¿Qué te has creído? —le espetó a Harvey con labios temblorosos.

—¿Perdóname? —susurró Harvey.

—Ese con quién estaba es mi novio. ¿Cómo se te ocurre ir donde mí así sin más?

—Discúlpame, estos son Fernand, George y David —dijo, sin apartar la vista de ella y señalándonos con una mano, uno a uno—. Yo soy Harvey.

—Pues Harvey, entérate que eres la persona más imprudente que haya conocido.

—El placer es mío —contestó él con un asomo de sonrisa—. Y como yo lo veo es así de simple: o te quedas ahí plantada diciéndome lo extraordinario que soy, o te vas a buscar la forma de hacer que se largue ese tipo al que llamas novio para que te quedes con estos cuatro caballeros.


17


La expresión de la chica sugería que deseaba abofetear a Harvey. Yo quería esconderme debajo de la mesa, pero tener a Fernand y a George a mi lado me hacía sentir un tanto más valiente.

—¿Cómo te atreves? —preguntó en vez de golpearlo.

—A pesar de lo mucho que has hablado, todavía no mencionas tu nombre. Estos cuatro caballeros podríamos pensar que no tienes modales.

La chica volvió a hacer la mueca (aquella que adoptaría si acabara de oler el contenido del retrete tapado de la residencia), pero no acabó por irse.

—David —me dijo Harvey—, ¿serías tan amable de traernos una ronda de bebidas? Para la chica sin nombre trae un vaso de agua, por favor.

¿Qué? ¿Una ronda de bebidas? Pero si Fernand, George y yo ni siquiera bebíamos. Ni que se dijera que iba a gastar mi poco dinero en seguirle la corriente. Pero con una habilidad asombrosa para leer mis pensamientos, Harvey añadió:

—Dile al que atiende que lo ponga a mi cuenta, él sabrá qué traer.

Me levanté y me dirigí hacia la barra. De camino escuché que la chica decía: “¿agua?”, pero fui incapaz de escuchar algo más.

En la barra le hice señas al muchacho que atendía. Aparentaba ser un poco mayor que yo, y llevaba una boina de color rojo intenso, de esas con rabillo en la parte superior, puesta sobre un pelo negro largo hasta los hombros.

—Dígame.

—Eh… Harvey pidió —comencé, echando una mirada hacia la mesa—, que nos sirvas una ronda de bebidas. ¡Ah…!, y un vaso de agua.

El muchacho sonrió y asintió.

—¿Qué quieren los demás? ¿Cerveza, tragos?

—Eh… cualquier cosa. Lo que sea.

—Vale —dijo, y se dispuso a rebuscar en los refrigeradores—. Puedes regresar. Yo me encargo de llevarlo.

—Bien… Gracias.

Me di la vuelta y me fui hasta la mesa. Todos estaban en la misma posición de hace un minuto: Fernand mirándose las manos, George sin apartar la vista de la chica, Harvey con cara de estar pasándola de maravilla y la chica de pie, con las manos cruzadas y sin dejar de asesinar a Harvey con la mirada.

—Vas a tener que perdonarme —lanzó Harvey de pronto—. Por un segundo pensé que serías otro tipo de chica, pero para que te quedes ahí plantada haciéndome subir la cara para verte, preferiría que te fueras con tu amigo…

—Novio —le corrigió la chica.

—Definitivamente me equivoqué contigo. Verás, una mentira a un desconocido es aceptable y comprensible, pero hacer hincapié en ella cuando ya nos hemos presentado y estás junto a nosotros por voluntad propia no me parece un gesto muy bonito. —Harvey dejó de mirarla y se fijó en el muchacho de la boina roja, que venía cargando una bandeja con cuatro botellas de cerveza y un vaso de agua. —Tómate lo tuyo y luego, por favor, déjanos solos —añadió, volviendo a mirar en la chica.

—Sí —dijo esta en un tono mucho más frío que antes—. Eso pienso hacer.

Todos, incluyendo al recién llegado, la miramos. Todos menos Harvey, que se limitó a coger una de las botellas. La abrió con un simple movimiento de mano y le dio un profundo y largo sorbo, tan comprometido a ello que se derramó parte del líquido por la camisa.

—¡Mmm! —exclamó para sí—. Fría.

En vez de coger su vaso, la chica pestañeó varias veces, negó, se volteó y se largó. Yo la seguí con la vista hasta que desapareció por la puerta del salón principal.

Harvey, a quien no parecía importarle que la chica se hubiese marchado, dejó su botella sobre la mesa y nos dijo:

—Quiero presentarles a Johnny, también conocido como Vorgan, químico, filósofo, músico, compositor, escritor y dueño de este agradable lugar, en fin, un cerebro andante. Y estos son —añadió, dirigiéndose ahora al chico de la boina roja—: Fernand, George y David —acabó, señalándonos uno a uno.

Johnny nos sonrió y nos estrechó la mano a todos.

—Así que tú eres el que duerme en mi antigua cama —me dijo antes de soltarme la mano.

—Eh… supongo —dije, frunciendo la frente, preguntándome qué le habría contado Harvey sobre mí.

—No dejes que este tipo se te meta en la cabeza —dijo sonriendo, poniendo una mano en el hombro de Harvey.

Harvey y él intercambiaron una sonrisa privada.

—Me gustaría consultarte sobre unos cambios que les hice a las ideas de literatura —le comentó Harvey.

—Cuando llegue Daisy me tomo un receso y vengo con ustedes.

Harvey asintió y Johnny se fue de regreso.

—¡Uff! —dejó escapar George.

—¿Qué pasó? —preguntó Harvey.

—Que ya casi tenías a la chica, pero se fue y ni siquiera te dijo su nombre.

—Sí, pero está bien —dijo Harvey—. Como dijo un autor anónimo: “me molestan las personas que no dan la cara”. —Y comenzó a reírse, pero al ver que ninguno de nosotros lo imitaba, ahogó la risa con un nuevo trago de cerveza—. ¡Ahhh! —exclamó de pronto, llevándose una mano a la frente—. Ya veo…

—¿Qué? —preguntó Fernand en un susurro.

—Ustedes creen que las cosas salieron mal.

—Bueno —dije—, la muchacha no se mostró muy amigable que se diga.

Harvey sonrió y tomó otro largo sorbo de su botella. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Luego se recostó sobre el espaldar de la silla, botando humo.

—Es algo tan obvio que se me ha pasado explicárselos —dijo divertido—. Las chicas irracionales no dicen lo que piensan, ni piensan lo que dicen.

—¿Perdón? —dijo George.

—A ustedes les falta la teoría, pero no se precipiten, dentro de poco comprenderán con más detalle a lo que me refiero. Y oye, ¿no piensan tomarse esas cervezas?

Los tres nos miramos y negamos con lentitud.

—No tomamos —confesó Fernand.

—¿Por qué no me sorprende? —comentó, y se bajó el resto de la suya.

—¿Pero qué pasó con la clase? —pregunté con ansiedad—. Pensé que nos demostrarías algo con esa chica.

Y entonces caí en la cuenta. Harvey no había logrado lo que quería, pero no estaba dispuesto a aceptarlo.

—Estoy enseñándoles —dijo con tranquilidad, y volvió a fumar—, pero si lo que quieren es la aburrida teoría, pues pongámonos a ello. —Tomó una de las tres cervezas restantes, la abrió y bebió—. Esa chica, que de seguro se llama Lidia, Cintia o Cecilia va a volver a esta mesa dentro de muy poco.

—¿Acaso la conoces? —preguntó George.

—¿Y dices que va a volver? —pregunté a un paso de una risita.

—No, no la conozco… Bueno, debí decir que no la he visto antes, porque ya creo saber muchas cosas de ella con el poco tiempo que compartimos. Pero, sí, diría que hay más de un noventa por ciento de probabilidades de que regrese.

Los otros tres nos miramos. Era difícil juzgar las expresiones de sus rostros. La mía debía mostrar incredulidad y algo de picardía.

—¿Otra apuesta entonces? —preguntó Harvey, observándonos con detenimiento—. Si me equivoco, les devuelvo la computadora y el dinero, pero si la chica regresa, ustedes se toman una cerveza conmigo.

Los tres volvimos a miramos; George negó primero, yo segundo; Fernand fue el último, que movió la cabeza como si la tuviera suelta. Y el silencio se hizo entre nosotros, lo que nos permitió escuchar mejor el sonido de los clientes y la nueva canción de country que había comenzado a sonar de fondo.

—Miren —comenzó Harvey, metiendo lo que le quedaba de su cigarrillo dentro de la botella vacía—, mientras más hermosa sea la chica y más irracional, mejores resultados tendrán con las estrategias que voy a enseñarles. Y es una pena, a decir verdad, pero así son las…

—¿Irracional? —pregunté.

—¡Oh, sí! Escuchen —comenzó, inclinándose hacia delante—. Hay un sinnúmero de personas que saben cómo seducir. Cientos, incluso miles. Verdaderos seductores profesionales. Pero les aseguro que muy pocos conocen las razones que se esconden debajo de la sutil ciencia y el arte exacto de la seducción. Digamos que muchos saben qué y cómo, pero no todos saben por qué.

—No entiendo —confesó Fernand en un susurro, y George asintió con él.

—¿Qué hace que una chica se sienta atraída por ti? —preguntó, antes de volver a encender un cigarrillo.

—¿El físico? ¿La forma de ser? —me aventuré.

—La verdad es que eso depende mucho de la chica, pero todo se fundamenta en dos principios esenciales: irracionalidad o racionalidad.

—No aclaraste nada —dije.

Harvey se removió en su asiento.

—Miren —dijo, señalando a su alrededor—. Observen a estas chicas; lo que hacen, cómo se hablan, cómo se mueven, cómo se tocan. La mayoría no está aquí para jugar una mesa de billar o tomarse una cerveza… Ellas buscando algo aquí que no conseguirán con la misma facilidad en otro lugar. Y es el trabajo de ustedes asegurarse de que no lo consigan, al menos no de la misma forma en que ellas lo esperan. El truco consiste en jugar con ellas, pero no con sus reglas del juego.

Si Harvey pretendía hacernos entender, no lo estaba logrando.

—Como ya les dije —volvió después de observarnos por varios segundos—, por ahora es mejor limitarnos a la práctica, luego entraremos en la teoría.

Y acabado de decirlo, abrió una de las dos botellas de cerveza restantes, tomó un largo sorbo y encendió un nuevo cigarrillo. Se recostó del espaldar de la silla y distrajo la mirada por los alrededores.

—¿Jugamos una mesa de billar? —le preguntó George a Fernand casi al instante.

Fernand se encogió de hombros.

—Pues vamos.

George y Fernand se levantaron, pero no llegaron a alejarse de la mesa. Cuando los observé, supe entonces qué había ocurrido: la chica de negro acababa de entrar al salón donde nos encontrábamos. Caminaba con paso decidido, cargando una sonrisa débil en los labios, lo que hacía que se viera más hermosa.

Bordeó varias mesas de billar y vino directo hacia nosotros. Fernand y George se sentaron sin dejar de mirar a la recién llegada, que se plantó justo al lado de Harvey.

—Acabo de encontrar la forma de que mi novio se… —pero se detuvo cuando Harvey levantó una ceja—. Mi amigo —corrigió, poniendo los ojos en blanco.

—Muy bien. Puedes sentarte —dijo Harvey, levantándose y señalándole la silla que había desocupado.

Harvey fue hasta la mesa de al lado y buscó otra silla. La acercó a nuestra mesa y se sentó, tomándose todo el tiempo del mundo en hacerlo.

Y de pronto allí estábamos todos. Fernand, George y yo totalmente inmóviles, hipnotizados, sin apartar la vista del bello rostro de la chica. Ella sentada con sus piernas cruzadas, algo tímida, pero por lo demás a gusto, y Harvey… bueno, Harvey radiante, seguro y tranquilo, como siempre.

—Hoy ando con mis compañeros, y por más tentadora que se ponga la noche no pienso ir a ningún lado sin ellos. ¿Lo comprendes?

La chica lo miró, ladeando un poco la cabeza. Luego nos echó una rápida mirada a cada uno de nosotros, quienes nos aseguramos por turnos de volver los ojos cuando los de ella se posaron sobre los nuestros.

Finalmente asintió.

—¡Perfecto! —exclamó Harvey, abriendo la última botella de cerveza—. Lo sepas o no, estás por pasar una de las mejores noches de tu vida.

La chica arqueó las cejas y le regaló una sonrisa nerviosa a Harvey.

—Si tú lo dices.


18


Mi primera impresión fue que algo allí no hacía sentido. Aunque era cierto que no sabía mucho de chicas, el comportamiento de la recién llegada me resultaba extraño. Mi segunda impresión, tal vez en interpretación de la primera, fue que tal vez todo se tratara de un truco orquestado de antemano. Harvey había tenido tiempo de sobra entre la invitación de esa noche y la noche en cuestión; ¿y si la chica que ahora estaba a su lado era una amiga suya, una que estaba actuando bajo sus órdenes? Pero entonces recordé que yo la había escogido a ella, y el recordatorio me dejó sin argumentos.

Fernand estaba pálido, observando a nuestra nueva compañera. George se mordía las uñas de los dedos, intercambiando miradas entre Harvey y su acompañante. Yo solo pensaba en lo que Harvey haría a continuación.

Harvey bajó de dos tragos el contenido de la última cerveza al tiempo que una canción entre balada y rock se mezclaba con el ruido de los clientes y el de las mesas de billar.

La chica, con sus piernas cruzadas, no mostraba rasgo alguno de sorpresa, aburrimiento o cualquier otra emoción.

Harvey terminó de darle una profunda calada a su cigarrillo y lo apagó, metiéndolo en una de las botellas vacías. Después se acomodó mejor en su silla hasta quedar de frente a nuestra acompañante.

—Presumo que agua no es lo tuyo. ¿Qué quieres? —le preguntó en un tono mucho más suyo.

—Una cerveza de esas está bien.

Harvey dirigió su atención hacia la barra, se llevó dos dedos a la boca y produjo un silbido que me obligó a dar un respingo. Luego abrió una mano e hizo una especie de floritura circular alrededor de la mesa.

En menos de un minuto Johnny ya venía con una bandeja similar a la anterior. La puso sobre la mesa y partió tan discreto como vino.

Harvey abrió una de las botellas de cervezas y se la dio a la chica. Después abrió otra y bebió. Finalmente volvió a encender un cigarrillo.

—Creo que ya podemos saber tu nombre, ¿no crees? —le dijo a la chica.

—Me llamo Cintia —dijo esta casi en susurros.

Harvey nos miró a nosotros tres de reojo. Y entonces volví a considerar la descartada posibilidad de que, en efecto, se conocieran de antemano.

—Un nombre que va contigo —comentó Harvey.

—¿Que va conmigo? —preguntó la chica medio divertida.

—Definitivamente. Aunque no necesariamente con el color de tu ropa.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso? —preguntó en una sonrisa.

Harvey se recostó sobre el espaldar del asiento, dio otra fumada y un nuevo sorbo de cerveza. Luego nos dio una rápida mirada a los tres antes de volver a centrarse en la chica.

—¿Por casualidad sabes qué es la sinestesia? —le preguntó.

Esta se lo pensó un poco y luego negó.

—En literatura, es una figura retórica, pero también tiene un significado psicológico. Digamos que la sinestesia es la facultad de tener los sentidos mezclados… Aunque ahora que lo pienso, no lo llamaría facultad; mi definición suena a la de alguien que está jodido.

Nadie se rió, salvo Harvey, que ahogó el sonido de su risa con otro trago de cerveza.

—¿Y acaso estás jodido? —le preguntó la chica, para mi asombro.

—Eso queda de ti juzgarlo —contestó Harvey sin inmutarse en lo más mínimo.

—Lo haré, pero primero tengo que entender qué es la sinestesia —dijo. Y ya se me antojaba a gusto, como si conociera a Harvey desde hace años.

Harvey sonrió antes de proseguir:

—¿Te imaginas poder ver un olor, palpar un sabor o escuchar un color…?

—Eso es imposible —observó Cintia.

—Técnicamente, pero no para una persona con sinestesia.

La chica se removió en su asiento, Fernand y George se reclinaron un poco más hacia la mesa, y yo me limité a mirar a intervalos iguales entre todos los presentes.

—Una persona con sinestesia —prosiguió Harvey— procesa la información que le dan sus sentidos de una forma distinta a la habitual. Básicamente, en la mente de quien la padece se crean conexiones sensoriales que unen lo que se percibe con elementos previamente percibidos pero que no guardan una relación aparente con los primeros; todo de forma automática, sin que existan conexiones lógicas entre lo percibido y lo asociado. —Y advirtiendo el desconcierto que comenzaba a aflorar en el rostro de Cintia, añadió—: Te voy a dar un ejemplo.

Harvey se llevó una mano al bolsillo trasero de su pantalón y de allí extrajo tres marcadores de colores, de esos que se usan para resaltar un texto interesante. Qué hacía Harvey cargando semejantes utensilios, era toda una novedad, aunque no me sorprendía para nada.

Harvey colocó los marcadores sobre la mesa, bebió de su cerveza ya a mitad y le dio una fumada al cigarrillo antes de apagarlo. Rebuscó sobre la superficie de la bandeja, que contenía tres cervezas intactas, y cogió una servilleta. Era como presenciar la preparación de un acto de magia barato.

Tomó el marcador color azul y con este escribió la palabra “Rojo” con trazos regulares al centro de la servilleta. Después tomó el marcador de color rojo y escribió la palabra “Verde” un tanto a la izquierda. Luego escribió la palabra “Azul” a la derecha de la servilleta utilizando el marcador de color verde.

Harvey observó la servilleta por unos segundos y luego asintió satisfecho.

—Bien —le dijo a Cintia—. Haz el esfuerzo de leer estas palabras mientras te las voy señalando, pero intenta hacerlo lo más rápido que puedas.

Cintia asintió.

—Vamos, léelas —dijo Harvey, y señaló la primera palabra.

—Azu… Rojo —se corrigió Cintia. Harvey señaló a la derecha de la servilleta—. Ve… azul. —A la izquierda—. Ro… perdón, verde. —Y otra vez—. Az… Rojo. Ver…, no, azul… —Cintia, que intentaba decir las palabras con rapidez y sin equivocarse, poco a poco comenzó a sonreír hasta que ya no pudo contener una carcajada y acabó levantando la vista de la servilleta—. ¡Esto es muy complejo! —se quejó entre risas.

Harvey también reía, de hecho, todos lo hacíamos.

—Ahora —continuó Harvey, mientras le daba vuelta a la servilleta y volvía a escribir las mismas tres palabras, pero esta vez en sus colores correspondientes—. Inténtalo una vez más —le pidió a Cintia, señalando la primera palabra.

—Azul. Rojo. Verde. Rojo. Verde. Azul. —Una a una Cintia las fue disparando sin pensarlo. Todas perfectas, a gran velocidad, y sin dejar de sonreír a sus anchas.

—A la mente se le hace difícil decidir entre leer la palabra o identificar el color con el que está escrita. Pero aquí está lo interesante —añadió Harvey con algo de misterio en su voz—. Yo tendría problemas para hacer este ejercicio con cualquiera de los lados de la servilleta.

—¿En serio? —preguntó Fernand.

—¿Por qué? —preguntamos George y yo.

Harvey pareció sorprenderse al reparar en nosotros.

—Todo se debe a la sinestesia —explicó—. La palabra “Verde”, pero en especial la V, me lanza al cerebro sensaciones propias del color rojo.

Cintia se acomodó en su asiento para observar a Harvey con mayor detenimiento; y si George se inclinaba un poco más hacia Harvey, acabaría sentado en su falda.

—Por ejemplo —continuó Harvey—, ver el número dos, escrito en letra serifa de color negro, me da la sensación de estar probando chocolate. Escuchar los violines y las guitarras de esa canción —señaló hacia arriba, llamando la atención sobre una canción agradable que comenzaba a sonar—, me crea la sensación de caer por un pozo que arde en fuego. Una caricia en un lugar específico al centro de mi espalda me produce el olor de un helado de vainilla. El número mil trescientos setenta es mi favorito porque lo percibo en armonía con…

—¿Pero por qué te pasa eso? —le preguntó Cintia.

—Por la sinestesia —contestó Harvey—. Se podría decir que todos los cables que conectan mis sentidos con el cerebro están mezclados. Una sensación me produce otra.

—Pero eso nos pasa todos —dije, intentando sonar con naturalidad y esperando que el comentario no le restara protagonismo a Harvey; no era mi intención—. Cada vez que escucho algunas canciones suelo acordarme de ciertos lugares. Y unos olores me dan la sensación de estar en un lugar diferente.

—¡Oh, no! —dijo Harvey a la vez que negaba—. La sinestesia no trata de meras conexiones conceptuales, de simples recuerdos o de asociaciones. Cuando veo el número dos, yo no lo asocio con un chocolate, ni me lo recuerda, sino que realmente —añadió, abriendo más los ojos— siento el sabor a chocolate en la boca… No arquees las cejas —me pidió a media sonrisa—. Observa un número dos mientras le das un mordisco a una barra de chocolate y habrás sentido algo muy similar a lo que yo experimento.

—¿Hablas en serio? —preguntó Cintia.

—Totalmente. Y tiene sus ventajas como sus desventajas.

—¿Ajá? —carraspeó Fernand.

—En casi todas las cosas en que la sinestesia genera ventajas, de igual forma produce desventajas. Por ejemplo, aprender se hace más fácil en algunas áreas, porque no solo aprendes de una forma o con una sensación, sino que la experiencia se hace más vívida al tener los cincos sentidos metidos en el asunto.

Harvey se acomodó mejor en su silla, bebió de su cerveza y se reclinó para continuar con más calma:

—Si quieren aprender que Phi equivale a uno punto seis dieciocho, solo tienen sus ojos para hacerlo. Tendrían que, por ejemplo, hacer una conexión entre el símbolo de Phi y el número uno punto seis dieciocho, pero yo tengo más facilidad de retener esa información porque la palabra Phi genera sabores y colores en mi mente además de la mera disposición visual de sus trazos. También, el número uno punto seis dieciocho me genera, en este caso, la apariencia de un color azul marino más una sensación de cansancio. Y todo lo experimento como si fuera parte intrínseca del objeto y no de mi percepción… Dicho en otras palabras, yo tengo más elementos con los que experimentar un impulso, una idea o un objeto y así recordarlo mejor, de distintos ángulos, por así decirlo.

—Interesante —dijo Fernand con un sonido gutural, como si acabara de levantarse. Cintia y George asintieron.

—¿Y las desventajas? —pregunté.

—Pues radican en lo mismo. La palabra Phi me hace sentir calor, es de un anaranjado intenso y sabe a dulce. El problema es que el número uno punto seis dieciocho, con el que tengo que relacionarlo mentalmente, me da la sensación del color azul y la apariencia de cansancio. Y estas sensaciones que me genera la sinestesia no siempre las puedo conectar con naturalidad porque no tienen mucho que ver entre sí. Esto crea que, en otras áreas, aprender sea más complejo, al no poder combinar varios conceptos con facilidad.

Harvey guardó silencio y abrió una de las tres cervezas que había sobre la bandeja. Todos, exceptuando a Harvey e incluida Cintia, nos miramos divertidos.

—El punto de todo esto —dijo Harvey, fijándose en Cintia— es que tu nombre me genera una imagen que va muy acorde con tu físico y, especialmente, con tu carácter. Lamentablemente, no puedo decir que lo haga en relación a tu ropa. Pero bueno, por suerte eso puede quitarse… perdón —dijo divertido—, cambiarse.


19


Cintia sonrió por lo bajo.

—¿Me puedes explicar mejor?

—¿Lo de quitarte la ropa?

—Lo de mi nombre, bobo.

—¡Oh, eso! Pues claro —dijo Harvey sonriendo—. Cintia es un nombre amarillo, dulce, de una mujer segura de sí misma, intuitiva. Y mucho me equivoco o doy directamente en el clavo al suponer que tú eres todo eso.

Cintia estaba pasándoselo de maravillas.

—Ahora —continuó Harvey—, el color negro de tu ropa no solo crea conflicto con tu nombre, sino que no te queda muy bien.

—¿Ah, no? —preguntó Cintia, y no supe ubicar su expresión; estaba a medio camino entre una mueca y una sonrisa—. Pues yo creo que me queda perfecto.

—Lo exactamente opuesto es lo correcto, pero no sigamos hablando de eso.

—¿Y de qué quieres hablar?

—De ti, pero sin incluir la ropa —dijo, provocando que Cintia sonriera y esquivara su mirada.

Y de pronto sentí como si estuviera presenciando algo prohibido; como estar metido dentro de un confesionario con una capa invisible. George y Fernand parecían observar una película que recién hubiese tomado un giro afortunado.

—¿Y se puede saber de dónde has sacado ese gorro? —preguntó Cintia.

—Nuestro amigo David me ha hecho el favor —dijo Harvey, señalándome—. Aunque estoy seguro de que a él le queda mejor.

Cintia posó sus ojos sobre mí y luego sonrió. No importaba si era por el comentario de Harvey o por algo en mi cara, pero la mezcla entre mirada y sonrisa me hicieron sonrojar, haciendo que comenzara a preferir el laboratorio de Química al pub.

—Mejor hablemos de ti —propuso Harvey, abriendo una cerveza, entregándosela a Cintia y quitándole de las manos la que bebía.

—¿Qué quieres saber?

—¿Qué te parece algo que desconozca?

—Bueno, en ese caso podríamos hablar de casi cualquier cosa. A penas me conoces.

—En eso tienes razón, pero solo a medias —dijo Harvey.

—¿Y cómo es eso?

—Me atrevería a jurar que conozco ciertas cosas de ti que incluso tú pudieses desconocer.

—Eso suena interesante.

Harvey dejó la cerveza sobre la mesa y se inclinó un poco hacia Cintia.

—Este sombrero, ya que la mencionas, es el secreto de mis conocimientos —dijo en un susurro—. Durante la última media hora me ha estado trayendo innumerables datos sobre ti. Y te sorprendería saber las cosas que me ha dicho…

Cintia sonrió a sus anchas.

—¿Y qué cosas ha podido decirte tu amiguito verde?

Harvey arqueó las cejas; y a mí el doble sentido me puso las mejillas del mismo color de la boina de Johnny.

—Muchas cosas —dijo Harvey—. Por ejemplo, me dijo que estudias Ingeniería Mecánica, que eres de segundo año, que no te gusta el sabor de esta marca de cerveza, que tu signo es Sagitario, que el amigo con el que estabas fue tu novio, pero que ahora se ha vuelto un pesado insoportable y —hizo una pausa y señaló el sombrero—, que me encuentras sumamente atractivo y deseable.

Cintia se quedó inmóvil. Su expresión de desconcierto amenazaba con hacerme reír. Pero ahora me preguntaba si había que aprender a adivinar los pensamientos con tal de ligar con una chica.

—¿Nos conocemos de algún lado? —preguntó Cintia—. ¿Tomamos clases juntos?

—Te garantizo que, de ser el caso, lo recordarías.

Cintia asintió en silencio y Harvey se puso de pie. Todos en la mesa pegamos un bote.

—Tengo que ir al baño —explicó, y luego se dirigió a Cintia—: pero te dejo en buenas manos.

Y se fue hacia el fondo del establecimiento, donde una pequeña fila de chicos y otra de chicas aguardaban para usar el escusado.

No porque quisiéramos, eso de seguro, ni porque lo mereciéramos, menos todavía, pero la atención cayó sobre nosotros, lo que hizo que George chascara la lengua tres veces seguidas.

—¿Siempre es así? —preguntó Cintia a nadie en particular. Su tono sugería que solo intentaba ser cortés con nosotros.

—No lo conocemos mucho —dije, sintiendo un pesado bloque en la garganta.

—¿Y tienen la costumbre de salir con desconocidos? —preguntó Cintia a media sonrisa, y bebió de su cerveza.

Un comentario impropio, pues allí estaba ella: sentada en una mesa con tres desconocidos, esperando a que un cuarto regresara de los escusados. Pero de pronto pareció hacerse consciente de que su comentario le aludía más a ella que a nosotros, porque sonrió levemente y decidió mirar a su alrededor, como buscando centrarse en otra cosa.

Busqué a mis compañeros con la mirada. Fernand estaba inmóvil, mirando de forma incómoda a nuestra invitada. George movía ligeramente sus manos sin apartar la vista de la servilleta escrita con marcadores. «Que llegue Harvey», pensé.

Pero todavía hacía cola en la fila del escusado. ¡Qué incomodidad!

—Ustedes no se parecen mucho a él —comentó Cintia, señalando por encima de su hombro, en dirección a los escusados—. Ustedes son más callados.

¡Santo cielo! No hacía falta que se comentaran cosas tan evidentes.

Cintia cruzó las piernas y comenzó a mover con cierta rapidez la que tenía sobre el muslo. Parecía una acción más propia de George que de ella.

—¿Juegan billar? —preguntó, observando al grupo.

Fernand asintió con dificultad.

—Pues vamos —le apremió a Fernand, que se puso pálido y nos dirigió una mirada de auxilio. George lo motivó con la mirada.

Cintia se puso de pie y Fernand la siguió. Cuando rodearon una mesa de billar desocupada, George ya tenía su cara pegada a la mía.

—¡A que mola!

—Sí —contesté, dejando de mirar a Fernand, que entonces acomodaba las bolas de billar dentro del triángulo de madera; se le veía más tranquilo de lo que hubiese supuesto.

—Ese Harvey sí que sabe, ¿a que no? —siguió.

—Sí.

—¿Qué te pasa?

—Algo no está bien…

—¡Pero qué dices, hombre! Este tipo conoce lo que hace. Sinceramente no veo cómo vamos a aprender a hacer todo eso, pero no hay duda de que domina lo suyo. Si me lo preguntas, te diría…

—¿Podrías callarte por un segundo? —le espeté, mirando en dirección a los escusados.

—Pero qué te…

—¡Cállate y mira! —dije, señalando frente a mí.

George volvió la vista y lo comprendió tan rápido como yo. Harvey estaba junto al chico que había estado jugando billar con Cintia un rato antes. Ambos rostros frente a frente, a solo un par de centímetros uno del otro.

El amigo de Cintia le gritó algo a Harvey, pero no logré escuchar debido a la distancia, la música y el bullicio de los clientes.

La fila de hombres se hizo a un lado y todos se fijaron en la pareja.

Pareció que Harvey le contestaba algo, pero fue difícil saberlo con exactitud, casi no movía los labios.

—¡Rayos, David! Tenemos que hacer algo.

—¿Hacer algo? —pregunté volteándome hacia él—. Deberíamos largarnos lo más rápido posible. Ya sabía que algo no me…

¡PUM!

El amigo de Cintia cayó sobre una mesa de billar. Harvey bordeó la mesa, intentando alcanzarle la cara al otro, que ahora buscaba la forma de bajarse.

Mi corazón se puso a tronar con rapidez. Y antes de darme tiempo a comprenderlo, George se puso de pie y salió disparado hacia el mismo centro de la pelea. ¡Por todos los cielos!

Todos los presentes se hicieron conscientes de la situación. Unos pocos clientes salieron del establecimiento, pero la mayoría se quedó para presenciar el nuevo espectáculo.

El chico logró bajarse de la mesa y comenzó a andar de un lado al otro, como decidiéndose entre lanzar un golpe o esperar no sé a qué. Harvey copió sus movimientos, hasta que la riña comenzó de verdad. Harvey dio el primer golpe, de lleno en el rostro. El otro se recompuso y le propinó un codazo en la cara a Harvey, que al intentar esquivarlo, tropezó con una mesa y cayó contra el suelo.

Algo se abalanzó sobre el contrincante de Harvey, y me tomó algo más de un segundo comprender que había sido George. Este se encaramó al amigo de Cintia y comenzó a tirarle golpes a lo loco mientras Harvey se ponía de pie.

Alguien que yo no había visto antes se detuvo justo frente a Harvey. El recién llegado le gritó algo a todo pulmón y comenzó a pelearse con él. Puño tras puño. Todos con tremenda fuerza, sobre el rostro, las costillas, el pecho…

¡CRACK!

Fernand apareció de la nada y rompió un taco de billar sobre la cabeza del que se peleaba con Harvey. El tipo cayó y pareció incapaz de levantarse. Harvey y Fernand corrieron en socorro de George, que ahora recibía golpes y sangraba.

No podía moverme. Algo poderoso y fuera de mi control impedía que lo hiciera.

La puerta que daba al salón principal se abrió y dos tipos con cara de pocos amigos fueron corriendo hacia los escusados.

«Guardias de seguridad», pensé, sintiendo un repentino alivio, pero estaba equivocado.

Uno de los recién llegados tomó a Fernand por el pelo y lo sacudió como a un muñeco de trapo. El otro le dio un golpe a Harvey mientras George seguía recibiendo puñetazos a diestra y siniestra del amigo de Cintia. Cintia… ahora sabía de quién eran aquellos gritos histéricos que llenaban el ambiente.

Algo me tocó el hombro y di un respingo que por muy poco me hace caer de la silla.

—¡Ven, o los van a matar! —Era Johnny, el dueño del lugar—. Toma, yo tengo esta.

Vi lo que me entregaba: una cuchilla demasiado larga, pero no tanto como la que él blandía a mi lado. Y sin darme tiempo a procesar las nuevas implicaciones, Johnny salió corriendo hacia la contienda.

Para entonces casi no se podía observar lo que ocurría. Un grupo bastante numeroso se había congregado alrededor de la función, creando un círculo perfecto. Todos gritando, animando a las dos partes por igual, cual un espectáculo de gladiadores moderno.

Johnny se abrió paso entre el bullicio y se fundió con el fondo borroso de golpes, gritos, puños y sangre.

Fernand, George, Harvey y Johnny combatían en medio del fuego mientras yo permanecía sentado frente a una mesa con botellas vacías, una servilleta escrita a colores y una caja de cigarrillos. Fernand y George peleando y David con las manos cruzadas… ¡Era hora de probarme más valiente y arriesgado que aquellos dos! Un grito de dolor revestido con el tono de Harvey rasgó el silencio. El sombrero verde saltó por los aires, y esa fue mi señal. Me puse de pie y salí corriendo hacia la tierra de nadie.

Llegar fue todo lo que bastó para que todo se volviera gris, o rojo, o una mezcla de ambos… Un dolor agudo en la cabeza me llegó de la nada. Y sin saber qué, cuándo, cuánto, cómo, quién, ni por qué, comencé a lanzar golpes como fuera.

—¡Maldito cabrón! —me llegó de algún lado.

Más golpes, más dolor, más gritos y más confusión.

—Llévatelo, Fernand. ¡Sácalo de aquí!

Unas manos grandes me abrazaron y me arrastraron hacia fuera. No comprendía lo que ocurría, todo era borroso y doloroso.

Por un fugaz instante pude advertir las figuras de George, Fernand y Harvey moviéndose con rapidez a mi alrededor. Y justo cuando todo se volvía completamente negro, alcancé a escuchar parte de lo que decían:

—Avanza, Fernand, quítale el llavero. Y George, trae de vuelta a Johnny. ¡Rápido!

—Pero Harvey… ¡Oh, no! Nos jodimos… ¡Por Dios, David! ¡Lo mataste!


20


Nada, silencio. Luego luz, sombras, siluetas uniformes, gritos distantes…

Abrí los ojos. Una luz intensa se me quedó grabada en la retina. Estaba tumbado sobre algo blando. Hacía frío.

Intenté sentarme, pero fue como recibir un golpe en la cabeza. Ahogué un gemido y, justo entonces, unas manos me sujetaron por los hombros.

—¿Cómo te sientes? —preguntó la voz de mi padre.

—No muy bien —dije, advirtiendo un rostro pálido.

El pelo despeinado y los espejuelos gigantes lo hacían ver más viejo de los cuarenta y nueve años que tenía.

—¿Qué pasó? —pregunté.

Su expresión palideció aún más.

—Por suerte el chico está vivo, lo tienen en este mismo hospital.

Todos los recuerdos, los claros y los confusos, se amontonaron en un mismo espacio de mi cabeza.

—Pa’, lo siento mucho… de verdad no sabía… es que Harvey… él estaba…

—Deja eso para luego —dijo en un tono cortante—. Lo importante ahora es que te recuperes.

Me ayudó a recostarme sobre la cama y me quedé dormido al instante.



Volví a abrir los ojos. Me sentía más consciente. Estaba en un pequeño cuarto de hospital, tan igual que todos los otros, mismas dimensiones, mismos olores. Las cortinas de al lado estaban corridas; yo era el único paciente en la estancia. Unos pitidos distantes monitoreaban mi pulso. Llevaba puesta una bata azul, y de uno de mis brazos colgaba una jeringa tenebrosa.

Quise saber la hora, pero vi que no llevaba puesto mi reloj. Algo a mi lado hizo un movimiento. Me volví y descubrí un pequeño sillón junto a la cama, con alguien sentado en él.

—¿Mamá?

Se levantó de un salto y me apretó en un abrazo que me hizo gemir de dolor.

—Lo siento —dijo con lágrimas en los ojos—. Gracias a Dios que estás bien… Si algo te hubiera pasado…

—Ma’, estoy bien. ¿Qué hora es?

—Van a ser las siete, cielo.

—¿De la mañana?

Mi madre asintió en silencio, lo que me trajo un pensamiento extraño.

—¿Qué día es?

—¿No te acuerdas? —preguntó derramando otro puñado de lágrimas.

Negué.

—Es sábado, cielo. Sábado dieciocho.

—¿Estuve inconsciente?

Mi madre volvió a sollozar.

—¿Qué paso?

—Richard es quien sabe los detalles, yo llegué ayer. Él vino tan pronto llamaron a casa.

El dolor de cabeza se hizo más agudo. Mientras todo comenzaba a cobrar más sentido en mi mente, más me costaba aceptarlo. “Por suerte el chico está vivo, lo tienen en este mismo hospital”. El amigo de Cintia estaba con vida…

La puerta del cuarto se abrió un poco. No pude ver quién la abría, pero sí mi madre, que estaba más cerca.

—¡Oh, sí! Lo olvidé —dijo en dirección a la puerta.

Mi madre me besó en la frente y salió del cuarto, dejando a Harvey parado bajo el umbral.

Estaba despeinado y tenía un aspecto descuidado. Llevaba el rostro un poco distorsionado a causa de varios hinchazones.

—¿Cómo te sientes? —me preguntó en un susurro.

—He estado mejor.

—David —dijo, acercándose a la cama y mirándome como si yo fuera una obra de arte abstracta—, no soy bueno para estas cosas, pero quiero agradecerte. —Se interrumpió y me miró directo a los ojos—. Literalmente nos salvaste la vida.

—Supongo que la mía acaba de irse a la mierda.

Harvey echó una mirada alrededor, como comprobando que estuviéramos solos.

—Tenemos que hablar de eso. Han pasado muchas cosas desde el jueves y es necesario que comprendas lo que va a pasar ahora.

—¿Lo que va a pasar?

—Con un poco de suerte podrás argumentar que todo lo que hiciste fue en defensa. Aunque casi matas al hijo de puta, claro.

—No hace falta que me lo recuerdes.

Harvey sonrió un poco.

—El padre de George ha movilizado a todo el bufete. Esperamos que el asunto quede resuelto en las próximas semanas, pero es necesario que practiques tu declaración. Tan pronto las autoridades sepan que has recuperado el conocimiento, querrán escuchar lo que tengas que decir. Y es importante que estés preparado.

¡Claro, la declaración!

—El único problema —prosiguió Harvey, volviendo a cerciorarse de que estuviéramos solos—, es que tu padre tiene otros planes, por así decir.

—¿Qué otros planes?

—Verás —dijo Harvey, y pude advertirle algo de ansiedad en la voz—. Tu padre cree que eres responsable de lo que pasó y no parece muy dispuesto a cooperar para evitar que te encierren.

—¿Cómo? —dije, tragando con dificultad. Era verdad que mi padre podía ser muy estricto cuando lo quería, demasiado, para ser sincero, pero de ahí a dejar que me pudriera en la cárcel sin hacer algo al respecto me resultaba muy difícil de aceptar.

—Llegó al hospital hecho una fiera —explicó Harvey—. Y cuando supo lo que pasó: que estabas en un pub, que andabas con nosotros, y que utilizaste una cuchilla para apuñalar a un chico, se lo tomó como el final de los días. Después dijo que…

—Harvey, no lo hice a propósito. Johnny me dio la cuchilla. A Fernand, George y a ti los estaban golpeando y… no supe qué hacer. Quería ayudar, pero al principio no me atrevía y luego… luego fui y mira lo que pasó —acabé, llevándome las manos a la frente.

—Y te repito que te estoy agradecido. Si no hubiese sido por la distracción que produjo la sangre que salía del estómago del tipo, creo que hubiésemos acabado en peor estado.

—¿Entonces no crees que fue una estupidez de mi parte?

Harvey se quedó en silencio y luego formó una débil sonrisa.

—Creo que fue una estupidez de tu parte, pero igual me alegro por ello.

Los dos sonreímos un poco.

—Lo importante es que salgas libre de todo esto —dijo.

—No tengo idea de qué decirle a la policía —confesé, sintiendo como el dolor de cabeza intensificaba.

—Ya tendrás tiempo para practicarlo, pero recuerda que lo menos que puedes decir es que te metiste a pelear con la cuchilla en mano. Eso inclinaría el argumento hacia la predeterminación y la cosa se pondría fea.

—¿Entonces?

—El padre de George dice que si demuestras que usaste la cuchilla como último recurso, podríamos hacer que se viera como un caso de defensa personal. Debes decir que interviniste solo porque debías ayudarnos. Tienes que establecer que el amigo de Cintia me atacó primero, yo me defendí y luego entraron más personas de su bando y del nuestro. Tú interviniste porque, y esto es importante, era claro que no podíamos defendernos de todos ellos. Pero cuando entraste y también te redujeron, no viste otra forma de zafarte y defender tu vida que haciendo uso de la cuchilla.

—¿Y cómo explico que tenía una?

—Diciendo que la cogiste de la mesa.

—¿De la mesa?

—Sí, debes decir que al ir al baño dejé mis cosas en la mesa, mis llaves, el iPod y mis cigarrillos. Cuando viste lo que ocurría, guardaste mis cosas en tus bolsillos para no dejarlas tiradas. Entonces interviniste, y cuando te cayeron también a golpes decidiste utilizar mi cuchilla.

—¿Tu cuchilla dices?

—Al decir que era mía sacamos a Johnny del asunto y evitamos que puedan pensar que tú la habías traído con malas intenciones. Además, las dos cuchillas de Johnny eran muy largas y, por tanto, ilegales —continuó—. Por suerte, los análisis de la herida llegaron y resultó que no fue muy profunda. Así que el cambio que hicimos resultó ser una buena decisión.

—¿Qué cambio?

—¿Acaso no recuerdas que entre nosotros había otra cuchilla? —preguntó con una sonrisa—. ¡La que usas como llavero, tonto!

—Pero cómo…

—Antes de que llegara la policía, Johnny escondió sus dos cuchillas y después tomamos la que colgaba de tu pantalón y la manchamos con la sangre que había en el suelo —se interrumpió y volvió a mirar alrededor—. Sé que todo suena forzado, pero te garantizo que es creíble. Y los abogados están de acuerdo.

—¡Pero van a saber que es mía!

—No tienen forma. Además, en tu llavero cuelga una llave que abre la puerta de salida de la residencia, ¿recuerdas? Y estoy seguro de que si buscan, acabarán encontrando algún antiguo video de seguridad donde yo aparezca abriéndola; no nací sabiendo cómo hacerlo ni cómo burlar las cámaras en el proceso.

Harvey había estirado la verdad hasta el punto donde, con un poco más, acabaría reventándola.

—Suponiendo que digo todo eso…

—¿Suponiendo? —me interrumpió Harvey con voz cortante—. David, eres mayor de edad. Si sales culpable podrías cumplir años encerrado.

El dolor de cabeza llegó a un estado peligroso.

—Pero no te preocupes —añadió—, uno de los abogados lo repasará todo contigo.

—¿Y cómo están Fernand y George? —pregunté, contento de cambiar de tema.

—Están bien. Tienen más o menos mi mismo aspecto, pero nada grave. El peor que está es Johnny, claro, después de ti. Le tomaron siete puntos en la frente. Fernand tiene la cara llena de moretones y George cojea un poco.

—¿Más que antes? —pregunté, y los dos reímos.

—Escucha —volvió—, cuenta la versión que preparamos y todo saldrá bien. ¡Ah!, y no puedes decir que sabías quién era el chico al que apuñalaste.

—Pero eso es mentira, era el novio… el amigo de Cin…

—¡David! La versión que te estoy dando es la única que tiene probabilidades de sacarte absuelto.

Algo en mi cerebro insistió en que todo estaba mal, que debía decir la verdad y esperar un veredicto justo, fuera cual fuera. ¿Pero ir a la cárcel? ¡Oh…! Eso no lo deseaba por nada en el mundo. El laboratorio, el pub, y el infierno… los tres en vez de la cárcel. ¡Diez infiernos!

—¿Y si descubren que es mentira…?

—No hay forma. Lo que ocurrió, ocurrió. Hay decenas de testigos, digamos que el pub entero. Lo importante aquí es la razón por la que actuaste como lo hiciste. El punto de todo no es la pelea ni el motín que se formó, sino que apuñalaste a un chico. Todo se centrará en ti. En por qué lo hiciste, en qué pensabas, en qué te llevó a hacerlo, y solo tú puedes explicar tales cosas. No hay forma de que sepan si es verdad o mentira, claro, siempre y cuando sepas contarlo bien y no te contradigas.

El dolor se mezcló con un terrible cargo de conciencia.

—Harvey, de verdad no sé cómo voy a decir todo eso.

Harvey miró su reloj de pulsera.

—Le prometí a tu madre que solo sería un minuto, así que escucha. Aun si viene la policía no debes hablarles hasta que uno de los abogados se haya comunicado contigo primero. Es tu derecho. Yo quise venir para que te hicieras de la idea… y, bueno, para agradecerte en persona. El abogado te explicará con más detalle. No te preocupes. De veras. Todo estará bien…

Harvey se interrumpió y se quedó mirando distraído.

—¿Qué pasa?

—Yo que tú no le hablaría de esto a tu padre.

—¿Por qué?

—Verás… Después de que el padre de George les explicara los detalles, escuché que tu padre le decía a tu madre algo como: “Si David vende esa mentira, que no cuente conmigo ni con la casa. No pienso mantener a vagos ni a criminales mentirosos.”

Y sin esperar respuesta, Harvey se dio la vuelta y salió de la habitación.

Así que todo se reducía a dos posibilidades: la cárcel o la calle. ¡Joder!


21


Me dieron de alta al mediodía del lunes. Catorce puntos en total, tres heridas en la cabeza, un puñado de moretones, un chichón en la frente, un dolor de cabeza, un arrebato de pastillas y una mancha en la moral. Por lo demás, todo estaba bien, si es que era posible.

Uno de los abogados me hizo repetir la declaración más de siete veces. Mi madre lloró en todas las ocasiones que fue a verme, incluso cuando salí del hospital, y mi padre no se apareció en ningún otro momento.

Me tomaron la declaración a primera hora de la mañana del lunes, y la expresión del abogado dejó entrever que estaba satisfecho.

Antes del alta, alcancé a darme un baño en el hospital. Finalmente me entregaron una funda que contenía mi billetera, mi reloj y una excusa médica para poder ausentarme a clases durante una semana.

Mi madre me llevó a la casa; las tres horas de camino me parecieron eternas. De vez en cuando me lanzaba miradas extrañas, pero no cruzamos palabra alguna durante el camino. Cuando el auto quedó estacionado en el garaje, me decidí:

—¿Es cierto que papá quiere que me vaya?

—Tú sabes cómo es Richard. Él piensa que debes hacerte responsable por lo que hiciste. No deja de decir que te lo había advertido…

—¿Pero eso quiere decir que me tengo que ir?

—Yo espero que no, ya he hablado con él y pienso volver a hacerlo. —Se quedó en silencio el rato que nos tomó bajarnos del auto—. ¿En qué estabas pensando, David?

Ya me esperaba ese tipo de pregunta, pero no por ello las deseaba.

—Mamá, estaban golpeando a Fernand y a George, también a Harvey. Debía hacer algo.

—¿Pero por qué una cuchilla? Siempre has sido un chico tranquilo…

—Supongo que me dejé llevar. Me la dieron y me fui hasta allá… No quiero decir que no es mi culpa, mamá, pero también es verdad que no sé muy bien lo que hice ni por qué.

De momento eso pareció bastarle. La seguí hasta la cocina, donde se puso a preparar algo de comer.

—¿Dónde está papá?

—Salió a casa de Doris a hacerle el patio.

Doris era mi tía, la hermana de mi padre, una señora viuda que no tenía quién le ayudara a evitar que la casa se le cayera encima.

Salí de la cocina y me metí en mi cuarto. Solo había pasado una semana desde que me fuera para la universidad, pero la casa ya se me antojaba ajena, como de otra vida. Y tal vez fuera una sensación de ayuda, si es que de verdad iba a dejarla muy pronto y para siempre.

Mi cuarto, el más pequeño de los tres dormitorios, siempre me pareció suficiente. Ahora, sin embargo, se me antojaba pequeño e impropio, aunque tal vez fuera porque estaba organizado, algo que tenía que ver con mi madre y no con la forma en la que yo lo había dejado el domingo antes de clase.

Mi vieja guitarra, la primera que tuve, colgaba de la pared del fondo, encima de la cabecera de la cama. A la derecha estaba el armario donde guardaba mi ropa, cajas de porquerías que los jóvenes van almacenando durante sus años de vida y otra tanda de libros de autoayuda, que, dicho sea de paso, lo habían sido de muy poca.

Me tiré a la cama y me puse a observar el mismo techo que durante tantos años había contemplado. ¿Sería cierto que no volvería a llamar casa a este lugar? Mientras estuviera viviendo en la residencia no iba a tener mayores problemas, excepto en las vacaciones, pues durante tales periodos no dejaban que los estudiantes se quedaran. ¿Sería esa la razón por la que Harvey quería ayuda con sus clases, para no tener que abandonar la residencia porque no tenía a dónde ir? Entonces me encontré pensando en lo poco que conocía a mi nuevo compañero de cuarto…

El dinero para la comida y los otros gastos de vida sí serían un problema. ¿Pero qué del pedacito de papel que supuestamente contenía “una receta para hacerte millonario”? Por ahora me conformaba con que una milésima parte del asunto fuera cierta.

Yo, al igual que muchos otros jóvenes, pasaba largas horas pensando en independizarme. Imaginaba el día con anhelo, esperanzado, pero lo que me ocurría ahora distaba mucho de mis expectativas. Conocía suficientemente a mi padre como para saber que si sus intenciones eran que me fuera, eso sería precisamente lo que ocurriría, y a su manera.

Un empleo tal vez fuera suficiente; incluso, mientras menos ganara, mejor, pues podría seguir viviendo en la residencia debido a los bajos recursos. La cosa no podía ser tan mala. Era mayor de edad, estaba estudiando Ingeniería de Computadoras y ya tenía antecedentes criminales… ¡Ja!, si por poco me cargo a uno con una cuchilla; David, él mismo, ¿quién lo hubiera pensado?



Como a la hora, mi madre me llamó para decirme que la comida estaba lista, y fue un buen aviso porque la comida del hospital era un asco. Fui hasta la cocina y la encontré sentada en la mesa de comedor viendo la televisión. Así que también tendría otro par de minutos ausentes de miradas extrañas.

Comí en la cocina, de pie. Cuando acabé, me tomé la ristra de pastillas que me prescribieron para apaciguar los dolores, reducir la hinchazón y prevenir posibles infecciones en las heridas. ¿Cómo estaría el amigo de Cintia? ¿Y qué habría sido de ella? ¿Habría ido al hospital a verlo?

Bueno, no es que importara, pero sentía curiosidad. Y entonces decidí que para la próxima vez me dejaría llevar por mi intuición. Había tenido ciertos reparos desde que se planteara la visita a la ciudad; pero no hice caso a lo que mi mente me advirtió y casi acabo matando a un tipo…

—Ma’ —la llamé. Ella hizo un ruido como queriendo decir que me escuchaba, pero que no pensaba dejar de ver el programa de televisión—. ¿Cuándo vuelvo a la universidad?

—El doctor dijo que debes tomarte una semana de descanso.

—Ni que en la universidad no pudiera descansar…

—Eso dijo el doctor y a mí me basta.

—¿Y si quiero volver mañana?

Mi madre miró por encima del espaldar de la silla.

—No creo que tu padre piense llevarte —dijo arrugando el rostro en una de sus muecas de pena—. Se ha planteado retirarte todo tipo de ayuda.

—Ya está bueno, mamá. Te dije que los estaban matando a golpes. ¿Acaso querías que me quedara allí sentado sin hacer nada?

—Eso tienes que hablarlo con tu padre, David. Y para que sepas, yo no pienso que debías haberte quedado sentado. Podías haber llamado a la policía, buscar ayuda o cualquier otra cosa, no apuñalar a un chico.

—Como digas…

—¡David! ¿Qué te pasa?

—¿Qué me pasa de qué?

—Nunca me hablas así.

—Nunca antes me habían querido fuera de la casa.

—Ya te he dicho que yo no tengo que ver con eso. Tu padre es quien lo ha dicho…

—Y tú pareces muy a gusto con la idea.

—¿Cómo te atreves…? —preguntó, y unas cuantas lágrimas saltaron de sus ojos—. ¿Después de todo lo que hemos hecho por ti?

—¿Ya vuelves a llorar? Por favor, ma’…

Me di la vuelta y me encaminé hasta mi cuarto.

—David… ¡David!

El corazón me latía de prisa. Mi madre no merecía semejante trato, pero bueno, yo tampoco.

Ignoré sus llamadas, me tiré en la cama y volví a observar el maldito techo. Quería hacer algo que me sacara de la mente que pronto tendría que estar frente a un tribunal para declarar sobre el jueves, el jueves más basura de mi vida…

Me puse de pie y comencé a caminar en círculos. ¿Qué iba a hacer por el momento? ¿Tocar guitarra? ¿Jugar solo al ajedrez? ¿Leer otro libro de autoayuda?

—¡Esta vida! —descargué, dándole un puño a la pared. El dolor me hizo sentir peor. Y sin darme cuenta, estaba de vuelta en la cama, llorando de coraje.

El inconfundible sonido del auto de mi padre me llegó de lejos. El nerviosismo que siempre me producía ese sonido afloró con mayor intensidad.

Me llegó con total claridad el ruido de sus pasos, el de las llaves al dejarlas sobre la mesita y el murmullo que se mezcló con la voz de mi madre.

Un minuto después, un golpe en la puerta me hizo ponerme de pie de un salto. Con la respiración acelerada, me limpié las lágrimas, me acerqué a la puerta y giré la cerradura.

Abrí la puerta para encontrarme con su imponente figura. Mi padre echó una mirada escudriñadora por el cuarto antes de poner sus ojos sobre los míos.

—Tenemos que hablar. —Pasó por mi lado y se paró al lado de mi cama—. Siéntate.

Lo hice sin chistar. Y allí estaba otra vez el déjà vu: el niño siendo reprendido por su decepcionado padre; el primero intentando estar a la altura de las exigencias del segundo.

—¿Qué me tienes que contar? —preguntó.

—¿Contar de qué?

Mi padre levantó una ceja; una señal de sorpresa y de amenaza, todo al mismo tiempo. Me señaló con un dedo y reclinó un poco la cara.

—Te lo advierto…

—¿Qué me adviertes? —le lancé, y me puse de pie. El corazón lo tenía en otro universo. Los labios no me paraban de temblar y tenía la sensación de que muy pronto moriría.

El comentario y mi acción lo tomaron por sorpresa, pero se recompuso con una rapidez que había que admirarle.

—Estás fallando en lo fácil… y no te lo voy a permitir.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté, o al menos eso pareció, pues los labios se movieron por sí solos; la capacidad de razonar se había ido a hacerle compañía a mi corazón en aquel universo distante.

—Todo el sacrificio que estamos…

—Sacrificio que yo no te he pedido.

—¡Malagradecido! —me espetó.

—¿Malagradecido? —pregunté, ladeando la cara—. ¿Para qué decidieron tenerme si les iba a ser tan fastidioso criarme?

—¿De qué carajos hablas?

—No sé. Tú eres quien comienza a sacarme en cara todo lo que han hecho por mí, como si yo se los hubiese pedido…

—Todo lo que hemos hecho por ti, lo hemos hecho porque te queremos…

—Pues no me lo restriegues en la cara. Yo he vivido una vida miserable por ti y nunca te lo he reprochado. —Las palabras salieron todas de prisa—. Siempre he hecho lo que tú has querido que haga… estudio lo que tú quieres que estudie… Joder, si hasta me recorto el cabello como tú quieres.

¡PLASH!

La cachetada aterrizó sobre una de mis heridas, pero ni siquiera me moví o mudé la expresión.

—Te lo advierto. ¡Como vuelvas a…!

—No volveré.

Y salí del cuarto lo más rápido que pude, pero sin llegar a correr. Un minuto después, mi madre gritaba mi nombre y yo subía la cuesta de la carretera, alejándome de la casa que ya no era mía.


Segunda Parte


22


El vecindario era otro. Casi ni lo reconocía. Afuera, dos casas más arriba de la de mis padres, el vecino lavaba su auto. Me saludó con la mano y siguió con su tarea. ¿Cómo podía el mundo continuar igual? A mí me parecía que toda esa gente pertenecía al pasado, o a un mundo muy alejado, al mismo, tal vez, desde donde había regresado mi corazón, que ahora latía con prisa en mi pecho.

«Me fui de casa, me fui de casa», me repetí mentalmente una y otra vez con la esperanza de poder procesarlo más rápido que tarde. Mis pasos seguían un rumbo aleatorio y mi mente comenzaba a darme alarmas de peligro. Tenía que pensar qué iba a hacer a continuación.

Ya no podía volver, y no es que lo quisiera, pero me había precipitado y no había planificado qué haría, pero si me hubiese quedado para pensarlo, tal vez se me pasaban los años sin atreverme…

«Desplazamiento, Dinero y Domicilio: las tres D de los que Deambulan, como David». Domicilio ya tenía, de momento: la residencia, pero para llegar hasta allí necesitaría Desplazamiento, y no se me ocurría ninguna otra forma de obtenerlo a menos que tuviera Dinero.

Mis pasos me llevaron por largas distancias sin pedir descanso. Y cuando ya venía aceptando que me había ido de casa, me encontré frente al centro comercial en las afueras del pueblo. Si pensaba hacer autoestop, mejor hacerlo donde cientos de autos iban y venían. El problema radicaba en que mi destino estaba a casi tres horas de allí…

Verifiqué por cuarta vez el contenido de mis bolsillos: un solo dólar.

Las luces del centro comercial estaban todas encendidas. La tarde ya había caído y la creciente oscuridad reflejaba mi actual estado de ánimo.

No tenía hambre, pero pronto este sería otro problema. Y entonces una idea siniestra cruzó por mi mente, aunque no podía hacerlo… «Santo cielo». Pero tenía que intentarlo, ¿qué otra cosa podía hacer? Era la única forma que se me ocurría…

Di un profundo respiro y me dirigí hacia el ala donde estaban ubicados los establecimientos de comida.

El lugar estaba abarrotado, y las filas para ordenar le quitaban el hambre a cualquiera, menos a los que la hacían, claro.

No se me hizo difícil identificar el primer rostro familiar, a fin de cuentas estaba en mi pueblo natal. Se trataba de un compañero de clases de la preparatoria. Era un tipo tranquilo, y en ese momento comía una pizza bastante grasosa.

—Jared —le llamé, aparentando naturalidad.

—“Fafid” —me respondió con la boca llena—. “¿Fómo eftán las fosas?”

—Pues ya ves, nada nuevo. Hoy tuve libre en la universidad y decidí dar una vuelta.

—Qué bien. Yo estaba de… ¿Qué te pasó en la cara?

—¡Oh!, esto. No es nada.

—¿Te peleaste con alguien?

—Artes marciales en la universidad.

—Qué bien, qué bien.

—¿Y tú?

—Pues todo sigue igual.

Era ahora o nunca:

—Oye, Jared, ya que te veo, ¿podrías hacerme un favor?

—Claro, ¿qué pasa?

—Verás, le dije a mi madre que me trajera porque pensaba comprarme algo de ropa y después ir a comer. Pero no te lo vas a creer, mi madre se fue y olvidé el dinero sobre el asiento del auto. Y lo peor es que ya se fue a trabajar. —Pausé para tomar aire y evitar que los nervios me traicionaran—. No quiero abusar de tu confianza, pero ¿podrías ayudarme a completar para un pedazo de pizza con un refresco? Solo me queda un dólar —terminé, mostrándole el billete.

—Pues claro, chico. Y para la próxima no des tantas explicaciones, no ves que uno se pone nervioso esperando a ver qué te traes.

Rebuscó en su bolsillo de atrás y me extendió un billete de cinco dólares.

—No tengo cambio —le dije. Y de pronto me vi temiendo que me dijera que se lo entregara después de comprarme el pedazo de pizza, pues en realidad no tenía intenciones de comprármelo.

—Quédatelo. No te podrás comprar ropa con esto, pero podrás comer.

—Te lo agradezco, Jared, de veras.

—¡Bah!, no es para tanto. Anda y come.

—Gracias.

Me marché con el corazón otra vez a punto de escuchárseme. Otra semana como aquella y acabaría necesitando una visita al cardiólogo.

Ahora era el momento de intentarlo con un desconocido. ¿Pero cuál de los tantos? Me alejé lo más que pude de la mesa donde comía Jared, yendo a parar al otro extremo del lugar. Sentada en una mesa de la esquina había una chica que no apartaba la vista de su comida. Parecía tímida, por lo que era un buen prospecto. Años de timidez y amigos tímidos me habían enseñado que se necesitaba coraje para decir que no.

—Permiso —dije, reclinándome un poco para que supiera que yo estaba allí.

La chica levantó la vista.

—¿Sí?

—Perdona mi atrevimiento, pero me preguntaba, ¿podrías ayudarme a completar para una papa asada? Estoy corto por cincuenta centavos —dije, respirando con dificultad.

La chica se lo pensó un segundo.

—Creo que tengo algo, déjame ver.

Metió la mano en un bulto que llevaba sobre su regazo y rebuscó durante un tiempo que me pareció eterno.

—Toma, es lo que tengo.

¡Me entregaba dos dólares!

—No, no —le dije entre sorprendido y maravillado—. Solo necesito cincuenta centavos.

—Pues ahora podrás agrandar el combo —terminó con una sonrisa.

—Muchas gracias.

—No te preocupes.

¡Uff!, Harvey estaría orgulloso. Siete dólares en menos de diez minutos, y sin tartamudear. Bueno, si ya me había ido de casa después de decirle a mi padre las cosas que dije, mendigar algo de dinero no era el fin del mundo.

Cuando dieron las nueve de la noche, decidí que era hora de parar. Muchos de los que me habían dado dinero ya se habían ido, pero cabía la posibilidad de que otros todavía estuvieran cerca y se enteraran de mis verdaderas intenciones; dejar aquel tipo de imagen en tu ciudad natal no era una buena idea. Además, estaba más que satisfecho con los diecisiete dólares que había obtenido. Nunca lo hubiese creído posible, pero tampoco que me hubiese ido de casa ni que varios días atrás hubiese estado a punto de matar a un chico. Y de pronto estuve convencido de que fuera lo que pasara de ahora en adelante, nada volvería a ser igual.



Las diez de la noche. Las once. Casi todas las tiendas habían cerrado, solo algunos establecimientos de comida seguían atendiendo a los pocos clientes que no querían acabar su noche de compras. Y yo seguía sin tener la más remota idea de cómo llegar a la residencia.

Por mi mente pasaron todo tipo de ideas. Desde ir a la estación de la policía y decir que me había quedado a pie y que necesitaba transportación, hasta pararme en medio de la calle con un cartel en las manos a ver quién estaba dispuesto a viajar tres horas con un desconocido por diecisiete dólares.

Antes de que cerraran la pizzería me hice con un pedazo y un refresco de máquina; ahora tendrían que arriesgarse con un desconocido por catorce dólares.

Salí de aquella ala y me senté en uno de los banquillos del exterior. Pero no podía quedarme allí, tenía que moverme; quedarme quieto me daba la sensación de estar perdiendo el tiempo. ¿Pero qué hacer? Quería llorar, volver a casa y decirle a todos que lo sentía… pero, a la misma vez, deseaba…, sí, por extraño que fuera, deseaba superar esa noche. Eso supondría un logro, una muestra de que podía valerme por mí mismo.

A las doce de la media noche la cosa se había puesto crítica. Al menos había podido usar los escusados del centro comercial antes de que cerraran. Volví al mismo banco solitario, pero ninguna nueva idea vino en mi ayuda.

Tal vez mi madre estuviera deseando buscarme, aunque de seguro mi padre se lo habría prohibido.

Un guardia de seguridad pasó dos veces cerca de mí, y en ambas ocasiones se quedó observándome por un segundo de más. Por suerte mi aspecto no era el de un delincuente a punto de romper el vidrio de alguna tienda de las… ¡Walmart! Allí me iría. Estaba abierto las veinticuatro horas, y si me ponía a merodear por los pasillos, no llamaría la atención como lo estaba haciendo en aquella parte oscura del centro comercial.

Caminé por el estacionamiento y me metí en la tienda. Las luces eran cálidas, y las varias personas haciendo compras me hicieron olvidar por ratos que era un deambulante confeso sin la más mínima idea de cómo sobrevivir a mi primer día de soledad.

El sueño llegó a las tres de la mañana cuando hojeaba una revista de música; el dolor de cabeza fue lo único que evitó que me echara a dormir sobre el mismísimo suelo. Había salido de casa sin llevarme nada, ni siquiera las pastillas para el dolor. Solo llevaba conmigo las pertenencias que me habían entregado en el hospital. Un error de planificación, aunque el mayor error había sido no planificar en lo absoluto.

Salí del establecimiento y me puse a dar vueltas por los alrededores para ver si alguna idea afloraba, pero me encontré tan perdido como antes. Me senté sobre la acera cuando finalmente aceptaba que la única forma de llegar a la residencia sería utilizando el transporte privado, que solo operaba de día. Miré el reloj, faltaba poco para las cuatro de la mañana. Ya iba deseando darme un baño, tirarme en una cama y dormir durante dos meses seguidos.

El piso estaba incómodo. Me acomodé un poco y el cuerpo me lo agradeció. Alguien fumaba cerca de la entrada. El olor molestaba, pero no tanto como para empeorar más la situación. La quietud por la ausencia de clientes en aquella zona permitía que se escuchara la música de fondo que salía de las bocinas en el techo del pasillo exterior. Me dolía la cabeza y la parte de la cara donde mi padre me había pegado… Y la sangre comenzó a moverse al ritmo monótono de la música, y un deambulante encendió un cigarrillo. Mi madre me gritó que me fuera de allí, que corría peligro, pero yo solo quería deshacerme de la cuchilla. Debía proteger a Cintia de ese bastardo malagradecido a quien su padre golpeaba…

—Vente —dijo una voz sobre mi oído. «Mi madre», pensé, «o mi padre, cuando decidía ser una persona cariñosa».

—Tengo que llegar a la residencia —alcancé a articular a cualquiera que fuera el que me hablaba.

—Pues hoy estás de suerte —dijo la voz, mientras me ponían de pie, haciendo que mi cabeza amenazara con estallar de dolor.

Parpadeé varias veces y me encontré con Fernand y George, ambos recostados de un auto nuevo de color gris. Se veían cansados, heridos, pero contentos, incluso radiantes, sonriendo de oreja a oreja. A mi lado estaba Harvey, con una barba de varios días que tapaba un poco sus moretones, con su pelo corto un tanto revuelto y sonriendo.

—Encontrarte ha sido complejo, pero ya está. ¡Toma! —dijo, entregándome un par de llaves sostenidas a un llavero barato de trabilla—. La cuchilla fue confiscada, pero logré sacarte dos nuevas copias. —Y mirando a Fernand y George, añadió—: Llevemos a este chico a su nuevo hogar.


23


Me monté al auto y las preguntas comenzaron. Fernand y George querían saber todos los detalles de la huida de mi casa, pero yo no estaba de ánimo para ello. Por suerte, Harvey, que conducía el auto, encendió el radio a un volumen bastante alto. Y con la promesa de que más tarde les contaría, me dejaron en paz.

—Préstame tu celular —le pidió Harvey a George por encima de la música.

—¿Piensas llamar a estas horas?

—Es cierto. Avísame cuando sean las seis.

Cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos, Harvey estacionaba el auto en el área de la residencia reservada para ello. Aunque todavía me sentía cansado y dolorido, el breve sueño hizo su trabajo.

Nos bajamos del auto en silencio. Afuera el sol se levantaba imponente. Decenas de estudiantes iban y venían, listos para otro martes de universidad.

Harvey nos dirigió hacia uno de los tantos banquillos con mesas hechos de piedra que había por todo el patio de la residencia. Los cuatro nos sentamos en el banco más próximo a las escaleras de mi cuarto. Y sí, ahora lo comprendía mejor: dar toda una vuelta cuando podías subir aquella simple escalera y estar en tu habitación…

—Bien —comenzó Harvey con una sonrisa—, supongo que pensarás igual que el ciego que dijo: “no veo la hora de irme”, pero antes de que te largues a dormir, queremos oír los detalles. Así que cuéntanos.

En realidad era yo quien quería oír explicaciones, pero no objeté y me limité a hacerles un breve resumen de las últimas horas.

—¿Y pediste dinero en el centro comercial? —preguntó Harvey, sonriendo a sus anchas.

—¿De todos los detalles y tienes que venir a centrarte en ese?

—Sí, tienes razón —cedió con una sonrisa.

—¿Y cómo se lo tomaron tus padres? —preguntó George.

—A decir verdad, solo puedo imaginármelo. No me quedé para comprobarlo, pero intuyo que mi padre debe de estar echando humo y mi madre llorando como loca.

—¿Y ya sabes qué vas a hacer? —preguntó Fernand.

—Aún no lo decido, pero supongo que la respuesta es obvia, ¿no? Debo buscar un empleo y mantenerme en la residencia por el mayor tiempo que pueda.

—Sí —dijo Fernand, asintiendo con su característica lentitud.

—¿Y bien? —le pregunté al grupo.

—¿Y bien qué? —preguntó George.

—¿Pues que cómo han dado conmigo? ¿Qué hacían tan lejos de la universidad? ¿Cómo se enteraron de que me había ido de casa? ¿Hay que seguir?

—Pues todo comienza conmigo —dijo Harvey—. Cuando me enteré de que te habían dado de alta quise llamarte para saber cómo te sentías. Busqué a George en su cuarto y le pedí un número de teléfono donde conseguirte, pero entonces comprendí que era mejor que quien llamara fuera otro; no creo que tu padre se pusiera muy contento al escuchar mi voz. Fernand se ofreció y llamó a tu madre, que no paraba de llorar.

Una mueca de dolor hizo esfuerzos por cruzarme el rostro.

—Pero bueno —prosiguió—. Entre llantos, tu madre nos contó que te habías ido, pero no pudo darnos más detalles. Nos dijo que estabas a pie y concluimos que no debías estar muy lejos de tu casa. Así que los tres decidimos ir a dar un paseo a ver si te encontrábamos.

—¿Y cómo supieron dónde estaba?

—No lo sabíamos —me explicó Fernand—, pero después de dar varias vueltas por el pueblo, probamos suerte en el centro comercial. Primero pasamos por Walmart, que era lo único que estaba abierto por allí…

—¿Y el auto? —pregunté, señalando el auto donde habíamos llegado.

George dio un suspiro y luego explicó:

—Mi padre insistió en que lo aceptara, por seguridad. Ya sabes, por lo del jueves. Y bueno, ¿a quién le amarga un dulce?

—¿Tu padre no se lo tomó mal?

—¿Lo de la pelea? —preguntó conteniendo una sonrisa—. Ni de cerca. Me dijo que estaba orgulloso de mí. No paraba de preguntarme a cuántos de los chicos me había cargado. No lo veía así de contento desde hace años. Me juró que ni se lo diría a mi madre.

—¿Y a ti? —le pregunté a Fernand, que se encogió de hombros y sonrió.

—Tú sabes cómo es mi madre. A ella no le importaría en lo más mínimo. Ni se me ha ocurrido contárselo.

—¡Vaya! Me alegro por ustedes —dije con un leve sentimiento de envidia.

—De hecho —dijo Harvey con su amplia sonrisa—, deberías alegrarte por todos nosotros, incluyéndote a ti. Verás, durante tu ausencia he estado pensando mucho.

—¿Ah, sí?

Harvey, Fernand y George se miraron con cierta complicidad, lo que me hizo sentir fuera de grupo; esos tres ya compartían confidencias.

—No te sientas perdido —dijo Harvey con aquella habilidad para leer los pensamientos—. George y Fernand solo saben un pedacito muy pequeño del plan.

—¿Plan?

—Sí —contestó efusivo—. Hay varias cosas de las que tenemos que hablar.

Las expresiones de los otros dos me confirmaron que mi incomprensión no era la única.

Harvey encendió un cigarrillo.

—Desde que los conocí no he fallado en ninguna de las deducciones que he hecho sobre ustedes. De hecho, creo haber acertado más que de costumbre —dijo en un tono casual—, pero el jueves fue la noche de las sorpresas. A pesar de conocerlos y entenderlos, les juro que jamás me hubiese atrevido a imaginar que tres vírgenes nerviosos fueran a sacar la cara por mí, o una cuchilla —añadió a media sonrisa—. Y eso me ha hecho repensar el plan que desde hace semanas vengo tramando.

Observé momentáneamente los ojos de mis compañeros, ellos me devolvieron la misma mirada de desconcierto.

—Esta tarde, mientras íbamos de camino a buscarte, les dije a Fernand y a George que ahora todos perteneceríamos al mismo equipo. Un equipo de cambio, si quieren llamarlo así. Y es bueno que te hayas ido de tu casa porque eso demuestra que estás listo.

Harvey era otra persona, una de las múltiples personalidades que le iba conociendo. El de ahora era un tanto incoherente y sonreía con suavidad. Parecía estar bajo los efectos de una droga pasiva.

—No te entiendo. Y creo que ellos tampoco —añadí, señalando a los otros dos.

—Sí, lo sé. Déjenme poner las ideas en orden.

Se puso de pie, fumó de su cigarrillo y comenzó a dar sus acostumbrados paseos a ninguna parte, entremezclándose con los otros estudiantes que caminaban por el patio de la residencia. Fernand hizo una mueca de confusión y George se encogió de hombros, sonriéndome débilmente.

Harvey anduvo alrededor de un minuto con las manos en la cabeza, aunque en dos ocasiones se llevó una a la boca para dar otra fumada. Al poco rato, se acercó a la mesa.

—Bien —dijo—. Ustedes tres tienen ciertas cualidades, habilidades, y posesiones que, si se juntan e integran, podrían producir mucho dinero. Y a decir verdad, me avergüenzo de haberlos subestimado, pero no soy totalmente culpable de ello. Ustedes se esfuerzan tanto por mostrar unas caras de tontos que se hace difícil ver debajo…

Al fin Harvey volvía a ser el mismo de siempre: criticando sin reparos, creyéndose más que nadie y seguro de cosas que para otros no eran tan evidentes. El regreso del viejo Harvey era tanto un alivio como un pesar.

—Yendo al grano —continuó después de dar otra fumada—, yo diría que sus aportaciones esenciales se componen de la cualidad de la inteligencia, la habilidad para la programación y la posesión de contactos. —A todos se nos hizo aparente a quiénes aludía—. Y creo que podríamos llegar muy lejos si a esos elementos le ponemos un propósito definido, un compromiso, una dirección y un plan. ¡Y ahí es donde entro yo!

—¿Y qué es lo tienes en mente? —preguntó George.

—Sería un poco complejo explicarles en su totalidad porque tengo el plan dividido en etapas. —Se interrumpió para lanzar el cigarrillo a lo lejos—. Pero la primera parte será la más fácil y divertida, consistirá en hacernos de dinero. Luego pasaremos a la verdadera acción —terminó, dando una palmada rápida sobre la mesa.

Pero cuando retiró la mano, comprendí que la palmada por sí sola no había sido su intención, sino dejar sobre la mesa un pedazo de papel, uno que esta vez tenía las palabras escritas de izquierda a derecha:


Pulsaciones – 1,850

Oración de Conflicto.

B. ojo águila, 50/1,850

P. E. M. A. C. T. R.


—Llevo pensando en esto desde el lunes de la semana pasada y ayer logré hacerle algunos cambios que lo mejoran. Se lo comenté a Johnny y a él le parece más acertado. Dice que ahora que hay más palabras por sección se hace posible identificar los…

—Harvey —comencé, y él pareció salir de un profundo letargo—, te garantizo que la conversación me parece interesante. El único problema es que no entendemos nada.

—David, Fernand, George —pronunció los nombres mientras nos miraba uno a uno—. Dentro de muy poco estaremos forrados de dinero. De tanto, que ustedes no sabrán qué hacer con él.

Entre los otros tres nos miramos un tanto divertidos.

—No se lo tomen a broma ni con prisa. Ya tendrán tiempo de más para convencerse de lo que les digo.

—Si tú lo dices —comentó George sonriendo.

—Ustedes tienen suerte de haberme conocido, se los pienso probar. Y si no me equivoco —dijo, consultando su reloj deportivo—, el nuevo integrante del equipo debe llegar en cualquier momento.

—¿Cómo?

—¿Qué?

—¿Quién?

Las tres preguntas se mezclaron casi en un unísono. Harvey se echó a reír.

—Ayer en la clase de Español conocí a una chica que creo será una piedra angular en nuestro equipo. ¿Recuerdas la llamada que hice desde tu celular cuando veníamos de camino? —le preguntó a George, que asintió—. Pues le pedí el favor de que se reuniera con nosotros aquí a las siete.

Eché una rápida mirada a mi reloj y descubrí que faltaban solo diez minutos. Lo que quería decir…

—Harvey —le dije poniéndome de pie.

—¿Qué sucede?

—Hoy es martes, ¿verdad?

—Según el calendario gregoriano, aunque de acuerdo con el maya no creo que tenga importancia, según ellos pronto estaremos jodidos.

—¡Tengo clase a la siete! Debo irme.

Hice ademán de salir de allí, pero Harvey me detuvo aguantándome por un brazo.

—En primer lugar, no eres el único que tiene clase a las siete. En segundo lugar, tienes una excusa médica de una semana de vigencia por la que muchos estudiantes estarían dispuestos a matar para obtener… Y en tercer lugar, y esto me parece una tremenda coincidencia, hoy no dan esa clase de Inglés que tanto te preocupa.

—Pero…, ¿qué? ¿Por qué?

Harvey retiró su mano de mi brazo y levantó un pulgar sobre su hombro.

—¿Por qué mejor no se lo preguntas a ella?

Allí, justo en medio del patio, una chica caminaba hacia nosotros. Tenía unos rizos anaranjados que le caían por todo su rostro pecoso. Venía vistiendo una camisa negra, un pantalón oscuro y varios anillos y pulseras que adornaban sus manos. Y aunque la distancia lo impedía, hubiese jurado percibir la fragancia de un delicioso dulce melón.


24


⁓¿Sally? —dije sin creérmelo.

Su caminar era pausado, seguro. El sol de la mañana le golpeaba el pelo anaranjado, haciéndole lucir más angelical.

—Hola, David —me saludó la voz que tanto había deseado volver a escuchar—. Harvey me contó lo del hospital, me alegra comprobar que estés bien.

“Me alegra comprobar que estés bien”, eso lo recordaría por el resto de mi vida… Fernand y George, que se habían quedado observando a la recién llegada, volvieron sus ojos hacia mí. Estaba claro que no se creían que semejante chica me conociera, mucho menos que me saludara con naturalidad.

Sally se acercó más a la mesa, y después de derretirme con una sonrisa, le plantó un beso en la mejilla a Harvey.

Una punzada me retorció el estómago; Harvey y Sally se trataban como dos viejos amigos… Y de inmediato cruzó por mi mente la desagradable posibilidad de que aquellos dos tuvieran o hubiesen tenido algo. «Con Sally no, por favor.»

—¿Cómo estás? —le preguntó Harvey.

—No me quejo.

—Bien —dijo Harvey—. Como debes saber, este de aquí es David, y estos dos son Fernand y George.

Sally le extendió una mano a Fernand y a George, quienes la saludaron nerviosamente.

—¿No se supone… que… tomando Inglés? —dije como pude, sintiéndome fatal. Una cosa era hacer el ridículo frente a Sally, otra muy distinta hacerlo frente a Fernand, George y especialmente Harvey.

—Creo que David quiere saber por qué hoy no dan la clase de Inglés —dijo Harvey, intentando esconder una sonrisa.

—¡Oh, eso! —dijo Sally, y comencé a sentir unas ganas de echarme a correr—. La primera razón sería…, ¿cómo fue que lo dijiste? —acabó preguntándole a Harvey—. ¡Ah, sí! —se volvió hacia mí—. La primera razón es que si ninguno de los dos asiste entonces no pueden dar la clase; somos los únicos estudiantes del curso.

“¿Cómo fue que lo dijiste?” Así que Harvey y Sally se hablaban con normalidad. Y otra punzada volvió a retorcer mi estómago.

—La segunda razón —continuó—, y una que hace innecesaria la primera, es que han decidido cerrar nuestra clase por falta de quórum. Nos movieron con el profesor Skinner, de una y treinta a tres de la tarde, martes y jueves.

Asentí, pero no por lo que decía, pues, a decir verdad, no pude comprenderlo; mi mente estaba retorciéndose con mi estómago…

Pero entonces una luz de esperanza surcó el horizonte oscuro de mi cerebro. Harvey sabía que yo conocía a Sally, lo que quería decir que ella le había hablado de mí… y de ser el caso, yo me adjudicaría un punto.

—¿Cómo sabías que tomábamos una clase juntos? —le pregunté a Harvey; si me hubiese dirigido a Sally hubiese dicho una incoherencia.

—Déjame ver —dijo Harvey. Luego se hizo a un lado y le señaló a Sally el espacio vacío que había justo a mi lado. Sally se sentó. Harvey encendió un cigarrillo y le ofreció uno a Sally, que hizo una mueca y negó—. ¿Cómo lo supe? ¿Cómo lo supe? —murmuró para sí—. Fíjate, no me había detenido a pensarlo, pero ahora que me lo preguntas, creo que es bastante obvio.

—¿Obvio? —preguntó Sally entre curiosa y divertida. Entonces no se lo había dicho ella… «Un punto menos, David». Y la punzada volvió a hacer lo suyo.

Fernand y George volvieron a padecer de inmovilidad. Y con el mero hecho de imaginar que creyeran que Harvey estaba dándoles otra clase para ligar, mi estómago alcanzó un estado preocupante. Era cierto que tenía ganas de salir corriendo, pero si aquello continuaba, tendría que hacerlo en dirección a los escusados.

—Esta mañana —le dijo a Sally— me dijiste que podías aceptar mi invitación porque casualmente habían suspendido tu clase de Inglés, que se componía de solo dos estudiantes. Y luego pasaste a darme una breve descripción del chico con el que la compartías. Ahora lo recuerdo mejor —acabó Harvey con una risita.

Tenía la sensación de estar encogiéndome. Por el momento solo pude mirarme las manos con la esperanza de que todo acabara de una vez.

—Un tipo tímido, que no habla mucho —continuó Harvey divertido, dando varias fumadas—. Piel blanca, de pelo negro oscuro y brillante, de cejas pobladas, nervioso… Y bueno, la conclusión fue automática, pues solía ser que yo conocía a un chico de tales características…

—Ya veo —dijo Sally, y volteó la cara para mirarme—. Llegué a pensar que tú le habías hablado de mí.

Varias cosas pasaron a la vez: la sensación de darme un chapuzón con agua helada, otra pequeña luz de esperanza y nuevos retorcijones estomacales. ¿Por qué había pensado Sally que yo le había hablado a Harvey de ella? ¿Era acaso que lo temía? (aquí estaba el chapuzón)…, ¿o que lo de deseaba? (la luz de esperanza). Los retorcijones fueron meros productos de la mezcla de tales posibilidades.

—Pues volviendo a lo nuestro —dijo Harvey, y se lo agradecí—. Lo más importante ahora es coordinar las siguientes reuniones, por tanto voy a necesitar sus horarios. ¿Qué les parece vernos a las siete de la noche, aquí mismo?

Fernand y George asintieron, pero Sally negó.

—No puedo. A las ocho y media me iría mejor.

—¿Están de acuerdo? —preguntó Harvey.

Fernand y George volvieron a asentir.

—¿David?

—¿Ah?, sí.

—Eh… —dijo Fernand mirando su reloj—, debo irme. Yo sí tengo clase a las siete.

—George y yo también, tenemos Psicología —dijo Harvey.

—Pues debería buscar mi bulto. Hasta la noche —dijo George, poniéndose de pie—. ¿Vienes, Ferd?

—Sí.

Ambos se despidieron con un movimiento de mano y se fueron en dirección a la recepción.

—Yo también debería buscar mi bulto —dijo Harvey—. Y David, ayer en Ciencias Sociales nos asignaron un trabajo, es para entregar en dos semanas. Si te parece, luego de la reunión de esta noche nos ponemos a ello.

Asentí, intentando evitar la mirada de Sally. ¡Qué imprudencia! ¿Por qué Harvey no podía callarse la boca?

—Bueno, hasta luego.

Sally le devolvió la sonrisa y Harvey se dirigió hacia las escaleras.

—¿Pero qué hace? —me preguntó Sally, observando a Harvey detenerse por un momento en la base de la escalera, echar una rápida mirada hacia arriba y comenzar a correr escalera arriba—. Se supone que nadie suba por ahí.

—Lo sé… pero así es él.

Sally volteó la cara hacia mí. Intenté no apartar la vista, resistir lo más que pudiera, pero en cuestión de un segundo ya observaba el patio.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó.

—Cortar… Inglés —fue lo primero que me salió, y a Sally le produjo una carcajada. ¡Había dicho algo gracioso! Otro punto para David.

—¿Ya desayunaste? —volvió.

—Todavía. Pensé acostarme… anoche no dormí bien.

—¡Ah, bueno! En ese caso, nos…

—No… No quise decir eso —dije, haciendo un esfuerzo por hablar con coherencia—. Había pensado dormir, pero ya que… estás aquí… prefiero desayunar…

—Pues vamos —dijo sonriendo.

—¡Lo estás haciendo bien, David! —gritaron a lo lejos.

Harvey estaba parado frente a la puerta de salida del tercer piso con un pulgar levantado y sonriendo a sus anchas.

Después se fijó en la cámara que estaba sobre su cabeza, y despidiéndose con una mano, se dio media vuelta, metió la llave, abrió la puerta y desapareció.

—Bueno, vamos —dijo Sally.

—Vale.

Nos pusimos de pie y cruzamos el patio. Pasamos de largo el pasillo del primer piso y salimos por la puerta trasera:

—¿Cómo es vivir con Harvey?

La sensación de mi estómago se regó por todo el cuerpo.

—Supongo que… diferente.

—A veces siento que no se puede tener privacidad junto a ese chico.

Yo la entendía.

—Debe ser por… esa cosa que hace —comenté—. Tú sabes… adivinar como Sherlock Holmes.

—Probablemente. Cada vez que estoy con él me siento desnuda —dijo, y una tos se me atragantó, haciéndome ahogar—. Lo siento —añadió, dándome unas palmadas en la espalda—. Lo decía en sentido figurado.

—Claro —dije recuperándome. Aunque si para sentir su contacto había que toser, entonces debía plantearme seriamente comenzar a fumar.

A los pocos minutos alcanzamos la cafetería. Estaba bastante vacía; ya eran pasadas las siete y la mayoría de los estudiantes estaban metidos en clases.

Esta vez me decidí por un sándwich. Sally también optó por uno. Cuando llegamos a la sección de pago, me aseguré de adelantarme y pedirle a la joven que cobraba que sumara las dos cosas.

—No es necesario, ¿sabes? —dijo Sally sonriendo.

—No es nada.

—Pero de verdad no tienes que hacerlo.

¡Por Dios, qué insistencia! ¿Por qué las cosas no podían fluir sin más?

—Yo pago, no importa —insistí.

Sally se echó a reír.

—Lo que quiero decir es que ninguno de los dos tiene que pagar. Tengo vales para cinco comidas. Tenga —añadió hacia la muchacha, entregándole dos pedacitos de papel cartón—. Es una de las ventajas del Club Literario.

La muchacha nos deseó buen provecho y salimos hacia las mesas.

Ahora, si comer en presencia de Harvey era la muerte, con Sally era resucitar y volver a morir; necesité más de un minuto para poder tragar el primer mordisco.

—Así que… estás en… Club Literario.

—Sí, aunque solo hemos tenido una reunión.

—¡Oh…!, qué bien.

¿Cómo se suponía que debía mantener una conversación con una chica? Cerré los ojos y me prometí prestar más atención a la próxima clase con Harvey.

Sally ya iba por la mitad de su emparedado mientras yo me decidía a dar el tercer mordisco.

—¿Y qué se trama Harvey exactamente? —me preguntó, dejando su refresco sobre la mesa.

—Yo también… me lo pregunto.

—Es un tipo raro, ¿no te parece?

—Ustedes… digo, se conocen… ¿Te gusta? —las palabras simplemente salieron.

—¿Que si me gusta Harvey? —preguntó.

—Perdón… no quería…

Sally miró a lo lejos.

—Yo creo la mayoría de las chicas estarían de acuerdo con que es guapo. De seguro tiene su atractivo —reconoció, mientras los tres pedazos de emparedado que me había comido amenazaban por salírseme de la boca—, pero de ahí a que me guste…, no lo creo.

—¿Ah, no? —dije, esperando que el alivio que sentía no fuera visible.

—A decir verdad, no me fío mucho de él. Hay algo en ese chico que no me brinda confianza. No sé.

—Te… entiendo.

—¿De veras?

—Bueno… llevo una semana con él… y todavía no lo comprendo…

—¿Por qué entonces has decidido formar parte de su nuevo Equipo de Cambio? —Pronunció las últimas tres palabras con un leve tono burlón.

—No tuve elección… Lo conocí el lunes de la otra semana… y hoy me dice que estamos en un equipo —acabé, dándole un sorbo a mi refresco—. ¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Por qué estás en… equipo?

—¿Qué pasa, David?

—¿Qué… pasa me? ¿Qué… dices?

—Eso —dijo sonriendo—. Cuando te conocí pensé que tenías problemas del habla, pero ya voy creyendo que es otra cosa —acabó con una risita.

¿Problemas del habla? «¡Que me muera ahora, ahora mismo!»

—¿Nervios? —preguntó.

—Sí.

—¿Por mí?

—Sí.

—¿Te gusto?

—Sí.

—Entiendo…

—Sí.

—¿Cómo?

—Sí… Perdón.

Sally se puso de pie, rodeó la mesa y se paró justo a mi lado. Mi corazón latió con fuerza, pero no en mi pecho, pues lo tenía en la garganta. Y sin que lo hubiese esperado, mucho menos merecido, Sally me plantó un beso en la mejilla.

—Tú también me gustas —dijo.

Entonces volvió a su silla y se centró en su emparedado.


25


Era un simple beso, aunque esto no evitó que me ardieran las mejillas, en especial aquella donde me lo había plantado; y el ardor fue más fuerte que el que me produjo la cachetada de mi padre.

Su comentario, sin embargo, no era tan simple. No podía creer que esto me pasaba justo un día después de haberme ido de casa…

El resto del desayuno transcurrió en silencio. Cuando yo terminaba la mitad de mi emparedado, Sally se puso de pie.

—Toma.

Agarré lo que me entregaba, cuidándome de no arrebatárselo por los nervios. Era la nota que informaba que la clase del profesor Thompson había sido anexada a la del profesor Skinner.

—Así que nos volveremos a ver por la tarde —comenté.

—Sí, y me alegra saber que ya te comunicas mejor —dijo, y me volvieron a arder las mejillas.

—Supongo.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó.

—Debo ir al laboratorio.

—Pues acompáñame hasta la residencia, te queda de camino.

—¿Vives en la residencia?

—Sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Es que no lo sabía.

—Pues ya lo sabes —dijo sonriendo—. ¿Nos vamos?

—Vale.

De camino con Sally hacia la residencia me comencé a sentir el dios del mundo. El haberme ido de casa y la futura cita del tribunal quedaron eclipsados por una sensación de complacencia y de poder. Sally había dicho que yo le gustaba… y solo nos habíamos visto en tres ocasiones. ¡Diez puntos para David!



Aunque tenía una excusa médica, había decidido no faltar al laboratorio; según la estudiante encargada no debíamos perdernos el trabajo en grupo de hoy. Esa mañana, no obstante, recibí mi primera reprimenda universitaria porque me quedé dormido en el laboratorio.

Más tarde, de camino a la residencia y mientras comía las sobras de un paquete de galletas de soda, los pensamientos sobre Sally se alejaron para hacerle espacio a otros más apremiantes y menos agradables.

Harvey llegó después de las doce. Me dio un breve saludo de cabeza, se sentó frente a su nueva computadora, tecleó algo rápido y luego se tiró a la cama. Al poco rato sacó su iPod Touch y se sumergió en una especie de trance.

—¡Qué libro! —dijo de pronto.

—¿Estás leyendo en eso?

—Con esto puedes llevar cientos de libros en tu bolsillo y hasta navegar en internet.

Su comentario me recordó que George me había pedido las fotos de la graduación. Fui hasta la mesa y encendí la Acer. Luego de una eternidad logré abrir el programa de correo electrónico. Ahora solo necesitaba conectarme.

Después de hacer un esfuerzo por recodar las instrucciones de Fernand, acabé tecleando en el área de la contraseña: “Univ3r5idad-R3gional-Prim3r-R3cinto”. Comprimí la carpeta de fotos y la envié.

—Sí… Eso mismo. —Harvey se levantó de un salto y comenzó a pasearse por el cuarto—. Premisa. ¡Claro! La Premisa es del escritor y el Rastro del lector. Sí, sí…

Se dirigió hasta la ventana, tomó la pizarra y la tiró sobre la cama. Luego se puso a rebuscar en su bulto hasta sacar un marcador negro de borrado en seco.

—David.

—¿Sí?

—Ven acá. Observa esto.

Sin muchas ganas, me puse de pie y me le acerqué.

—Serás el primero en verlo todo digerido —dijo, garabateando con rapidez sobre la pizarra.

Cuando terminó de escribir, se enderezó, me regaló su amplia sonrisa y me señaló la pizarra con ambas manos.

—La receta, pero ahora con sus once hierbas y especias.

En la pizarra decía:


premisa: por qué, abstracto

(filosofía, propósito, tema, escritor)

evento: qué, concreto

(escenas, etapas, conflictos)

mundo: dónde, metafísica

(causalidad, leyes, identidad)

anacronía: cuándo, epistemología

(anacronismo, relativo, desorden)

caracterización: quién, ética

(voluntad, decisión, arquetipos)

trama: cómo, política

(cronología, objetivo, integrar, orden)

rastro: cuánto, estética

(estilo, lenguaje, giro, 1,850, lector)


—¿Qué se supone que veo?

—La receta. ¿Te acuerdas de que le hice algunos cambios? Pues ahora he logrado expandirlo. Si no me equivoco, y espero mucho que no sea el caso, esto es todo lo que necesitamos de momento.

Volví a mirar la pizarra intentando descubrir algún indicio que prometiera unos cuantos millones de dólares, pero todo me pareció aleatorio y sin mucho sentido.

—Deja a ver si adivino —dije, aparentando estar pensativo—. Es algo que solo tú entiendes, claro, por si te lo roban.

—No, David. Está más claro que el agua. La razón de que no lo entiendas es que está resumido, digerido, por así decirlo. Solo he escrito las cosas esenciales con tal de retenerlas en un solo pensamiento.

—Entonces, ¿qué significa?

—Eso tendrá que esperar hasta la noche. No puedo darte un trato preferencial al resto del Equipo.

—Claro —dije.

—Lo que creo que podríamos hacer es ponernos sobre ese trabajo de Ciencias Sociales y no esperar hasta la noche. No parece muy complicado, pero bueno, eso tendrás que juzgarlo tú.

—¿Tiene que ser ahora? Tengo clase a la una y media.

La verdadera razón de querer retrasar la asignación tenía que ver más con el cansancio que tenía junto con una extraña sensación relacionada con mis padres que había vuelto a molestar en mi cabeza.

—Puedo dejarte el libro si quieres, para que te vayas familiarizando.

—¿En qué consiste el trabajo?

—Hay que escribir un ensayo de mil palabras sobre el primer capítulo.

—Vale.

Harvey buscó un libro bastante grueso de su bulto y me lo entregó.

Me traje el libro a la cama con intenciones de leerlo, pero después de un minuto, reconocí que mi mente no estaba para ello. La sensación de todopoderoso que Sally me había producido se había desvanecido. De momento, solo podía imaginar un juez sin rostro que me sentenciaba a diez años de cárcel. Y allá, sentada a lo lejos, mi madre llorando y mi padre asintiendo con satisfacción…

—David —me llamó Harvey, alejándome de mis pensamientos.

—¿Sí?

—La clase que tienes ahora es esa nueva de Inglés, ¿verdad?

—Sí.

—Y vas a ver a Sally.

¿Lo decía o lo preguntaba?

—Sí.

Harvey echó la pizarra a un lado y se sentó en la esquina de la cama que daba a la ventana.

—¿Sabes? Le gustas —dijo mirando a lo lejos.

—¿Cómo?

—La forma en que te miraba, lo a gusto que se le veía cuando se quedaron solos. —Se volteó para observarme—. Creo que lo estás haciendo bien. O eso parecía desde lejos.

Allí estábamos otra vez; Harvey socavando dentro de las cosas en las que no debía meterse. Sí, era como estar desnudo, figuradamente, claro.

—¿Cómo sabes esas cosas? Me refiero a saber lo que piensan los otros.

—Es más complejo que desarrollar el oído o que aprender un nuevo idioma. No es imposible, pero conlleva más tiempo.

Asentí en silencio y fijé la vista en la ventana.

—Voy a serte sincero —dije—. Hasta hace una semana atrás, tenía una vida bastante clara. No era mucho, pero todo estaba en orden. Sabía qué tenía que hacer y… bueno. El punto es que… Mira… olvídalo.

Harvey se puso de pie y se me acercó. Cuando estuvo frente a mí, se sentó en el suelo.

—Yo sé lo que te ocurre, pero sería bueno si lo dices de todas formas. No te puedo decir que confíes en mí, no porque considere que no soy de fiar, sino porque da igual lo que yo diga, eso depende de ti… pero puedes decirme lo que ya supongo saber.

Lo miré directo a los ojos durante un segundo. Y sin comprender la razón y, de hecho, sin que me importara comprenderla, comencé a llorar.

—Mamá… —sollocé—. No tengo dinero…, ni siquiera quiero estudiar Ingeniería.

Harvey se mantuvo inexpresivo, sin apartar su vista de mí.

—Me siento perdido —seguí—. No sé qué debo hacer… ni cómo. Y ahí estás tú. Siempre tan seguro… tan creído… y aunque no me agradan las cosas que dice y haces…, a decir verdad te envidio. Quisiera… quisiera saber qué hacer…

Harvey se levantó y se fue hacia la ventana, desde donde se puso a mirar afuera.

—¿Crees que fue una buena decisión irme de casa? —pregunté—. Dime lo que piensas.

—Pienso que lo que yo piense no debería importarte —dijo sin dejar de mirar afuera—. Ahora más que nunca vas a necesitar usar la cabeza. Y vas a tener que usar la tuya.

—Sí, lo sé —dije, metiendo la cara entre las manos—. Pero no sé cómo hacerlo… tú podrías enseñarme —añadí, descubriendo mi cara para observarlo—. Harvey, necesito cambiar. Creo que si no lo hago voy a morir de hambre… o de estúpido.

Harvey sacó la vista de la ventana y me observó.

—Sin duda eres algo extraño —murmuró.

—¿Por qué?

—No tiene importancia.

—Pídeme lo que quieras… —le dije—. Lo que sea. A cambio, necesito aprender.

Harvey comenzó a pasearse por la habitación con las manos sobre la cabeza. Yo aproveché para borrar cualquier evidencia de que había llorado.

—Escúchame, David. Algún día comprenderás que las cosas que hago no tienen valor. Pero si estás decidido a parecerte un poco a mí, pues adelante. Nadie te lo impide. Obsérvame, pregúntame lo que sea. A fin de cuentas yo también estoy aprendiendo cosas de ti.

—¿Tú aprendiendo de mí?

—Creo que nos conviene permanecer juntos. Mira —añadió, señalando la pizarra—, esto va a tomarme tiempo. No es fácil lo que me pretendo y requiere de muchos pasos. Quédate conmigo hasta el final, aun cuando los otros se rajen o me den por loco. Si persistimos, vamos a lograr cambiar nuestras vidas.

Harvey dejó el paseo aleatorio y se me acercó.

—Vamos a hacernos ricos, David. Ayúdame a hacerlo lo más rápido posible y obtendrás más que un triste diez por ciento.

—¿Pero por qué yo? ¿Por qué no hacer eso que quieres con alguien seguro, con alguien que sepa lo que hace…? ¿Qué aporto yo?

—Tú… tú me das perspectiva, no sé, balance.

—No te entiendo.

—Es eso mismo: tú no eres como yo —dijo, dándome la espalda y echando la pizarra a un lado para tirarse sobre la cama.

—Pero yo quiero ser más como tú. Yo aprender cosas de ti… —dije.

Harvey se puso de un lado para mirarme.

—¿Qué quieres saber?

—Quiero entenderte. Quiero ser más seguro, perder el miedo. Quiero saber cómo pensar.

—Eso va a tomarte tiempo.

—No importa.

—Lo que digo es que te lo tomes con calma, que empieces por cosas simples.

—¿Qué me recomiendas que haga?

—¿Me estás volviendo a preguntar qué haría yo en tu situación a pesar de que yo en tu situación no le preguntaría a nadie qué hacer en mi situación?

—Básicamente.

Los dos reímos un poco.

—Pues bueno, en ese caso, si yo fuera tú, me relajaría. Dejaría que las emociones se calmaran para poder pensar con mayor claridad. Por el momento, me centraría en pensar qué le voy a decir a Sally cuando la vea en la clase y, claro, me fumaría un cigarrillo.

—¿Hablas en serio?

—Totalmente.

—Dame uno —dije sin pensarlo. Pero sintiendo de inmediato la necesidad de justificarme, añadí—: Me fui de casa y debo cambiar. Y si hacerlo va a tomarme tiempo, mejor empezar ahora, ¿no crees?

Y de lejos salieron volando una caja roja y un encendedor, que vinieron a parar sobre mi cama. Harvey guiñó un ojo y sonrió antes de decir:

—Elemental, mi querido Watson.


26


Ahora que miraba la caja de cigarrillos entre mis manos no me sentía tan seguro, pero bueno, yo nunca me sentía seguro, y de eso era que trataba todo el asunto.

Saqué un cigarrillo, me lo llevé a la boca y lo encendí.

Tosí.

Sabía horrible. La garganta se me puso seca en un instante. ¿Cómo era que tanta gente podía hacer una estupidez como aquella y tan a menudo?

—Esto sabe a mierda.

—Es lo gracioso del asunto, ¿no crees?

—¿Gracioso? —pregunté, mirando el cigarrillo de reojo porque comenzaba a sentirme algo mareado.

—Sabe horrible, pero una vez has entrado en contacto con la nicotina, no la puedes olvidar. Es como una puta. Sales con ella sabiendo lo espantoso que es, y después no quieres perder el tiempo ligando. La puta se queda en la mente.

—Interesante comparación —dije, y volví a meterme un poco de humo en la boca y a toser como un enfermo.

—Todo es lo mismo —dijo.

—¿Ah?

—No es que sea una comparación interesante, sino es que todo es lo mismo —acabó, mirando hacia la ventana.

—¿Se supone que te entienda?

Harvey se removió en la cama.

—Ya que sale el tema, ¿por qué no aprovecharlo?

—¿Ajá? —Otra fumada, u otro intento, y otro ataque de tos.

—Para pensar con rapidez necesitas principios.

—¿Principios?

—Bueno, todo el mundo los tiene. Lo que debería decir es que tienes que escoger los tuyos con más cuidado y utilizarlos correctamente.

Harvey esperó a que acabara mi otro ataque de tos para continuar:

—Imagina que naufragas y llegas a una isla desierta. Pasan las horas y nadie viene a rescatarte. Después de un rato comienza a darte hambre. Frente a ti hay una palma llena de cocos. Te subes, coges uno, lo abres y te lo comes. A las varias horas tienes un dolor de estómago terrible. ¿Qué concluyes?

—Supongo que el coco estaba dañado —dije, y volví a coger humo. Esta vez tosí solo dos veces, pero el mareo aumentó.

—Esa conclusión es la semilla de un principio, pero solo una semilla. En realidad el dolor pudo haber sido causado por cualquier otra cosa, pero cabe la posibilidad de que el coco estuviera dañado, claro.

—¿Y?

—Imagina que luego de varias horas vuelve a darte hambre, abres otro coco, te lo comes y a las pocas horas tienes el mismo dolor de estómago. ¿Qué piensas entonces?

—Que definitivamente los cocos están dañados.

—Y cuando vuelva a darte hambre, ¿qué harías?

—Buscaría otra cosa para comer, una fruta o un pescado, no sé.

—Pero el hecho de que dos cocos estuviesen dañados no quiere decir que los otros cientos lo estén.

—Sí, bueno, pero para qué arriesgarse, ¿no?

—Ahí lo tienes. Has creado un principio —dijo, llevando los ojos a la ventana—. El que concluyas que los otros cocos podrían estar dañados es lo que en filosofía se conoce como una inducción. Y de esa inducción has sacado un principio. Uno parecido a “debo evitar los cocos porque parecen ponerme enfermo”.

—¿Y qué tiene que ver el coco con el cigarrillo… o con la puta? —pregunté, volviendo a meterme el cigarrillo a la boca.

—Pues que precisamente todo es lo mismo. A todo le aplicas principios, y uno de ellos es el que dice que todo es lo mismo.

—Estoy perdido.

Harvey sonrió y se puso de pie. Fue hasta mi cama, tomó los cigarrillos, prendió uno y después se alejó para abrir la ventana.

—Si te pusieras a probar todos los cocos en la isla para comprobar cuáles están dañados, es probable que acabes envenenado o que pierdas tu tiempo persiguiendo cocos por una eternidad. En esencia, eso es lo que haría un pragmático, pero tú utilizas principios. Estos te dan un marco de referencia para actuar.

—¿Pero qué tiene que ver con el cigarrillo?

—Pongámoslo así —dijo, paseándose—, cuando dijiste que el cigarrillo sabía horrible me recordaste un sinnúmero de ejemplos similares. A diario hacemos cosas que nos perjudican, aún cuando sabemos el daño que causan. Y si piensas lo suficiente, es posible que encuentres algo en común en todas ellas, una relación de la que puedas extraer un principio. Si me preguntas por qué creo que la gente fuma, diría que se debe a la sensación que te provoca la nicotina. —Harvey dio una profunda calada a su cigarrillo y yo lo imité; para mi sorpresa, no tosí—. Es una sensación falsa de bienestar. La nicotina te quita algo que solo ella puede darte. Cuando fumas pierdes algo. Una vez lo pierdes, quieres recuperarlo, entonces vuelves a fumar, lo que hace que sientas que perdiste algo y que quieras volver a recuperarlo.

—¿Y la puta? —pregunté sonriendo.

—Creo que tienen ciertas cosas en común —contestó—. Te acuestas con una, lo disfrutas y quedas satisfecho, pero cuando pasa el tiempo, se queda un vacío, tal vez algo moral, no lo sé con seguridad, pero algo falta. Entonces quieres buscarlo y crees poder encontrarlo haciendo lo mismo. Así que vuelves a revolcarte con otra y vuelves a necesitarlo…

—Cuando lo dices así, suena parecido.

—La azúcar te da la sensación de tener hambre, así que te metes más azúcar para calmarla y pronto vuelves a sentir más hambre… Juegas la lotería porque te falta dinero. Y mientras el boleto está en tu mano y la suerte no se ha echado, crees tenerlo. Luego pierdes y sientes que te falta dinero, vuelves y juegas, pierdes, juegas… Todo es lo mismo. Es un principio de principios.

Sin darme cuenta el cigarrillo que fumaba se consumió; llevaba varias caladas sin toser. Me levanté y me dirigí hacia la ventana con intenciones de tirar la colilla al patio.

—No. Apágalo sobre el escritorio. Sobre el mío, si quieres —añadió al ver mi cara—. Podríamos meternos en problemas si ven colillas debajo de nuestra ventana.

Apagué el cigarrillo y volví a la cama. Sentía la garganta seca y tenía los ojos llorosos de tanto humo, pero el olor ya no se me antojaba tan fuerte como antes.

—Esto marea de madre.

Harvey sonrió.

—Tú juegas ajedrez, y para hacerlo necesitas principios. Digo, para todo necesitas principios, pero es un buen ejemplo.

—Yo no tengo principios de ajedrez —dije, recordando mi última derrota.

—Claro que los tienes. Veamos: ¿con qué piezas tiendes a salir?

—Con el peón del rey o de la dama.

—¿Por qué?

—Por que me permite desarrollar las otras piezas con más rapidez, controlar el centro del tablero desde el comienzo y ayudar a…

—Ahí los tienes, todos esos son principios: ocupa, ataca y defiende el centro de tablero; desarrolla las piezas menores; enrócate cuanto antes; no saques la dama tan rápido en el juego; evita mover la misma pieza más de una vez durante la apertura; los alfiles van mejores en juegos abiertos, los caballos en los cerrados; las torres pertenecen a las filas abiertas; no crees isla de peones; adelanta los peones pasados; crea cadenas de peones; intercambia para simplificar la posición; pon las torres detrás de los peones pasados; saca el caballo primero que su alfil; intercambia piezas para aumentar la proporción de la ventaja…

Harvey se detuvo para dar un largo respiro y volver a fumar. Yo me limité a reconocer que era tan bueno en la teoría de ajedrez como en la práctica.

—Todos estos son principios —continuó—, y sin ellos no tendrías ni la más remota idea para decidir si mover un peón de torre o salir con un caballo. Los principios te guían para tomar decisiones… Pero también tienes que comprender que los principios no son reglas o dogmas. Son guías, no ataduras. Piensa por un segundo qué harías si para poder proteger el centro del tablero tuvieses que evitar enrocarte. O si tuvieses que sacar la dama a la tercera movida con tal de ganar un caballo enemigo. ¿Qué harías?

—Supongo que analizar cuál de las alternativas me conviene más.

—Claro, pero para eso tendrías que tener más principios. Principios que te digan qué hacer cuando dos principios opuestos se encuentren. Y mientras más principios de principios tengas, mejor jugarás. Así que observa lo siguiente: si los principios fueran reglas estrictas casi todos se contradirían. Es verdad que no debes comer cocos, pero también hay un principio que dice que si tienes hambre debes comer. Si solo hubiese cocos en esta isla, ¿te los comerías? Ahí tienes la magia de los principios. Los de primer nivel son importantes, pero los de mayor nivel te hacen experto. Te dan poder.

Harvey guardó silencio y estrujó el cigarrillo sobre su escritorio. Se recostó en su cama y se puso ambas manos detrás de la cabeza.

Era mucha información para captar de una sola vez, y la palabrita “principio” me daba golpecitos en las sienes.

—Yo aprendo más rápido, mejor y en mayor cantidad porque tengo muchos principios —dijo—. Interpretar a las personas se trata de principios, también aprender un idioma, desarrollar el oído, ligar con chicas, mejorar la memoria, jugar ajedrez, idear tramas ficticias de calibre… Mientras más y mejores principios, más capaz serás.

—¿Y cómo se supone que conseguiré todos esos principios?

—Se podría decir que tu mente los crea automáticamente. El problema de esa automatización es que no es necesariamente la correcta. Para crear principios útiles y poderosos tienes que dejarte llevar en primera instancia por otros principios.

—Eso suena como al huevo y la gallina.

—Ahí lo tienes, un principio que te hizo conectar mis palabras con un viejo dicho.

—¿En serio? Lo decía en broma…

—El huevo y la gallina. Para obtener principios, necesitas principios. No consigues trabajo porque no tienes experiencia, no tienes experiencia porque no consigues trabajo. Fumas porque te falta algo, fumas, lo tienes, te falta, fumas, lo tienes, te falta. Todo es lo mismo, en este caso, un simple círculo —se interrumpió y me observó fijamente—. Y esto es solo la teoría, la base. La aplicación es lo que lo hace divertido. Es lo que te brinda resultados. Chicas, dinero, poder… Las posibilidades son infinitas.

—Pues voy a tener que hacerme con unos cuantos de esos principios.

—Por ahora confórmate con este: “si una chica te interesa, es mejor llegar a tiempo a tu cita con ella”.

¡Rayos! La una y veinte.

De un solo movimiento me puse de pie y me enganché el bulto a la espalda. Salí corriendo hasta la puerta cuando un silbido fuerte hizo eco por todo el cuarto.

—Un aliento a mentas es más agradable —dijo, lanzándome una caja de chicles.

—Gracias.

—Sí, ahí tienes otro principio.

Saqué un chicle y me lo llevé a la boca. Cuando le tiré el paquete de vuelta, alcancé a preguntarle:

—Y oye, ¿alguna vez te has acostado con una puta?

—Como decimos los zurdos: “también tenemos derecho” —dijo sonriendo, antes de ponerse a leer en su iPod.

Un minuto después yo cruzaba el patio en línea recta para dirigirme al edificio de Humanidades, donde esperaba encontrarme con Sally.


27


Pasé por la recepción, y como era de esperarse, el viejo estaba en la misma posición de siempre. Durante un momento pensé en la posibilidad de que estuviera muerto, que lo hubiesen disecado y dejado allí para que creyeras que te observaba…

Llegué a las escaleras del edificio Emerson. Mientras las subía, busqué por todos lados el pedazo de papel que Sally me entregó en la cafetería. El salón era el doscientos dos. Subí un piso más, y me alivió comprobar que los demás estudiantes entraban justo entonces.

No se me hizo difícil distinguir a Sally de entre todos los demás estudiantes. Cuando reparó en mí, me regaló una sonrisa que me volvió a hacer sentir todopoderoso. Todos los estudiantes se acomodaron y yo busqué el pupitre más cerca al de ella; el de atrás estaba desocupado y allí me senté.

El profesor se levantó de su escritorio, pero por mí se hubiese quedado sentado; era un tipo alto, demasiado alto, y tenía el semblante muy serio. Para empeorar las cosas, se dirigió a la clase hablando solo en inglés, y el acento tan marcado con el que habló lo hizo parecer más imponente aún.

Luego comenzó a pasar lista y se detuvo un segundo de más sobre los nombres de Sally Hesper y David Bennatt. Finalmente, dio paso a la clase, una muy distinta a las del profesor Thompson. Hacía demasiadas preguntas y componía una mueca cuando los estudiantes no sabían contestarlas o si lo hacían en español. En la clase ya iban por el segundo capítulo del libro de texto, el de los verbos irregulares. Y con tanto para leer y escribir, casi no tuve tiempo de cruzar miradas, mucho menos palabras, con Sally.

La hora y media pasó volando. Era claro que una chica le daba una nueva perspectiva a las cosas aburridas. ¡Si tan solo Sally estuviera conmigo en el laboratorio de Química…!

Sally fue la primera en salir cuando acabó la clase. Metí todo en mi bulto y salí detrás de ella. Para mi sorpresa, me estaba esperando, recostada de la pared, abrazada a su bulto.

—¿Qué tal? —preguntó.

—Pues no ha pasado mucho desde esta mañana —mentí, pero sin que fuera mi intención. Solo comentaba.

—Pues yo diría que al menos hablas con más soltura.

Una débil y estúpida risita me salió por algún lado.

—Supongo que sí.

—Sí.

Otra vez el callejón sin salida. ¿Qué decir a continuación? ¡Había olvidado preguntarle a Harvey…!

—Este…, ¿qué vas a hacer ahora?

—Tengo Mitología Comparada.

—¡Oh!, veo. Pues te dejo para que llegues a tiempo.

—Sí, supongo —dijo en un tono que no pude identificar—. Nos vemos a la noche.

—Vale.

Y la vi marcharse por el pasillo, más hermosa que nunca… y yo tan cobarde como siempre.



Me fui con pasos perezosos hasta la residencia. Harvey no estaba en el cuarto. Las dos colillas de cigarrillo seguían sobre su mesa. Todo estaba igual que antes, con excepción de unos nuevos apuntes al margen de la pizarra.

Puse el bulto en la esquina de siempre y me fui a dar un baño. Cuando regresé, dejé que el entumecimiento que sentía por todo el cuerpo desde aquella mañana me dominara. Me tiré a la cama y dormí.

Cuando abrí los ojos vi que las luces de los faroles del patio se colaban por la ventana. Me levanté, sintiéndome entre descansado y desorientado. Fui hasta la ventana, la empujé con el hombro y comencé a darle los golpes necesarios para que cerrara. Fue entonces cuando vi a un grupo de chicos sentado alrededor de la mesa que daba a las escaleras. La pizarra de Harvey había desaparecido de su cama, por lo que… pero… Eran las nueve de la noche, y se suponía que la reunión comenzaba a las ocho y media.

Salí del cuarto, bajé las escaleras y me acerqué al grupo. Sobre la mesa de piedra estaba la pizarra, esta vez con más anotaciones alrededor del texto original que contenía las palabras Premisa, Anacronía y Rastro, entre otras. Fernand estaba sentado al lado de Sally, George estaba en el asiento opuesto y Harvey, como de costumbre, estaba de pie, hablándoles, pero se interrumpió cuando advirtió mi presencia. Todos los demás se fijaron en mí.

—¿Por qué no me avisaron?

—Sabíamos que ayer no habías dormido y pensamos que era mejor dejarte descansar —dijo Harvey.

—Bueno, ¿qué me he perdido?

—Sally —dijo Harvey—, ¿nos harías el favor de ponerlo al día?

—Claro —dijo esta, antes de mirarme y decirme—: Ven, siéntate.

Me dejé caer al lado de George.

—Harvey ha comenzado a explicarnos en qué consiste su plan. Veamos. Según él, pronto tendremos mucho dinero, pero para lograrlo, primero vamos a necesitar de otras cosas. Y si mal no recuerdo, la primera de ellas es sobrevivir.

Harvey asintió en silencio.

—Debemos —continuó Sally— buscar la forma de generar ingresos suficientes para poder trabajar de lleno en el plan principal de Harvey.

—¿Que consiste en? —pregunté.

—Bueno, todavía no nos lo dice —confesó Sally.

—Eso estaba por explicarlo ahora —dijo Harvey.

—Pues llegaste en el momento preciso —comentó George a media sonrisa.

—Pues aquí les va —prosiguió Harvey—. Hace unas semanas que perfecciono una idea que me ha venido dando vueltas en la cabeza desde hace tiempo. El problema es que para llevarla a cabo voy a necesitar de tiempo, dinero y personal, cosas de las que carezco. Por suerte, me he encontrado con ustedes y creo que son lo suficientemente adecuados para ayudarme.

—¿Ayudarte con? —preguntó Fernand.

—Voy a dedicarme al negocio de la ficción. Pienso escribir novelas.

La reacción que se extendió por el banco fue tan compleja como variada: Sally se mantuvo inexpresiva, Fernand asintió lentamente, George chasqueó la lengua dos veces y yo me volteé para observar a Harvey.

—¿Ficción? ¿Hablas en serio? —le pregunté.

—Totalmente. No solo es la profesión más noble de todas, sino que creo haber descubierto el secreto para escribir las mejores historias.

Aquello tenía que ser una broma. Harvey había hablado de millones y de riquezas. Y ahora decía que iba a escribir libros, que hacerlo era noble y que había descubierto no sé qué cosa… ¡Santo cielo!

—Aunque pienso explicarles con más detalle en qué consistirá mi plan sobre literatura, les aseguro que por ahora no es importante. Mientras no tengamos algo de dinero no podré llevarlo a cabo.

—¿Pero podrías abundar un poco más? —pidió George.

Harvey suspiró y asintió sonriendo.

—A Sally la conocí en la clase de Español. —Dejó de hablarle al grupo y se dirigió a ella—: Cuando te escuché discutir con la profesora, de inmediato supe que serías de ayuda para mi plan principal de literatura. Tú —le dijo a George— tienes unos padres de grandes recursos y contactos, y todo esto podría resultar de gran utilidad en el futuro. Y sobre ti —le dijo a Fernand— recae la responsabilidad más grande, de momento.

—¿Sobre mí? —preguntó, señalándose el pecho con ambas manos.

—Sí, tú y yo vamos a trabajar en una aplicación electrónica que nos deje suficiente dinero para poder poner en marcha el plan final de literatura. Y para que podamos hacerlo, vamos a necesitar de ti —añadió, poniendo una mano sobre mi cabeza—. Vamos a utilizar ese cerebro que tienes para obtener algo de tiempo libre que podamos aprovechar en mejores cosas.

—¿Soy el único o nadie más entiende? —les pregunté a todos.

—Yo creo que comprendo —dijo Sally.

—Escuchen. Ninguno de los presentes tenemos otro lugar dónde ir, o dónde querer ir —añadió, observando a George—. Por ahora, esta pocilga de mierda es nuestro hogar. Sally, creo que no me equivoco al suponer que no tienes intenciones de volver a vivir con tu padre.

—No te equivocas —dijo. Era evidente que ya habían hablado bastante desde la primera semana o que Harvey se había metido en su mente con sus habilidades, pero fuera lo que fuera, Harvey sabía más cosas de Sally que yo. A decir verdad, yo no sabía nada sobre ella… bueno, sabía que le gustaba… y eso debía bastarme por ahora.

—Fernand —continuó—, por lo que hablamos, imagino que no tendrías problemas en quedarte aquí durante algunos fines de semana.

Fernand asintió.

—Y tú —dijo mirando a George—. ¿Todavía tienes esa idea en la cabeza de hacer lo indecible por no tener que necesitar el dinero de tu padre?

George asintió efusivamente y Harvey negó, sonriendo.

—Como digas. Entonces eso nos deja a David y a mí. Nosotros dos no tenemos otra opción, los dos tenemos que vivir aquí, por el momento. Y con la ansiedad que produce esta situación, no vamos a poder hacer mucho. Por ello, lo primero que debemos hacer es asegurarnos que no nos falte nada. Tenemos que buscar un sustento y algo de tiempo libre para trabajar en el Plan de Literatura. Obviamente, todos son libres de salirse, pero pongámoslo así: todos los presentes tenemos el deseo o la necesidad de valernos por nosotros mismos. Sin embargo, no creo que tengamos que hacerlo por separado. Entre los cinco podemos generar más ingresos de los que haríamos individualmente. Nos dividiremos todo en partes iguales durante la primera fase del plan. Pienso que en la eventualidad deberíamos alquilarnos una casa, asegurarnos que tenemos todo y, finalmente, dar el salto al Plan de Literatura, al plan de la riqueza.

—¿Y cómo vamos a hacer eso? —preguntó George.

—Antes de que acabe la reunión les repartiré ciertas tareas. Luego solo quedará comenzar.

Cuando Harvey acabó de hablar, se metió la mano al bolsillo y sacó la caja de cigarrillos. Encendió uno y me extendió la caja.

Mi mirada se fue automáticamente hacia donde Sally. ¿Cómo lo vería ella? Tal vez encontrara interesante que yo fumara, aunque ahora recordaba la cara que le había puesto a Harvey cuando este le ofreció uno en la mañana… ¿Y qué de Fernand y George? Verme fumar les sorprendería. Y si lo pensaba, era un efecto deseable. Nueva vida, nueva imagen, nuevos efectos.

Cogí la caja y el encendedor que Harvey me ofrecía y encendí un cigarrillo. Por gracia divina no tosí cuando lo inhalé, y fue una suerte, no había pensado en lo ridículo que me vería si tosía; el efecto hubiese sido distinto…

Como supuse, Fernand y George se quedaron de una sola pieza, sin apartar la vista del cigarrillo que colgaba entre mis labios. Sally permaneció como si nada, con un rostro indescifrable. ¡Cuánto hubiese dado por leer sus pensamientos! Era una injusticia que Harvey fuera el de tal poder.

—¿Les parece adecuada mi idea? —preguntó Harvey, haciendo que Fernand y George salieran del trance—. Comoquiera vamos a tener que ingeniárnosla para sobrevivir este semestre. Simplemente propongo que lo hagamos juntos. Después podremos meternos de lleno en planes más interesantes.

—Cuenta conmigo —dijo Sally en un tono energético.

—Yo me apunto —dijo George chasqueando los dedos.

—Vale —dijo Fernand con voz de barítono y asintiendo con lentitud.

Y yo… yo me eché a toser.


28


⁓Perfecto —dijo Harvey—. En ese caso… un mínimo de tres comidas al día… cinco personas. ¿Habrá posibilidad de cocinar dentro de la residencia?

—No nos tienen permitido cocinar —observó Sally.

—Pero me pregunto si sería posible hacerlo de todos modos. Saldría más económico.

—No creo que valga la pena arriesgarse —dijo Sally.

Harvey se enderezó y se llevó una mano a la barbilla.

—Ayer estuve leyendo el panfleto del Club Literario que nos entregaron en clase —le dijo a Sally—. ¿Es cierto que te dan cinco boletos a la semana para comida?

Sally me miró de soslayo antes de asentir.

—Pues creo que esta semana ese clubcito va a tener cuatro integrantes más. ¿Cuándo vuelven a reunirse?

—El jueves a las siete.

—Pues allí estaremos.

—Un momento —dijo George—. Si lo que quieren es comida, yo puedo aportar con algo de dinero…

—Lo sabemos, George, y te lo agradecemos —dijo Harvey—, pero si no recuerdo mal, la pensión que te pasa tu padre dejará de existir el veintiocho de este mes, tu cumpleaños, ¿cierto?

—Tienes razón.

—¿Pensión por divorcio? —preguntó Sally.

George asintió.

—En ese caso la tienes mientras estudies.

—Sé que parece difícil de creer —le dijo Harvey a Sally—, pero George tiene pensado emanciparse para que su padre no le pase más dinero.

—Eso no hace sentido —objetó Sally.

—Ya somos dos los que pensamos lo mismo —dijo Harvey.

Pero yo sí lo entendía. Desde la preparatoria, George había querido escapar de la sombra que producía la figura económica de su padre. Quería hacer cosas propias, valerse por sí mismo. Fernand de seguro lo entendía también. Tal vez los niños inseguros pensábamos de forma similar…

—El punto es que no podemos contar con ese dinero por mucho tiempo, George, pero no hace falta, nosotros buscaremos dinero por nuestra propia cuenta. David, por ahora vamos a suplirte tres comidas al día y algo de dinero para que manejes en la semana. A cambio, vas a tener que ayudarnos con las clases de Fernand y con las mías. A él lo pienso tener ocupado con lo de la aplicación. Y George, tú también puedes ayudar con las clases.

—¿Y yo? —preguntó Sally.

—A ti te necesito leyendo, escribiendo y trabajando conmigo en esto —le dijo, señalando la pizarra—. No puedo comenzar de lleno con el Plan de Literatura, pero podemos ir haciendo algunos avances por el lado. Cuando puedas, entrégame una lista de todo lo que hayas leído y copia de lo que hayas escrito, si te parece.

—No hay problemas.

—Bien, ¿tienen sus horarios de clase?

Todos comenzaron a moverse y al rato le extendían copias a Harvey.

—He olvidado el mío arriba, voy a buscarlo —dije.

—No hace falta —dijo Harvey, observando los papeles con detenimiento—. Esto va a ser más complejo de lo que pensaba. ¿Quién carajo hace estos horarios? Vamos a tener que reunirnos por las noches. Durante el día no hay forma de dar con los cinco.

—Podemos reunirnos después de la hora del Club Literario.

—¿Qué días dijiste que se reúnen?

—Los martes y jueves.

—Me parece bien. ¿Y a ustedes?

Los demás asentimos.

—Perfecto. Eso será todo por ahora. Nos veremos el jueves a las siete, ¿en…?

—En el ciento cinco, edificio Emerson —dijo Sally.

—Pues que así sea.

Sally se puso de pie y les sonrió a todos.

—Tengo algo de prisa. Nos vemos el jueves.

Y sin más, se marchó, sin tan siquiera echarme una mirada de soslayo.

—Ustedes dos, ¿ya hicieron lo que les pedí?

—Sí —dijeron a la vez.

—¿Y qué tal?

—Yo lo he hecho con diez —dijo George.

—Yo con siete —dijo Fernand.

—Excelente. Cincuenta es un buen número. Recuerden que no importa qué ustedes digan ni qué les respondan. Lo importante es acercarse y hablar, mantener como mínimo un minuto de conversación.

Los dos asintieron.

—Bueno, ya casi estamos. Fernand, cuando puedas, necesito darte unas instrucciones. Con ustedes —dijo señalándonos—, ya terminé. Si se quieren quedar, pues bien, pero ya no los necesito.

—¿Me puedes prestar tu celular? —le pregunté a George.

—Claro —dijo, buscándolo en sus bolsillos y extendiéndomelo.

Harvey borró parte de la pizarra con un brazo y se enfrascó en una conversación con Fernand.

—De hecho —le dije a George—. ¿Me puedes hacer otro favor?

—¿Qué pasa?

—Quiero llamar a mi madre pero no quiero que mi padre sea quien tome el teléfono. ¿Puedes llamar tú?

—Dale.

Le entregué el celular a George, que presionó algunas teclas y esperó con el teléfono en la oreja.

—Buenas noches —dijo con una voz mucho más gruesa que la suya. Escuchó atento y después me entregó el teléfono.

—… Noches. ¿Hola?…

—¿Mamá?

—¿César? ¿David?

—Sí, mamá. Soy yo.

—¡Por todos los santos! ¿Cómo estás, mi cielo? —dijo con la voz cortada—. ¡Qué bueno que llamaras, me tenías tan preocupada…!

—Mamá, estoy bien.

—¿Dónde estás?

—En la residencia. Estoy bien, mamá, de verdad, no te preocupes.

—¡Oh, cielo…! Voy a ver como hago para enviarte algo de ropa y…

—Mamá, estoy bien… no necesito nada.

—David, cariño. Tu padre… —y nuevos sollozos me llegaron por el auricular—. Él dice que no deberíamos intentar ponernos en contacto contigo. Que ahora te las tienes… que… que arreglar por ti solo.

—Es lo que pienso hacer, mamá. No te preocupes. Voy a intentar llamarte luego, no te preocupes, estoy bien…

—Sí, mi corazón. Cuídate —terminó, echándose a llorar.

—Te quiero, ma’.

Y colgué.

Los tres me miraban cuando le entregué el celular a George.

—¿Todo bien? —preguntó Fernand.

—Sí.

Eso pareció bastarles a todos. Fernand y Harvey volvieron a estar sobre la pizarra, Harvey hablando sin parar mientras garabateaba líneas y palabras sin sentido para mí, y Fernand mirando entre la pizarra y Harvey, asintiendo de vez en cuando.

—¿Qué les mandó hacer Harvey? —le pregunté a George.

—¿Hacer de qué?

—Eso que ya has hecho diez veces…

—¡Ah! Pues se supone que para el fin de la semana hayamos ido a hablar con al menos cincuenta desconocidas.

—¿Qué? —pregunté, sonriendo levemente.

—Harvey quiere que le perdamos el miedo a hablar con chicas.

—¿Y qué se supone que les digan?

—Harvey dice que por ahora eso no importa. De hecho, dice que es mejor que no sepamos qué decir, pues vamos a estar más inseguros, y sobre eso es que quiere que trabajemos.

—Ya veo…

—¿Puedes hacerlo? —escuché preguntar a Harvey.

—Creo que sí. Al menos puedo intentarlo —contestó Fernand.

—Perfecto. Pues eso será todo.

Fernand asintió y se volteó hacia George.

—¿Nos vamos? —le preguntó.

George asintió y se puso de pie. Él y Fernand se despidieron de nosotros con apretones de mano y se pusieron a caminar por el patio. Un minuto después entraron por la recepción.

Harvey se desparramó sobre el banco opuesto al mío y sacó sus cigarrillos.

—¿Otro? —preguntó.

—No tengo ganas, pero dame uno.

Me entregó la caja y el encendedor. En un par de segundos los dos botábamos humo. Ya no me iba sabiendo tan mal y tenía más resistencia en la garganta.

—¿Qué pasa entre tú y Sally? —preguntó.

—¿Qué pasa de qué?

—Esta mañana se veía de lo más a gusto contigo, pero esta tarde como que te estuvo evitando.

—¿Eso crees?

—Estoy seguro.

—Pues de verdad no sé. Recuerda que yo no sé leer pensamientos como tú.

Harvey se echó a reír.

—Yo no leo el pensamiento. Yo solo interpreto lo que observo.

—Lo que sea. Y ahora que me acuerdo, me gustaría que me enseñaras a saber qué decir cuando esté frente a una chica pues ya…

—¿Has hecho algo con ella?

—¿Hacer qué cosa?

—Digo que si ya se han dado un beso o si se han manoseado.

Me dio un ataque de tos que me tomó varios segundos hacer desaparecer.

—Pero si solo la he visto como cinco veces… y además, no sé siquiera qué decirle, de ahí a que te pida que me enseñes.

—Bueno, cinco veces son más que suficiente para acostarse con una chica, pero dada tu situación no debes estar haciéndolo tan mal. Al menos se ve que le interesas.

—¿Que no lo debo estar haciendo tan mal? ¡Si no he hecho nada!

—En las clases de la próxima semana entraremos en ese tema.

—Pues más me vale prestar atención.

—Pero vas a tener que quitarte a Sally de la cabeza.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque te importa, porque te gusta. Así es más difícil. La seducción es una ciencia, y como toda ciencia, requiere que controles tus emociones para dominarla. Si sientes algo por la chica es mucho más difícil.

—¿Qué harías tú?

—Dejaría de preguntarle a los otros qué harían si fueran yo.

—Sí, vale. ¿Pero qué harías?

—Bueno, cuando una chica me da más trabajo de lo normal, o si pasa que empiezo a envolverme más de lo que pretendía, busco distraerme en otras cosas, preferiblemente en otras chicas.

—El problema es que yo no alcanzo a hacer nada con ninguna.

—Sí, lo sé.

—Tienes que enseñarme a qué decirles. De verdad. No puedo volver a quedarme callado frente a… —Me interrumpí cuando Harvey se puso de pie de un salto.

—¡Ya sabía que olvidaba algo! —dijo, buscando en sus bolsillos.

Sacó un pequeño papel junto a un bolígrafo y comenzó a garabatear con rapidez.

—Fernand necesita esto —dijo, extendiéndome la nota—. ¿Podrías llevárselo?

—¿Yo…? ¿Ahora?

—Y a cambio te prometo inventarme algo para ayudarte a sacarte a Sally de la mente.

—Vale —dije, agarrando la nota.

—Nos vemos arriba entonces.

Harvey tomó la pizarra de la mesa y comenzó a caminar hacia las escaleras.

—¿Cuál es el cuarto de Fernand y George? —alcancé a preguntarle.

—Trescientos sesenta y dos —dijo, mirando hacia la cámara y echándose a correr escalera arriba.



La habitación de Fernand y George era muy similar a la nuestra, solo que un poco más espaciosa. A Fernand le entregué la nota, que resultó ser algo relacionado con un lenguaje de programación llamado C-Objetivo, y me entretuve viendo algunas fotos que George me mostró desde su computadora.

Cuando dieron las diez de la noche me despedí de ambos y emprendí el camino hasta la otra ala; los tres largos pasillos iluminados de verde hicieron del trayecto uno hipnótico.

Al llegar al 301 y descubrir que la puerta estaba cerrada con llave, intuí que Harvey se había entretenido en otras cosas, por lo que aún no estaba en la habitación; no era su costumbre cerrar con llave si estaba dentro.

Inserté la llave en la cerradura, abrí la puerta y entré. Todo estaba a oscuras. Ni siquiera se veía la poca luz que siempre se colaba desde el patio. Me tomó varios segundos advertir que la ventana había sido cubierta con un par de camisetas que hacía las veces de cortina. Algo allí no encajaba…

Una mano se detuvo en mi hombro, haciéndome lanzar un puño al aire.

—Qué…

—¡Shh!, no hagas ruido —me murmuró la voz de Harvey al oído—. Vete a tu cama y hazte el dormido. No hagas ruido… ni preguntas. Avanza.

Con el corazón en la boca, fui hasta la cama, me tiré con suavidad y me quedé esperando.

Un chirrido anunció que Harvey se metía en su cama.

—¿Qué hora es? —preguntaron entonces.

Pero la voz no fue la de Harvey, ni la mía. Fue la de una chica.


29


⁓Van a ser las diez y cuarto —escuché decir a Harvey.

Mi corazón volvió a largarse a aquel universo paralelo. En la cama de Harvey había una chica… ¡una chica!

—¿Otra antes de irnos? —preguntó la chica en un tono coqueto.

Aquello era peor que lo de estar en el confesionario…

—Prende la luz, por favor —le pidió Harvey—, no sé dónde he metido los condones.

¡Santo cielo! Allí estaba yo, hecho un ovillo sobre la cama. Tenía que largarme… ¡Y ahora la chica prendería la luz! «¿Qué hago?»

¡CLIC!

La luz me dio de lleno y cerré los ojos, como si con evitando ver todo desapareciera.

La chica gritó a todo pulmón. Yo abrí los ojos para encontrarme con la silueta de una chica desnuda. ¡Desnuda! Y yo también grité. Y de pronto éramos dos viejas histéricas dando alaridos de dolor.

—¡Shh! Dejen el ruido o nos escucharán —dijo Harvey.

La chica estaba parada junto a la puerta, intentando taparse con sus dos manos lo más que podía, pero no podía mucho. Era preciosa, más que preciosa. ¡Por Dios!, estaba desnuda. Estaba perfecta… Y era evidente que yo tenía la erección más descomunal de mi vida. Mi corazón había vuelto de su viaje y ahora golpeaba con fuerza, bombeando sangre a todas mis extremidades.

Era una chica bajita, con un cuerpo perfecto, blanco como la nieve, un cabello oscuro como… ¡Un momento! Yo conocía a esa chica. ¡Era…!

—¿Cintia? —casi grite.

—¿Tú? —dijo señalándome, y volvió a taparse los pechos que había dejado expuestos.

—Los dos, cállense. Tú, ¿qué haces aquí? ¿Cuándo entraste? —me preguntó, señalándome con un dedo amenazador. Harvey tenía el pecho desnudo, el resto de su cuerpo lo tenía arropado con la sábana de Toy Story.

—¿Estás de broma…? —comencé.

Harvey abrió grande los ojos y me dio una mirada de complicidad.

—Eh… Este es mi cuarto —corregí—. No sabía que ustedes estaban aquí.

El rostro de Harvey se suavizó.

—¡Harvey! —llamó la chica, abrazándose el cuerpo.

—No hagamos tanta cosa por esto —dijo—. Tú, voltéate para allá. Y tú, apaga la luz y vuelve a la cama.

Comencé a girarme sin saber por qué le hacía caso. Se hizo la oscuridad y escuché los suaves pasos que fueron desde la puerta hasta la cama de Harvey.

Primero se oyó el rechinar de la cama, luego un gemido femenino… un gemido de placer. ¿Qué diablos pasaba a mis espaldas?

—¿Te incomoda que David esté aquí? —preguntó la voz de Harvey.

La chica dio otro gemido, más alto y sensual.

—No —logró decir.

—Así debe ser. Que mire si quiere, que haga lo que quiera, ¿verdad? A ti solo te importa lo que yo haga.

La chica volvió a gemir, y la escuché decir un “sí” que se mezcló con un nuevo sonido de placer.

“Que mire si quiere…” ¿Había escuchado bien? ¿Y qué si sí? No podía mirar, no podía, punto. Lo que debía hacer era pararme y largarme de allí…

Se escuchó un nuevo clic y me volteé. Harvey, aún sobre la cama, estaba reclinado hacia su escritorio, con su cuerpo por encima de Cintia, para alcanzar la lámpara de su escritorio. La mano que no agarraba el cordón de la lámpara la tenía metida en… ¡Qué demonios!

La chica gemía con cada movimiento de la mano de Harvey. Yo hice un esfuerzo por ponerme de pie, y cuando por fin lo conseguí, Harvey me miró fijamente abriendo más los ojos. Negó suavemente con la cabeza. Luego miró a la chica, luego a mí, luego a la chica…

Harvey se inclinó hasta quedar al lado de la cara de Cintia. Le susurró algo al oído y ella volvió a emitir aquellos sonidos sensuales.

Harvey me hizo señas con la mano que tenía desocupada. ¿Acercarme? ¡Oh, no!, eso sí que no. Una cosa era mirar, otra muy distinta aventurarme… Negué efusivamente con la cabeza y él volvió a mover su mano.

—¡Que mire si quiere, que haga lo que quiera!, ¿verdad? —le repitió a la chica que asintió con la cara ahogada sobre la almohada.

Harvey continuó su trabajo.

“Que mire si quiere…”, eso ya lo había hecho, “¡… que haga lo que quiera!” Y entonces tomé una decisión, una que terminaba con la expresión: ¡qué Dios me ayude!

Con el corazón a mil, me acerqué lentamente a la cama. La chica seguía gimiendo, cada vez más fuerte. Harvey seguía concentrado en su tarea mientras me apremiaba con la vista para que yo me diera prisa.

Cuando estuve a solo un par de centímetros de la cama, Harvey me cogió una mano y me la puso sobre la espalda desnuda de Cintia. ¡Oh, Gran Poder! Era suave, demasiado suave. Y así comencé a mover mi mano, al principio con lentitud, luego más rápido, por toda su espalda. Y el pantalón se me antojó pegado, muy pegado.

Harvey me sonrió y posó su mirada sobre su mano, aquella que causaba los gemidos de la chica. Abrió grandemente los ojos y señaló con la boca hacia mi mano.

Acerqué la mano un poco a la de Harvey. Y mientras más cerca del sexo de Cintia, más me temblaba el cuerpo. Harvey retiró su mano, llevó ambas a la espalda de Cintia y comenzó a darle un masaje. Mientras tanto, yo me preguntaba si debía hacerlo o no… ¡Pues claro que no debía hacerlo! Eso estaba mal…

Con más nerviosismo que lentitud acerqué un dedo. El húmedo de su interior me dejó de una sola pieza. Años de ver pornografía no me habían podido preparar para un acontecimiento así…

Cintia se removió. Harvey se fue hasta su oreja y le susurró algo. Luego me miró y me apremió con la vista. Ya iba entendiendo: había que evitar que pensara, había que hacerla sentir… Tres dedos entonces, sin premeditarlo. Un gemido suyo rompió la noche, y a mí el cuerpo se me estremeció.

Con delicadeza, Harvey volteó a Cintia hasta tenerla tendida bocarriba sobre la cama. Mis manos se interrumpieron un segundo y Cintia pareció despertar del trance.

—Harvey —gimió—, no sé si debamos hacer esto…

—Debemos hacerlo, nena, debemos.

Y se lanzó de lleno sobre sus pechos. Yo volví a meter los dedos, y el cuerpo me dio otra sacudida.

¡Madre mía! ¡Esto era lo mejor!

Harvey me echó una mirada concentrada y señaló su boca. Luego señaló la mía, luego a Cintia, allí donde yo tenía una mano. ¡Oh, los mensajes no eran tan difíciles de entender si te concentrabas un poco!

Bien, pues vamos allá. Bajé la cara hasta tener a Cintia a solo un paso de mi boca. ¿A qué sabría? ¿Por qué no averiguarlo? ¡Y supo a gloria!

Sin saber exactamente qué hacer, me dejé llevar… y Cintia se fue conmigo, o con Harvey, o con los dos. Se retorció como una poseída y otro gemido desgarró la noche.

Solo había dado un beso en mi vida, pero luego de esta noche, una boca no sería nada… ¡Santo cielo!

Harvey siguió mordiendo sus pezones, y yo mordiendo, besando, acariciando, lamiendo. Era el paraíso…

—Eso mismo, nena —le dijo Harvey, metiéndole un dedo en la boca.

Yo centré mi atención en la tarea que tenía de frente. Los gemidos subieron de volumen y mi pantalón pareció encogerse. Debía soltármelo, dejar que la presión disminuyera.

Harvey se alejó de Cintia y se recostó para susurrarle algo al oído. Cintia asintió antes de volver a gemir, sin duda por el movimiento que yo había hecho con mi lengua en ese momento… Yo causaba esos gemidos sensuales. Yo…

De un salto, Harvey quedó fuera de la cama, desnudo. El repentino movimiento me distrajo y saqué la cara de entre las piernas de Cintia, pero Harvey me apremió con las dos manos, como echándole aire a una fogata que se apagaba.

Yo volví a lo mío mientras Harvey se ponía un pantalón corto que había sobre el suelo. Después se dirigió a la puerta y salió de la habitación. Por un segundo todo fue de color verde. Titubeé. Y Cintia lo notó.

—¿Qué estamos haciendo? —preguntó, levantando el rostro para verme la cara que yo tenía pegada a su vientre.

Metí la cara de vuelta en su entrepierna y los gemidos volvieron con la misma intensidad. ¡Increíble!

Cintia intentó sentarse y yo saqué la cara pensando que todo acababa. Harvey no debió de haberse ido, no tan rápido…

Cintia acabó sentada y nuestras caras quedaron separadas por muy poco. Yo en cuatro patas, ella sentada, mirándome fijamente. Entonces alargó una mano que fue a parar sobre mis vaqueros.

Ahora era otro el que gemía. Cintia sonrió coqueta.

—Vamos a ver qué tenemos aquí.

“Vamos a ver qué tenemos aquí”. Las palabras hicieron eco por el cuarto, o por mi cabeza, mientras sus manos seguían dando apretones sobre mi pantalón… ¡Oh, no! Esto no está bien…

Cintia me empujó, haciéndome quedar de espaldas contra la cama. Me pasó una pierna por encima y acabó sentada sobre mí…

—No sé si…

—¡Pues claro que sí! —dijo a media sonrisa, apretándome con fuerza sobre el pantalón.

Con maestría, soltó mi correa, y sentí un mareo muy parecido al que me daba cuando fumaba. Soltó el botón y bajó el cierre. Y jamás me hubiese podido preparar para el momento en que metió una mano por mi calzoncillo y apretó fuertemente.

Pero no se detuvo allí, sino que movió mi calzoncillo y bajó su boca hasta mi…

—PARA, PARA —grité. Pero ella solo se rió.

«¡Va a pasar, va a pasar!» Y pasó. Y no pude advertirle, pero a ella no pareció importarle. De hecho, pareció gustarle. Me había corrido… y en su boca.

Cintia siguió chupando y yo comencé a estremecerme. Eran unas cosquillas incómodas y al mismo tiempo excitantes.

Y sin darme tiempo para procesar lo que había pasado, Cintia me quitó el pantalón de un solo tirón y se sentó sobre mí. La erección volvió tan rápida como se había estado yendo, y llegó a su punto máximo cuando ella comenzó a moverse de atrás hacia al frente, de arriba abajo.

Me agarró las manos y me las dirigió hasta sus pechos. Apreté y ella arqueó la cabeza hacia atrás, quedando encorvada. Yo presioné mi cabeza contra la cama.

—¡Qué rico! ¡Qué grande! —fue diciendo, mientras yo sentía que el mundo estaba a mis pies. Yo era el dueño y señor de todo lo que me rodeaba. David el Impresionante…

El ritmo aceleró y mis manos apretaron más fuerte contra sus pechos… ¿Otra vez? ¡Oh, no! Iba a correrme, otra maldita vez, y en menos de un minuto…

Cintia dio un estremecimiento antes de quedar inmóvil y yo exploté; me corrí dentro. Ella sonrió por un segundo y después se dejó caer sobre mi pecho. Yo le eché los brazos alrededor en una especie de abrazo.

Recostada sobre mí, Cintia fue extinguiendo poco a poco los jadeos, dejando todo en silencio.

Yo giré la cara buscando recuperar el aire, cuando advertí un mensaje a mi lado que rezaba: “¿Qué haría Steve?”

Y mientras enfocaba la vista en un alegre Buzz Lightyear, la respuesta se me hizo evidente: «Steve follaría».


30


La ambulancia sonaba. Los paramédicos atendían al amigo de Cintia sobre una camilla. Cintia, los dos paramédicos, el chico ensangrentado y yo íbamos a toda velocidad dentro de la ambulancia, dirigiéndonos hacia el hospital más cercano. Cintia ya no lloraba, sino que ahora me abrazaba y me apretaba la entrepierna. El chico sangraba, había que hacer algo, pero Cintia seguía encaramada a mi cuerpo, y ahora me besaba. La sirena sonó más fuerte. Y uno de los paramédicos se puso de pie, tenía un pantalón corto y no llevaba camisa. Me sonrió mientras repetía: “Fóllatela, Steve. Fóllatela.” Y la sirena sonó más fuerte…

Abrí los ojos, y me tomó un buen rato hacer sentido del entorno. Estaba tumbado en la cama de Harvey. Me giré y comprobé que estaba solo en la habitación. Mi alarma gritaba desde mi escritorio. Me levanté con rapidez y la apagué. El cuarto estaba desierto. La cama de Harvey estaba separada de la pared y las sábanas hacían un ovillo deforme. Cintia se había ido, y yo… yo no tenía pantalón.

Lo encontré en el suelo, debajo de la cama de Harvey. Me lo puse y me dirigí hasta la ventana. Retiré las dos camisas que colgaban del marco y la luz de la mañana entró por la ventana.

¡Santo cielo! Había perdido mi virginidad. Y nada más que con Cintia… ¡Cien puntos para David!

Miré a todos lados como buscando las instrucciones de qué hacer a continuación. Mi reloj de pulsera emitió su pitido horario. Era miércoles. Hoy tenía clase a las siete de la mañana. Aprovechando que ya me había levantado, decidí asistir a clases en vez de usar la excusa médica; no quería atrasarme en las clases, menos ahora que ya me estaba sintiendo mejor.

Cogí una muda de ropa, la toalla y el equipo de higiene, y me fui hasta los baños. Me lavé la boca como en un trance, y mientras me bañaba, descubrí que me dolían ciertas partes de cuerpo que hasta entonces no sabía que tenía.

Y pensando en esto, concluí que si Harvey se había metido en una pelea por haberle hablado a Cintia, yo merecía la muerte, junto a Harvey, claro.

Regresé a la habitación y ya no pude ignorar el desorden en la cama de Harvey. Pegué la cama contra la pared, saqué su juego de cama y lo tiré junto a mi escritorio. Después busqué un forro y una sábana que yo tenía de más y se los puse a la cama de él. Por la tarde lavaría ropa, sin duda.

Tomé el bulto, las llaves, unas galletas de sodas y salí para Español.



Cientos de estudiantes se paseaban de un lado al otro por el campo universitario, pero ya no me producían temor.; ellos eran meros adornos sin importancia. Yo era el centro del universo. Yo, que me había acostado con una chica solo horas atrás. De pronto era inmune a las miradas, a los comentarios, a cualquier cosa.

Con la frente en alto, con el pecho hacia afuera y con la boca llena de galletas llegué a la clase de Español. Volví a sentarme al fondo, aunque esta vez por costumbre más que por necesidad. Y mientras la profesora hablaba de la sinalefa, el hiato y las demás licencias poéticas, mis ojos se fueron a posar sobre cada una de las chicas que había en el salón.

Entones se hizo evidente que algo dentro de mí se había dañado. A cada chica que veía la desnudaba en mi mente, la tiraba sobre mi cama y le hacía lo mismo que a Cintia. Después la descartaba, y mis ojos se posaban sobre otra, y mis ojos volvían a desnudarla, y yo volvía a tenerla sobre mí, moviéndose de todas formas posibles. Para mi pesar, la automatización de tal proceso funcionaba con todas, hasta con las horribles… Incluso, estuve a punto de llorar cuando mis ojos enfocaron a la decrépita profesora Ward…

Química volvió a ser un fastidio. La clase por poco logra hacerme olvidar lo que había pasado en la noche, pero cuando salí del salón, los recuerdos volvieron a ser intensos y claros. A las nueve y diez caminaba hacia la residencia con pasos firmes. Me detuve cerca de las escaleras y miré hacia arriba. Dar toda una vuelta cuando podía subirlas y estar en mi cuarto… Miré mi llavero, lo pensé por un segundo, negué y me fui cruzando el patio hasta que llegué a la recepción.

El viejo Tom estaba tosiendo cuando pasé por su lado. Y fue un alivio porque ya venía pensando que estaba muerto. Cuando llegué a la habitación, vi a Harvey sentado en la silla de su escritorio, trabajando en su computadora.

—¡Mira quién llega! —comentó sin voltearse.

Tarde o temprano aquel encuentro se daría, aunque por mí se hubiera retrasado hasta la eternidad, pero qué más remedio…

Me fui hasta la cama y tiré el bulto en la esquina de siempre.

Harvey dejó de presionar teclas y se volteó en la silla.

—Lo del forro de cama fue todo un detalle.

—Por la tarde pienso lavar. Ya te lo entregaré limpio.

—¿Y qué tal? —preguntó con esa sonrisa suya.

—Todavía no me lo creo —dije sonriendo, mirando al suelo.

—¡A que te da una nueva visión del mundo!

—¡Ni que lo digas! —Y volví a sonreír.

—Si te interesa saberlo, anoche estuve hablando un rato con Cintia. Me ha dicho que se entretuvo bastante contigo.

Mis mejillas amenazaron con estallar. ¿Que se entretuvo conmigo? ¡Si el asunto no duró ni tres minutos!

—Asumo que debo agradecerte… —dije.

—De nada. Solo espero que se te haya quitado un poco de la mente la imagen de Sally.

¡Sally! Definitivamente la había olvidado. Durante la mañana solo había podido pensar en Cintia y, por mala suerte, en la aburrida clase de Química, pero de Sally, nada.

—¿Quieres? —preguntó extendiéndome la caja de cigarrillos.

—Claro.

Cuando lo encendí, Harvey se fue hasta la ventana y la abrió. Después encendió un cigarrillo y rápidamente el cuarto quedó arropado por la misma neblina densa, y el mareo volvió a hacerse presente.

—¿Quién es Steve?

—¿Steve? —preguntó.

Señalé por encima suyo, en dirección al póster negro de la pared.

—¡Oh! —dijo mirando hacia atrás—. Te refieres a Steve Jobs.

—¿Y quién es ese?

—¿Bromeas?

—No.

—Steve es el responsable de esta obra de arte —dijo, poniendo su mano sobre su computadora—. Y el causante de semejante historia —acabó, señalando el lío de sábanas que había al lado de mi escritorio.

Arqueé las cejas, dando una calada de cigarrillo.

—Steve fue dueño de Pixar, la compañía que hizo Toy Story —añadió ante mi desconcierto.

Aunque me cruzó por la mente, no me dieron ganas de preguntarle cómo una persona acababa siendo el responsable de un equipo electrónico caro y a la vez de una película animada de juguetes para niños.

—¿Y qué crees que haría Steve? —le pregunté sonriendo, con los ojos llorosos de tanto humo.

—¿Ahora? Yo creo que Steve se pondría a gritarles a sus empleados o a escuchar un disco de Bob Dylan.

¿Quién era ese Dylan, y por qué Steve le gritaría a sus empleados?; era todo un misterio.

—¿Sabes cómo está el tipo del hospital?

—¿Por qué lo preguntas?

—Creo que lo de anoche me lo ha traído a la mente.

—Comprensible —dijo en una sonrisa—, pero la verdad es que no sé.

—A Cintia no pareció importarle mucho… Digo, el jueves por poco mato al tipo…

—A los irracionales no les importa nada.

Recibí el comentario con una fumada. Nos quedamos en silencio hasta terminar el resto de los cigarrillos. Harvey se me acercó y tomó mi colilla, luego estrujó ambas sobre su escritorio, allí donde una pequeña mancha negra ya se extendía por todo el borde.

No hizo más que sentarse, tocaron a la puerta.

—Fernand —murmuró Harvey poniéndose de pie.

Se dirigió hacia la puerta y la abrió.

Fernand entró cargando una caja de cartón bastante grande, parecida a las que yo tenía al lado de la cama con el resto de las cosas que no acababa por organizar.

Harvey se hizo a un lado para que pasara. Fernand puso la caja sobre el suelo, me saludó con la mano y se volvió hacia Harvey.

—Ya casi tengo el código —dijo Fernand.

—¿Ya? ¡Sí que eres bueno!

Las mejillas de Fernand se pusieron rosadas.

—En verdad hay cientos de librerías de códigos similares, solo tuve que tomarlas y cambiar algunas cosas y añadir otras. Ahora solo faltan las imágenes y mejorar las estrategias. Hasta ahora puedo vencer el nivel más fuerte. Yo, imagínatelo.

—Pues vamos a ello.

Harvey se acercó a la caja y se sentó en el suelo. De allí extrajo dos juegos de mesa, uno de damas y otro de damas chinas. También sacó un fajo de papeles escritos a mano. Si la memoria no me fallaba, aquella era la letra de Fernand.

—¿Se puede saber qué hacen?

—Tiene que ver con la aplicación que estamos creando —contestó Harvey sin dejar de sacar cosas de la caja.

—¿Te imaginas un día en el que puedas darme respuestas directas y sencillas?

Harvey sonrió y dejó lo que estaba haciendo para mirarme y decirme:

—Fernand y yo estamos trabajando en una aplicación de juegos de mesa para equipos móviles. Tenemos que crear mejores niveles de dificultad. Así que tengo que ponerme a jugar algunas partidas, ya sabes, para encontrar estrategias y principios que después Fernand convierta en códigos de programación.

—¿Esa es tu idea de dar respuestas directas y sencillas? —pregunté a media sonrisa.

Harvey volvió a sonreír.

—De lo que deberías preocuparte es de ese trabajo de Ciencias Sociales.

Miré el reloj de pulsera, eran las nueve y cuarenta. La clase de Cálculo era a las once. Y aunque había pensado ir a comer antes de clase, podía dejarlo eso para luego y aprovechar ahora para ponerme a trabajar en la asignación.

—Toma —dijo Harvey, extendiéndome una mano.

Cogí el contenido y advertí que se trataba de un billete de veinte dólares.

—Te vamos a proveer dinero. A cambio, necesitamos tiempo.

—Eh… gracias —dije mirando los veinte dólares.

—No me los agradezcas. Gánatelos. Es tu pago adelantado por los trabajos que tienes que hacer en esta semana.

Y con un semblante concentrado, Harvey siguió extrayendo el contenido de la caja que había sobre el suelo. Fernand se sentó a su lado y se puso a comentarle algo sobre las hojas de papel que sostenía.

Me incliné hacia mi manchado escritorio y alcancé el libro de Ciencias Sociales. Me recosté en la cama y comencé a leer el primer capítulo. En mi vida había leído algo tan aburrido. Busqué una libreta y un lápiz para hacer notas que luego utilizaría para el ensayo.

Un segundo después alguien tocaba la puerta, pero no como lo había hecho Fernand. El de ahora parecía que tramaba tumbarla a golpes. Harvey se puso de pie y la abrió. Bajo el umbral de la puerta George intentaba recuperar el aire. Estaba sudando, agarrado de uno de los lados del marco, respirando con dificultad.

—David… llevo buscándote… por toda la…

—¿Qué pasa? —pregunté, dejando el libro a un lado. Fernand también había sacado los ojos de la caja.

—Me olvidé… Se me olvidó decirte… que la vista… al tribunal… es en… quince minutos.


31


A las mismas diez de la mañana íbamos los cuatro dentro del nuevo auto de George; Harvey conduciendo, George a su lado y Fernand y yo en el asiento trasero.

Harvey me prestó la muda de ropa más elegante que consiguió en su armario y George aprovechó mientras corríamos hacia al auto para explicarnos que su padre recién lo había llamado para recordarnos la vista.

—¿No se supone que me llegara una citación por correo? —pregunté cuando Harvey ponía el auto en movimiento.

—Debió llegar a la dirección de tu casa —dijo George.

Así que mis padres, que debían de estar al tanto, no me avisaron. Y aunque yo no tenía celular, bien podían haber llamado a la residencia, o a George, que era el único de nosotros cuatro que sí tenía.

—Pues fue una suerte que tu padre te avisara a tiempo —dije.

—¿A tiempo? —dijo George—. Mi padre me llamó el lunes, pero olvidé decírtelo… Lo siento.

—No te preocupes, ya no se puede hacer nada —dije, centrando mi vista en la carretera—, a menos que Harvey sepa de algo que te pueda ayudar con la memoria —añadí con una sonrisa.

—De hecho —dijo Harvey—, tengo apuntadas algunas estrategias de nemotécnica que podrían ayudarte.

Harvey conducía a toda velocidad, esquivando autos lentos y comiéndose varias luces en el proceso. Llegamos al tribunal a las diez y cuarto.

El padre de George, un tipo bajito, de aspecto bonachón y de caras vestimentas, me saludó con cierta prisa.

—Le dije a la jueza que me habías llamado para contarme que tenías un imprevisto. Nos han dado hasta las y media.

A pesar de haber participado de la pelea, Harvey, Fernand y George no tendrían que presentarse en la vista, no si la cosa se resolvía conmigo. Por ello, fui el único de los cuatro que acompañó al padre de George a la oficina.

Era un lugar pequeño aunque imponente. Todo en él parecía caro, desde las cuatro butacas a cada lado del escritorio de madera antigua hasta las cortinas gruesas que atenuaban las luces del exterior.

Cuando nos sentamos en las butacas de la izquierda, el padre de George me informó que la vista se vería a “puertas cerradas”. La jueza había determinado que no hacía falta realizar un juicio tradicional para un caso como aquel, siempre y cuando las partes llegaran a un acuerdo.

Pasados algunos minutos, la puerta se abrió. Una mujer con toga negra entró y se sentó en el sillón de cuero que había detrás del escritorio. Tenía un semblante muy serio y su cara dejaba claro que no le gustaba que le hicieran perder el tiempo. «La esposa perfecta del profesor Skinner», pensé.

Segundos después, la puerta volvió a abrirse. Un hombre alto y vestido muy similar al padre de George entró primero, luego lo hizo el amigo de Cintia. Para mi asombro, llevaba una collera y caminaba con la ayuda de dos muletas. Tenía la cara llena de moretones y su aspecto provocaba pena. ¡Si hemos jodido al hijo de puta!

El abogado de la otra parte pareció sorprendido cuando vio al padre de George.

—¿Eliot? ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, estrechándole una mano y haciendo un esfuerzo por sonreír.

El padre de George le extendió la mano y lo saludó con fuerza.

—Me ha llegado a las manos un caso de lo más insólito. Un chico acusa a mi cliente por defender su vida. Y ya sabes cómo soy, no me gusta quedarme de brazos cruzados ante semejantes injusticias.

El otro abogado escondió su sonrisa en una mueca y se fue a ayudar al amigo de Cintia a sentarse en uno de los sillones a la derecha de la mesa.

Cuando todos estuvimos sentados, la jueza nos saludó con frialdad y se dispuso a escuchar la versión del grupo contrario.

El abogado contó que Harvey se había enfrascado en una pelea con su cliente, Joseph, y que luego la pelea se había convertido en un motín hasta que el acusado David Bennatt había usado una cuchilla que solo por milagro no logró acabar con la vida de su cliente.

La jueza escuchó con atención y luego pasó su vista hacia Eliot.

—Todo suena muy dramático cuando se cuenta así —dijo este—, pero la evidencia no demuestra eso. —Se puso a rebuscar en un maletín y sacó varios papeles que puso sobre la mesa—. Varios testigos, de hecho, casi toda la fila de los baños del jueves en cuestión, han declarado que la discusión la comenzó el joven Joseph. También tenemos declaraciones que informan que luego de comenzado el altercado, varios compañeros de Joseph intervinieron. Sin embargo, tales compañeros estaban en otro establecimiento antes de que se produjera el evento principal. Testigos del otro establecimiento confirman que vieron a Joseph y a los otros teniendo una conversación a buen volumen donde hablaban de vengarse de un chico que había, y aquí cito, “robado a la chica de Joseph”. Señora Jueza, es evidente que esta pelea fue predeterminada, un asunto de jóvenes por meras faldas. Cuando mi cliente observó que reducían a sus compañeros, hizo lo que cualquiera de nosotros hubiese hecho en su lugar: intervenir. Y claro, cuando vio que su vida corría peligro, no tuvo otra opción más que defenderse como pudo…

El abogado de la otra parte hizo una objeción y pasó a explicar que yo llevaba la cuchilla cuando entré en la pelea y que la situación no estaba dispareja como decía la otra parte, dado que varios compañeros de Harvey también intervinieron, incluido yo. Luego expuso que el asunto era sin duda uno de riñas entre grupos, pero resaltó el hecho de que solo uno de ellos había herido peligrosamente a otro. De momento, decían conformarse con que se pagaran por todos los daños causados a su cliente. De lo contrario, exigirían una vista en pleno.

El padre de George rebuscó en su maletín, sacó varios papeles y se los entregó a la jueza.

—Aquí tiene usted el informe del hospital de la mañana de ayer, cuando dieron de alta al joven Joseph. Si observa, se dará cuenta de que no tiene por qué llevar ni collera ni muletas. Venga, el médico dice que está en mejores condiciones que otros jóvenes de su edad.

La jueza sonrió un poco, hojeando el fajo de papeles.

—Todavía falta el asunto de la cuchilla —dijo el abogado contrario—. La predeterminación de los actos se…

—El informe médico describe una herida poco profunda —dijo el padre de George—. Por lo que a mí respecta, pensaría que un lápiz o un bolígrafo hubiesen sido más peligrosos.

La jueza volvió a sonreír débilmente, y el otro abogado hizo una mueca de odio.

—Exigimos al menos un pago por los gastos de hospital.

—Es curioso, Christopher —dijo el padre de George—. Yo tenía esperanzas de que todo acabara hoy y aquí, pero si lo que quieres es perjudicar más a mi cliente, vamos a exigir sus pagos médicos también. Mi cliente actuó en defensa propia. No vaya a ser que buscando sacarnos algo de dinero, acabemos demostrando que fue tu cliente quien actuó con predeterminación. Un par de meses de cárcel le podrían echar a perder la vida al pobre de Joseph.

Joseph y su abogado se acercaron uno al otro y hablaron en silencio. El padre de George se puso de pie.

—No me gustaría tener que movilizar a todo el bufete para un caso tan claro e insignificante, pero si me veo obligado a hacerlo, vamos a tener que pagarnos la comida y las molestias. Vamos a jugárnosla por la mayor pena posible para tu cliente, Christopher. Déjame saber qué vas a hacer.



Una hora después, Fernand y George me abrazaban y Harvey me extendía su mano en un caluroso saludo.

Cuando el padre de George salió de la habitación, me dirigí hacia él.

—Le agradezco lo que hizo. No sé cómo pagarle…

—Soy yo quien estaba en deuda contigo. Si no hubieses intervenido probablemente George habría corrido una suerte peor. Me alegra saber que son compañeros y que lo cuidas bien. Estamos a mano —contestó con una amplia sonrisa.

A los pocos minutos, el padre de George nos invitó a comer en un restaurante de comida italiana. Esta vez, George condujo el auto (creo que para que su padre no se preguntara por qué lo hacía Harvey).

Nunca en mi vida había comido tanto ni tan rico.

Cuando faltaban diez minutos para la una, no encontré cómo levantarme de la silla. Los cuatro estábamos entumecidos. A todos se nos veía una cara de alegría lejana.

Eliot pagó la cuenta, que pasó de los cien dólares, y dejó una propina de veinte sobre la mesa.

—Bueno, chicos —dijo, poniéndose de pie—. Ha sido todo un placer, pero ahora tengo cosas en las que trabajar y ustedes deben de tener clases.

Se despidió de los cuatro, a George con un beso que a este no pareció agradarle mucho, y se fue.

Llegamos a la residencia a la una y media, de modo que no hacía sentido asistir a Teoría de la Música; así que por fin haría uso de la excusa.

Los cuatro nos metimos al 301, y cuando me senté en mi cama, el mundo parecía un lugar más elegante. Había salido ileso del caso, mi récord criminal estaba limpio, me había revolcado con la amiga de Joseph y este cojeaba en muletas…

De pronto, el primer capítulo de Ciencias Sociales pareció más agradable. Harvey, Fernand y George se sentaron en el suelo a jugar damas unos con otros.

Acabé con las notas del capítulo. Ahora quedaba redactar las mil palabras. Me levanté de la cama después de arrancar la página de apuntes y metérmela al bolsillo junto con un lápiz. Cogí la ropa sucia que tenía dentro del armario y me eché las sábanas de Harvey al hombro.

—Voy a lavar. Nos vemos luego.

Ninguno de los tres se fijó mucho en mí. Estaban metidos de lleno en lo que hacían.

Me fui hasta la puerta y la abrí.

—Antes de que te vayas, David —dijo Harvey, a mis espaldas—, ¿serías tan amable de contarles a Fernand y a George cómo se siente perder la virginidad? Quiero que se motiven para esta semana.

Me volteé y me encontré con los rostros de Fernand y George distorsionados por dos muecas de sorpresa.

—¿Que ya te acostaste con una? —preguntó George, pestañeado de seguido.

Asentí.

—Y nada más que con Cintia —terminó Harvey.

—¡La del jueves! —dijo Fernand.

—¿La novia del tipo en muletas?

—La misma. Y les tengo buenas noticias —les dijo Harvey—. Si no me equivoco, y dudo mucho que lo haga, creo haber identificado el verdadero problema: ustedes no follan porque tienen miedo, pero tienen miedo porque nunca han follado.

—Todo es lo mismo, ¿eh? —dije.

Harvey me sonrió y, mirando a los otros, añadió:

—Si quieren aprender a seducir, lo primero será follar; ahí es donde pienso llevarlos…

Los otros dos no se movían, y yo sonreí para mis adentros. Cerré la puerta y salí en dirección al cuarto de las máquinas de lavar; las sábanas de Toy Story las necesitaban más que ninguna otra prenda de ropa.


32


Los trabajos de Ciencias Sociales no fueron los únicos en los que tuve que trabajar aquella semana, ni la siguiente, mucho menos durante todo el mes de septiembre.

Harvey y Fernand estaban cada vez más tan enfrascados en su aplicación de juegos de mesa que casi no tenían tiempo para otra cosa. Sus asignaciones y la dificultad de las mismas iban en aumento. Esto sin sumarle mis propios trabajos y los exámenes que ya empezaban a dar la lata.

Cálculo se había vuelto más imposible que nunca. Newton y Leibniz eran unos malnacidos, unos niños sin infancia ni juguetes. Nunca en mi vida había tenido que darle tantas vueltas a una clase como a esa. El primer examen fue una C y de a por poco. Química no me ayudaba mucho en mi ánimo ni con el tiempo que me quitaba para Cálculo. Química me estrujaba el cerebro como su gemela; entre iones, mezclas homogéneas y tablas de elementos mi mente era una bomba de hidrógeno a punto de estallar.

La cosa se calmaba un poco en las otras clases. Español era tan simple como siempre, Teoría de la Música era como unas vacaciones, Inglés no era tan complicado, no tanto como su profesor, y el laboratorio de Química, bueno el laboratorio era otra cosa; no era complejo, pero las tres horas seguidas eran pura tortura. Casi siempre aprovechaba cuando la estudiante que daba la clase se entretenía en alguna cosa para adelantar los trabajos de Harvey y Fernand.

George ayudaba con las clases, pero su cerebro no daba para tanto. Se le era difícil concentrarse y olvidaba las cosas con frecuencia, pero al menos era un alivio cuando Harvey tenía trabajos de Psicología, porque estos le tocaban a George; y como tomaba la clase con Harvey, no podía poner muchas excusas.

El 28 de agosto George cumplió años. Harvey le obsequió lo que él mismo llamó un “no muy atractivo aunque sumamente irracional ejemplar número seis”. Perder la virginidad nunca le había sentado tan bien a alguien. Su memoria pareció mejorar un tanto y los chasquidos con la lengua y los dedos redujeron notablemente, a pesar de que sus brincos al caminar se hicieron más notables, tal vez por algo relacionado con un sentimiento renovado de seguridad.

Fernand tuvo que esperar hasta principios de septiembre para que le tocara su turno, con lo que Harvey llamó “un espécimen atlético número ocho, perfecto para un estudiante de Enfermería”. Los próximos días a su experiencia los trabajó con más ahínco en la aplicación, borró permanentemente de su computadora dos gigabytes y medio de porno, y decidió recortarse las puntas del pelo.

Entre George, Fernand, Harvey, Sally y yo, comenzaba a crearse una especie de hermandad. Todos trabajando por un fin que solo Harvey parecía comprender. Fernand y Sally recibían veinte dólares a la semana por los servicios prestados al Equipo. Como los trabajos universitarios habían aumentado de cantidad y dificultad, ahora Harvey me pasaba treinta dólares mensuales para compensar. George no recibía dinero porque Harvey había decidido eximirlo del pago de las clases de seducción. De momento todo el dinero salía de los propios ahorros de Harvey.

Había llamado a mi madre dos veces más y en las dos ocasiones lloró tan igual que en la primera. Volvió a recordarme lo mucho que me quería, que lo sentía y sus esperanzas de que estuviera bien. De mi padre solo sabía lo que mi madre me decía: nada.

Sally era un caso que todavía no lograba descifrar. A veces se mostraba dulce, comunicativa y agradable. De pronto ya estaba fría y distante. Algunos días nos veíamos tan a menudo como nos fuera posible, otros días los pasaba sin saber de ella. Harvey decía que Sally “tenía cerebro” y que, por tanto, sus motivos y pensamientos eran más complejos de adivinar (aunque él usaba palabras como “inducir” y “deducir”).

Exceptuando alguno que otro contacto casual que hacíamos al estar juntos Sally y yo, como un beso de saludo más largo de lo habitual, o que mi mano la tocara suavemente sin querer y que nos tardáramos un poco en alejarnos, parecía que aquel primer beso en la mejilla y su afirmación de que yo le agradaba eran los únicos indicios de que había o hubo algún interés de su parte. Por el momento, Harvey insistía en que lo mejor que yo podía hacer para mejorar con las chicas era dejar de pensar en ella.

Las reuniones del Club Literario eran tan aburridas como el laboratorio de Química; por suerte duraban solo una hora. Sally y Harvey parecían ser los únicos del Equipo a los que les agradaba el dichoso club.

Después de las reuniones del Club Literario nos íbamos a los bancos del patio de la residencia para las reuniones del Equipo de Cambio. Harvey consiguió una impresora de segunda mano y adoptó la costumbre de entregarnos instrucciones por escrito. En las reuniones nos asignaban a George y a mí las tareas en las que trabajaríamos durante la semana, y nos poníamos a ello mientras Harvey y Fernand se enfrascaban en largas y aburridas conversaciones sobre lenguajes de programación, bases de datos y bibliotecas de algoritmos. Sally aprovechaba el tiempo entre leyendo o escribiendo, creo que por mandato de Harvey, y no hablaba mucho, menos cuando Harvey le exponía algún tema de literatura aprovechando que Fernand trabajaba solo.

Fumar se había vuelto más serio; ya alcanzaba la media cajetilla al día. Los treinta dólares me permitían el nuevo vicio, pero no me sobraba mucho. Al menos los vales de comida del Club Literario eran lo máximo. Harvey había acordado pagarles una miseria a los integrantes del club que no los utilizaban, por lo que todos en el Equipo teníamos desayunos y almuerzos gratis. Los fines de semana comíamos fuera, en los establecimientos de los alrededores.

Los jueves, luego de las reuniones del Equipo de Cambio y después que Sally se marchaba, nos tocaba clases con Harvey. Los avances eran más que evidentes. Ahora se me hacía relativamente fácil ir donde una desconocida y plantarle conversación. Harvey estaba decidido a trabajar con ahínco para que a mediados de octubre nos hubiésemos acostado con una chica “por nuestros propios méritos”. Yo ya había aprendido a tomar números de teléfono y concertar un segundo encuentro, pero seguía sin dominar “cerrar el trato”. Hasta ahora George era el estudiante favorito de Harvey; era el más arriesgado, el más creativo y el más a gusto con las clases.


∗ ∗ ∗


Después de la clase de Química del lunes primero de octubre me dirigí a la residencia. Harvey estaba enfrascado detrás de su computadora. La pizarra estaba recostada sobre su cama con decenas de palabras escritas de derecha a izquierda. Su mirada iba de la pizarra a la pantalla de la computadora y de vuelta a la pizarra.

—¡Jamás pensé estar codificando!

—¿Qué se supone que diga? —pregunté, soltando el bulto al lado de mi escritorio.

—Lo que quieras, solo comentaba. Esto de programar es lógica y matemáticas. Es increíble.

—Te creo —dije, tirándome a la cama y mirando el techo.

—A veces me he preguntado cómo la voluntad del hombre puede existir sin contradecir la ley de causa y efecto, pero ahora que veo lo que son las capas de protocolo y los objetos de nivel aleatorio todo comienza a hacer más sentido. Creo que no se puede probar la voluntad, solo aceptarse como evidente.

—Me imagino.

—Coge mi iPod y busca la última aplicación.

—¿Para qué?

—Anda y hazlo.

Me paré sin muchas ganas y me fui hasta su escritorio. Tomé el iPod, lo desconecté del cargador y busqué entre las decenas de aplicaciones hasta dar con la última. Era un icono cuadrado de color negro. Al centro brillaba una pieza de damas que parecía sobresalir.

Toqué el icono con un dedo y la aplicación cobró vida.

—Dime qué te parece.

—Es de prueba, ¿verdad? —pregunté, sentándome en la cama.

—Para nada. Ya está en la tienda de aplicaciones de Apple.

—¿Oficialmente?

—Desde hace más de un mes.

—¿Un mes?

—La subimos un par de días después de tu vista al tribunal, pero tuvimos que esperar a que Apple la aprobara. Desde entonces le hemos hecho dos actualizaciones de estabilidad. Fernand y yo decidimos mantenerlo en secreto hasta ver si había remuneraciones.

—¿Así que cualquiera puede ir ahora mismo y comprarla?

—Desde principios de septiembre.

—¡Qué bien!

—Vale, pero úsala.

El dibujo a pantalla completa de la aplicación dio paso a otra imagen que mostraba el nombre de la aplicación junto con las palabras:


Creado por:

Harvey Tunner & Fernand Warton


La imagen se fundió con la siguiente. Ahora había un cuadro con varias opciones. Podías escoger damas americanas, tradicionales, chinas y otras versiones más que desconocía. Escogí la primera opción: “Damas a Muerte”. La pantalla recreó un tablero 8 por 8, idéntico al de un tablero de ajedrez, con la diferencia de que los cuadros claros de las esquinas quedaban a la izquierda de los jugadores. Las piezas animadas se acomodaron con rapidez en su posición de origen y un mensaje apareció diciendo que iba a ser guiado por una tutoría de así desearlo. Acepté y la pantalla me explicó el objetivo del juego. Comenzó a llevarme por cada uno de los movimientos de las piezas y algunas estrategias básicas para poder comenzar a jugar.

De pequeño había jugado damas, pero después de conocer el ajedrez el juego de damas se me antojó demasiado simple (modestia aparte). Sin embargo, el juego de damas que tenía frente a mí no era parecido a nada que hubiese jugado antes. Aquí las piezas podían moverse hacia atrás para capturar, aun cuando no avanzaran al final de la jugada. A veces capturar piezas enemigas era obligado, otras veces tenías la opción de no capturar, pero te arriesgabas a que te “soplaran” una pieza (algo que la tutoría explicaba en detalle). Las piezas coronadas tenían una capacidad de movimiento tan abrumadora como la de un alfil en anabólicos y, al mismo tiempo, unas limitaciones que podían inhabilitarlas en cuestión de varias jugadas. El reloj encima de la pantalla me daba a entender que llevaba más de diez minutos invertidos en la aplicación.

—Esto es adictivo —comenté, despegando los ojos del iPod para mirar a Harvey, que sonreía, expectante.

—Y no hay tablas, las reglas que le añadimos a las piezas coronadas de las Damas a Muerte hacen imposible el empate. Y tienes cientos de opciones. No solo de tableros, cantidad de casillas, piezas, colores y sonidos, sino también de reglas. Me atrevería a decir que podrías jugar cualquier versión del juego de Damas con esta aplicación. También podrías inventar las tuyas propias.

—¿Cuánto cuesta?

—Nueve con noventa y nueve…

—¿Nueve noventa y nueve?

—Sí. Y pensamos subirlo.

—¿No es algo caro?

—Esta los vale.

—A ese precio no van a vender mucho.

—Lo exactamente opuesto es lo correcto.

—¿Ah, sí?

—Ven acá —dijo, acomodándose en la silla para quedar de frente a la computadora.

Me acerqué y observé la página de internet que acababa de abrir. Era bastante complicada de asimilar por la decenas de tablas con números y códigos a letra pequeña.

—Aquí —dijo señalando un pequeño recuadro—. Estas son las ganancias limpias de septiembre, ya se les ha restado el porcentaje que retiene Apple. Así que puedes ir viendo cómo nos va.

Sobre el recuadro señalado aparecía:


$ 1,967.34


33


Esa noche Harvey convocó al Equipo para una reunión. A las ocho de la noche estábamos los cinco sentados en un restaurante elegante en las afuera de la ciudad.

Sally estaba hermosa, con un traje azul cielo hasta las rodillas. Fernand se había peinado (o lo que fuera que se hiciera diferente en el pelo) y George y Harvey lucían sus mejores ropas casuales para la ocasión. Yo había vuelto a hacer uso de una prenda de ropa de Harvey, pues ninguna de las que yo tenía resultaba apropiada.

Al fondo del restaurante un señor tocaba un piano de cola. El sonido iba y venía, arropando todo a nuestro alrededor. Harvey pidió una cerveza y Sally optó por un vino seco. Los otros pedimos agua, soda y un jugo de naranja.

—De seguro el secreto ya se ha filtrado —comenzó Harvey—, pero quiero informarles en persona que antes de salir para acá comprobé que, de acuerdo con el reporte de ganancias de Apple, acabamos de sobrepasar los dos mil dólares.

Sally empezó a aplaudir y los demás la seguimos con entusiasmo hasta que el tipo del piano nos asesinó con la mirada.

—Esto quiere decir que nuestra primera parte del plan está funcionando.

Harvey se interrumpió cuando el camarero dejó un plato de entremeses sobre la mesa.

—Antes de que se ensucien las manos, permítanme darles esto.

Harvey se reclinó hacia un lado y metió una mano debajo de la mesa, de donde sacó una bolsa plástica. La puso sobre la mesa y vació su contenido, poniendo un celular al frente de cada uno de nosotros.

—Me tomé la libertad de abrirlos, cargarlos y añadir los contactos de los otros. Ya va siendo hora de mejorar la comunicación entre el Equipo.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó Sally, tomando el suyo y observándolo con interés.

—De una tienda.

—Por favor.

—Tomé un plan familiar con mis ahorros. Ya no voy a tener que utilizarlos en pagarles a ustedes, no ahora que la aplicación está dando resultados. Un último agradecimiento personal, por así decirlo.

Tomé el mío y me puse a presionar botones. Los demás hicieron algo similar. Luego metieron las manos sobre el plato lleno de delicias, todos menos yo. No tenía tanta hambre y prefería aprovechar aquella distracción para observar mejor a Sally.

“Aislar a la chica de su entorno”. Harvey nos había explicado que llegado el momento apropiado era necesario hacer que la chica a la que intentabas seducir se fuera contigo y dejara el lugar donde habían comenzado a charlar.

Mis manos comenzaron a sudar cuando me le acerqué.

—Sally —le dije con la boca seca.

—¿Sí?

—¿Me acompañarías afuera?

—¿Afuera?

—Por favor.

Y sin darle tiempo a contestar, me puse de pie y salí del restaurante por la puerta de atrás. Allí la música del piano no se escuchaba tan nítida como adentro, pero todavía alcanzaba a oír algunos acordes. Estaba de cara al estacionamiento, observando el auto de George, donde habíamos llegado los cinco.

Saqué la caja de cigarrillos y me puse a fumar recostado de la pared que daba al pasillo de lo que parecía un almacén. La puerta se abrió y Sally vino hacia mí.

—¿Está todo bien? —me preguntó.

—Ese traje te queda muy lindo.

—Gracias, David.

—¿Sabes? Paso tanto tiempo intentando saber qué piensas que se me olvida lo que pienso yo.

—¿Y qué piensas? —preguntó a media sonrisa.

—No creo estar muy seguro…, excepto de una sola cosa.

Sally volvió a sonreír y yo sentí que el mundo se paralizaba por un segundo.

—Tu traje… tus pecas… tu pelo… Tú…

—¿Ya has vuelto a gaguear? —se burló en una sonrisa.

—Eso… parece.

—¿Quieres que te ayude?

—No.

—¿Ah, no? —preguntó, sin disimular un leve desconcierto.

—Ya va siendo hora de controlarme.

Y sin pensarlo dos veces (aunque a decir verdad lo había pensado muchísimo durante las últimas semanas) tiré el cigarrillo a la calle y me lancé de lleno contra su boca. Mis labios chocaron contra los suyos, rígidos de pronto, luego relajados, nerviosos después, y todo en fracciones de segundos.

Mi lengua buscó la suya y ya nada existió, excepto ella, y yo, los dos, solos. Mis manos se metieron por detrás de sus rizos y sus manos me apretaron contra su cara. Y allí se estuvo mejor que en cualquier otro lugar.

Sally emitió un débil suspiro y una correntada de calor me recorrió las venas.

Solté una mano de sus rizos y la aventuré por su espalda, ahora un poco encorvada. Un suave gemido laceró mi oído, allí donde su boca acabó parando. Me recliné sobre su cuello y comencé a besar todo a mi paso, sintiendo el olor a dulce de melón y escuchando su respiración golpear contra mi oído.

—¿Por qué… no lo habías… hecho antes? —preguntó entre susurros, haciéndome sentir el más afortunado de los mortales.

—Ahora es otra la que no habla bien —dije, mordiéndole una oreja.

—Pero no por nerviosismo.

La alejé de mí y la miré fijamente. Ya no era tan pálida como siempre, su rostro había adoptado un color rosado que iba a juego con su perfume.

—Sinestesia —susurré.

—¿Cómo?

—¡Oh, nada! Es que creo entender cómo se siente probar un olor.

—No entiendo.

—No importa.

Y volví a lanzarme contra su cuello, ella a arquear su espalda y a apresar mi oreja contra sus labios. Y más suspiros. Y mis manos soltaron sus rizos y se aventuraron de nuevo por su espalda. Y fui bajando, y ella gimiendo. Y yo dejé que mis manos se deslizaran más hacia abajo y ella me las detuvo, y yo volví a insistir y ella a detenerlas, y la besé y ella asintió. Y mis manos se alejaron de su espalda y pararon en sus pechos. Y ella las retiró y yo volví y ella volvió.

—Vayámonos a la residencia —le susurré al oído.

—Por favor.

Y sin darle tiempo a repensarlo, salí corriendo hacia la puerta del restaurante. Corrí como un demente hasta llegar a la mesa.

—¡Necesito… las llaves… del auto!

Los otros tres levantaron la cara de sus platos y me observaron.

—Por favor, necesito llegar a la residencia.

Harvey le asintió a George, que metió una mano al bolsillo y me entregó un llavero.

—Toma —añadió Harvey, extendiéndome su mano.

Me entregaba una caja de condones. No podía saberlo, pero mi rostro debía tener un tinte rojizo.

—Gracias —dije a todos, y salí corriendo hasta el estacionamiento.

Sally estaba parada justo en el mismo lugar donde la había dejado. Tenía las manos abrazadas al cuerpo, como protegiéndose de un frío que no existía.

Me le acerqué, le cogí una mano y la llevé hasta el auto. Le abrí la puerta, esperé a que se sentara, rodeé el auto y me monté.

En casa había aprendido a conducir con el auto de César. Y aunque aún no era diestro del todo, no debía tener mayores problemas con el auto de George… hasta que descubrí que el auto era…

—¡Demonios! —lancé, golpeando la palanca de cambios.

—¿Qué pasa?

—Nada, solo dame un segundo.

Permanecí sentado, preguntándome cómo demonios iba a llegar a la residencia. Pedirle a Sally que condujera no me parecía muy masculino, y eso asumiendo que ella sí supiera conducir autos manuales.

En algún lugar de mi cuerpo un reloj comenzó a hacer tic tac. Era consciente de que no podía quedarme allí sentado por siempre, tenía que hacer algo, cualquier cosa.

—Perdóname —le dije sin mirarla—, dame otro segundo.

Me bajé del auto y volví a correr en dirección al restaurante. Cuando llegué frente a los otros tres, casi les grité:

—¡No sé conducir manuales!

—Ya me lo presentía… Toma —dijo Harvey riendo, entregándome un fajo de billetes.

—¿Qué es esto?

—Dinero, tonto. Llévala al hotel que está en la esquina de la otra cuadra. Págate un cuarto, es mejor que llevarla a esa pocilga de mierda donde vivimos.

Tomé el contenido de las manos de Harvey, lo metí en el bolsillo y me volteé para irme.

—Vamos a necesitar las llaves —dijo George sonriendo.

Paré en seco y se las entregué. Sin mediar más palabras, me lancé de vuelta al estacionamiento.

—Vente —le dije a Sally mientras le abría la puerta.

—¿Qué pasó?

—Tengo una mejor idea.

—¿Ah, sí?

—Sí, ven.

Comenzamos a andar, rodeando el exterior del restaurante, y emprendimos camino hacia la derecha, por el bulevar que llevaba a la universidad.

—¿A dónde vamos? —preguntó entre divertida y curiosa.

—Ya lo verás.

Doblamos una esquina y dimos con él: un hotel de lujo, pequeño pero en extremo elegante, que hacía esquina con el bulevar y la calle Guzzler. Entramos en la lujosa recepción y tanto Sally como yo nos quedamos inmóviles; una noche en aquel hotel costaría toda una fortuna.

Instintivamente metí las manos en el bolsillo de atrás y extraje el fajo de billetes. Eran todos de cincuenta. Estimando rápidamente, debía haber más de quince billetes.

Sally miró mis manos y no pudo evitar abrir los ojos de par en par. Yo tampoco había podido evitarlo.

—¿Y eso?

—Es lo menos que nos merecemos —le dije, y me acerqué a la rubia que estaba detrás del mostrador.

—Eh… queremos una habitación.

La chica sonrió ausente y comenzó a teclear en una registradora con monitor.

—Tenemos disponible dos suites matrimoniales y el penthouse. Es todo lo que nos queda.

—¿Cuál nos recomienda? —le pregunté, suplicando en mi mente que el dinero diera para cualquier cosa que dijera.

—El penthouse, por supuesto.

—Lo tomamos.

La chica volvió a sonreír y a teclear.

—¿A nombre de?

—David Bennatt.

—¿Desea ordenar alguno de nuestros…?

—Solo la habitación, por ahora.

La chica asintió con una sonrisa.

—Bien, son cuatrocientos sesenta y dos dólares.

Suspirando de alivio, le entregué diez billetes.

La chica los tomó con una sonrisa y los metió en la registradora.

—Quédese con el cambio —le dije.

La chica volvió a sonreír amablemente y nos entregó dos tarjetas de plástico.

—Último piso, a la derecha. El ascensor está por acá —añadió, señalando hacia una escultura de piedra a la izquierda.

Cuando el ascensor comenzó a subir con nosotros tuve la impresión de haber dejado el corazón en el primer piso. Sally se abrazó a mi brazo y esperó tranquila hasta que las puertas del ascensor se abrieron.

Me temblaban las manos cuando llegamos frente a la puerta del penthouse. Metí la tarjeta por la ranura y abrí la puerta. Entonces supe que así debía ser el cielo. Un lugar enorme, con alfombra por todo el suelo, una cama gigante que de solo mirarla te quitaba todas las preocupaciones, una vista a lo lejos de toda la ciudad nocturna, y más acá… más acá la figura perfecta de un ángel. Uno que había accedido a estar allí conmigo. Uno que ahora me abrazaba el cuerpo. Tan temblorosa como yo…

Sally se movió hasta quedar parada frente a mí. Me sonrió con cierta timidez y me besó.

—Hoy soy tuya —dijo al despegarse.

Sus palabras fueron una descarga eléctrica, pero también el incentivo que me faltaba, como una gota que colmaba el vaso de mi autoestima.

La recosté sobre la cama, me le subí encima y la besé… Y un gemido suyo fue lo que bastó para correrme.


34


¡Maldita sea! ¡Maldita sea! Ni siquiera nos habíamos quitado la ropa! Tenía que buscar una excusa para ir al baño, lavarme y regresar como si nada hubiese ocurrido.

—¡Hey! —me llamó en un susurro—. No importa. De verdad que no importa.

—¿De qué… hablas?

—No te hagas el tonto —me dijo sonriendo, saliéndose de abajo, empujándome suavemente a un lado y trepándose encima de mí para quedar cara a cara.

—Eh…

—No importa David. ¿Acaso tienes la mínima idea de lo sexi que me resulta saber que te gusto tanto?

—Bueno… Yo solo…

—Shh… Llevo varias semanas pensando que si no acababas por besarme iba a tener que hacerlo yo.

—¿En… serio?

—¿De verdad no tienes idea de lo mucho que me gustas?

—Pues… a la verdad… no.

—Me gustas mucho.

Sally cruzó sus brazos, agarró la parte de abajo de su traje azul y se lo quitó de un solo movimiento. Y allí quedó, en sostenes y ropa interior, sobre mí. Y varias cosas se me hicieron evidentes. La primera fue que si Cintia era un nueve, entonces Sally era un once, aun cuando la tabla de Harvey llegara hasta el diez. Lo otro fue que una cosa era estar con una chica hermosa, y otra muy distinta estar con una chica hermosa que te gustara de verdad…

Quería impresionarla, poder hacerme cargo de la situación y hacerla retorcerse de placer, todo por mí. Pero al mismo tiempo se apoderaban de mí cientos de temores. ¿Y si Sally no me encontraba atractivo? ¿Si no podía satisfacerla? ¿Si no estaba a la altura de sus exigencias? El mero pensamiento actuaba como un freno.

Mientras tanto ella sonreía. Entonces se llevó una mano a la espalda y se soltó el sostén; este no se cayó, sino que se quedó suelto sobre ella.

—Ven aquí —me dijo sonriendo.

Me puso sus manos alrededor de mi cabeza y tiró lentamente hacia sí. Acabé sentado sobre la cama, con ella sobre mis muslos.

—Aquí —dijo, llevándome las manos con la suyas sobre su sostén.

Y volví a sentir la erección presionando contra ella.

—Mmm —lanzó mirando al techo. Y yo sentí como mi corazón bajaba al sótano del hotel.

Poco a poco, y siendo capaz solo porque ella me ayudaba, le dejé caer el sostén. Sus pechos quedaron frente a mí, deslumbrantes. Y ella volvió a gemir, de seguro por la presión que ocasionaba mi pantalón contra ella.

—Son tuyos —me susurró al oído—. Tócalos, apriétalos, muérdelos… haz lo que quieras.

Sus palabras me llegaron entrecortadas. Por lapsos me parecía que hablaba desde lejos, y de pronto era como si me hablara al oído. “Tócalos, apriétalos, muérdelos”. ¿Míos? ¡Por Dios!

—No seas tonto. Hazme lo que quieras —terminó, sonriendo débilmente.

Puso una mano detrás de mi cabeza y me acercó la cara a sus pechos. Echó su cabeza hacia atrás y yo me dejé llevar. Toqué, apreté, mordí… y ella gimió como si yo fuera el único capaz de darle placer. Y mi corazón volvió del sótano y comenzó a latir contra mis muslos.

—¡No te puedes imaginar el placer que me da ser tuya!

—¿Lo dices… en serio…? —articulé con la boca entre sus pechos.

—Totalmente. Aquí, observa —dijo, agarrándome una mano que se llevó a su entrepierna. Con la otra se echó a un lado su ropa interior y con la primera metió la mía.

Estaba caliente y húmedo.

—¿Ves? —preguntó sonriendo—. Te pertenezco.

Sus palabras me estremecieron. ¿O fue su cuerpo? ¿O sus pechos, o sus pezones erguidos, o sus piernas suaves y blancas, o los rizos sueltos que la arropaban, o los vellos que me acariciaban la mano, que a su vez la acariciaba a ella?

—No pienso volver a repetírtelo —me dijo a media sonrisa.

—¿Repetirme qué? —pregunté, y mi mano se detuvo un momento.

—Que soy tuya y que me muero de ganas porque me hagas lo que sea que me quieras hacer.

Y eso fue todo lo que necesité. De un tirón la lancé contra la cama y ella torció el gesto en una sonrisa. Conque mía, para hacer lo que yo quiera. “… me muero de ganas porque me hagas lo que sea que me quieras hacer”.

—¿Lo que yo quiera?

—Lo que tú quieras.

Con una fuerza desmesurada agarré sus bragas y tiré hacia arriba, no tanto para romperlas, pero sí para incomodar. Ella gimió y frente a mí quedaron sus partes apretujadas contra su ropa interior. Todo era húmedo, demasiado húmedo. Y allí fue a parar mi boca.

Ella gimió, o gritó, y yo volví a morder, a tocar, a rasgar, y ella a estremecerse.

Moví su ropa interior a un lado. Metí dos dedos y Sally definitivamente gritó. Luego tres dedos, y mis labios cayeron sobre sus pechos, mordiendo y besando todo lo que encontraron a su paso. Sally se echó hacia atrás y su cuello quedó expuesto, débil, frágil. Y allí me fui a morder.

—Voltéate.

Lo hizo, y quedó arrodillada de espaldas a mí. Y la visión fue todo lo que hizo falta para correrme nuevamente. ¿Cómo se supone que debía aguantar con tanta presión…?

Sally pareció notar mi desgracia, pues volteó la cara para observarme, pero nada en su rostro mostró frustración ni sorpresa, más bien pareció divertida, y sonrió cuando se dio la vuelta para quedar arrodillada de frente a mí.

—Me excita saber que yo soy quien te hace correrte así de fácil.

Por un segundo el sexo ya no importaba. Solo estaba yo y mi frustración, pero Sally estaba más radiante que nunca, sonriendo con placer, disfrutando a sus anchas de lo que a mí me decepcionaba…

Trajo ambas manos hasta mis vaqueros. Me soltó la correa y luego abrió la cremallera.

Me miró a los ojos, sonriendo, a la vez que una mano fría se metía y me agarraba. Todo húmedo allá adentro, mezclándose con el frío de su mano que ya poco a poco se calentaba.

Con un poco de torpeza me bajó el pantalón y el calzoncillo hasta las rodillas. Me acercó su boca y mordió suavemente. Yo solo pude cerrar los ojos. Apretó, chupó y volvió a morder, esta vez un poco más fuerte. Ahora yo gemía. Y antes de que pudiera regañarme mentalmente por mi debilidad, Sally se tiró sobre la cama y comenzó a tocarse.

—Mírame.

—¿Qué…?

—Mira lo que me haces sentir.

Levantó sensualmente las piernas y se quitó su ropa interior, quedando totalmente desnuda sobre la cama. Perfecta, todo un ángel, para mí. Solo para mí…

—David, por favor…

Sus palabras volvieron a activar el interruptor. Me quité los vaqueros por completo, la acerqué por sus muslos y la penetré con fuerza. Ella gritó. Y por mí que no lo hiciera, pues corría el riesgo de volver a…

—No me importa… si te corres —logró decir entre gemidos—. Es más… quiero que te corras, todas las veces… que quieras…

Pero decidí intentar aguantar un poco, solo un poco más. Reduje el ritmo y fue una tortura, peor que cualquier otra cosa en el mundo.

—No, córrete.

—Es lo que yo quiera.

Sonrió. Y volví a penetrarla lento pero profundo. Y ella volvió a gritar. A doblarse por la espalda y a retorcerse.

—Lo que yo quiera —susurré con el corazón en la garganta.

—Por favor.

Me salí y la hice voltear, dejándola arrodillada sobre la cama.

El panorama era perfecto, excitante.

La penetré. Ella gimió como poseída. Alcancé sus rizos, los anudé con una mano y tiré. Al principio pensé que me había pasado, pero su gemido me confirmó lo opuesto. Volví a jalar y a penetrar, todo a la vez, rápido, profundo, y Sally se dejó caer sobre la cama. La levanté por el vientre con la mano que no le agarraba sus espesos rizos anaranjados… Era mía, sin duda alguna, y ella estaba a gusto de serlo.

«Mía… Mía… Mía…» Y mientras lo repetía en mi mente, la penetré cada vez más fuerte y rápido.

—¡Oh, por Dios! —gritó—. Voy a venirme…

Y ya nada pudo aguantarme. Aullé con una última penetración. Ella se retorció y quedó inmóvil. Y allí permanecimos los dos, yo sobre ella, ella sobre la cama. Ambos respirando con fuerza, como si la vida se nos fuera en ello.

Aunque me había vuelto a correr (y nunca en mi vida lo había logrado hacer por tres veces de corrido), ya sentía las ganas de volver a hacerle el amor, o lo que fuera que le había hecho.

Salí de ella y me recosté a su lado.

—¿Lo que yo quiera? —le pregunté al oído.

Sally me miró y sonrió a sus anchas.

—Lo que tú quieras —murmuró.

Caí de rodillas justo frente a su cara. “Lo que tú quieras”. ¿Qué más confirmación necesitaba?

Acerqué mi vientre más a su cara y ella no se hizo de rogar. Sus labios me apretaron, me mordieron y me volvieron a producir una erección descomunal. Allí dentro de su boca se sentía caliente, cómodo, excitante, como si perteneciera a ella y a su boca.

Una mano suya me agarró y con la otra se puso a tocarse.

—¡Cómo me excitas, David! —alcanzó a decir con semejante dificultad.

Y otra vez volvió a parecer que su voz tuviera poderes mágicos. Un instante después ya la tenía con las piernas abiertas y mi boca sobre sus pechos.

Sus gemidos volvieron con fuerza.

Le eché las dos piernas a un mismo lado, dejándola cual un bebé durmiendo. Y así la penetré. Ella gimió. Era más profundo de aquella forma. Una de mis manos alcanzó sus pechos y apreté con fuerza, con demasiada, pero ella no se inmutó.

Volví a apretar y a penetrar. Y ella a gemir.

Entonces, sin premeditarlo, le lancé una palmada sobre las nalgas. Ella gimió con más intensidad. La golpeé más fuerte. Gimió. Me recosté sobre ella y le mordí sus pechos. Los mordí sin piedad, sin que me importara lastimarlos. Ella era mía…

Un gemido entre el placer y el dolor llenó mis oídos y volví a penetrarla más fuertemente, agarrándome de sus pechos con una mano y con la otra ahora tirándola de sus rizos abundantes.

El ritmo aumentó de pronto y los dos comprendimos que iba a volverme a ocurrir, por cuarta vez en menos de veinte minutos.

—Acábate en mi cara —me pidió entre gemidos.

Y no hizo falta que me lo repitiera. Me salí de ella y en dos movimientos quedé arrodillado frente a su rostro, cuando ocurrió. La mera visión era demasiado sensual como para poder olvidarla en toda una vida.

Aquel rostro angelical era mío. Lo que lo arropaba era una prueba indudable de ello.

Cuando acabé me dejé caer sobre ella y enterré la cara dentro sus espesos rizos, y allí me sentí el creador del mundo. El dueño y señor de todo lo que existía…

—David —logré escuchar a lo lejos. Como si la voz proviniera de otro cuarto—. ¡David!— volvió Sally, esta vez quedando sentada, haciéndome caer de bruces contra la cama.

—¿Qué pasa?

—Estamos a primero.

—Sí. ¿Y?

—¡Oh, por Dios!

—¿Qué pasa?

—Estoy ovulando.


35


El mundo se me fue a los pies. Sin dejar de mirar los ojos bien abiertos de Sally, tanteé por la cama hasta dar con mi pantalón. Llevé una mano al bolsillo izquierdo y saqué una caja de condones intacta. Los dos la contemplamos con reverencia.

Sally se puso de pie, de cara a la pared de cristal que permitía la vista a toda la ciudad nocturna. Sus rizos se metían por todos lados, dándole el aspecto de una niña traviesa. Y allí estaba yo, incapaz de apreciar su desnudez por intentar calmar las nuevas pulsaciones de preocupación.

—Voy a ducharme —dijo, y se encaminó hacia la puerta del baño.

Me recosté en la cama y mis ojos se fueron hacia la lámpara de araña que colgaba majestuosa. Sally estaba ovulando. No podía ser. No hoy, no ahora. No en este momento de mi vida…

Un estremecimiento me arropó. ¿Qué iba a hacer? Pero nada se me ocurrió. Por el momento me pareció que lo mejor era no preocuparse; el pensamiento ya había sido bastante molestoso como para dejarlo hacer de las suyas en esa noche de quinientos dólares.

Me puse de pie cuando me llegó el sonido de la ducha. Por un segundo pensé en meterme con ella, pero algo me lo impidió; tal vez el no saber cómo se había tomado el recordatorio.

Alcancé el calzoncillo húmedo que estaba en la cama y lo tiré al suelo. Después me acerqué a la puerta del baño y toqué con suavidad.

—¿Sí?

—¿Puedo pasar a por una toalla?

—Sí. —Y su voz me llegó tranquila.

Abrí la puerta, provocando que el sonido de la ducha se hiciera más fuerte. Tomé una de las varias toallas que colgaban de una pequeña tablilla y me la puse alrededor de la cintura. Me quité la camisa y la tiré sobre el suelo.

—Sally…

—¿Sí?

—Lo que dijiste hace rato sobre…

—No te preocupes por ello, déjamelo a mí.

—Sí, pero es que…

—Mañana ya lo hablaremos. Hoy quiero pasarla contigo sin preocupaciones.

—De acuerdo.

Salí del cuarto de baño y fui hasta la pared de cristal, donde me puse a mirar a lo lejos. La ciudad se extendía a sus anchas, dibujada con miles de luces de todos los colores y tamaños. Vivir todos los días como si fuesen aquel, así debía ser la felicidad, pero sin ovulación, claro.

Me di la vuelta, alcancé el pantalón y vacié el contenido de los bolsillos sobre la cama, al lado de la caja de condones. Estaban los cigarrillos, el encendedor, el llavero de la residencia, mi billetera, el nuevo celular y el resto de los billetes de Harvey.

Saqué un cigarrillo y lo encendí. En solo segundos el cuarto quedó arropado de olor y humo.

—¿En serio? —me llegó desde la ducha al poco rato.

—¿Qué? —grité.

—Al menos abre las ventanas.

Cogí los cigarrillos y el encendedor, fui hasta la pared de cristal y abrí la puerta. Cuando salí, cerré la puerta y me senté en una de las sillas que rodeaban una mesa para exteriores. Fumé sin pensar en nada más. Solo veía el ir y venir de los autos, desde arriba parecían insignificantes hormigas. De lejos llegaban los sonidos opacos de bocinas, de música y del bullicio que se formaba alrededor de los establecimientos cercanos. Era un estado hipnótico.

Al poco rato Sally salió del baño. Llevaba puesto el sedoso traje azul cielo y el pelo mojado, pegado al rostro. Y pensar que había sido mía…

Abrió la puerta de cristal y se sentó en mi falda. Lancé el cigarrillo a lo lejos y puse la cajetilla con el encendedor sobre la mesa. La abracé con delicadeza y Sally me puso una de sus manos sobre el pecho.

—Eres guapo.

Se me secó la garganta. Estar con Sally me subía la autoestima. Ella, y estar en el duodécimo piso de un hotel de lujo.

—Gracias…

Sally sonrió y me besó. Se acomodó mejor, y en solo segundos tuvo sus piernas una a cada lado de las mías.

—¿Sally?

—¿Sí?

—¿Puedo preguntarte algo?

—Sí.

La abracé un poco más fuerte contra mí; ella recostó su cara contra mi pecho.

—¿Por qué estás conmigo? —pregunté.

Sally apartó su rostro de mi pecho y me miró un tanto sorprendida.

—Porque me gustas mucho, creía que era obvio.

—Pero… ¿por qué te gusto?

—A ver —comenzó, mirando hacia arriba—. Nunca me he parado a hacer una lista, pero digamos que en general tienes cualidades que me atraen mucho.

—¿De veras?

—David —dijo, mirándome fijamente— eres apuesto, inteligente, limpio, bueno, sano… Hay cosas de ti que simplemente me agradan.

Sally debía pertenecer a un planeta muy lejano, a una especie extraterrestre sin mucho sentido común, pero a mí ya me gustaba aquel planeta.

—Sally… tú me gustas mucho.

—Lo sé.

—Digo… mírate, eres hermosa…, no puedo creer que estés conmigo.

—Soy tuya.

—¿Por qué lo dices?

—Porque es cierto.

—Pero no sé qué quieres decir con eso.

Sally me acarició el pecho, luego extendió sus brazos por encima de mis hombros y me estrujó el cabello.

—No hay nada que me dé más placer en el mundo que saber que te atraigo. Desde hace mucho he fantaseado con poder estar contigo.

—¿Podría decir que eres… mi novia?

Sally sonrió y me dio un largo y sensual beso.

—Si eso te complace…

—Sí.

—Pues entonces soy tu novia.

—¿De verdad?

—De verdad.

—¿Y puedo… y puedo hacerte… lo que quiera?

—Sí —contestó sonriendo—, pero con una sola condición.

—¿Cuál?

—Que no vuelvas a preguntármelo.

Saber que tenía permiso expreso para hacer de ella lo que quisiera era lo más excitante que me había ocurrido en la vida. Mi mente viajó por todas y cada una de las fantasías que desde joven había almacenado. Podía hacerlo todo con Sally, todo. Y eso lograba hacer que el pecho se me inflara, y la entrepierna también…

—¿Me estás diciendo —comencé, a la vez que le levantaba poco a poco el traje— que esto —ahora había llevado ambas manos sobre sus pechos— es mío?

—Sí.

Y su afirmativa me calentó el cuerpo.

—Y esto —dijo, tomándome una mano y llevándomela entre sus piernas —¿Te das cuenta? Hace solo un rato que me he bañado y ya vuelvo a estar húmeda por ti.

Una soga invisible se me amarró alrededor del cuello.

—Quiero volver… a estar contigo —logré decir.

Sally ya no reía. Ahora solo me miraba fijamente.

—¿Quieres estar conmigo? ¿O quieres joderme?

¡Madre mía! ¡Qué efecto!

—Voy a joderte.

—No te creo.

Un segundo después yo regresaba del interior del cuarto con un condón puesto, por aquello de no tentar más al destino.

La recosté bocarriba sobre la mesa, y quedó con su pelo tocando la pared de poca altura que daba al vacío. Sus piernas entreabiertas, sus pies sobre mis hombros y yo en el centro, haciéndola mía… Nuevamente.

Entre un movimiento y el otro, alcancé los cigarrillos. Encendí uno con dificultad y fumé. Entonces maldije el hecho de que nadie, ni siquiera Harvey, me hubiera dicho que fumar en tal situación hacía que el vicio se tornara sagrado.

Sally se removió, se arrodilló sobre la mesa y se levantó el traje hasta la cintura. Así la penetré. Una, dos veces, tres, cuatro veces, hasta que giró la cabeza para quedar mirándome con una expresión sensual.

—¿Eres virgen? —preguntó entre un gemido.

Tosí. Y por un segundo no pude hacer otra cosa más que parar el rítmico movimiento que ya empezaba a hacerme sentir que estaba a punto de correrme.

—¿Qué?

—Que si eres virgen.

—¿Por qué lo preguntas?

—Por curiosidad —dijo con una sonrisa coqueta.

Mantener semejante conversación con una chica desnuda, arrodillada de espalda hacia ti, mientras te fumabas un cigarrillo e intentabas penetrarla no era algo que se hiciera con facilidad.

—No.

—¿En la preparatoria?

—En la segunda semana de clases.

Como movida por un impulso instintivo, Sally se movió para acabar sentada sobre la mesa, mirándome con los ojos abiertos de par en par.

—¿Perdiste la virginidad después de conocerme?

—Eh… —comencé, dando varias fumadas nerviosas—. Sí.

—¡Pero qué tonto eres, David! —dijo, llevándose las manos a la cabeza.

—¿Qué pasa?

La escena había dado un giro de lo más inesperado y, sin lugar a dudas, incómodo.

—Eres un tonto, David, un tonto. Yo hubiese dado lo indecible por haber sido tu primera.

—Pero… Pero… yo lo hubiese querido también… Pero… no sabía…

—¿Te gustaba?

—¿Qué?

—La chica. ¿Te gustaba?

—Eh… era linda. Muy linda… sí, pero no la conocía… mucho.

—¿Y cómo es que acabas con una chica que no conoces mucho?

Miré alrededor buscando una respuesta. Mi toalla estaba tirada en algún lugar del suelo. Sally estaba rígida, mirándome. ¿De verdad estábamos hablando? ¿Hablando de Cintia?

—Harvey… me ayudó a conseguirla.

—¿Ah, sí? —Y su voz ya no fue la misma.

Se bajó de la mesa, se arregló el traje y me fulminó con la mirada.

—Conque Harvey, ¿eh?

—¿Estás celosa? —No le encontraba otra explicación.

—Sí —me espetó—, pero también molesta, indignada… No lo puedo creer.

—¿Qué no puedes creer? —pregunté, abriendo los brazos, sin hacerme consciente de lo ridículo de la postura estando desnudo en el duodécimo piso de un hotel, de cara al resto de la ciudad.

—No fumabas cuando nos conocimos. ¿Verdad?

—No.

—Fue Harvey, ¿verdad?

—Bueno… yo decidí fumar.

—Sí, pero él tuvo que ver.

—Bueno… uno saca las cosas de algún lugar.

—¿Por qué lo proteges?

—¿Por qué te molesta?

Sally abrió la boca, la cerró, la volvió abrir, pero no dijo nada. Se echó los húmedos rizos detrás de las orejas, se acomodó mejor el traje y se metió de vuelta a la habitación.

Me doblé y alcancé la toalla blanca. Me la puse de nuevo a la cintura y entré detrás de ella. Sally estaba parada al lado del escritorio con los brazos cruzados, mirando a ningún lado.

—¿Qué es lo que te pasa? —pregunté, deseando que volviera a ser la misma de antes, esa que decía ser mía, la que me hacía sentir el dios del mundo y que no cuestionaba nada.

—Cuando te conocí aquella mañana en Inglés… David, yo pensé que eras diferente, pero algo te ha venido pasando, y de seguro que tiene que ver con Harvey.

—¿Tú eres virgen? —le lancé, sintiendo un ardor recorrerme las venas.

—No —me espetó.

—¿Entonces por qué tanto alboroto porque yo no lo sea?

Sally se giró hasta quedar frente a mí.

—No es si eres virgen o no, sino las razones detrás del hecho de haberte acostado con una chica. Me atrevo a jurar que Harvey te la entregó en bandeja de plata.

—¿Ahora tú también te crees Sherlock Holmes? —pregunté con los labios temblando de coraje.

Sally formó una mueca antes de lanzar con ironía:

—¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso te sientes desnudo estando junto a mí?

—¿Pero de qué estás…?

—Me he equivocado contigo, David. Pensé que eras un Roark y resulta ser que eres un Keating.

—¿De qué demonios hablas?

—Nada que un “segunda mano” pueda entender.

Y entonces se fue directo hacia la puerta principal, la abrió de un tirón y salió.


36


¿Qué era peor: estar parado solo y semidesnudo en un cuarto de hotel de quinientos dólares o no tener ni la más mínima idea del mosquito que le había picado a Sally?

Tres minutos atrás y hubiese dicho que el mundo era un lugar seguro, de fácil comprensión, justo. Ahora no sabía nada.

Salí corriendo hasta la puerta. La abrí y miré a lo largo del pasillo; no había señales de ella.

¿Llamarla al celular? Aunque ahora que lo pensaba, Sally no había traído su bolso; tal vez lo dejara en el auto de George. ¿Y qué iba a decirle? ¿Que me hiciera el favor de volver para explicarme qué rayos le había pasado? No, eso sí que no.

Me fui hasta la cama y tomé el celular. Abrí la puerta de cristal, me acerqué a la mesa y allí encendí un cigarrillo. Marqué el número 1 en el celular y luego presioné “enviar”.

—Dímelo.

—Harvey, necesito un favor.

—¿Qué pasa?

—A ver si tú o George pueden venir a por mí.

—¿Dónde estás?

—En el hotel.

—Dame como media hora, espérame en el lobby.

—Gracias.

Lancé el cigarrillo al vacío y entré a la habitación. Tiré el celular sobre la cama y me metí al baño.

En menos de diez minutos ya estaba poniéndome la camisa y el pantalón. El calzoncillo se quedaría tirado donde estaba; una tarea extra para la encargada de la limpieza.

Metí todo de vuelta a los bolsillos y bajé a la recepción.

La chica rubia tecleó de nuevo y me dio las gracias por haber escogido ese hotel de entre tantos otros.

Fui hasta el lobby y allí esperé.

Cuando me fumaba el segundo cigarrillo el auto de George se materializó. Harvey iba al volante, George iba en el asiento del pasajero.

Entré al auto asegurándome de ignorar sus miradas inquisidoras. Lancé la colilla por la ventana del asiento de atrás y esperé la primera pregunta, que no tardó un segundo en aparecer.

—¿Y qué tal? —preguntó George cuando el auto arrancaba.

—Más o menos.

—¿Se lo metiste? —volvió, y fue la primera vez que esa expresión me pareció completamente inadecuada.

—Sí.

—¿Y Sally? —preguntó Harvey.

—Se fue.

Harvey sacó la cara del camino para observarme.

—¿No salió bien?

—No mucho.

—¿Quieres ir a la residencia o prefieres otro lugar?

—Lo que tú quieras.

Me recosté del espaldar; George y Harvey intercambiaron palabras a medio volumen.

Harvey encendió un cigarrillo y me ofreció la caja.

—Tengo, gracias. —Y encendí uno de los míos.

George alcanzó el botón de la radio y una música de rock alternativo me llenó los oídos. Entre el humo, el viento frío de la calle y la música, todo se volvió borroso. Sally era lo único claro que tenía en la mente, pero no sus intenciones.

Cuando Harvey encendía su tercer cigarrillo, el auto aminoró la velocidad. Estábamos en un área de la ciudad no tan concurrida como las otras. Los establecimientos estaban más separados unos de otros y la calle ya no era tan amplia ni recta.

Harvey dejó el auto en el paseo, junto a una acera de madera y detrás de un deportivo rojo. Los tres nos bajamos. Habíamos llegado a un pub con vista a la playa. El lugar estaba construido totalmente de madera. Varios mensajes en luces de neón acompañaban las débiles luces que iluminaban las mesas y la barra al aire libre. A lo lejos, un entablado daba acceso a la playa. «El lugar perfecto para traer una chica…», pensé. «Una que actuara con coherencia.»

Entramos y el olor a salitre me refrescó los pulmones. Un tocadiscos lanzaba al aire una canción de reggae. George y Harvey se decidieron por una mesa cerca de la barra y yo los seguí en silencio.

—A mis cuatro —le dijo George a Harvey en una sonrisa.

Harvey volteó la cara y asintió.

—Vete y hazle de ala —me pidió Harvey—. Cuando acabes, vuelve para hablar.

¿En serio? ¿Después de lo de Sally…? Pero bueno, el pobre de George no tenía la culpa.

George se paró de la silla y me hizo un ademán para que lo siguiera; Harvey me alentó con un asentimiento de cabeza. Me levanté y me fui tras de George.

—Hagamos algo simple —dijo.

—Sí, me parece que es lo mejor. ¿Qué de todo vas a hacer?

—Pues a preguntarle a alguien imparcial —dijo a toda voz.

—¿A qué?

George me lanzó una mirada rápida; ya había entrado en papel.

—¡Oh!, perdón.

Llegamos junto a una mesa que había pegada a una de las paredes. Una luz rojiza y débil alumbraba los rostros de las tres chicas sentadas a la mesa. Las dos más hermosas estaban juntas, sentadas a un lado de la mesa, y la más común, por no llamarla feúcha, frente a las otras.

—Chicas —se lanzó George, sonriente—, mi amigo y yo tenemos una diferencia en opiniones y nos gustaría saber las suyas.

Las presentes intercambiaron miradas curiosas y volvieron a observar a George.

—¿Ustedes creen prudente que mi compañero retenga a un koala como mascota?

La común se echó a reír, pero las otras dos ni se movieron.

—Lo que sucede —prosiguió George— es que hemos rentado un apartamento juntos, donde no se permiten animales. Él no quiere deshacerse del koala y yo le digo que lo done al zoológico, pero él insiste. ¿Qué creen ustedes?

—Yo creo —comenzó la rubia, una de las hermosas— que si él quiere quedarse con el koala, pues que se lo quede.

—¿Y ustedes?

—Yo pienso igual —dijo la otra hermosa, de piel blanca y pelo lacio de un marrón oscuro.

—¿Y tú?

—Bueno, el asunto está en que se podrían meter en problemas, además no creo que tener un koala como mascota sea legal, ¿o sí?

—¡Ajá! —exclamó George sonriendo—. Aquí tenemos a alguien inteligente e imparcial. ¿Cómo te llamas?

—Julia.

—¿Ya ves, David? Julia opina lo mismo que yo. No solo vamos a meternos en problemas con el arrendador, sino que sabe Dios si con las autoridades también.

Julia asintió en silencio detrás de las palabras de George.

—Julia, mi nombre es George, te agradezco tu sinceridad.

—No hay de qué.

El grupo mantuvo silencio por varios segundos. Esa era mi señal para decir cualquier cosa con tal de mantener la conversación fluyendo.

—George.

—¿Sí?

—Tú dices que buscas a alguien imparcial y mira lo que haces. Julia está de acuerdo contigo y ya dices que es la que tiene razón, pero estas otras dos chicas me han apoyado a mí… y al koala.

—Sí, pero el problema es el mismo. Por más cariño que le tengas vas a tener que deshacerte de él. Nos vamos a meter en problemas. Y ustedes deberían estar de acuerdo conmigo —acabó, dirigiéndose a las otras dos.

—Te entiendo —comenzó la rubia—. ¿Pero qué va a ser del animal?

—¿Ves? Ese es tu problema, George —dije—. A ti no te preocupa Steven.

—¿Steven? —preguntó la morena.

—Sí, hasta le puso nombre al condenado.

—¡Qué lindo! —exclamó la rubia.

—Sí, sí, pero cuando lo metan preso por tráfico de animales ya no será tan lindo, ¿a que no…? Julia, de las tres me parece que eres la más que acertó. ¿Puedo agradecerte con un vino de esos que estás tomando?

Julia se encogió de hombros. George se volteó hacia mí y me hizo señas para que lo acompañara.

—Gracias —me dijo sonriendo, de camino a la barra.

—De nada —le contesté sin mucho entusiasmo.

Me despedí de él con un movimiento de cabeza y regresé a la mesa de Harvey, que en ese momento bebía una cerveza mientras miraba distraído en dirección al auto de George. Me senté en la silla de enfrente y dejé que la mente se me relajara con la melodía folclore que comenzó a sonar.

—¿Qué pasó? —preguntó encendiendo un cigarrillo.

—George escogió la apertura del koa…

—Con Sally. ¿Qué pasó con Sally?

—¡Oh! —El recuerdo me trajo a la mente el fajo de billetes que tenía en el bolsillo. Los alcancé y los puse sobre la mesa.

Harvey tomó solo los billetes de veinte y los guardó, dejando alrededor de 15 dólares esparcidos sobre la mesa.

—Vete y pídete una cerveza —dijo.

—Pero si esa está llena.

—Que pidas una cerveza para ti.

—Ya te lo he dicho mil veces, Harvey: no voy a beber.

—Como quieras.

—¿Y de dónde sacaste todo esto? —le pregunté, señalando el dinero.

—De mis ahorros.

—¿Por qué me los diste?

—En realidad te los presté. Además, pensé que Sally y tú se merecían algo mejor.

—Bueno, sí. Gracias… de todas formas.

Harvey no habló, simplemente siguió fumando.

—No pasó nada fuera de lo… —dije al fin—, solo que… No salió como esperaba.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Harvey, y bebió de su cerveza.

Lo sopesé por varios segundos hasta que tomé una decisión. Si había alguien que podía ayudarme a descifrar lo que le había pasado a Sally era precisamente Harvey, y en ese caso debía ser sincero con él.

—Pues al principio estuvimos… juntos. Y todo fue bien, pero después me preguntó si yo era virgen y ahí empezaron los problemas.

—¿Te preguntó si eras virgen?

—Sí. Le dije que no, y bueno, de pronto ya no fue la misma y se largó.

Harvey le dio una fumada a su cigarrillo y se llevó una mano a la barbilla.

—Sally es difícil de comprender, ¿no te parece? —dijo.

—Yo no entiendo a ninguna.

—Es curioso. No logro saber con exactitud lo que piensa esa chica. Te has conseguido a una difícil.

—¿Difícil? Si tuve que hacer menos esfuerzo para acostarme con ella que con Cintia.

—No me refería a nada de eso, sino a difícil de comprender…

—Ah, bueno.

Harvey volvió a fumar y yo encendí un cigarrillo de los míos.

—¿Recuerdas que en agosto te dije que quería cambiar? —le pregunté.

—Me acuerdo.

—Pues hasta ahora solo he comenzado a fumar. Por lo demás sigo siendo el mismo estúpido de siempre…

—Ya —dijo a media sonrisa—, pero como dijo Jack el Destripador: “hay que ir por partes”.

—Pero yo no quiero que sea por partes. ¿Sabes lo que se siente que una chica que se está acostando contigo se levante de pronto y te deje plantado en un hotel de quinientos dólares?

—Me lo puedo imaginar.

—Todo el mundo me trata como lo que soy… Y ya no lo aguanto.

Harvey me miraba en silencio con una media sonrisa.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó.

—Todo.

—¿Todo?

—¿No crees que ya está bueno de lo mismo? Así me cueste la vida, voy a cambiar. Y voy a dejar atrás a Sally y a mi padre y a mi madre… y a todo mi antiguo yo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, arqueando las cejas.

—No, y de eso se trata.

Extendí la mano, agarré la cerveza de Harvey y me la llevé a la boca sin pensarlo. Bebí. Era un sabor amargo, pero no era una peor experiencia que la de haber fumado por primera vez. Y entonces me bajé el resto de la cerveza de un solo trago.

—Quiero aprender más —dije, poniendo la botella vacía sobre la mesa—. Y también quiero ponerme al día con las clases de ligar. Ya va siendo hora de que le pase a ese —acabé, señalando hacia la mesa donde estaba George.


37


Fumar ya me provocaba cierto placer; el cigarrillo lograba calmarme cuando me sentía ansioso o nervioso. Pero ahora que había bebido por primera vez, tuve más deseos que nunca de fumar, de fumar muchas veces. Una especie de mareo débil iba haciendo esfuerzo por molestar, pero lo ignoré.

Cogí la botella y el dinero que había en la mesa. Me levanté, temeroso de que me cayera, y me las arreglé para llegar hasta la barra. Un chico flaco me atendió.

—Dame dos de estas —le dije, levantando la botella—. Y llévale una ronda de lo que sea que están bebiendo los cuatro de aquella mesa —añadí, señalando hacia George y sus tres acompañantes.

El mesero me entregó dos botellas de las mías, le pagué con el dinero de Harvey y completé el restante con mi dinero (con el que me entregaba el Equipo de Cambio por los servicios prestados). Salí de vuelta hacia la mesa de Harvey y me senté frente a él.

—Gracias —dijo cuando le puse su botella sobre la mesa.

Mi reloj emitió un pitido, eran las doce de la media noche. Así que oficialmente era martes, lo que me recordó que la semana pasada el profesor Skinner había anunciado que durante la clase de la tarde de hoy iríamos al teatro para una charla de un nuevo libro escrito por un profesor del departamento de Humanidades. Pero no debía permitirme pensar en nada de eso habiendo otras cosas más apremiantes en las que pensar. Nuevo día, nuevos propósitos…

—Tengo que aprender a leer a los demás —le dije a Harvey.

—La otra vez te dije que es algo complicado.

—Sí, pero creo ser lo suficientemente inteligente como para aprenderlo.

—De eso no me cabe duda. Aun así, te tomará algo de tiempo.

—No me importa.

Harvey sonrió y se reclinó un poco sobre la mesa.

—En ese caso pongámonos a ello, ¿te parece?

Asentí.

—Bien, si te pidiera que me explicaras qué es Pi, ¿qué dirías?

—¿Te refieres al número Pi?

—Sí. ¿Qué es Pi?

—Pues la relación que existe entre el diámetro y la circunferencia de un círculo.

—¡Excelente! —dijo, echándose contra el espaldar del asiento.

—Eso no fue muy difícil —dije.

—Pero no lo digo por eso. Tu respuesta me confirma lo que vengo pensando desde el mismo día en que te conocí.

—¿A ver?

—¿Quieres hacer un experimento?

—Dime.

—Vete a la mesa donde están George y las otras tres chicas y pregúntale al grupo si alguno puede decirte qué es Pi.

—Pero, ¿para…?

—Hazlo.

Me levanté, cogí mi cerveza, le di un sorbo, la puse de vuelta y caminé hacia la mesa de George. Esta vez estuve convencido de que me caería. Me sentía aturdido, como si acabara de despertarme más temprano de lo debido.

Llegué a la mesa y todos se fijaron en mí. Puse ambas manos sobre la mesa, para ganar un poco más de balance, y pregunté a nadie en particular:

—¿Alguien de ustedes me puede decir qué es Pi?

—Tres punto catorce —dijo la común. Los otros tres asintieron—. ¿Por qué?

—Por nada, gracias —dije, y me fui de vuelta hacia la mesa de Harvey.

—Ya —dije, sentándome en mi silla.

—¿Y?

—¿Y qué?

—¿Qué te contestaron? —preguntó.

—Contestaron bien.

—¿Pero qué dijeron exactamente?

—Pues que Pi es tres punto catorce.

—¿Y eso es contestar bien?

—Bueno, Pi es tres punto catorce…

—Pi equivale a eso, pero Pi no es eso —dijo.

—No te entiendo.

—¿Qué fue lo que tú me contestaste cuando te pregunté?

—Pues lo mismo.

—No, tú dijiste que Pi es la relación entre el diámetro y la circunferencia de un círculo.

—¡Ah!, es verdad —dije—, pero las dos respuestas son correctas.

—Cierto, pero fíjate que tú no dijiste a qué equivale Pi, que en este caso, efectivamente, es tres punto catorce dieciséis. En cambio, tú me explicaste lo que era, no su valor.

—¿Y?

—¿Recuerdas cuando te dije que era muy probable que nunca hubieses llevado una libreta a la preparatoria?

—Sí.

—Lo dije precisamente por eso. Mis observaciones me dicen que te inclinas por comprender las cosas y no solo por retenerlas. Ahora, piensa en esto. La mayoría de las personas saben que Pi es tres punto catorce. Lo saben porque simplemente lo han memorizado. Ellos saben a qué equivale Pi, pero no entienden lo que es Pi. Si les dibujaras un círculo y les preguntaras de dónde sale Pi, no sabrían decírtelo.

—Te entiendo —dije, volviendo a beber.

—Cuando te dije que eras inteligente me refería precisamente a eso. Saber algo no es lo mismo que comprenderlo. Muchos podrían decirme qué es dos punto siete dieciocho. Podrían conocer las definiciones matemáticas e incluso saber que el número tiene algo que ver con el logaritmo natural o neperiano, pero de ahí a comprender qué es, para qué se usa, por qué y de dónde surge, por qué es importante, o sea, entender, hay una tremenda diferencia. Como les dije la noche de la pelea en el bar: muchos saben el qué y el cómo, pero muy pocos saben el porqué. Y si te enfocas en los porqués, en las razones, se te hará más fácil aprender cualquier cosa, incluida la capacidad para poder interpretar los atributos y las acciones de otro, y así deducir su carácter.

—¿Pero cómo lo haces?

—Si tú y yo miráramos a la mesa de George, de seguro percibiríamos lo mismo; las mismas personas, los mismos gestos, los mismos sonidos, la misma escena. La diferencia es que tú no entenderías más allá de la mera percepción, no sabrías qué concluir de tus observaciones. Mirar hacia allá, para ti, es como ver una pizarra que dice Pi es igual a tres punto catorce, yo, en cambio, veo la proporción entre el diámetro y la circunferencia. Ambas cosas son lo mismo, pues tres punto catorce es esa proporción, pero tú solo la ves, yo la entiendo.

—Así que tú no ves los atributos por separado, sino en conjunto.

—En esencia, pero no exclusivamente. Déjame darte un ejemplo. Observa a la chica rubia que está frente a George y dime qué ves.

Observé a la chica con detenimiento. En ese momento le comentaba algo a su amiga morena. Desde mi posición no podía verle la cara, solo algunos gestos. Pero a simple vista solo parecía una simple chica rubia, no había nada más que ver, o que concluir.

—Ya.

—¿Qué ves?

—Nada.

—¿Nada? Por favor, David. Vuelve a intentarlo. Voy a buscar otra ronda.

Harvey se puso de pie y se marchó en dirección a la barra. Yo entrecerré los ojos, pero por más que miré a la rubia nada afloró en mi interior, nada que me permitiera saber algo sobre ella. Ni siquiera podía estar seguro de su edad, aunque de los veinticinco no pasaba, eso era claro. Se le veía un poco nerviosa, ¿incómoda? Ni idea.

Continué bebiendo y encendí otro cigarrillo. El mareo ya se volvía preocupante, pero no iba a darle vueltas al asunto, el asunto ya daba vueltas solo. Harvey llegó con dos nuevas cervezas y yo apuré la que tenía.

—¿Qué me dices? —preguntó.

—La verdad es que no veo nada.

—Déjame darte la conclusión: la rubia está molesta y celosa. Mira a ver si ahora puedes notarlo.

Volví a mirarla, pero no encontré indicios de tal molestia o de celos. La seguía viendo algo incómoda, pero de ahí a decir que estuviera molesta me parecía que era estirar demasiado la interpretación.

—¿Qué me dices?

—No veo de dónde sacas eso.

Harvey se revolvió sobre su asiento, abrió las dos cervezas que trajera, puso una frente a mí y bebió de la suya.

—Mira el contexto. No te fijes solo en ella. Mira a tu alrededor, observa todas y cada una de las variables. Fíjate en el entorno.

—¿Qué se supone que observo?

—Déjame digerirlo por ti, solo para que veas lo que yo analizo e interpreto al mirarla. Pero recuerda que explicarlo siempre es más complejo que saberlo, por tanto tenme paciencia.

—Vale.

Harvey dio otro sorbo de cerveza, pero yo me abstuve de imitarlo. En cambio, le di otra fumada al cigarrillo.

—Ya son más de las doce, por lo que es martes. ¿Qué hacen entonces tres chicas, dos de ellas número ocho y nueve en presencia de una cuatro, metidas en un pub un día como hoy y a estas horas?

—Supongo que bebiendo.

—No seas tonto —me dijo, evitando una sonrisa—. Si te das cuenta, nosotros tres también estamos en un pub a las tantas de la madrugada de un martes. Fíjate que nosotros no planificamos esta visita, sino que a ti te surgió un problema y decidimos pararnos aquí. A mí me parece que a nuestras tres amigas les ha pasado algo similar. Horas atrás ninguna de las tres sabía que estarían en este pub.

—Pero de eso a que la rubia esté molesta… No veo la relación.

—Todavía no, solo he puesto en evidencia algunos datos que tú has pasado por alto. Observa que de momento yo no me he centrado en ella, sino en el entorno, en la situación, en el contexto. Después de que le pagaras una ronda, la número ocho y la número cuatro tomaron a gusto; observa que ya han acabado las copas, pero la rubia todavía va por la mitad. En más de tres ocasiones ha mirado en dirección al auto deportivo que está estacionado al frente del nuestro, ha metido las manos cuatro veces en su bolso de mano y desde acá me ha llegado el sonido de llaves. Por ahora podría decir que tal vez quiere irse, que se siente ansiosa… Pero si observas cómo mira a la número cuatro, se te hace evidente que tiene coraje. Está molesta porque George se ha metido en su grupo y ya no le brindan la atención que cree merecer. George lo está haciendo muy bien, de hecho. Está “negando” a la hermosa, la está haciendo enojar. No sé si ahora lo entiendes, pero cuando unes todo lo que te rodea, la comprensión llega de inmediato. A mí personalmente me llegan esas conclusiones sin tener que pensar conscientemente en ello, pero es por lo mucho que lo he practicado. Tú vas a tener que meterle más atención y conciencia al asunto.

—¿Y puedes estar seguro de lo que adivinas?

—De lo que concluyo —corrigió—. Y sí, puedo estar seguro precisamente porque son conclusiones basadas en observaciones. De primera mano suelo acertar un poco más del noventa por ciento, pero si tengo más datos, si conozco mejor a la persona, si le puedo hacer una que otra pregunta… las probabilidades aumentan.

—¿Y qué interpretas de la otra?

—¿De la morena? —preguntó.

—Sí.

—¿Qué piensas tú? —preguntó.

—Yo nada.

—Pues aquí te va: con un aproximado de un noventa y cinco por ciento de probabilidades, te diría que a esa nos la podemos tirar entre los tres, hoy mismo.

—¡Mentira!

Harvey sonrió y acabó su cerveza.

—Vamos a joderle el tiro a George, después se lo compensaremos. ¡Vente!


38


Imitando a Harvey, me acabé la cerveza de un golpe. De momento nada pasó, pero de camino a la mesa donde estaba George me fui hacia un lado. Por suerte Harvey logró sostenerme a tiempo, aunque riéndose como un loco.

Cuando llegamos frente al grupo, Harvey puso ambas manos sobre la mesa, como yo lo hiciera para la encuesta matemática.

—¿Me podrías decir tu nombre? —le preguntó a la rubia.

La chica miró a sus otras dos compañeras, luego se fijó en Harvey.

—Dalia.

—Bien, Dalia. Soy consciente de que algo de todo este asunto te incomoda. Y me pregunto qué podríamos hacer para que estés más a gusto.

—Me siento muy a gusto aquí, gracias —le espetó de mala gana.

—Lo exactamente opuesto es lo correcto. Déjame ver. ¿Te incomoda que mi compañero —dijo señalando a George— no te haya dedicado la más mínima atención en toda la noche y que, en cambio, haya preferido a tu otra amiga?

—¿Pero tú qué te has…?

—Tu amiga es mucho más amigable que tú, y más agradable —continuó Harvey, mirando brevemente a la chica común y haciéndole una pequeña pero notable reverencia—. No debería sorprenderte entonces que los chicos prefieran su presencia a la tuya. Tú pareces que tienes prisa por irte, no dejas de observar el deportivo aparcado afuera y de juguetear con las llaves… ¿En serio eres tan insegura?

—No sé quién eres ni qué…

—Harvey, soy Harvey. Y no es bonito que le hagas esto a tu compañera. Ella se lo está pasando en grande y tú no puedes soportar que te nieguen atención. ¿Al menos podrías un esfuerzo y comportarte como tu otra amiga, que se llama…?

La morena, que le tenía clavado los ojos a Harvey, contestó:

—Iliana.

—Iliana. ¿Ves? ¿Por qué no puedes comportarte como Iliana? Ella está igual de incómoda que tú porque nuestro amigo George no le ha brindado mucha atención, pero no por ello tiene cara de perro golpeado ni está impaciente por irse, ni intenta dañarle la noche a nuestra otra compañera. ¿Que se llama…? —acabó, dirigiéndose a la común.

—Julia —dijo a gusto.

—Julia, un nombre con carácter, si me lo preguntas. Así que —se dirigió a Dalia— tengo un trato que proponerte. Si no aguantas ser las más desatendida, bien puedes irte. Nosotros llevaremos a tus dos compañeras de vuelta a sus casas, sanas y salvas. ¿Ves? Todos ganamos. Te vas de aquí y ya deja de molestarte que te ignoren y de una vez permites que tus compañeras tengan una noche agradable.

Dalia abrió la boca, pero Harvey no la dejó hablar.

—Por suerte para ti existe otra alternativa. Este de aquí es David, y hace un rato me ha dicho que te encuentra muy atractiva. Algo que ni George ni yo podemos secundar, pero bueno, para los gustos los colores.

La rubia dirigió sus ojos verdes hacia mí y un cosquilleo me estremeció, pero por alguna razón no me vi obligado a apartar la vista. Todo a mi alrededor estaba difuminado. El mundo no era tan nítido como siempre y había cierta distancia entre él y mi cuerpo.

—Iliana —dijo Harvey, haciendo que la rubia dejara de mirarme y se fijara en la morena—. ¿Podría proponerte estirar las piernas pidiéndote de favor que me acompañes a buscar más bebidas?

Iliana, que estaba sentada contra la pared, asintió y le pidió a Dalia con una seña que se hiciera a un lado. A Dalia le estuvo fatal el asunto, pero se levantó, quedando a solo un palmo de mí, dejándole espacio suficiente a Iliana para saliera. Cuando la morena estuvo libre se fue con Harvey hasta la barra.

Dalia se sentó.

—¿Puedo? —le pregunté, señalándole el borde del asiento.

Dalia me escudriñó con aquellos ojos esmeraldas y se encogió de hombros.

Harvey ya nos había mostrado varias estrategias para romper en conversaciones con chicas irracionales, pero no por ello dejaba de asombrarme la forma en la que trataba a las más lindas: casi siempre las ofendía o les decía algo desagradable. De momento, yo solo dominaba a duras penas la regla del 70/30, aquella que decía que la chica debía hablar el setenta por ciento de la conversación y que mi aportación del treinta debía ser básicamente de preguntas sobre lo que ella dijera y “declaraciones indirectas del tipo ‘yo también’”, una estrategia que Harvey decía era esencial por el momento, hasta que luego aprendiera otras que harían que esa pareciera una tontería.

—¿Son de por aquí?

—Sí —contestó con sequedad.

—¿Sí? ¿Eso es todo? —las palabras me salieron sin premeditarlas. Tal vez sí había algo majadero en esa chica. Si se iba a poner con evasivas…

—¿Qué quieres? —me espetó.

—Solo intentaba charlar contigo, pero Harvey tiene razón. Tu amiga parece ser más amigable. George —llamé y esperé a que me mirara—, ¿les molestaría que me metiera en su conversación?

George y Julia se encogieron de hombros, esta última con una sonrisa. Ya me era algo obvio, pero no dejaba de sorprenderme. Harvey lo llamaba “negar al blanco” y consistía en enfocarse en cualquier persona, menos en la chica más atractiva del grupo. Esto la inquietaba y la hacía sentir un deseo insistente de llamar la atención. Uno entonces aprovechaba ese deseo dando un paso más en el juego para luego volver a “negarla”. Y en palabras de Harvey, “debes continuar la cadena hasta que te estés revolcando con ella”.

—¿Y de qué hablaban? —pregunté.

—Pues Julia me comentaba que estudia Literatura —dijo George.

—¿Y ya te contó que ganó el primer premio de cuentos cortos? —Harvey regresaba con Iliana, trayendo tres botellas de cerveza, tres copas y una botella de vino que Iliana le ayudaba a cargar.

Julia se sonrojó. ¿En serio Harvey podía adivinar algo así?

—Iliana me lo ha contado todo. Te felicito, Julia.

Así sí. Julia pareció igual de aliviada a pesar de que volvió a sonrojarse con más intensidad; se le veía demasiado satisfecha consigo misma.

Sin pedir permiso, y sin que pareciera importarle pedirlo, Harvey se sentó al lado de George. Después le hizo una seña a Iliana para que ocupara su lugar, pero en vez de levantarnos, Dalia y yo nos movimos hasta el fondo para dejarle espacio.

Entre Harvey e Iliana repartieron las cervezas y vertieron el vino en las copas. Harvey dio un sorbo de su botella, encendió un cigarrillo y me tiró la caja.

—No fumamos —dijo Dalia—. ¿Podrías hacerlo en otro lado?

—¿Sabes? Hace un rato pensé que no eras tan agradable como tus otras dos compañeras, pero debo reconocer que se requiere inteligencia y sentido común para escoger semejantes amistades. Estas dos amigas tuyas son increíbles, así que debo darte algún crédito por ello.

Dalia se sonrojó débilmente y se dispuso a oler su copa de vino.

—¿Les queda marihuana? —le preguntó Harvey a nadie en particular. Todos los demás nos quedamos inmóviles por un instante.

—Yo tengo un poco, si quieres —dijo Iliana.

El mareo volvió con más intensidad. George dio un zapatazo en el suelo, aunque por suerte no se puso a chasquear la lengua de aquella forma tan desagradable que tenía por costumbre.

Harvey se limitó a asentir.

Iliana metió las manos en su bolso y sacó un cigarro enrollado a mano. Se lo extendió a Harvey, que lo tomó, lo encendió y fumó como si fuera un simple y triste cigarrillo. Luego se lo pasó a la rubia.

Dalia cogió el cigarro sin mucho entusiasmo y le dio dos caladas (y eso que no fumaban). Luego se lo pasó a Julia, quien negó. Lo intentó después con George, que mientras negaba, movía los dedos como si tocara un piano invisible.

—¿Y tú? —preguntó Harvey.

¿Y yo? Yo cogí el cigarro y fumé. Y fumé otra vez. Y el humo se me antojó más agradable que el del cigarrillo, aunque me raspaba la garganta. ¿Eso era fumar marihuana? ¿Eso era todo? Afuera había un mundo que yo desconocía, pero ahora que iba acercándome, me parecía mucho más simple de lo que lo pintaban. David estaba fumando drogas ilegales y el mundo no se estaba cayendo por ello. Un punto menos para mi padre.

Harvey sonrió antes de extender la mano para coger el cigarro. Abrí mi cerveza y me bajé la mitad del contenido. Prendí un cigarrillo de los de Harvey y me recosté del espaldar.

El mareo aumentó, pero también lo hizo una especie de tranquilidad mental. Sally pertenecía a otra dimensión, a la misma donde pertenecían mis padres, la Ingeniería de Computadoras, el ajedrez, la guitarra… El mundo de ahora era sencillo, relajado.

Los otros hablaban de cosas que yo no comprendía ni quería comprender. Harvey reía, Dalia comentaba algo con Iliana y George besaba a Julia. ¿En serio la estaba besando? El punto era hablar con la fea para “negar” a la linda, no besarse con la fea. ¿Qué diablos le pasa a George? Pero bueno, tanto él como la número cuatro se veían a gusto, tomando vino, cerveza y besándose…, de manera que George también bebía. Es verdad, ¿por qué me sorprendía? La tercera semana de clases de ligar Fernand y George habían bebido por primera vez, aunque entonces yo me abstuve, como de costumbre. Venga, si yo había pagado la primera ronda de aquella y esta noche… ¿Por qué no podía pensar con normalidad?

Un entumecimiento se apoderó de mi cuello. Me doblé, alcancé la cerveza y me bebí lo que faltaba de un tirón. ¡Guau!, sabía mejor que nunca.

Le quité el cigarro de la boca a Harvey y fumé dos veces. Refrescante, mejor que el cigarrillo, por mucho. Se lo devolví a Harvey y de lejos me llegó la impresión de que reía, pero no podía estar seguro. Solo podía pensar en lo rígido de mi boca, algo ajeno a mí me hacía apretarme los dientes… Me recliné sobre la mesa, alcancé los cigarrillos de Harvey y me metí uno a la boca. Tanteé hasta dar con el encendedor y… sí, la copa de vino. Agarré la copa y me tomé todo su contenido. “¡Hey, esa es mía!” ¿Alguien había dicho algo? ¡Bah, qué va!, me lo estaba imaginando todo. ¡Ja!, David imaginando cosas…, ¿quién lo diría?

Encendí el cigarrillo y fumé. Sabía fatal. La marihuana era mucho mejor. ¿Qué marca era la que compraba Harvey? ¿Qué asquerosidad? Qué asco es fumar… y sin embargo, seguía haciéndolo. Reí, reí de nuevo, entonces ya no pude aguantarme y estallé en una carcajada. A los lejos, Harvey se puso de pie. ¡Qué gracioso se veía! George zapateó como en un baile de claqué… ¡Qué cómico! Pero el cigarrillo de verdad apestaba, sabía horrible. Y ya dejé de reír. El cuello no me respondía; lo tenía rígido. El corazón comenzó a latirme con fuerza. ¡Un ataque! ¡Me está dando un ataque al corazón! “Prendiste el cigarrillo al revés, tonto”. ¿Me hablaba Dalia, o era George? Debía ser Harvey; solo él y Sally me llamaban tonto. Y sí que lo era. Todo daba vueltas y vueltas. ¡Me estoy muriendo, me estoy muriendo! Me puse de pie, me fui de lado, sin querer arrastré a la morena conmigo… y vi con horror como el suelo se me pegaba a la cara.


39


Abrí los ojos. Todo era borroso, pero podía distinguir a una chica triste más allá.

—¿Por… qué… lloras? —le pregunté, extendiendo mi mano para intentar tocarle el rostro.

Todo se movía alrededor, pero yo solo alcanzaba a pensar en esa chica. ¿Por qué lloraba? El mundo era horrible, sí, pero no tenía por qué llorar. Pero ahora yo quería llorar con ella. Me daba lástima verla tan angustiada.

—¿Qué… qué puedo… hacer?

Extendí la mano y toqué su rostro. Estaba frío. ¡Dios mío! Esta chica necesitaba ayuda. Qué horrible.

—¿Qué… qué… te… hicieron?

«Voy a matar al hijo de puta que te hizo esto, te lo juro». Nadie en el mundo merecía sufrir así. Tan bella, tan bonita… «¡Qué pendiente plateado tan lindo llevas puesto! ¿Pero por qué estás triste si eres tan preciosa?» La chica debía quitarse ese paño azul que llevaba en la cabeza. Estaba seguro de que detrás se escondía un cabello sedoso y lindo… «No llores, por favor». Y yo lloré.

—Voy a besarte.

Tenía que hacerlo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tenía que intentarlo, a ver si con eso se alegraba un poco. «Voy a besarte, solo para que te estés tranquila…».

La chica se acercó; quería ser besada. ¡Qué ojos lindos! ¿Pero por qué tan tristes? «Sí, acércate más, para estar seguro. Así, ya, bien». Ahora yo me acercaba. Sus labios tocaron los míos. Estaban fríos. Claro, con tantas lágrimas caídas… ¿Pero por qué no dejaba de llorar? ¡Oh Dios mío! ¿Era por mí? No lo había pensado antes. «Perdóname, no quise ponerte triste».

Luego oscuridad. Ya no la veía. ¿Dónde se habrá metido la chica triste…? ¿Estaría bien? ¿Por qué no la veo? Oscuridad. Solo eso. Si tan solo pudiera volver a verla… para calmarla…



Abrí los ojos. Esta vez, una luz penetrante e hiriente me llegó de algún lugar distante. El dolor… ¡Horrible dolor! La cabeza iba a estallarme. ¿Dónde estaba?

—¿Cómo te sientes?

Intenté sentarme, pero la cabeza amenazó con rompérseme por la mitad. ¿Quién me hablaba? ¿La chica?

Un rostro amigable se apareció sobre mí. El rostro sonreía. Era el de…

—¿Harvey?

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

“¿Cómo te sientes?” Me sentía fatal. Simplemente fatal. Pero poco a poco comencé a hacer sentido de la situación.

—¿Dónde estoy?

—En tu cama, en la residencia.

—¿Qué hora es?

—Las doce del mediodía. Del martes dos de octubre… de dos mil doce. —La voz me llegó envuelta en una risita.

Entonces recordé: anoche habíamos estado bebiendo y también había fumado marihuana. ¡Había fumado marihuana por primera vez…! ¡Oh!, y me había acostado con Sally…

Cuando me logré sentar, el cuarto rotó sobre un eje invisible. Sentía que el cerebro se me ensanchaba y presionaba sin piedad contra mi cabeza.

Harvey estaba parado frente a mí, con su amplia sonrisa, fumando alegremente.

—La chica… la chica triste, ¿qué pasó con ella?

—¿Te refieres a ella? —preguntó, señalando con el pulgar por encima de su hombro.

Y allí estaba ella, entre el póster de El Padrino y el de Steve Jobs.

—Ayer te besuqueaste con la pared —dijo—. Fue lo más divertido que he visto en mi vida.

—¿Hablas en serio?

—Entre George y yo te trajimos al cuarto, pero no pudimos, bueno, tampoco quisimos, separarte de tu nueva compañera. —Harvey comenzó a reírse—. Estabas abrazando la pared y llorando como un bebé. “Voy a besarte”, “no llores más, por favor” —dijo en un tono burlón que acabó con una carcajada.

Me quedé mirando hacia algún lugar de la ventana abierta. La pizarra, que volvía a contener las palabras Anacronía, Rastro y demás, se tambaleaba un poco por el viento que entraba, produciendo un sonido hipnótico.

—¿Alguien más sabe lo que me pasó?

—Nosotros dos y las tres chicas de anoche… ¡Ah!, y algunos chicos que nos vieron arrastrándote por el pasillo hasta aquí.

—No me lo puedo creer…

—Pero es comprensible. Bebiste por primera vez y terminaste dándole varias fumadas a un cigarrillo de marihuana. ¿Qué más esperabas?

Harvey se fue hasta su escritorio, se sentó y se puso a darle atención a su computadora, no sin antes dedicarme una última mirada, como para confirmar que estaba bien.

—¿Algo nuevo con la aplicación? —pregunté.

—Estaba pensando dar los detalles en la reunión de esta tarde.

Las reuniones del Equipo de Cambio…, y allí estaría Sally. Aunque el verdadero problema iba a ser a la una y media, cuando tuviera que entrar al salón de Inglés y encontrármela.

—No quiero ver a Sally.

—¿Perdón?

—No quiero ir a la clase de Inglés, ni reunirme con ustedes por la tarde. No quiero ver a Sally.

—¿Estás hablando en serio? —preguntó, girándose hacia mí.

—No quiero hacer el ridículo frente a ella. Quiero pensar en cómo actuar cuando la vea, estar preparado para cualquier cosa que me diga… Puedo hacer los trabajos aquí en vez de en los bancos del patio.

—¿Y qué quieres que les diga a los demás?

—Cualquier cosa, pero si Sally pregunta, invéntate algo que me haga quedar bien. No sé. Dile que tengo una cita con una chica o algo.

—¿Te le vas a poner con esas?

—Se lo merece. Ayer la picó un bicho raro.

Harvey ladeó el rostro y sonrió a medias.

—Te estás volviendo impredecible.

—Espero que eso sea bueno.

—Solo un poco —dijo sonriendo.

Harvey volvió a su computadora y yo me recosté en la cama. El mareó aumentó, pero el dolor de cabeza disminuyó un tanto.

—¿Cómo me han salido los trabajos que les he hecho?

—Los dos de Ciencias Sociales y el de Humanidades fueron un cien. El de Psicología salió por noventa, y Fernand me dijo que no tuvo problemas con los que le hicieron de Biología y Español.

—¿Sabes qué? —dije, mirando al techo.

—¿Qué?

—Creo que de momento me voy a dedicar a esto…

—Ya lo estás haciendo.

—No, no, me refiero a que voy a hacerle trabajos a cualquiera que me los pida. Voy a poner un anuncio en algún lado. Voy a vender mis servicios.

—¿Para qué?

—Quiero ganar más dinero.

—No hace falta. Cuando reparta lo que hemos hecho con la aplicación descubrirás que no tienes por qué buscar otros ingresos. Además, te necesitamos enfocado, de lo contrario podría tomarnos más tiempo entrar de lleno en el Plan de Literatura.

—¿Y qué podría aportar yo en todo eso? Yo no sé nada de escribir ficción.

—Tu ayuda radica en que nos libras de ciertos trabajos para que tengamos algo más de tiempo.

—Y pienso seguir haciéndolo, pero también podría hacerle trabajos a otros estudiantes.

—Ya que no piensas ir a la reunión de hoy… —dijo.

Harvey se metió debajo de la cama y sacó la impresora de segunda mano que había conseguido semanas atrás. La puso sobre el escritorio, conectó los cables, se sentó en su silla y se puso a teclear en su computadora. Al poco tiempo la impresora comenzó emitió su sonido característico y escupió un papel.

—Aquí tienes tu copia —dijo, entregándomela.

Intenté enfocar el papel, pero solo conseguí sentir más presión sobre las sienes.

—¿Qué es esto? —pregunté, desistiendo del esfuerzo de leerlo.

—El reporte actualizado de las ganancias de la aplicación.

—Harvey, yo entiendo que sin mi ayuda hubiese sido más difícil que…

—¿Difícil? —dijo, sacando los ojos de la computadora y llevándolos donde mí—. Hubiese sido imposible. Necesitamos todo el dinero y tiempo que podamos conseguir para poner en marcha el Plan de Literatura.

—Un momento. Yo sé que tú y Sally son los que se pasan hablando de eso, pero ¿acaso no se puede escribir un libro con una simple computadora? Si lo que quieres es escribir novelas, pues ponte a escribirlas y ya. No veo por qué tanto problema con el dinero o el tiempo libre.

—No se trata de eso. Mi objetivo es tener a varios grupos de personas escribiendo. El plan final consiste en producir buenas historias al por mayor. Una producción de calidad, constante y gran escala.

—No entiendo.

—Es de esperarse, solo Sally y Johnny saben los detalles. Como sabes, es principalmente con ellos con los que he ido trabajando en esto.

—¿Acaso piensas escribir un libro con ellos?

—Con ellos no. Con decenas de escritores.

—¿Pero cómo?

—¿Cuántas personas se necesitan para hacer una película promedio? —preguntó, volteándose en su silla para quedar hacia mí.

—No sé.

—Estima.

—¿Cien?

—Yo diría que un mínimo de trescientas, y siendo modesto.

—¿Y?

—Ahora, ¿cuántas se necesitan para escribir un libro? —volvió.

—Supongo que una. Y es lo que te digo. Si tú quieres…

—¿No lo has cogido todavía? Escribir un libro no tiene que hacerse por una sola persona. Podríamos hacer libros igual a como se hacen las películas.

El cuarto quedó en silencio mientras yo asentía, procesando lentamente las implicaciones de lo que Harvey explicaba.

—¿Y no te corres el riesgo de acabar con una historia sin sentido? —pregunté al poco rato—. Digo, tantas personas metiendo la mano y poniendo cosas…

—No es lo que pasa con las películas. El punto está en el director. No es que decenas de personas escriban lo que les venga en gana. Eso ya se ha hecho, y sinceramente no sirve.

—¿Entonces?

—Como te dije, el asunto radica en un director. Alguien que sepa lo que quiere, que establezca la premisa, la trama, que le dé orden a todas las ideas que puedan surgirles a los demás. El trabajo de este director se asemejaría muchísimo al del director de una película. Alguien más escribe el guion, los actores le dan vida a los personajes, los camarógrafos hacen lo suyo… y el director, pues el director dirige. Si todos en el set hicieran lo que les viniera en gana acabarían con una película de doscientas horas de duración, sin sentido, toda hecha una basura.

—En ese caso debes saber bien lo que haces.

—Y ahí es donde entra esto —señaló la pizarra—. Y Johnny, y Sally y Julia.

—¿Julia?

—La invité para la reunión de hoy. Por lo que pude concluir de anoche creo que tiene cerebro para la literatura. Entre ella, Sally, Johnny y yo iremos refinando el Plan de Literatura. Fernand solo tiene que preocuparse por seguir mejorando la aplicación, subir actualizaciones y estar pendiente de que no surjan problemas. Mientras tanto, tú y George deben continuar ayudándonos a tener algo más de tiempo. Si Julia resulta ser tan buena como parece, tú y George tendrán que hacer sus trabajos también, pues voy a mantenerla tan ocupada como a Sally. Y es por esto que creo que no deberías ponerte a hacer otras cosas.

—Pero yo quiero tener dinero.

—Y lo tienes. Nosotros te lo proveemos a cambio del tiempo que tú nos provees.

—Sí, pero treinta dólares por semana no son mucha cosa.

—¿Acaso has visto el papel que te di?

—¿No es lo mismo que me enseñaste anoche en tu computadora?

—Este es de hoy, así que haz los cálculos.

—¿Los cálculos?

—Dame —dijo Harvey, arrancándomelo de las manos.

Se lo llevó a la cara y lo leyó en silencio.

—Si dividimos las ganancias entre seis… sí, por Julia —comenzó a murmurar para sí— entonces son… menos los gastos de… —Se quedó en silencio durante un momento. Luego me miró.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Durante este mes vamos a poder pagarnos noventa dólares a la semana, cada uno. ¿Te parece bien?


40


⁓Eso sería… —comencé— ¿Trescientos sesenta dólares al mes?

—Este mes. Como van las cosas, creo que para el próximo sobrepasaremos los cuatrocientos por cabeza —dijo Harvey en una sonrisa.

Semejante cantidad era una fortuna para un estudiante que viviera en la residencia, que poseyera vales gratis de comida y no tuviera deudas. Darme cuenta de ese hecho hizo que me doliera más la cabeza.

—¿Y todo eso por una aplicación? —comenté más para mí.

—¿Por qué lo dudas? Sabes que Fernand y yo nos hemos trasnochado muchas veces por esto. Y si lo hemos podido hacer es precisamente porque tú y George nos permiten tener el tiempo necesario. Pero si te ocupas más de la cuenta vamos a tener una pata coja dentro del plan.

De pronto, el sistema que Harvey había planeado se convirtió en una imagen mental: varias ruedas dentadas daban vueltas, haciendo que otras dieran vueltas y estas moviendo a otras nuevas a su vez.

Harvey sacó un cigarrillo, lo encendió y me tiró la caja. Yo prendí uno y allí nos pusimos a fumar.

—No es que la idea me desagrade —dije—, pero siento como si no me los mereciera. Digo, noventa dólares semanales por hacer trabajos de Psicología y Enfermería…

—Un segundo atrás te quejabas de no tener dinero y ahora te abruma. ¿Quién te entiende?

—Tú no lo entiendes porque eres… distinto. Es lo mismo que con George. A ti no te hace sentido que él quiera independizarse de su padre, pero yo lo entiendo… Quiero valerme por mi cuenta, ganarme mi propio dinero, no ganar más por hacer lo mismo. Quiero que sea justo…

—El apalancamiento es lo más justo del mundo —dijo Harvey, recostándose del espaldar de su silla—. También recuerda que aunque Sally sigue haciendo sus propios trabajos, pronto va a tener que dejar su orgullo y entregárselos a ustedes. Las clases se están poniendo más difíciles. Y si Julia se queda en el Equipo tendrás que sumar sus trabajos también.

—Tienes razón, pero…

—Si crees que noventa dólares a la semana es mucho no estarás listo para lo que va a ocurrir.

—¿Y cómo es eso?

—David —dijo reclinándose hacia mí, dejándose el cigarrillo en la boca y poniendo sus dos manos sobre mis cachetes «¡Qué demonios!» —Estimo que en menos de dos años vamos a ser los tipos más ricos del mundo. ¡Escúchame bien! —dijo moviéndome la cara— ¡Los tipos más ricos del mundo!

Cuando acabó, retiró sus manos y recogió el cigarrillo de su boca. ¡Y yo que creía que ya nada que viniera de Harvey podía hacerme sonrojar!

—¿Alguna vez te han dicho que estás loco? —le pregunté en una sonrisa.

Harvey no advirtió que fuera un chiste o no le encontró la gracia porque su semblante se puso rígido. Se levantó, dejó el reporte sobre su escritorio y se puso a mirar por la ventana.

—Me lo han dicho.

—¡Hey! Era una broma.

—Broma o no… ¿Nunca te has preguntado de qué trata todo esto?

—¿Esto?

—La vida. ¿De qué trata?

—Pues… no, nunca me lo he preguntado.

—Yo me lo pregunto todos los días, pero todavía no alcanzo una respuesta satisfactoria. Ni Aristóteles ha sido de ayuda…

—¿Aristóteles?

—Ni el más grande de los filósofos me ha ayudado a comprender todo esto.

Me mantuve en silencio. La conversación de ahora no tenía comparación.

—Es verdad que no sé de qué trata este mundo, pero eso sí —acabó, clavándome los ojos, y tuve que mirar el suelo para esquivar su mirada concentrada—, al menos sé de qué no trata. De ser pobre no es. De morir, tampoco. De pasársela de aquí para allá tampoco es. De trabajar ocho horas al día para hacer rico a otro, menos. Hay que trabajar con más inteligencia, no más duramente. Hay que hacer más cosas, más eficientes, más rápidas. Y sin embargo, me siento incapaz. Me falta… no sé…, ¿confianza?

¿Que a Harvey le faltaba confianza? Aquello había que grabarlo para la posteridad, por si alguien lo llegaba a dudar en algún momento.

—¡Es esta maldita racionalización constante! Y se me está haciendo tarde para corregirla… —dijo para sí.

—¿De qué hablas?

—David, no sé si deba decirte esto… pero desde hace años se me ha metido esta idea extraña a la cabeza…

—¿Qué cosa?

—Creo que voy a morirme joven.

—¿Que vas a qué? —Ya no quedaba vestigio del mareo en mi cuerpo.

Apagué la colilla sobre mi escritorio, y la pequeña mancha se perdió entre las otras cientos de quemaduras antiguas. Saqué otro cigarrillo de la caja, lo encendí y di dos caladas sin dejar de fijarme en Harvey, que miraba hacia el patio a través de la ventana.

—No tengo tiempo para botarlo. Y si los demás no me toman en serio, mis planes se quedarán en nada. Necesito que confíes en mí —dijo, volteándose para dar conmigo. Una lágrima le caía por el rostro. ¡Harvey estaba llorando!

Me puse de pie y me acerqué con lentitud.

—¿Estás bien?

—No puedo darme el lujo de perderte, David. No ahora cuando más te necesito. —Sollozó en silencio—. Tengo que ganarme tu confianza… como sea.

—Hombre, pero si confió en ti —le dije, reprimiendo el impulso de ponerle una mano sobre el hombro.

—¿De verdad lo haces?

—¿De verdad lo preguntas? Ahora mismo confió más en ti que en mis propios padres, que en mi hermano, que en todos mis amigos… o que en Sally.

—Siento como si no me quedara mucho tiempo —acabó, volviendo a mirar por la ventana—. Y no puedo malgastarlo en convencer a otros. Tengo mucho que hacer…

—¿Acaso estás… enfermo?

—¿Enfermo? No —dijo con una leve sonrisa—. Es solo una idea que ronda en mi cabeza desde hace meses… Me siento como si hubiese hecho algo indebido… como un cargo de conciencia.

—¿Cargo de conciencia?

—Es obvio —susurró para sí— … como una especie de crisis existencial…

—¿De qué estás hablando, Harvey?

—¡Oh!, perdón —dijo, acordándose de mí—, no tiene importancia. Durante la semana lo pensaré con mayor detenimiento y hasta puede que escriba sobre ello en mi cuaderno. Pero nada, no importa. Vengo ya, voy al baño.

Y sin darme tiempo a procesar la escena, se largó del cuarto.

¡Uff! ¿Quién lo hubiera dicho? Harvey llorando, pidiéndome que confiara en él. Y luego diciendo que creía que pronto iba a morirse. ¿Le habría picado el mismo bicho que a Sally? Todo se desmoronaba a mi alrededor. Ya no podía decir que sabía cosas. Todo era caos frente a mí. Y Harvey… Harvey, quien hasta ahora había sido la figura a emular, la figura de la cual recostarse y recibir apoyo (por incómodo que fuera), ahora me trataba con importancia, a mí, como si yo pudiera ayudarlo. Como si pudiera…

Regresé a mi cama y me doblé para alcanzar el ukelele y el sombrero que Harvey había logrado rescatar de la pelea de aquel lejano jueves.

Apagué el cigarrillo sobre mi escritorio, me senté en la cama, me puse el sombrero verde y los dedos se me fueron automáticos hacia el ukelele. Una pieza melancólica sonó. Si había un momento para las redes sociales, aquel era uno de ellos. Sentía ganas de contarles a otros lo que sentía, lo que me pasaba, y a la misma vez quería quedarme quieto, en silencio, con mis propios pensamientos.

Las notas acentuaron la angustia que comenzó a inundarme. Una que no sabía por qué estaba allí, ni a qué se debía. El mundo ahora se me antojaba un lugar solitario. Me había ido de casa; no sabía mucho de mis padres; mi hermano estaba lejos; a Fernand y George ya casi ni los reconocía, y Harvey…, cuando ya creía conocerlo venía con ese llanto. Parecía un niño pequeño, asustado. Y Sally se había ido, se había ido después de haberse llamado mía. ¿Sabía alguien qué pasaba…?

Dejé el ukelele sobre la cama cuando mi reloj lanzó un pitido. Era la una. A las y media tenía Ingles… ¿De verdad? ¿Una clase de Inglés? ¿Sabría el profesor Skinner que Harvey poseía conocimientos más interesantes que la conjugación de verbos irregulares? ¿Sabría la profesora Efron que las matemáticas eran un asco? ¿Sabría la vieja Ward que Harvey decía poseer un secreto relacionado con la literatura capaz de volverlo millonario, y que yo le creía?

¿Y mis padres? ¿Sabría mi padre que Harvey buscaba hacerse rico en poco tiempo? ¿Sabría que la vida no trataba de trabajar por toda una miserable existencia para luego mendigarle a la Seguridad Social? ¿Sabría Sally lo mucho que la odiaba? ¿Sabría que también me moría de ganas de volver a tenerla?

«Mira a tu alrededor», me ordené. Allí estaba yo: un estúpido que perseguía tesoros por los baños; cursando clases de algo que no le importaba en lo más mínimo. ¡Joder! Ni siquiera tenía la más mínima idea de lo que quería hacer con mi vida… George y Fernand parecían estar en la misma página, aunque a ellos parecía bastarles con imitar a Harvey, pero a mí no. ¿Imitar otra vez? Primero a mi padre, ¿y ahora a Harvey?

¿Qué quería ser? ¿Cómo podía saberlo? Mis ojos se posaron en la Acer. Me puse de pie, la tomé y la lancé por la ventana, y a lo lejos la escuché destrozarse. ¿Y si le había caído a alguien en la cabeza? Pues me valía madre…

Sobre la cama estaba el ukelele, el mismo que me había visto llorar como un imbécil cuando me encerraba en mi pequeño cuarto a sentir lástima por mí mismo.

Lo tomé con delicadeza y rasgué sus cuerdas. No tenía ni la menor idea si estaba afinado o no. ¿Cómo saberlo, si era un mediocre? ¿Realmente había sido tan idiota? Y mientras lo pensaba, el ukelele también surcó los cielos…

Mi biografía se llamaría “Una vida de mierda”; y el subtítulo “y del pendejo que la seguía cagando”. ¡Al diablo con las clases! ¡Al diablo con la Ingeniería, con mis padres, con Sally, con todos!

Era una sola vida, la única que tenía, y la estaba tirando por la ventana, literalmente. Fumar, beber, follar y escapar de casa no me hacía diferente. Ahora lo comprendía. Cambiar el entorno no era suficiente. Había que cambiar desde adentro, de raíz. Arrancarlo todo, lanzarlo por la ventana y sustituirlo con algo que valiera la pena. ¡Al diablo con David! Hasta el nombre se me antojaba estúpido, pero es que era el nombre con el que llamaban al estúpido… ¡A la mierda con David!

Busqué las dos cajas de cartón que contenían puras porquerías y metí todo cuanto en ellas: desde la mitad de lo que había sobre mi escritorio y parte de la ropa que colgaba del armario de madera, hasta todos los potes de comida enlatada. Había decidido botarlo todo.

Después de encender un cigarrillo, apiñé una caja sobre la otra y las arrastré hasta la pared de la puerta. Me enderecé, abrí la puerta, pero no salí; Harvey estaba parado frente a mí con una mano estirada para alcanzar la cerradura que yo le había alejado.

Se mantuvo inexpresivo mientras bajaba la mano.

—¿Estás bien? —me preguntó con lentitud.

—Mejor que nunca.

—¿Sabes? Estuve pensando que…

Y antes de que acabara, lo interrumpí, haciendo que las dos oraciones se mezclaran entre ellas:

—… deberíamos dejar la universidad.

—¡No pienso estudiar más!


41


Nos quedamos inmóviles, mirándonos el uno al otro, como dos iguales. Poco a poco los dos asentimos, finalmente nos echamos a reír.

—¡Qué bueno que lo entiendas! —dijo.

—No sé si lo entiendo, pero tomé una decisión.

Harvey entró al cuarto y yo cerré la puerta. Él lo siguió hasta la ventana y se puso a mirar hacia fuera. Yo regresé fumando a mi cama, me senté y me quedé observándolo. No había indicios en su rostro que delataran que hubiese estado llorando.

—Tuve razón —dijo.

—¿En qué?

—En que el sombrero te queda mejor que a mí.

Sonreímos, y Harvey volvió a mirar por la ventana.

—¿Eso que está allá abajo es tu guitarra… y tu computadora?

—Sí.

—¿No se te ocurrió venderlas? —Se volteó antes de añadir—: ¿O de tirarlas al cubo de la basura?

—No se me ocurrieron ninguna de las dos.

—Y bien —dijo, yéndose a su cama—, ¿Cuéntame qué te pasó?

—Estaba por preguntarte lo mismo.

—Yo pregunté primero.

—Pues me cansé de tener miedo…

—¿Miedo?

—Siempre he estado bajo el ala de mis padres, nunca he hecho nada por cuenta propia, y ahora me siento sin saber qué hacer. Lo que estudio no me gusta, no soy bueno en nada y…

—Tocas guitarra, o ukelele, o como se llame.

—Por favor, ni siquiera puedo saber si está afinado.

—Muchos artistas famosos no tienen Tono Perfecto.

—Sí, pero yo no soy famoso.

—Está bien, pero no por…

—Seamos sinceros. Ambos sabemos que me falta mucho.

—Pásame la cajetilla —dijo.

Le tiré la caja de cigarrillos, que alcanzó con una mano; segundos después, fumaba conmigo.

—Solo sé que no sé nada —dijo.

—¿Y ahora?

—Sócrates. Mientras más aprendía más cuenta se daba de lo mucho que le faltaba aprender. Creo que dijiste algo parecido sobre tu instrumento.

—No sé si dije eso… Pero yo no reconozco los sonidos, y eso es algo que todo que aquel que se llame músico debería saber.

—Estoy de acuerdo, pero hasta hace poco no sabías que eso se podía aprender. Solo acabas de comprender que no comprendes nada. Y es algo bueno, quiere decir que estás comprendiendo algo.

—Podrías hacer dinero inventando trabalenguas.

Harvey sonrió.

—Nada, lo pensé y tomé una decisión —dije.

—¿Y qué decidiste?

Me puse de pie y comencé a pasearme por el cuarto con las manos en la espalda.

—¿Sabes? —le dije—. Ahora entiendo cuando dices que es más fácil saber algo que explicarlo.

—Inténtalo.

—Bien. En marzo me hice mayor de edad. Y la verdad es que no tengo idea de qué voy a hacer con mi vida. Entré por Ingeniería en Computadora y ni siquiera sé de qué trata eso. Hace dos meses atrás creía ciertas cosas, y ahora me he ido de casa, tengo un vicio de cigarrillo, me he acostado con dos chicas, fumé marihuana… y no entiendo nada. Tú pareces tener un plan. Y yo no tengo nada que hacer. Tú sabes cosas que yo quiero aprender. Así que voy a ayudarte en todo lo que me pidas y, mientras tanto, pienso aprender de ti.

—Algo parecido has dicho en dos ocasiones, la última fue anoche.

—Pero en las otras dos veces lo dije porque estaba asustado, aunque no lo comprendía. Pensé que estaba cambiado, pero sigo siendo el mismo estúpido de siempre. Voy a cambiar de verdad, desde adentro. Voy a comprender… a mis padres, al mundo entero, a mí mismo. Y a Sally. Voy a comprenderla, quiero entender por qué hizo lo que me hizo. Voy a aprender de ti. Y a cambio voy a permanecer a tu lado como me lo has pedido en más de una ocasión.

—En ese caso…

—Pero hay una condición… —lo interrumpí.

—¿Y cómo es eso?

—Tienes que ser sincero conmigo. Quiero saber qué hay en tu mente. Vas a tener que ser más claro y directo. Y si es verdad que te nos mueres en un par de años, más nos vale aprovechar el tiempo.

Harvey asintió, aparentemente sin captar la parte que era broma.

—Me parece justo. ¿Qué quieres saber?

—Comencemos con que me digas quién es la chica con la que me besé ayer.

Harvey se rió.

—Esto es una copia de un cuadro de Vermeer, le llaman La Joven de la Perla.

—¿Te gusta la pintura? —pregunté, volviendo a mi cama y estrujando la colilla sobre el escritorio.

Harvey se encogió de hombros.

—Me gusta más la escultura, pero hay algo en la iluminación de este cuadro que me agrada.

—¿Y no te deprime verla?

—Cualquiera que la mire diría que es una pobre diabla, es verdad, pero yo no me lo creo. A mí me parece que Vermeer se la follaba y después la obligaba a posar.

Los dos nos reímos. Harvey apagó su cigarrillo, encendió otro y me tiró la cajetilla, que atrapé con dificultad. Saqué un cigarrillo y volvimos a fumar.

—¿Qué es de tus padres? —pregunté.

—Están muertos —contestó, echando una mirada por la ventana—. Éramos una estampa clásica. Mi madre era adicta al crack y mi padre nos pegaba a ella y a mí.

—Lo siento… de veras.

—No importa, eso ya ha quedado atrás.

—¿Y por eso estudias Psicología?

—¿Por qué lo dices? —preguntó en un tono forzado, volviendo los ojos hacia mí.

—No sé, digo… Creo que tiene que haber sido terrible vivir esas…

—¿Crees que necesito ayuda psicológica?

—No lo decía de esa manera.

—La Psicología es un chiste.

—¿Y por qué la estudias?

—Por eso mismo, porque es una basura, porque me permite centrarme en otras cosas mientras mantengo un lugar dónde dormir.

Le di dos fumadas al cigarrillo. De momento era mejor dejar el tema a un lado.

—¿Cómo aprendiste a jugar ajedrez?

—Leyendo libros.

—¿Y desde cuándo juegas?

—Desde que entré a la universidad. Ese año me tocó compartir a medias este mismo cuarto con…

—¿A medias?

—Verás, Johnny vivía con su esposa y su recién nacido, pero aplicó para la residencia, por la distancia, y con frecuencia decidía quedarse acá. El punto fue que nos caímos bien y rápido conectamos. Él era un tipo brillante y, entre otras cosas, acabó enseñándome a mover las piezas de ajedrez y algunas estrategias básicas. Pero cuando perdí más de diez veces contra él, no pude aguantarme el orgullo. A los dos meses no había quién me ganara en la universidad.

—¿En dos meses?

Harvey asintió sin mucho entusiasmo.

—¿Cómo es que puedes aprender así de rápido?

—Ya te lo he dicho, usando principios.

—Lo recuerdo, pero no suena como mucho.

—Me ha funcionado.

—Bueno, ¿y es verdad que sabes más idiomas?

—Cuatro.

—¡Guau! ¿Y con cuántas chicas has estado?

—Con varias.

—Estima.

—¿Cien? No sé, no las cuento.

—Modesto, ¿eh?

—Sincero.

Fumé dos veces y me quedé observando a Harvey. ¿De verdad se podía hacer tantas cosas a tan corta edad?

—¿Desde cuándo eres cómo eres?

—Desde la primera vez.

Y los dos nos reímos.

—Tú me entiendes. ¿Cuándo comenzaste a ser… digamos que diferente?

—¿Me creerías si te digo que hace dos años atrás, cuando entré a esta universidad, era más tímido que tú, Fernand y George juntos?

—¡Mentira!

—Así como lo oyes.

—¿Y qué pasó?

—La vida pasó.

—¿Ajá?

—Una tarde, en mi segunda semana de clases, llegué a casa y me encontré con que mi madre estaba toda golpeada. Ahora que yo estaba en la universidad, no había nadie en la casa que pudiera controlar a mi padre. Lo patético es que mi madre ni sabía qué la habían golpeado; el crack la tenía dormida. La odié. Quería decirle lo tonta que era, lo mucho que la había necesitado… —Harvey se interrumpió, luego continuó más pausado—: Pero en vez de eso, me fui hasta la sala. Allí estaba mi padre, borracho, viendo el televisor. Y le di. David, le di como hombre. Y fue un abuso. Tan borracho estaba el maldito que ni pudo defenderse. Lo golpeé, lo escupí, lo pateé… Cuando salí de la casa pensé que lo había matado. Esa tarde caminé por más de seis horas hasta la residencia. Por la noche me juré hacer algo con mi vida. Y bueno, por ahí comenzó todo.

—No lo sabía…

—No tenías forma de saberlo —dijo sonriendo.

—Así que no tienes hermanos.

—Una hermana menor.

—¿De veras?

—Sí, pero no creo que se acuerde de mí. Cuando ella tenía cuatro años, para eso yo ya debía haber cumplido los ocho, mi padre volvió a hacerle de las suyas… —Harvey calló por un segundo antes de continuar—: Recuerdo haber ido a casa del vecino más cercano y contarle todo cuanto pude. Supongo que ellos se comunicaron con Servicios Sociales porque días después se la llevaron. Nunca más la volví a ver.

—¡No puede ser!

—Tal y como te lo cuento.

—¿Por qué no te llevaron también a ti?

—La investigación acabó con mi padre cumpliendo cinco años de cárcel. Supongo que no consideraron necesario llevarme ahora que mi padre no estaba en la casa, pero tampoco quería irme. Tal vez me sentía responsable por mi madre, no sé. Yo era lo único que le quedaba. Así que no les conté sobre su adicción, y como entonces mi madre pasaba por uno de sus periodos de retirada, supongo que no sospecharon nada.

—Y yo que me quejaba de mis padres…

—Tus padres son unos santos. Deberías adorarlos.

El estómago se me retorció.

—¿Cómo se llama tu hermana?

—Rebecca.

—Siempre me ha gustado ese nombre —dije.

—¿Ahora padeces de sinestesia?

Ambos volvimos a reír un poco. Encendimos sendos cigarrillos y nos quedamos en silencio por varios minutos.

—Es como un cliché, ¿no crees? —dijo de pronto.

—¿Qué cosa?

—Pues el niño maltratado que luego decide hacer un cambio con su vida. Como el trillado Héroe de las mil caras, de Campbell —comentó más para sí—. Tú tendrás una buena imagen de mí, pero las cosas son más oscuras de lo que parecen. Como dijo Michael Jackson: “tengo un pasado muy negro”.

Me eché a reír, pero al ver que Harvey no lo hacía, me detuve.

—No hay virtud en las cosas que hago —concluyó.

—¿Cómo dices eso? Eres el tipo más inteligente que conozco.

—Pues no conoces a muchos tipos.

—Lo digo en serio.

—Y yo también.

—¿A quién conoces que tenga Tono Perfecto, que se haya acostado con más de cien chicas, que sepa cuatro idiomas, que juegue ajedrez profesional, que pueda idear una simple aplicación y al mes estar generando miles de dólares? ¿Debería seguir?

—Bueno, cuando lo pones así…

—¿Y de qué otra forma se puede poner?

—Tienes razón. Me estoy volviendo majadero —dijo, volviendo a mirar por la ventana.

—¿Quieres comer? —le dije a los pocos segundos—. Los vales del club pagan.

—Es buena idea.

Estrujamos los cigarrillos en los escritorios y nos dirigimos a la puerta, pero antes de que pudiéramos abrirla, alguien la golpeó con fuerza; con más fuerza incluso de la que ejerciera George el día que olvidó informarnos a tiempo sobre la vista en el tribunal.

Nos miramos con las cejas fruncidas. Agarré la cerradura con cierta lentitud, la giré y jalé, descubriendo frente a nosotros a un viejo decrépito que sostenía un bastón, con el que de seguro había intentado echar la puerta abajo. Era Tom, el recepcionista.

—Ustedes dos —dijo, y se interrumpió en un ataque de tos—. Vengan conmigo.


42


Harvey salió primero, yo lancé el sombrero hacia la cama, salí al pasillo y cerré la puerta tras de mí.

El viejo se ayudó con el bastón y así comenzó la marcha fúnebre. La ruta de infinitos metros que formaba una L era una tortura por sí misma, pero cuando la andabas detrás de un viejo que se movía cuando menos diez veces más lento que un hombre normal, solo podías preguntarte si acabarías recorriéndola en cien años.

Para mi alivio, el viejo se detuvo cuando pasamos el cuarto de las lavadoras. Se metió por una puerta a la izquierda del pasillo y esperó a que nosotros lo imitáramos.

La habitación tenía las mismas dimensiones que las otras, pero no estaba habilitada para dormir; no había camas, ni armarios de ropa. El lugar se había convertido en una especie de oficina, con un escritorio elegante al fondo que en nada se parecía al que le asignaban a los estudiantes. La pared de atrás estaba repleta de certificados y fotos enmarcadas. Sentado al escritorio, un hombre gordo y con cara de pocos amigos jugueteaba con los pulgares.

Le eché una rápida mirada a Harvey. Su ecuanimidad me bastó para saber que él sí sabía de aquel lugar.

—Gracias, Tom —dijo el gordo con voz monótona.

El viejo intentó hacer una reverencia (doblándose hasta el lugar por el que podía hacerlo sin tener que ayudarse con el bastón) y se marchó como si tuviera todo el tiempo del mundo.

—Siéntense —nos ordenó el gordo, señalando las tres sillas que había frente al escritorio.

Lo hicimos y esperamos en silencio.

—Si les cuento lo que me ha pasado hace un momento, no me lo creerán —dijo reclinándose hacia atrás de su silla, haciendo que varios botones de su camisa amenazaran con salir disparados.

Guardó silencio, silencio que ni Harvey ni yo rompimos. Al poco rato, el gordo prosiguió con gran lentitud:

—Hace como media hora atrás, llego a mi oficina y tengo a nada más y a nada menos que a dos estudiantes que me esperan, parados ahí, muy cerca de donde están ustedes. Después los tengo a los dos diciéndome que por todo el pasillo no se puede caminar, no si se quiere uno evitar una enfisema pulmonar.

El corazón se me aceleró y no pude evitar mirar a Harvey. Y no debí hacerlo. Mi acción nos delataría, pero Harvey siguió tranquilo.

—Como se imaginan —prosiguió con voz pastosa—, no pude creerme semejante chisme. Así que mandé a los dos estudiantes que se fueran a otro lugar. Pero entonces, y no se lo van a creer, me dieron ganas de usar los escusados, por lo que salí al pasillo. Para mi sorpresa, comienzo a sentir un olor que no debería estar presente en estas facilidades. A ver si adivinan qué olor era ese…, ¿a ver?

El gordo abrió más los ojos, esperando respuesta, pero no hubo ninguna, los tamborileos en mi pecho no contaban.

—Sí, me lo esperaba. Es demasiado para procesar. Pero aquí entre nosotros les confieso que, en efecto, el pasillo tenía impregnado un olor horrible a cigarrillo. Entonces me pregunto: ¿qué pasaría?, ¿qué debería hacer? ¿Y a qué no adivinan qué decidí…?

—Decidió traer su grasoso trasero de vuelta a esa silla —dijo Harvey con tranquilidad —y después llamó al viejo decrépito para que se fuera a buscar tufos por las puertas.

—¿Cómo te atrev…?

Entonces todo pasó en un segundo: Harvey se paró de un salto, le dio una sonora palmada al escritorio, se reclinó sobre el gordo, lo señaló con un dedo amenazador y habló con una voz silbante:

—Como nos vuelva a sacar del cuarto para otra estupidez como esta, la va a pasar de mierda.

No hubo acabado de pronunciar aquel arrebato cuando Harvey ya estaba de camino hacia la puerta.

—¡JOVEN! ¿A DÓNDE CREE…?

—Se lo advierto —dijo Harvey deteniéndose, pero sin voltearse—. Muy lindo se le irá el día si la cerda de su esposa se entera de que usted se revuelca con la vieja puta que administra el segundo piso. Mejor dicho —añadió, volteándose esta vez—, que intenta revolcarse. Con esa grasa ni el diablo folla. ¡Vente David!

Me puse de pie, ignorando el hecho de que las piernas me temblaban, y le seguí. Harvey abrió la puerta para que yo pasara. Cuando lo hice, le echó una mirada amenazadora al gordo y tiró la puerta.

Harvey siguió su camino por el pasillo.

—¿Tienes tus cigarrillos? —preguntó.

—Sí.

—Dámelos.

Lo hice.

Harvey se llevó tres cigarrillos a la boca y los encendió todos al mismo tiempo. Me entregó la cajetilla y después uno de los cigarrillos encendidos. Se quedó con otro en la boca y el tercero lo lanzó hacia la puerta del gordo.

Siguió caminando como si nada, hacia el 301, pero no entró a la habitación, sino que lo siguió hasta la puerta de salida. La abrió y se hizo a un lado para que yo saliera. Cuando salió detrás de mí, abrió la puerta hasta el límite, hasta que la cerradura tocó la pared, y se dobló para meter el cigarrillo que se fumaba en el espacio entre la puerta y el suelo. Después de cerciorarse de que la puerta se quedaba abierta al soltarla, empezó a bajar las escaleras.

—Eh… ¿A dónde… vas?

—No te pongas nervioso —me dijo con una leve sonrisa—. La cosa no era contigo. Y vamos a la cafetería, ¿acaso no íbamos a comer?

—Sí, pero…

—Eso fue un Arranque —dijo, chasqueando sus dedos.

Para entonces íbamos por el segundo descanso de las escaleras.

—¿Un qué?

—Un Arranque —dijo, volviendo a chasquear los dedos.

—¿Quién era ese?

—El cerdo encargado del tercer piso.

—Yo pensé que Tom era el encargado del edificio.

—El viejo es solo el Filch del castillo.

—¿El qué?

—Harry Potter. Deberías comenzar a leer ficción. Te ayuda a concretizar principios.

Llegamos al final de las escaleras y comenzamos a cruzar el patio de la residencia. Mientras observaba la computadora y el ukelele hecho pedazos sobre el suelo, la alarma sonó, la misma que se activaba al dejar la puerta de salida abierta. Varios estudiantes se sobresaltaron.

Ignoramos la alarma y llegamos a la recepción. Tom no estaba, de seguro todavía recorría el camino de vuelta. Pasamos de largo el pasillo del primer piso y dimos al campo universitario.

—Explícame qué es un Arranque —dije.

—¿Conoces la expresión “ojo por ojo, diente por diente”?

—Claro.

—Un Arranque es lo mismo, solo que la proporción es de uno a quince. Quince ojos por un solo ojo, quince dientes por un diente.

—No entiendo.

—Esto es un tema que puede extenderse por varias horas, pero en esencia el principio dice que si sorprendes a una persona de forma abrupta, sus procesos automáticos toman control y no su cerebro. Fíjate que cuando el gordo empezó a hablarnos como si fuera no sé quién, yo le di un golpe a la mesa.

—Y bastante fuerte.

—Exacto. Si solo me ponía de pie no hubiera funcionado. Él habla, yo golpeo. Él me dice “joven”, yo le digo “cerdo grasoso”. Quince ojos por un ojo. La clave está en la proporción. Y ya ves, el gordo no supo qué hacer… la mayoría comienza a gaguear.

—¿Y puedes ganar todas las discusiones con un Arranque?

—Los Arranques no solo sirven para discutir.

—¿Entonces?

—Se dice que a un nivel inconsciente el ser humano está programado para enfrentarse al peligro de dos formas fundamentales: peleando o huyendo. Si yo te tiro una pelota a la cara, tú no te paras a analizar lo que está ocurriendo y a decir: “oye, que ahí viene una pelota directo a mis ojos y me conviene moverme…” Si respondiéramos así, ya no existiéramos.

Llegamos a la cafetería sin darme cuenta. Los dos nos servimos, pagamos con los vales del Club Literario y nos sentamos en una mesa bastante alejada del lugar de pago.

—Así que un Arranque —retomé— utiliza los instintos humanos para…

—Reflejos inconscientes. El ser humano no posee instintos.

—¿Cómo es?

—No importa —dijo, espantando mi comentario con una mano—. Cuando alguien identifica inconscientemente que la amenaza que tiene frente a sí no es tan poderosa, pelea. Cuando su cerebro concluye que la amenaza es más fuerte que él, huye. Un Arranque consiste en crear una amenaza desproporcionada, fuerte, rápida, que el otro la reciba por sorpresa, haciendo que sus funciones automáticas se hagan cargo. Y como estas funciones son predecibles, ya puedes saber cómo va a reaccionar: huyendo.

—¿Y si pelea?

—Entonces la proporción no fue la adecuada. En tal caso te van a atacar, pero no con la cabeza, sino de la forma animal y más bruta posible.

—¿Y te ha pasado?

—Sí. Y con ello aprendí dos cosas. La primera es que para que un Arranque funcione tiene que ser desproporcionado, fuerte, que el otro solo reaccione con huir y no con pelear. Y segundo es que, por más fuerte que sea el Arranque, aquí estamos hablando de reflejos y automatizaciones, y a veces hasta el menos que te esperas responde agresivo a la amenaza, aun cuando lo hayas hecho bien.

—¿Y qué haces en esos casos?

—Tienes que estar preparado para otro Arranque, uno más desproporcionado todavía. Si te lanza un puño, tienes que tumbarlo. Si te escupe, tienes que patearle los huevos. Si te coge por el cuello, tienes que partirle el brazo. Si te saca una cuchilla tienes que matarlo…

Miré a Harvey de reojo y decidí pensar que exageraba, solo para que yo entendiera la esencia.

Terminamos de comer en silencio (a estas alturas no me era más incómodo comer con Harvey que con Fernand o George). Nos pusimos de pie para llevar las bandejas al cesto de la basura, cuando la vi. Sally venía caminando junto a toda la clase de Inglés; al frente del grupo iba el gigantesco profesor Skinner. Me quedé inmóvil, y Harvey me imitó, intentando comprender qué había hecho que me detuviera.

Me senté, puse la bandeja sobre la mesa y miré mi reloj. Todavía faltaba media hora para que acabara la clase de Inglés que yo cortaba, aquella que darían en el teatro para la presentación de un libro.

El grupo pasó cerca de donde estábamos y el profesor me vio. Al principio solo frunció el entrecejo y siguió su camino, pero luego se detuvo, y toda la fila de estudiantes se detuvo con él. El profesor Skinner se giró y acercó a la mesa.

—¿David Bennatt? —preguntó. Pero yo solo observaba a Sally, que se veía tan sorprendida de verme como el profesor.

—Eh…

—¿No se supone que estés en clase? —dijo con un acento norteamericano.

Y decidirlo me llevó solo una fracción de segundo.

Me puse de pie, levanté la bandeja por lo alto y la restallé contra la mesa, haciendo que todo el contenido se esparciera, cayéndole encima al profesor, a Harvey y a todos los que estaban dentro de la zona de impacto. Me paré en la silla y le señalé la cara al profesor. Apreté los dientes y dije en un volumen muy bajo pero claro y sumamente terrorífico:

—Que sea esta la última vez que usted me interrumpe el almuerzo.

Y sin meditarlo, me bajé del asiento y comencé a caminar hacia donde fuera.


43


⁓David. —La voz de Harvey parecía venir de lejos.

Mis piernas me llevaban solas. El corazón me latía con fuerza y solo podía pensar en Sally, por curioso que fuera. Mi mente no estaba en la cara del profesor Skinner ni en su reacción, sino en la impresión que debía haberle causado a Sally. Por fin había visto de lo que yo era capaz. El pecho se me inflaba de satisfacción.

—David.

Una mano se posó sobre mi hombro, haciéndome girar la cara. Harvey iba a mi lado, radiante, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Perfecto. ¡Simplemente perfecto!

El comentario me hizo reír, y luego ya no pude aguantarme. La carcajada salió de la nada. Y entre risas me di cuenta de que mis pasos me llevaban de vuelta a la residencia.

—¡Eso es un Arranque! —exclamó Harvey en una sonrisa.

—¿Quedó bien?

—Pongámoslo así: hasta a mí me tomó por sorpresa.

Era increíble descubrir que algo tan insignificante como mandar a volar a un profesor podía ser tan estimulante. Mis pasos eran largos. Andaba con la cabeza en alto, respirando profundamente el fresco del aire de los alrededores. Me sentía grandioso.

—¿Qué más? —pregunté.

—¿Qué más de qué?

—¿Qué más me puedes enseñar?

—¡Oh!, no tienes ni idea. Vamos a buscar mi bulto.

Esperando que aquello terminara en otra clase, aligeré el paso.

El pasillo del tercer piso olía fuertemente a cigarrillo. La puerta de salida estaba cerrada y la alarma ya no sonaba. Y entonces me pregunté qué habría sido del gordo…

Llegamos al cuarto, me senté en la cama y esperé a que Harvey terminara de rebuscar en su bulto.

—Toma —dijo, lanzándome su desgastado cuaderno amarillo.

Lo atrapé por muy poco y lo abrí. Lo hojeé varias veces y comprobé que en todo el cuaderno no había ni un solo espacio en blanco. Estaba todo repleto, mayormente de palabras, en letras muy pequeñas y todo escrito al revés, de derecha a izquierda. Tenía algunas páginas sueltas, y otras, provenientes de otra fuente a juzgar por la diferencia en tamaño, diseño y color, pegadas con descuido sobre las propias. A cada tantas páginas, y por lo general en los bordes de estas, se veían dibujos, gráficas, garabatos y pequeñas figuras de palitos, que al pasarse las páginas rápido producían la ilusión de movimiento.

—¿Cómo se supone que entienda todo esto?

—No podrás leerlo ni aprenderlo todo en un solo día. Así que quédatelo mientras lo necesites.

—¿Pero qué es?

—Todo lo que he concluido desde que entré por primera vez a esta universidad.

—¿Aquí se habla de los Arranques?

—Si no me equivoco, y es claro que no lo hago porque lo conozco muy bien, en ese cuaderno encontrarás de todo, desde estrategias para ligar, hasta trucos para robar sin que te atrapen. Métodos útiles de nemotécnica, ecuaciones que te simplifican el aprendizaje, ideas descabelladas para generar ingresos, chistes buenísimos, estrategias para interpretar a los demás, datos sexuales interesantes, observaciones innovadoras sobre literatura, ideas para libros y bosquejos para historias… En fin, todo lo que necesitas si quieres aprender. Quedamos en que iba a enseñarte. Y tú aprendes rápido. Así que por qué no dejarte solo. Ahí está todo lo que necesitas. Si tienes dudas, pues me preguntas.

Sentí como si el cuaderno que tenía en las manos comenzara a brillar. Un mundo de oportunidades estaba esperando por mí.

—¿Sabes cuánto vale este cuaderno? —le pregunté sin poder contener una sonrisa.

—Soy consciente de su valor, y por ello te lo entrego. Te has hecho digno de él.

—¿Por qué escribes al revés? —pregunté después de hojearlo un poco más.

—Porque soy zurdo.

—Ya lo sé, pero ¿qué tiene eso que ver?

—Pues que los zurdos la tenemos horrible en todo, en especial en la escritura. Ustedes los derechos arrastran la pluma, nosotros la empujamos. ¿Nunca has visto a un zurdo escribir? Algunos lo hacen con la mano desde arriba, otros viran el papel sobre el que escriben —dijo, moviendo su mano como si anotara algo en el aire—, pero si escribes de derecha a izquierda se soluciona el problema, la mano fluye igual que la de un derecho.

—Eso sí que es extraño.

—En verdad no, muchos zurdos lo hacemos; Johnny, por ejemplo, él fue quien me convenció de intentarlo. Da Vinci también lo hacía.

—¿El pintor?

—El mismísimo. En realidad escribir así es bastante común. Solo que pareces no conocer a muchos zurdos.

Volví a mirar el cuaderno.

—¿Y puedes entenderlo? —pregunté.

—¿Lo que escribo?

—Sí.

—Es curioso que lo preguntes, pero no muy bien. Se me hace sumamente fácil escribir de derecha a izquierda, pero para leerlo tengo que poner el papel a contraluz o utilizar un espejo. Creo que escribir así es algo natural, el mismo cuerpo espera que lo hagas. Leer, por otro lado, ya es cuestión de costumbre. Digo, con algo de tiempo y esfuerzo puedo leerlo, pero no con la misma rapidez que si estuviera escrito de forma tradicional.

Harvey guardó silencio y se puso a mirar por la ventana. Yo seguí pasando las páginas, observando la fina caligrafía y los varios dibujos que había por los bordes o que ocupaban varias páginas para completarse.

—¿Cuánto tienes ahorrado? —pregunté, levantando la cara.

—¿Cómo? —Harvey despegó la vista de la ventana para mirarme.

—¿Cuánto dinero tienes ahorrado?

—Contando los que te sobraron del hotel…, pues como dos mil quinientos dólares.

—¡Eso es mucho dinero!

—En realidad no. Recuerda que…

—¿Me los prestarías?

Harvey se quedó mirándome en silencio. Luego se acercó un poco más a la ventana.

—¿Para qué los quieres?

—Para gastarlos.

—No te creo —dijo sonriendo.

—Te los pago en tres o cuatro meses.

—Tendremos que ir al banco a retirarlos.

—¿No hay uno en el centro comercial?

—Tienes razón.

—Pues pidámosle el auto a George.

—¿Y me piensas contar qué vas a hacer con el dinero?

—Acelerar los cambios.

—¿Los cambios?

—Con algo de dinero será más fácil adoptar las nuevas costumbres que quiero.

—Escoge bien esas costumbres —me advirtió con algo de misterio en la voz—. Que no te lamentes como lo hizo la Venus de Milo cuando dijo: “yo solo comencé comiéndome las uñas” —acabó en una carcajada.



Harvey me acompañó a botar las cajas de cartón en el recipiente de basura industrial que había debajo de las escaleras exteriores.

De ahí nos fuimos al cuarto de George, donde lo encontramos practicando con Fernand algunas aperturas de seducción que Harvey nos había enseñado.

Le pedimos el auto a George y a eso de las cuatro de la tarde íbamos de camino al centro comercial de la ciudad.

—Cuéntame qué precisamente tienes en mente —me pidió cuando tomamos la carretera principal.

—Me llevas ventaja, pero yo puedo alcanzarte si te utilizo. Si comienzo a aprender de cero, por mí mismo, tal vez me tome años, pero si te observo y adopto un método adecuado, es posible que pueda llegar a tu mismo nivel en menos tiempo del que te tomó a ti. No tuviste a alguien que te guiara, yo sí. Contigo y con algo de dinero agilizaré el proceso.

—Ahora es otro quien da las respuestas confusas.

—Me entendiste, y los dos lo sabemos.

—¿Acaso eres una especie de Sherlock Holmes? —me lanzó con una sonrisa.

—No, sabemos que no, pero si alguien puede aprender sus estrategias es el mismo Watson. Y hablando de Watson, creo que es hora de ponerme a leer un poco más. Quiero que me recomiendes algunos libros…



A las siete y media de la noche dejé a Harvey frente al edificio Emerson para que por lo menos asistiera al final de la reunión del Club Literario. A las ocho y media el Equipo de Cambio se reuniría en los banquillos del patio de la residencia, y yo no tenía planificado ir.

Estacioné el auto de George en donde él siempre lo hacía, bajé del auto con tres bolsas gigantes de compra y salí a pasos rápidos hasta el cuarto, tan rápido como el exceso de peso me permitió.

Abrí la puerta con algo de dificultad, y entré. Tiré las bolsas en el suelo y me senté en la cama.

Lo primero que saqué de las fundas fue una computadora parecida a la de Harvey; la mía era una MacBook Air de once pulgadas. Puse la impecable caja sobre mi escritorio y volví a la cama. Lo segundo que saqué fue un iPad de cuarta generación, pantalla de retina y con 16 gigabytes de espacio. La caja, muy parecida en color y en elegancia a la de la computadora, la puse también sobre el escritorio.

Cuando Harvey supo que pensaba hacerme de algunos equipos electrónicos, no dejó de recomendarme todo lo que fuera Apple. En sus palabras: “los grandes hombres tienen grandes ideas y las grandes ideas necesitan grandes productos”.

Me tiré en el suelo y abrí la segunda bolsa de compras. Saqué el contenido uno a uno: cuatro vaqueros de distintos tonos de azul, cinco camisas polo de vestir, dos paquetes de calzoncillos bóxer, uno de los paquetes con caritas felices (idea de Harvey, que intentó explicarme algo sobre lo que él llamaba un “llamatención” de segundo nivel) y dos relojes nuevos, uno deportivo y otro plateado de vestir.

Al fondo de la bolsa quedaron tres cajas de cartón conteniendo chancletas nuevas, zapatos negros de salir y unos mocasines casuales.

En la tercera bolsa de compras había dos cartones de cigarrillos, de diez cajetillas cada uno y con veinte cigarrillos por cajetilla. Con un total de cuatrocientos cigarrillos frente a mí, adquirí una nueva perspectiva de cuánto me estaba enganchando en la cuestión de botar humo para nada.

Además de los dos cartones de cigarrillo, saqué dos paquetes de seis cervezas cada uno. Dos botellas de un whisky que Harvey me recomendó y unos tabacos de sabores que Harvey metió en el carrito de compras sin preguntarme.

Salí del cuarto y bajé las escaleras. El otro producto comprado esperaba en el baúl del auto de George. Con pasos más lentos, logré subir la pequeña nevera. Cuando llegué a la habitación, la instalé al lado de mi escritorio y en poco tiempo quedó repleta de cervezas y whisky.

Me lancé sobre la cama para recuperar el aliento.

Todo estaba en orden. La transformación iba a dar lugar de un momento a otro. Lo interno estaba por cambiar, pero lo externo ya mostraba diferencias. Solo faltaba ir al cuarto de baño y comprobarlo…

Me levanté con lentitud y me dirigí hasta los escusados. Cabizbajo, me acerqué al primer lavamanos. Allí puse mis dos manos y lentamente, muy lentamente, levanté la cabeza en dirección al espejo. El chico que me devolvió la mirada era un total desconocido. Tenía la cabeza rapada; un calvo en todo el sentido de la palabra. Las cejas pobladas habían sido recortadas y estilizadas. Y la agradable sonrisa de superioridad que me regalaba el reflejo solo recién existía.

Con mucho cuidado, me levanté la manga del brazo derecho y lo apunté hacia el espejo. Un pequeño tatuaje ensangrentado y con letras a caligrafía rezaba: “Piensa”. Dolía un poco, pero no me importaba. Nada importaba. Todo lo viejo estaba siendo arrancado de raíz, quemado, pulverizado. Y un nuevo tipo renacía de las cenizas…


Tercera Parte


Principio [159]


Extracto de la Carpeta de Ideas.

Autor: Harvey Tunner.

Transcripción: David Bennatt.

Fecha de creación estimada: octubre, 2010.


El irracional es predecible

[P., n.º 159]


Todos los principios para interpretar a los demás tienen a este como base. Su explicación es como sigue:

El ser humano es el único ser que posee voluntad. El hombre es capaz de elegir entre una alternativa u otra, y lo hace con conciencia, escogido. Los seres inferiores no tienen la facultad de la elección consciente. Estos seres solo pueden hacer lo que sus instintos ordenan, sin oposición, sin contradicción.

El hombre cuenta con su capacidad de razonar para tomar decisiones, pero el uso de la razón no es automático, mucho menos infalible. El hombre, por tanto, debe decidir ejercer esta facultad si pretende utilizarla. ¿Pero cómo sabe el hombre qué escoger y por qué?

Dado que toda acción humana, incluyendo la de pensar, requiere de una decisión consciente, el hombre utiliza un método para guiarse a la hora de escoger entre las alternativas posibles. A este método se le llama Ética, la ciencia que delimita un curso de acción basado en valores y convicciones.

El hombre toma decisiones basándose en su método ético. Esto es ineludible, inevitable. La única elección respecto a este asunto radica en el contenido de dicha ética y, por tanto, en el resultado de sus acciones.

Esta elección la fundamentan solo dos opciones: la racionalidad o la irracionalidad.

El hombre racional basa sus convicciones, sus valores e ideales en un proceso acorde con la realidad. El irracional simplemente no juega ningún papel protagónico ni activo sobre el contenido de su cerebro.

Sin embargo, sabemos que el irracional, a pesar de esto, comoquiera tiene convicciones e ideales. Sabemos también que se rige por ellas a la hora de tomar decisiones. Pero si el irracional no participa de la selección del contenido de su cerebro, ¿quién lo hace? La respuesta es el entorno.

Ante la ausencia de un proceso riguroso, estricto, selectivo y voluntario para formar sus ideales, el cerebro del irracional filtra pasivamente y por osmosis todo aquello que le rodea, siendo sus emociones el único barómetro selectivo y el resultado primario de este proceso.

Pero también sabemos que las emociones actúan automáticamente, aunque no se creen de igual manera [O., n.º 124], así que el proceso de selección del irracional es de igual forma: automático.

Ahora bien, si conocemos las decisiones que toma un hombre, bien podemos predecir sus resultados, pues la ley de Causa y Efecto rige inexorablemente en la realidad. Y si conocemos el contenido ético de un hombre, bien podríamos predecir sus decisiones futuras, pues de su ética se basan sus decisiones.

No podemos, sin embargo, predecir el contenido ético de un hombre racional, pues este y solo este se encarga de su contenido por un proceso riguroso, meticuloso, guiado por la razón y fundamentado en toda la evidencia que recibe y toma en cuenta.

Pero no pasa igual con el irracional. Ya sabemos que en él este proceso es omitido y sustituido por una automatización emocional.

Por consiguiente, si conocemos las emociones primarias de un hombre irracional, bien podemos predecir su contenido ético, pues sus emociones son el medidor automático y selector de sus convicciones. Y si conocemos sus ideas y pensamientos primarios que se automatizaron con el tiempo, podemos predecir también sus emociones, pues estas son solo meras automatizaciones de los pensamientos primarios [O., n.º 124].

Para el irracional, por tanto, el patrón ordenado es el siguiente:


  1. De niño recibe ideas y pensamientos externos de sus mayores, de la sociedad, de lo que le rodea, etc. Todo lo acepta, pues aún no tiene la capacidad de razonar.
  2. Con el tiempo estas ideas se automatizan convirtiéndose en emociones [O., n.º 124].
  3. De joven, estas emociones se convierten en el selector y el estándar de sus convicciones, ideas y pensamientos. Sus emociones cumplen esta función porque, a pesar de ya poseer la capacidad de razonar, decide suspenderla (lo que lo convierte en irracional).
  4. Su contenido ético se forma a partir de todo aquello que sus emociones han dejado entrar.
  5. Toma decisiones basado en su contenido ético.
  6. Sus decisiones brindan resultados de acuerdo con las leyes de la naturaleza.

Para el racional la cadena rompe en los pasos 3 y 4. El racional sí decide hacer uso de su capacidad de razonar. Esta capacidad se convierte en el guía y selector de su contenido ético, y como el racional hace uso independiente de su cerebro (una redundancia, pues la razón es individual), solo él conoce el contenido de su ética.

El irracional, sin embargo, mantiene una línea continua entre lo que absorbió del entorno y el resultado de sus decisiones.

Esta singularidad en el irracional es lo que permite la predicción de su proceso mental y los resultados a partir de dicho proceso. Si se conocen las ideas fundamentales que el irracional comenzó a filtrar desde muy pequeño (y las que sigue absorbiendo de adulto), es relativamente fácil predecir sus pensamientos, emociones, ideas, convicciones, sus decisiones y los resultados de estas.

Irracionales que han sido expuestos a los mismos estímulos se comportan muy similares entre sí. Por tanto, la clave para la predicción del irracional es el entorno.


[Esta es la explicación del principio que permite la predicción de los irracionales, para el método a utilizar ver P., n.º 214.]


[Nota 1] Preguntarle a Johnny sobre la saga de cinco libros que me comentó que pensaba escribir. Quiero proponerle que la titule Batalla de los Filósofos o La Batalla de los Filósofos (discutir con él más a fondo lo que me comentó de Platón vs. Aristóteles).


44


A comienzos de noviembre descubrimos que la aplicación de Fernand y Harvey era un verdadero éxito; el segundo cheque sobrepasó los nueve mil dólares. Así que los integrantes del Equipo de Cambio y sus sueldos aumentaron gradualmente durante las semanas siguientes. Ese mes, los diez recibimos doscientos dólares por semana, cosa que me permitió ir separando parte del dinero que le debía a Harvey.

Durante ese tiempo Harvey trajo a un chico de tercer año de nombre Salvador Adler, y Julia recomendó a Ángela Coles, una amiga de más de noventa kilos que cursaba una clase de diseño gráfico con ella. Ángela tenía tanto peso como cerebro y resultaba mucho más útil que George a la hora de ayudarme con las tareas universitarias. Danny Murphy y Nancy Gordon fueron los últimos en entrar; eran una pareja de novios de cuarto año que Harvey conoció en el Club Literario.

Desde el mismo día que le hice el Arranque al profesor de Inglés, ni Harvey ni yo habíamos vuelto a asistir a clases. Ambos confiábamos en que para el final del semestre estaríamos viviendo en otro lugar.

Las cervezas y los cigarrillos se convirtieron en un asunto urgente. Entre Harvey y yo nos gastábamos medio cartón de cigarrillos y dos paquetes de seis cervezas al día. Las innumerables cervezas no lograban hacerme engordar gracias a la nueva rutina de dos horas diarias que adopté: todas las mañanas salía al gimnasio que daba a la parte trasera de la cancha de baloncesto de la universidad. Los resultados eran asombrosos. En solo seis semanas tenía los brazos marcados y podía contar seis abdominales bastante definidos.

Por increíble que pareciera, todavía no me había cruzado con Sally, pero más increíble aún era lo mucho que la pensaba. La semana siguiente de mi nuevo recorte, le propuse a Harvey un flujo de trabajo mucho más adecuado para mí. Ahora todos los integrantes del Equipo me enviaban correos electrónicos con sus asignaciones, copias de los libros de textos y papeles entregados en clase. Los martes y jueves me reunía con Ángela y George en la cafetería para repartir los trabajos de la semana.

Todo el asunto radicaba en poder seguir siéndole útil al Equipo, ganarme la suntuosa mesada semanal y poder evitar verme con Sally. Harvey me traía comentarios de vez en cuando, comentarios que yo luego analizaba e integraba con otras observaciones propias, sacando conclusiones tras otras. Comprender a Sally se había vuelto una obsesión…

El resto de las mañanas, después de regresar del gimnasio y bañarme, las ocupaba en transcribir el contenido del cuaderno amarillo de Harvey en un procesador de palabras con mi nueva computadora. Tenía que valerme de un espejo y de la lámpara para poder descifrar la escritura, pero cada día me llevaba una sorpresa al descubrir los cientos de principios, ideas y observaciones que Harvey había almacenado. La nueva información resultaba útil a la hora de comprender mejor a Sally y era de gran ayuda para desarrollar una rediseñada forma de pensar.

Después de los medios días, y de las reuniones con Ángela y George si eran martes o jueves, Harvey y yo nos poníamos a ver películas. Dos días después de mi recorte de pelo Harvey trajo un televisor de 42 pulgadas y un lector de Blu-ray. En cosa de un mes habíamos visto decenas de películas, muchas de ellas estando borrachos, y otras tantas con los pulmones llenos de marihuana.

El día de brujas, el gordo encargado del tercer piso nos pidió (con muchísima gentileza) que nos reuniéramos con él. Cuando aceptamos, nos explicó que a pesar de estimarnos mucho y de no querer causarnos ningún problema, los demás estudiantes se estaban quejando del olor a cigarrillo que había por el pasillo. Harvey accedió a comprarse un extractor portátil que pondría en la ventana y se comprometió en poner una toalla debajo de la puerta para impedir que se escapara el humo. El gordo estuvo de acuerdo y en dos ocasiones se emborrachó con nosotros, una mientras veíamos el episodio cinco de La guerra de las galaxias y otra durante la doble tanda de El laberinto del fauno y Sin límites.

Los jueves, después de las reuniones del Equipo, Harvey, George, Fernand, Salvador y yo salíamos a la ciudad a ligar. A mediados de noviembre, mi lista había ascendido a las cinco folladas (contando a Sally y a Cintia). Fernand iba por la segunda y George me pisaba los talones con cuatro ejemplares, el más bajo siendo Julia (número cuatro en belleza) y el más alto, la rubia de nombre Teresa que Harvey le consiguió para su cumpleaños (número seis en la escala). Harvey lo apodó el Power Ranger, “porque le tiraba a los monstruos”.

Mi pelo creció tan deprisa como lo había recortado. Para el segundo recorte decidí dejarme un estilo algo más militar. También me dejé crecer una perilla que ya alcanzaba los cinco centímetros de largo, y para mediados de noviembre Harvey accedió a pagarme el nuevo tatuaje que adornaría mi espalda; saldría caro y me gastaría las vacaciones de Acción de Gracias en completarlo, pero Harvey estuvo de acuerdo conmigo en que valdría la pena.

El 14 de noviembre comprobé que tenía separado doscientos dólares para saldar mi deuda con Harvey. Tenía hasta finales de enero del próximo año, pero prefería salir de aquella responsabilidad lo más pronto posible. Así que haciendo uso de mi nueva computadora y de la vieja impresora de Harvey, preparé una rifa de tres mil entradas. Ángela y George decidieron ayudarme con el premio de la rifa: aquel que se la sacara no tendría que hacer sus trabajos universitarios por lo que restaba de semestre.

Cinco días después de arduo trabajo de ventas, metí dos mil dólares al pote de la deuda y los otros cientos nos los dividimos entre George, Ángela y yo.

Todos los engranajes del Equipo estaban nuevos y engrasados. Harvey incluso expandió y actualizó el plan familiar de celulares para abarcar a los nuevos integrantes; ahora todos cargábamos con sendos iPhones.

Fernand y Harvey seguían metidos de lleno en la aplicación. En menos de cuatro semanas habían subido tres nuevas actualizaciones, con imágenes más profesionales gracias a la ayuda de Ángela, quien las diseñó, nuevas versiones del juego y soporte para dos idiomas más. Casi todos en el Equipo adoptamos la costumbre de hacer torneos diarios de Damas a Muerte que terminaban en apuestas desproporcionadas (como cuando George perdió quinientos dólares en el doble o nada contra Fernand) y uno que otro rencor que por suerte se olvidaba al otro día. Mi juego iba mejorando, y todo gracias a un usuario en línea llamado spirit&soul-219 que siempre me ganaba, lo que me retaba a buscar nuevas y mejores estrategias.

Las redes sociales fueron parte causante de la venta masiva de la aplicación. Harvey utilizó los contactos de los demás integrantes para una promoción efectiva. Incluso yo me vi abriendo una cuenta en Facebook y otra en Twitter para mantenerme al día de lo que ocurría, y que también utilicé para acelerar la venta de la rifa.

Harvey trabajaba constantemente con los integrantes que pertenecían al Plan de Literatura. Todos se la pasaban leyendo novelas, escribiendo y sosteniendo largas discusiones de literatura sobre la pizarra.

Mi iPad quedó repleto de libros recomendados por Harvey. Sin embargo, solo había leído uno. Era el libro que había encontrado en internet cuando buscaba los nombres de Roark y Keating, que era como Sally me había llamado el día que me dejó plantado en el hotel. La novela había sido toda una revelación y Sally se iba haciendo más fácil de interpretar.


∗ ∗ ∗


El domingo 25 de noviembre me levanté temprano. Fui con Fernand al centro comercial a hacer algunas compras rutinarias (Harvey se había tomado una semana para enseñarme a conducir autos de transmisión manual, y ahora yo aprovechaba cualquier excusa para practicar). Al mediodía llegué a mi habitación y esperé a que Harvey regresara.

Harvey llegó media hora después. Me dio un saludo rápido y se metió en su cama a hacer anotaciones en su cuaderno.

—No le sigas añadiendo —le pedí.

—¿Por? —preguntó sin apartar la vista.

—Porque voy a tener que seguir pasándola a la computadora.

—Johnny y yo descubrimos algo nuevo sobre el “pemaceteerre”. Incluso creemos que deberíamos dejar de llamarlo así.

PEMACTR eran las iniciales de los principios generales de literatura que Harvey había concluido: Premisa, Eventos, Mundo, Anacronía, Caracterización, Trama y Rastro. Los términos ya me eran bastante familiares, pues había tenido que transcribir grandes dosis de textos sobre ellos, pero no por ello los comprendía a cabalidad. Tampoco me interesaban tanto, no más allá de lo necesario para entender las esporádicas charlas que Harvey sostenía conmigo sobre escribir ficción.

—Hablando del cuaderno —comencé, poniéndome de pie y doblándome para rebuscar en mi bulto; bulto que ya no contenía ni libros ni libretas escolares, sino cosas mucho más interesantes y prácticas—, tengo que darte algo.

—¿Ah, sí? —preguntó, dejando el bolígrafo a un lado.

Harvey se puso de pie, sacó un par de papeles sueltos de un bolsillo, fue hasta mi escritorio, tomó mi grapadora y grapó las nuevas hojas de papel a una página de su cuaderno. Cuando acabó, cerró el cuaderno y lo dejó con mi grapadora sobre mi escritorio. Finalmente, se fue hacia su lado del cuarto, se sentó al borde de su cama y me prestó toda su atención.

De mi bulto saqué una carpeta blanca llena de papeles impresos dentro de protectores de plástico, y se la extendí a Harvey.

—¿Qué es esto? —preguntó, tomándola.

—La llamo Carpeta de Ideas.

Harvey la hojeó un momento. Después me observó.

—¿Completa?

Asentí.

—Increíble —dijo, pasando las páginas con rapidez—. Y con letras Charter y Helvetica… ¡Insuperable!

—Identifiqué cada entrada con una numeración y añadí anotaciones para permitir referencias cruzadas. Todos los corchetes son anotaciones mías, excepto los que están dentro de paréntesis, esos son tuyos. Ahora solo debes seguir escribiendo en la computadora, te envié un enlace de iCloud para que sincronicen los documentos, no más trabajos con espejos ni lámparas.

Harvey dejó la carpeta sobre la cama.

—Gracias.

—Y otra cosa —dije, sacando un fajo de billetes de mi bolsillo y entregándoselos.

—¿Y esto?

—Lo que te debo, más intereses.

—No los esperaba hasta principios del próximo año.

—Bueno, la rifa fue todo un éxito.

—Sí, la rifa… Gracias —dijo, metiéndose el fajo de billetes de cien en un bolsillo.

—Gracias a ti.

Fui hasta mi escritorio, tomé la cajita negra que había sobre este y se la entregué a Harvey.

—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó, recibiéndola.

—Ábrela.

Harvey lo hizo, dejando a la vista un encendedor de marca Zippo con un baño de oro de dieciocho quilates.

—¿Por qué? —preguntó sin apartar la vista del encendedor, que tomó en sus manos para admirar cada uno de sus lados.

—Si fuiste sincero en Facebook, hoy cumples veinte años.

Harvey dejó de mover el encendedor entre sus manos y me miró fijamente. Sus ojos brillaban, pero no por el reflejo del Zippo, sino por tenerlos llorosos.

Dejó el encendedor sobre la cama, se puso de pie y, sin que me diera tiempo a esperarlo, me arropó en sus brazos.

—Gracias —dijo con la voz cortada, mientras se despegaba de mí.

—¿Sabes? Un día de estos voy a dejar de sonrojarme con tus ocurrencias.


45


El lunes siguiente amaneció lluvioso. Harvey ya se había levantado cuando desperté. Estaba en su cama, jugueteando con su Zippo, y miraba distraído hacia el techo. Lo saludé con la cabeza y salí a los escusados.

Cuando regresé a la habitación me dirigí hacia la ventana y me puse a observar el patio de la residencia. El sonido del nuevo extractor ya me era familiar, pero ahora tendría que acostumbrarme al del Zippo. El agudo característico sonido que hacía al abrirse y al cerrarse amenazaba con hacerme arrepentir de habérselo regalado. Desde entonces, Harvey se pasaba horas practicando algunos trucos que encontró por internet (de momento solo practicaba en su cama por si se le zafaba de las manos).

—Estoy aburrido —dijo, sentándose al borde de la cama y dejando el encendedor sobre su escritorio.

—No parece —dije, y se sonrió.

Harvey fue hasta la pequeña nevera y me tiró una cerveza. La atrapé con bastante facilidad y en varios segundos ya estábamos bebiendo y fumando, todo eso antes de las nueve de la mañana de un lunes.

—Podrías ayudarme, si quieres —le dije, acercándome a mi cama.

—¿Qué tienes en mente?

—Una búsqueda del tesoro.

Harvey no dijo nada.

—Tuve una idea ayer mientras leía mi copia de la carpeta —le dije.

—Explícame —pidió, y le dio un sorbo a la cerveza.

Me senté al borde de la cama y puse mis ideas en orden.

—Creo haber comprendido lo que hace que tus búsquedas del tesoro sean tan interesantes… Y creo que podríamos utilizarlas para algo más trascendental. Podríamos, por ejemplo, combinarlas con el principio que dice que es mejor que una chica te persiga a que uno la persiga a ella.

—No te entiendo.

—Estuve pensando y creo que podemos hacer una búsqueda del tesoro para chicas, una búsqueda mucho más interesante y compleja que las otras que has hecho, una que las traiga directamente hasta aquí —acabé, señalando el cuarto.

Harvey sonrió y asintió.

—¿Y cómo evitaríamos que lleguen de esas a las que a George le gustan?

—Sí, también lo había pensado. Pienso que podríamos crear una base de datos donde podamos establecer ciertas medidas físicas proporcionales que…

—¿Te refieres a Phi?

—Exacto.

—Es brillante —dijo sonriendo—. No lo había pensado.

—Llegado un momento de la búsqueda del tesoro, la chica deberá tomarse algunas medidas. Claro, vamos a tener que proveerles una cinta métrica o alguna otra forma, pero poco a poco podríamos ir filtrando las características que queremos.

—Hay que pensar qué final darles a las feas.

—Estoy de acuerdo —dije—. No podemos darles un final malo porque se regaría la voz.

—Y también pienso que podríamos buscar la forma de sacarle dinero a la búsqueda —añadió.

—¿Dinero?

—Sí. Piénsalo bien. La búsqueda para chicas tiene que ser diferente a la de los chicos. Mientras más a fondo de la búsqueda, deberíamos hacer que las más lindas tengan que pagar.

—¿Para negarlas?

—Precisamente.

Harvey y yo nos miramos y asentimos. Dos minutos después estábamos sobre el suelo con decenas de papeles, lápices, bolígrafos y las dos copias de la Carpeta de Ideas.

—¿Dónde pondremos la primera pista? —le pregunté mientras me rascaba los ojos con la tapa de un bolígrafo.

—En el baño de chicas.

—¿Y no podríamos tener más de un comienzo? Digo, siempre y cuando la búsqueda converja en algún otro lugar.

—Va a ser más trabajoso, pero suena bien.

—Creo que podríamos poner algunas en las duchas de la cancha. Allí se bañan las atletas y las animadoras del equipo de fútbol.

—¡Brillante!

—¿Y cómo las separamos? —pregunté.

—Eso es importante. Necesitamos la proporción… ¿Sabes? Tengo una idea.

—Dime —dije, levantándome para buscar una nueva ronda de alcohol.

—Hoy podemos matar varios pájaros con un solo tiro…

—A qué te refieres.

— No te preocupes por eso. Como le dijo un electrón a otro: “sígueme la corriente”.

—¡Aquí vamos!



Al mediodía doce chicas se paseaban dentro de la habitación 301. Tres habían llegado gracias a una petición que Harvey hizo por Twitter y las otras eran una muestra de algunas de las chicas con las que Harvey, Fernand, Salvador y yo nos habíamos acostado. De momento nos abstuvimos de contactar a las de George, el punto era precisamente filtrar las hermosas de las que no.

Harvey le explicó al grupo de chicas que queríamos tomar algunas medidas físicas. Dos se fueron de inmediato después de escuchar los pormenores de la actividad. Otras cuatro se fueron cuando Harvey les recordó que había que desnudarse (las cuatro argumentaron que Harvey había olvidado mencionar este detalle en la explicación anterior). Así que se quedaron Ana, la que cursaba Psicología con Harvey; Iliana, la morena amiga de Julia y mi follada número tres; Lisa, un ejemplar número nueve que Salvador había logrado cazar, y Melissa, la chica atlética que Harvey le había conseguido a Fernand para su primera vez.

Con la ayuda de un metro que conseguimos gracias al gordo encargado del tercer piso, comenzamos a tomar medidas. Al principio yo las tomaba y Harvey apuntaba los resultados sobre un papel, pero más adelante acabamos compartiendo las tareas.

Con saber el peso de las chicas junto a las proporciones sacadas de las medidas de cintura, senos, caderas, hombros, rostro, etc., fuimos haciéndonos una idea bastante clara de lo que era una chica hermosa, matemáticamente hablando.

Cuando mi reloj emitió el Sol sostenido que marcaba la una de la tarde (Harvey me dijo que mi nuevo reloj deportivo sonaba distinto), yo tenía ambas manos sobre los senos desnudos de Melissa. Medir la presión al tacto de los senos no era parte del experimento, pero qué más daba. Después los comparé con los de Ana, que eran más robustos y firmes, pero por alguna razón, los de Melissa me resultaban más amenos.

Iliana me observaba de soslayo mientras Harvey metía el metro entre sus piernas para medirla hasta las rodillas y luego hasta los pies. Mientras tanto, Lisa se iba quitando el sostén, esperando a que llegara su turno.

En algún momento tuve que detener la obtención de data para abastecer la nevera con el contenido de mi armario; ahora éramos seis los que bebíamos y fumábamos.

Más adelante Harvey tuvo la brillante y totalmente científica idea de utilizar el iPhone por si olvidábamos algún detalle. Así que nos pusimos a tirar fotos y vídeos mientras medíamos por aquí y por allá.

Con alguna excusa que no recuerdo, logré hacer que Melissa se quitara su pantalón. En otro momento me estaba besando con Iliana mientras Melissa le tocaba los pechos a Lisa; Ana estaba desnuda sobre la cama de Harvey posando para un video.



A las cinco de la tarde Harvey nos despertó a todos. Habíamos estado tomando una siesta para reponernos de la primera orgía que había tenido el 301. Las chicas se marcharon satisfechas por haber sido de ayuda y Harvey y yo nos pusimos a compartir los datos, desde los vídeos y fotos que evidenciaban la locura pasada hasta las medidas que habíamos logrado poner por escrito.

Después nos pusimos de lleno a planificar el contenido de la búsqueda del tesoro. Usando las carpetas y el internet nos hicimos con decenas de pruebas y métodos para interesar a las chicas a comenzar y continuar la búsqueda y lograr una separación durante cada una de las fases del proceso entre las lindas y las que no lo eran.

Fernand, Salvador y George llegaron por filtración, uno a uno. Luego salieron por pedido de Harvey a comprar algo de comer.



A las siete de la noche, Fernand y George jugaban con su PlayStation en el televisor de Harvey mientras Salvador nos ayudaba a decidir la mejor forma de plantar todas las pistas; doscientas cincuenta en total.



A las nueve terminamos toda la planificación. Fernand y George salieron a la ciudad, obedeciendo un nuevo mandato de Harvey. Llegaron con más comida, decenas de marcadores de diferentes colores y más de cincuenta copias de la llave de Harvey para abrir cerraduras Master (se pondrían en algún lugar dentro del recorrido de la búsqueda para facilitarles a las chicas entrar por la puerta de salida y meterse en tercer piso sin tener que cruzar de largo el pasillo de los varones).

A Salvador le tocó el segundo piso. Tenía que plantar todas las pistas correspondientes a los tres baños de chicas. A Fernand y a George les tocó las de los baños de la cancha y las del edificio de Humanidades; según Harvey, teníamos que aprovecharnos de las chicas de Psicología, que a su entender todas eran unas irracionales y estúpidas.

Para plantar las pistas de la octava fase, Harvey y yo tuvimos que meternos en el Centro de Ocio para estudiantes, el edificio de Física y la torre del reloj frente a la oficina del decano.



A las once de la noche ya estábamos todos en el cuarto, exhaustos pero satisfechos. Salvador nos contó que un grupo de chicas lo había visto metido en el baño del segundo piso mientras ponía una de las pistas y que por poco todo se echa a perder.

Un poco más tarde Fernand y George pidieron que les hiciéramos llegar a su cuarto todas las chicas que no pasaran la prueba dieciséis, aquella que dividía los ejemplares siete del resto. Cuando aceptamos, se fueron por varios minutos a cambiar algunas de las instrucciones de la búsqueda. Habíamos dirigido las número ocho al cuarto de Salvador, y Harvey y yo nos repartiríamos las nueve y las diez, dependiendo de quién estuviera en el cuarto cuando tocaran las siete veces seguidas sobre la puerta, la señal que nos decía que una de las chicas había llegado al final.



A la una de la mañana los otros tres se fueron. Harvey se tiró a la cama y yo decidí darme un baño.



A la una y media George llamó para confesarme que había olvidado poner una de sus instrucciones. Me aseguró que la pondría de inmediato, y colgó.



A las dos de la mañana me encontraba desvelado. El ruido del extractor me relajaba, pero no podía conciliar el sueño. Estaba repasando mentalmente todas las pruebas y pasos de la búsqueda, intentando descubrir alguna falla o alguna forma de mejorarla, pero todo parecía en orden. Solo cabía esperar. Con algo de suerte, conseguiríamos algún éxito después del amanecer. Aunque tal vez hubiese que esperar varios días de poco éxito para descubrir algún error.



A las dos y cuarenta de la madrugada, lo comprendí. Cientos de datos se amontonaron en mi mente en un solo segundo y comencé a deducir sin parar. Harvey lo llamaba El Rayo, cuando todo tu cerebro hacía un análisis inconsciente, casi automático, utilizando toda la información que le habías puesto con antelación, dándote como resultado una comprensión sobre un asunto antes desconocido.

Me puse de pie y me fui hasta la cama de Harvey.

—Harvey.

No contestó.

—Harvey —dije, esta vez tocándole el hombro.

—¿Ah? ¿Qué? —preguntó azorado.

—¡Hey! Soy yo.

—¿Qué hora es?

—Van a ser las tres de la mañana.

—¿Qué pasa?

—¡Descubrí algo!

—¿Qué cosa?

—Te apuesto lo que quieras a que dentro de un par de minutos tendremos a nuestra primera aventurera tocando a la puerta.


46


Harvey se sentó al borde de su cama y se estrujó los ojos.

—Prende la lámpara, por favor.

Lo hice. Luego arrastré la silla de Harvey, la puse al lado de su cama y me senté.

—¿Dices que alguien va a tocar? —preguntó.

—Sí, y creo que será Sally.

—¿Sally?

—Acabo de descubrirlo, pero no sé cómo lo hice. No puedo encontrar exactamente de dónde llego a la conclusión.

—Si has leído la Carpeta de Ideas entonces sabes qué tienes que hacer.

—Sí, recorrer el camino de vuelta, pero también sabes que es mejor discutirlo entre dos. Al explicar se concretiza, ¿no?

—Claro.

Harvey se estiró y se puso de pie. Se dirigió hasta la nevera y regresó con dos botellas de cerveza. Me dio una y se sentó en la cama.

—La búsqueda del tesoro es para las estúpidas, las tontas, las irracionales —dijo—. Así que no veo cómo Sally la recorrería.

—Yo no digo que sus motivaciones sean las mismas que las de otras chicas, pero creo que, aun así, la va a recorrer.

—¿Y qué te hace pensar eso? —preguntó, y le dio un sorbo a su cerveza.

—No lo tengo muy claro, pero, ¿recuerdas cuando Salvador nos contó que varias chicas lo vieron poniendo las pistas en los baños?

—¿Sí?

—Pues a mí me pareció que una de esas chicas era Sally.

—¿Salvador te lo dijo? —preguntó, reclinándose sobre su escritorio para alcanzar los cigarrillos.

—No explícitamente, pues todos saben que no quiero que me estén hablando de ella, pero creo que lo expresó con sus gestos.

—Aun siendo el caso no veo cómo llegas de ahí a concluir que Sally va a recorrer la búsqueda.

—Lo sé —dije, tomando la caja que Harvey me extendía—, pero hay ciertas cosas de Sally que ignoras.

—¿Ajá?

—Cuando Sally me dejó plantado en el hotel, hizo un comentario donde mencionó los nombres de Roark y Keating. ¿Te suenan?

Harvey negó.

—Después de comprarme el iPad me puse a buscar en internet y di con los dos nombres. En resumen, son dos personajes de una novela de ficción.

—¡Oh, bueno! No me extraña.

—¿Ah, no?

—Me refiero a que es lógico que se valiera de novelas para expresarse.

—¿Por qué?

—Porque la ficción te ayuda a concretizar algunos principios que de otra forma te tomaría años comprender. Si leyeras más lo sabrías.

—Bueno, pues en fin, cuando encontré los dos nombres descargué la novela y la leí. El punto está en que comienzo a comprender un poco más a Sally ahora que creo saber a qué se refería.

—¿Qué te dijo exactamente esa noche?

—Dijo que en un principio, cuando me conoció, pensó que yo era un Roark, pero que ahora descubría que yo era un Keating.

—¿Y qué me dices de esos dos?

—Pues el libro comienza con un tipo que está estudiando arquitectura, pero después se encuentra a este otro estudiante y luego se ponen a hablar afuera, digo, que cuando acaba la graduación…

—Para, para —me pidió Harvey, cerrando los ojos y negando—. Vas a tener que aprender a resumir una historia. Comienza por el conflicto principal.

—¿El qué?

—Olvídalo. Limítate a describirme al primero de ellos.

—Pues Roark es un tipo orgulloso, inteligente, sabe mucho de arquitectura y es bastante serio… De hecho, ahora que lo pienso, creo que se parece un tanto a ti.

—¿A mí?

—Sí. Roark es un tipo seguro e independiente, no le importa lo que los demás piensan de él.

—¿Y el otro?

—Pues Keating es casi lo opuesto. A él le gusta que los demás sepan de sus logros. Todo lo que hace es con el fin de impresionar a otros y mostrar una imagen de sí mismo que los demás acepten. Buscando un poco de información en internet, descubrí que Keating, en palabras de la autora, es un “segunda mano”.

—Vas a tener que esforzarte un poco más.

Dejé la cerveza sobre mi escritorio, me puse de pie y comencé a pasearme por la habitación.

—Entre lo que leí de internet y de la novela, un “segunda mano” es alguien que se valora por lo que dicen y piensan los otros de él. Alguien sin estima, una especie de parásito intelectual. Alguien que solo busca la aprobación de los demás sin que importe qué tenga que hacer para lograrlo.

—¿Y Sally dijo que tú eras quién?

—Dijo que cuando me conoció pensó que yo era un Roark, pero que estaba equivocada porque ahora veía que yo era un “segunda mano”, un Keating.

—¿Y tienes alguna idea de por qué dijo eso?

—Creo que por ti.

—¿Por mí? —preguntó Harvey, estrujando la colilla sobre su escritorio.

—Sí. Creo que pensó mal de mí cuando le conté que me habías ayudado a acostarme con una chica.

—¿Le dijiste que yo te ayudé a acostarte con Cintia?

—Pues sí.

—¡Pero qué tonto, David! Hay ciertas cosas que tienes que reservarte.

—Bueno… No pensé… Pero eso ya yo te lo había contado.

—No ese detalle.

—Pues claro, aquella misma noche, cuando fuimos a Bibby’s después de que Sally me dejara plantado.

—Te garantizo que no me contaste eso.

—Bueno, no importa.

Me quedé en silencio y miré hacia la ventana mientras Harvey terminaba su cerveza.

—¿Será entonces por eso que se largó del hotel? —pregunté, estrujando la colilla y recogiendo mi cerveza del escritorio.

Me fui hasta mi cama, me senté y encendí un cigarrillo.

—Cuando supo que te acostaste con Cintia por mi ayuda tal vez concluyó que no eras como ese Roark. Si lo piensas, no actuaste por cuenta propia.

—Eso no es cierto.

—¿Qué cosa?

—Yo fui quien decidió acostarse con Cintia.

—Ya, pero porque yo te ayudé.

—Pero eso es irrelevante. Es lo mismo que con lo del cigarrillo. Es verdad que tú me ofreciste el primero, pero yo soy el único responsable de habérmelo fumado. Igual que con la cerveza y la marihuana. Yo lo decidí, no importa si tú me ayudaste o si me lo recomendaste.

—Aparentemente Sally no lo ve así. Y creo que yo tampoco.

—Escúchate.

—La verdad es que si no me conocieras no harías ni la mitad de las cosas que haces hoy en día.

—Es verdad, pero tú no eres la causa. Mis decisiones lo son.

—Falso. Yo he sido la causa de muchos de tus cambios.

—Si hubiese ido a estudiar a otra universidad, ¿crees que igual hubiese cambiado? —le pregunté.

—Claro que no, por eso digo…

—Entonces mi padre es la causa de mis cambios. Él fue quien insistió para que yo viniera aquí a estudiar Ingeniería.

—Por Dios, David. Tú sabes a qué me refiero.

—Pues claro, y te equivocas.

—A ver.

—Si acepto lo que dices, mis cambios también son culpa de mis abuelos. Si ellos no hubiesen tenido a mi madre yo no hubiese nacido ni mucho menos podido cambiar.

—Por favor…

—Pero es lo mismo. No importa lo que pasó externo a mí. Yo, y solo yo, decidí hacer las cosas que hice, porque lo quise. Lo decidí por mí mismo, bajo mi propia responsabilidad.

—Yo me inclino más por el lado de Sally.

—Como digas —dije y me limité a terminar la cerveza y a fumar en silencio.

—Aun teniendo tú la razón —dijo Harvey al poco rato—, sigo sin ver cómo llegas a concluir que Sally va a recorrer la búsqueda.

—Es que no te he contado de Dominique.

—¿Dominique?

—Otro personaje del libro. Es una tipa un tanto loca, o eso es lo que vi. Ella como que sabe y es inteligente, pero tiene algo dañado por dentro. Está enamorada de Roark, pero no quiere estar con él porque, a pesar de admirarlo, cree que un tipo así no puede existir.

—No lo entiendo.

—Sinceramente, yo tampoco. Y creo que ese es el punto. Esa Dominique es una contradicción. Y algo me dice que Sally la está imitando. Está actuando como ella, por una razón u otra…

—Bueno, David —dijo Harvey, golpeándose los muslos—. Dudo mucho que Sally recorra la búsqueda del tesoro. Ella es una chica racional.

—Creo que Dominique también lo era, pero actuaba como si no. Y es lo que me hace pensar que Sally va a dejarse tentar con la búsqueda. Y creo que va a recorrerla como una excusa para hablar conmigo, pero claro, se va a hacer la nueva y se disculpará cuando me vea, diciendo que no tenía la menor idea de que estábamos relacionados con la búsqueda o alguna otra cosa.

—¿Qué estas diciendo?

—Leer a los demás se me está haciendo mucho más fácil. Y basándome en mis experiencias con Sally, en lo que me cuentas de vez en cuando sobre ella, junto con la novela y lo que he venido aprendiendo desde hace semanas, es lo único que puedo concluir.

—Yo me veo con Sally a cada rato y te aseguro que no veo indicios de que sea irracional, o loca, o que sea capaz de perseguir una búsqueda del tesoro como la que hicimos.

—No sé —dije, tragándome el resto de la cerveza—. Estoy convencido, pero no puedo saber con exactitud por qué. Es como un presentimiento, pero hay algo más. De verdad que creo haberla comprendido, pero no sé cómo probarlo.

—Qué, cómo y por qué. Te están faltando los últimos dos.

—Lo sé. ¡Maldita sea! Sally es compleja.

—Te lo he dicho un millón de veces.

Y cuando Harvey acababa su oración, golpearon la puerta. Los dos nos miramos.

Otro golpe, más suave, inseguro. Harvey abrió más sus ojos. Otro golpe, y mi corazón empezó a latir de prisa.

Me puse de pie y dejé la botella sobre mi escritorio. Cuarto golpe, suave, casi inaudible.

—O es una tonta que quiere ser follada, o te sacaste la lotería —comentó Harvey en un susurro.

—Te lo dije. Y me apuesto el iPad a que es Sally.

—Esa es buena. Con él podría leer mejor que con mi iPod.

Reprimimos la sonrisa a causa del quinto golpe. Alcancé mis cigarrillos y los metí en un bolsillo. Tomé el sombrero verde, me lo puse y me acerqué con lentitud a la puerta.

El sexto golpe. Acerqué la mano a la cerradura. Luego silencio. Séptimo. Esperé varios segundos, no hubo más golpes. Era la señal. Pero esperé un poco más, con la mano sobre la cerradura, solo un poco más.

Abrí la puerta y luz verde lo iluminó todo, pero no había nadie frente a la puerta.

—¿Es ella?

—No sé.

Saqué la cara al pasillo y vi que la puerta de salida se cerraba.

—Vengo ya —dije.

Y corrí en dirección a la puerta de salida. Impedí que se cerrara, metiendo una pierna, y salí, mirando a todos lados. Alguien bajaba las escaleras. Decidí no llamar. En cambio, comencé a bajar los escalones intentando hacer el menor ruido posible.

Cuando llegué al final de las escaleras, la vi. Una chica estaba sentada en la mesa donde se reunía el Equipo de Cambio. Aun de espalda, era evidente que era hermosa.

Hice un ruido a propósito, para hacerme sentir. La chica giró su cara hasta dar conmigo. No solo era una chica hermosa, sino la más hermosa que nunca hubiese visto. Estaba sorprendida de verme, pero yo no. Yo la había estado esperando. Yo había tenido razón.

—Hola, Sally.


47


⁓Hola, David.

Los rizos revueltos le caían sobre el rostro, haciéndola parecer que recién se había despertado.

Con una seguridad que provenía de la euforia de saberme en lo cierto, bordeé la mesa y me senté en el banco opuesto, de frente a las escaleras.

—No quiero que sigas molesto conmigo —dijo, levantando la cara para observarme.

—¿Te parece que estoy molesto contigo?

—Me has estado evitando.

—Y no debería sorprenderte.

—Claro —dijo.

—¿Entonces?

—Es que… —Sally se revolvió en su asiento y se pasó un manojo de rizos por detrás de la oreja—. No debí haberme ido como lo hice.

Mi cerebro ordenó que no contestara.

—Me confundiste —añadió—. Me confundiste. Eso fue lo que pasó.

—A ver —dije, poniéndome de pie y encendiendo un cigarrillo—. Te conozco un día. Al poco tiempo me dices que te gusto y me besas. Semanas después me dices que eres mía y me dejas hacerte de todo. Luego te vas y no me dices nada que haga sentido. Ahora lo entiendo —añadí con ironía, y di una calada—. Es evidente que debes estar confundida. Demasiado confundida.

—Lo siento, David. Debí haberte explicado.

—Ocho semanas atrás —dije, y lancé el cigarrillo recién encendido a lo lejos.

—Lo sé, pero al menos he venido.

—¿Que al menos has venido?

—Sí, David. Y escucha —dijo, reclinándose un poco sobre la mesa—. Cuando te conocí pensé que eras de una forma. Me gustaste desde que te vi entrar y salir del salón de Inglés aquella mañana. ¡Te veías tan gracioso cuando te fuiste a mirar el número de la puerta…! —Sally se permitió una sonrisa ensoñadora.

—Me encontraste gracioso y eso te gustó. Interesante —dije, encendiendo otro cigarrillo y echándome a andar—, pero ya no importa, Sally. A que ahora no te resulto gracioso. A que no. A que me miras y te preguntas cómo he hecho para cambiar tanto en tan solo dos meses. A que no puedes creértelo. Pero qué pena. Ya no soy gracioso, Sally. Supongo que ya no te gusto entonces y me da lástima por ello, pero qué le vamos a hacer.

Sally me observó sin moverse.

—¿Tanto te afectó? —preguntó con algo de sorpresa.

Me detuve en seco y volteé la cara para observarla.

—Esa noche que te fuiste marcó un punto clave. No es que el evento fuera tan importante por sí solo, pero sí como el último de una cadena. Fue el comienzo de muchos cambios para mí. Y no creas que hablo solamente de cambios externos, Sally. No. Hace un par de meses estudiaba Ingeniería, vivía con mis padres y comía galletas de soda para el desayuno. No bebía, no fumaba. Y no, tampoco follaba. Para entonces le temía a todo, incluido a Harvey. Pero así como resentía no poder ser como él era, así mismo lo admiraba. Admiraba a Harvey como no podrías imaginarte. Y tomé la decisión de aprender de él. ¡Y qué suerte que la tomé!

»El mundo ya no es un misterio para mí. Y sé que ahora te preguntas cómo puede alguien pensar que conoce el mundo solo porque ha decidido hacer algunos cambios en el transcurso de varias semanas. ¡Oh!, pero te sorprenderías, Sally. Te sorprendería saber lo que varias semanas pueden hacer de un estúpido que se odie por serlo.

»Harvey nunca ha logrado comprenderte, y que sepas que tiene una habilidad que cualquiera pensaría que le pertenece al mismo diablo. Pero como todo truco de magia, una vez descubres cómo hacerlo, ya no parece maravilloso. “Watson pensaba lo mismo”, diría como lo hizo la primera vez que lo conocí, entonces yo no entendía nada, pero ya voy entendiendo, Sally. Ya comienzo a comprender a Harvey y al mundo.

»Incluso comprendo cosas que él no ha podido entender. Y tú eres una de esas cosas. A veces pienso que el mundo entero debería leer lo que Harvey ha escrito en la Carpeta de Ideas. Las cosas serían distintas. Te lo aseguro. ¿Y a dónde voy con esto? A que lo sé, Sally. A que te conozco. Por fin lo hago. Te conozco más que a ninguna otra, y de esas ya voy haciendo una colección para nada insignificante.

»No tienes que decirme nada. Ya lo sé. Desde el momento que te fuiste deseé que volvieras, pero ahora entiendo que irte fue necesario. Ahora soy distinto. Y te entiendo. Entiendo por qué has venido. Sé por qué hoy precisamente viniste a verme.

—¿Así que piensas que me conoces? —dijo en un tono amargo.

—Salvador nos contó. Nos dijo que vio un grupo de chicas que lo descubrieron en los baños del segundo piso. Entonces no lo entendí, pero mi inconsciente lo ha conectado por mí, todo en un solo segundo. Tú eras una de esas chicas. Entonces concluiste que yo debía estar involucrado en lo que tramaba y quisiste saber qué nos proponíamos. Y allí te enteraste de la búsqueda.

»Sé que decidiste tomar la búsqueda que habíamos hecho como una excusa para verme. Recorriste el trayecto de dos horas para poder entrar por la puerta de salida y así poder hablar conmigo. Y la copia de la llave de seguro la guardas en el bolsillo derecho del pantalón. Sé que hasta pusiste un dólar dentro de la dichosa caja que dejamos para ello. ¿Te sorprenden mis detalles? Tú me sorprendiste más cuando te fuiste, cuando me dejaste allí plantado preguntándome qué había sido de ti. Yo, el más estúpido de todos. Y un solo minuto hubiese bastado para explicarme, pero para qué. ¿Para qué explicarle al tonto de David?

»Y claro, me tomó más del minuto que era necesario, ocho semanas para ser exacto, pero ya no tienes que explicarme las cosas, aunque nunca lo hiciste. Y me da pena. Mucha pena, Sally. No puedo creer que para esto hayas venido: a decirme lo que todavía no sabes si yo sé, a contarme lo que ahora te preguntas si realmente podré adivinar, pero adelante. Dímelo si quieres. Haz lo que quieras.

Me detuve y lancé el cigarrillo a lo lejos. Tanto tiempo guardándolo, tanto tiempo…

—No puedes saber a qué vine, David. Y no deberías…

—Es obvio, Sally. He hecho mi tarea. Sé que te creíste muy por encima de mí, pero ahora yo sé que precisamente eso fue lo que te comió por dentro. ¡No pongas esa cara de sorpresa! Lo sé, Sally. Lo sé. Cuando decidí hacer un cambio, me juré entenderte. Y busqué. Busqué porque recordaba tus palabras. Siempre se me ha hecho fácil comprender las cosas. Y esto es algo que me recordó Harvey la misma noche que me dejaste plantado.

»A ver, ¿qué fue lo que dijiste? “Me he equivocado contigo, David. Pensé que eras un Roark y resulta ser que eres un Keating”. Leí tu novela. Bajé la maldita novela y te entendí. Y tenías razón, Sally, pero solo en parte. Te hiciste de la fantasía de que yo era un Roark, pero yo jamás hubiese podido serlo entonces. Te molestaste conmigo porque, según tú, me estaba convirtiendo en un “segunda mano”. Me odiaste porque quería cambiar, ser distinto. Me odiaste porque pensaste que me estaba convirtiendo en una copia de Harvey, pero no Sally. Aquí es donde te equivocas.

»Desde el primer día de clases lo admiré y lo envidié, y aún ahora lo hago, aunque en un contexto muy distinto, uno que no sé si una Dominique como tú pudiese comprender, pero nunca quise ser él. Me acosté con Cintia por voluntad propia. Fue mi primera vez y no me arrepiento de ello. Ahora sé que esa chica es una irracional y que, por tanto, no vale nada, pero entonces pensaba distinto, y en aquel entonces fue cuando tomé la decisión. Estar contigo fue también mi decisión. También lo quise. Odiar la mente que me hizo acostarme con Cintia es odiar la misma que me hizo acostarme contigo.

»De seguro tú sabes y entiendes cómo somos los cobardes, los estúpidos. Y el que te fijaras en uno me pareció perfecto, casi una suerte, pero ahora que he visto el otro lado me pregunto qué hizo que yo te gustara entonces. Y es la misma pregunta que te has venido haciendo. Una que quieres preguntarme ahora.

»Pero si piensas, te darás cuenta de que ya lo sabías, aunque a tu manera. Sabías que si te habías acostado con un “segunda mano”, entonces eso te convertía en una tercera. ¿Qué se puede decir de una chica que encuentre virtudes en un estúpido como lo era yo? Y ahora lo recuerdo. Recuerdo que dijiste que yo era inteligente, limpio, sano… Estabas racionalizando, Sally. Te gustaba entonces y no sabías cómo explicártelo. Y te metiste en la fantasía de tus estúpidos libros de ficción y quisiste actuar como tu heroína, la contradictoria. Quisiste echarme la culpa a mí, pues no podías aceptar que te gustaba un tonto. Así que me acusaste de estar convirtiéndome en uno, pues eso te permitía pensar que no lo era cuando nos conocimos y te gusté.

»Desde entonces solo has podido pensar en mí y en lo que yo te he hecho pensar de ti misma. Porque cada pensamiento que has tenido para conmigo es algo que has venido descubriendo de ti. Y los dos sabemos que no aguantas lo que concluyes. Que no soportas pensar sobre ti de la forma que lo haces.

»Y lo mereces, Sally. Mereces todo lo que te ha venido quemando por dentro. Pero a diferencia tuya, yo me dejé quemar. Dejé que el fuego me consumiera por dentro… Y esa noche salí. Salí y bebí por primera vez. Fumé marihuana con tres desconocidas. Y la semana siguiente me acosté con las dos más hermosas. Me acosté con ellas, Sally, y las disfruté. Les hice cosas que nunca haría contigo, porque aunque dijiste que eras mía, tú no sabías entonces quién eras para serlo, pero ahora lo sabes. Eres peor de lo que creíste que yo era. Y lo eres precisamente porque me creíste tal cual.

»Pero no lo aguantes, Sally. Déjate quemar. Tal vez un día renazcas de las cenizas como lo hice yo. Tal vez algún día puedas convertirte en esto.

Tiré el sombrero sobre la mesa, le di la espalda a Sally y me levanté la camisa para que pudiera observar el tatuaje que ocupaba la totalidad de mi espalda. Mi segundo tatuaje. El de un fénix rojo con las alas extendidas que terminaban arropándome el pecho.

—Yo que tú me olvido de nosotros —le espeté, dándome la vuelta.

Me bajé la camisa, agarré el sombrero y salí en dirección a las escaleras.

—David —me llamó con el tono de quien llora. Pero yo ya subía los escalones—. ¡David! —volvió.

Me detuve en el primer descanso y volteé el rostro para observarla.

—La decisión es tuya y lo sabes —dije—, pero como sé que quieres comprobar si realmente sé lo que viniste a decirme y te mueres por saber lo que yo pienso, y es curioso, tomando en cuenta que me has creído un estúpido y un “segunda mano”, mi respuesta es un absoluto no. Yo que tú no lo tendría, Sally. ¡Serás una pésima madre!


48


Subí los escalones que me llevaban a la puerta de salida sin mirar a Sally, sin pensar siquiera en ella. Observé la cámara dar toda la vuelta y me volteé para hacer como si saliera. Un segundo después me giré, inserté la llave y esperé un poco más antes de entrar.

Recorrí los dos metros de pasillo verde que me separaban del 301. Entré y me encontré con Harvey, que me miraba expectante desde su cama.

Fui hasta la nevera y saqué dos cervezas. Le di una y me senté en su silla.

—Sally está embarazada.

—¿Estás bromeando?

—No.

Harvey miró la botella de cerveza, la abrió, dio un sorbo. Se levantó de la cama, se dirigió a la ventana y se volteó hacia mí mientras encendía un cigarrillo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

—De eso quería hablarte.

—Creo que solo ella debería decidir si…

—¡Vámonos!

—¿A dónde? Ya es martes, casi todo está cerrado. Son las cuatro de la puta mañana —se quejó.

—No a beber, ni a salir a ligar. Me refiero a largarnos de aquí. Tenemos dinero para dejar todo lo que hemos estado haciendo y alquilarnos una casa.

Harvey se quedó inmóvil, mirándome fijamente.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

Me puse de pie y comencé a caminar por el cuarto.

—Estamos perdiendo el tiempo.

—¿Por qué lo dices?

—¿Te atreverías a interpretar mi actual sensación? ¿Podrías adivinar lo que siento ahora? —le pregunté.

—¿Para?

—Juguemos a Sherlock Holmes, adivina lo que siento ahora mismo.

Harvey distrajo los ojos por unos segundos, luego asintió con lentitud.

—Estás nervioso. La noticia del embarazo de Sally te preocupa, demasiado. Y también te sientes satisfecho, pero no logro ver aún por qué. Te sientes capaz, estás… orgulloso y preocupado.

—Exacto —exclamé, sin poder dejar de admirar ese cerebro—. Llevo varias semanas aprendiendo cuanto puedo, practicando a cada rato con cualquiera que se me cruza en el camino. También he venido almacenando información acerca de Sally, pero cuando hablé contigo hace un rato te dije que no comprendía cómo ni por qué sabía lo que sabía, pero ahora creo que lo sé, y tú también.

—Sinceramente, no —dijo, apagando el cigarrillo y dando otro sorbo de cerveza—. A decir verdad, me sorprendió mucho que tuvieras razón.

—Es El Rayo. La información ya estaba en mi cerebro. Solo hacía falta un catalizador, un medio, un fin concreto, un canal, algo por lo cual esa información se hiciera consciente. Mientras más le hablaba a Sally más evidentes se me hicieron las cosas. Es igual a lo que dices en la Carpeta de Ideas: fue como si algo me fuera dictando al oído, contándome confidencias de ella. Pero diez minutos atrás, cuando hablé contigo, hubiese jurado que no comprendía nada.

—Creo que me estás hablando del principio número cuatro y no tanto de El Rayo —comentó, encendiendo otro cigarrillo y lanzándome la caja.

—Sí y no. El principio cuatro dice meramente que enseñando se aprende. Y es obvio, lo entiendo: para verbalizarlo tienes que digerirlo primero. Y ese proceso de digestión te facilita a ti mismo el aprendizaje, lo concretiza. Pero lo que te digo es que yo no tenía ni la más mínima idea de lo que pensaba Sally hasta que me vi en la necesidad de expresarme. Estaba inspirado.

—¡Oh, claro! —dijo cuando yo encendía un cigarrillo—. Ese conocimiento ya estaba almacenado en tu cerebro. Hoy lo necesitaste y tu inconsciente te lo trajo a la conciencia.

—¡Sí! Y por ello debemos largarnos.

—No veo la relación.

Le di una profunda calada al cigarrillo antes de proseguir:

—Hasta el sol de hoy ambos hemos almacenado grandes cantidades de información, pero esa información permanece oculta y mucho de ella sin integración, desconectada, sin digerir. Pero si nos exponemos a un problema, si nos enfrentamos a una situación que requiera de nuestro conocimiento, creo que vamos a comprenderlo todo. Dejaríamos atrás la teoría y comenzaríamos a aplicar todo cuanto hemos aprendido.

—¿Te refieres a una Cueva?

—¿Cueva?

—Aquí, mira —dijo, doblándose para alcanzar la Carpeta de Ideas.

—¡Ah, la Cueva! —dije, recordando la idea sin tener que llegar a verla—. Pues más o menos. Tenía en mente la observación veintidós, “al hacer se comprende”, que está relacionada. Y es curioso, porque de seguro solo estoy conectando información antigua. Hace semanas que leí y pasé esto a la computadora. Y sin recordarlo, ya estoy concluyendo lo mismo. Todo se está integrando. Todo es lo mismo. ¿No lo coges? Debemos irnos.

—¿Estás diciendo que ya estamos listo para la segunda parte del plan? —preguntó más para sí, comenzando a pasearse por el cuarto.

—No sé. Lo que digo es que es hora de seguir, nosotros solos.

—¿Nosotros solos?

—No necesitamos a nadie más.

—¿Pero de qué estás hablando?

—¿Cuánto van a pagarte en diciembre? —pregunté.

—No he visto el reporte aún.

—Estima.

—Pues como dieciséis mil.

—¡Por Dios! Y eso es en un solo mes.

—Pero de ahí es que pagamos a los integrantes del Equipo y…

—Equipo que no necesitas. ¿No lo coges? —dije, apagando la colilla.

—En verdad que no.

—Dame un segundo.

Busqué dos nuevas cervezas y le entregué la suya. Encendí un cigarrillo y me puse a dar vueltas por la habitación con las manos en la espalda. Tenía que ponerlo todo en orden. Harvey necesitaba comprender, pero para ello yo tenía que saberme explicar.

—¿Te acuerdas cuando nos pediste algo a cambio por cualquiera de tus servicios?

—Sí.

—¿Qué te pidieron George y Fernand?

—Aprender a ligar.

—¿Y yo?

—Me pediste un diez por ciento de lo que hiciera con el papel de los secretos de literatura.

—Exacto. Y entonces comprendiste que yo había actuado más inteligente que los otros dos, pero no comprendiste la implicación de tal revelación. Míralo así. A la mayoría no les importa las ganancias a largo plazo. Ellos son de mentes cerradas. Prométele mil dólares a alguien para fin de mes a cambio de hacerte cualquier trabajo y preferirá cien dólares hoy por el mismo esfuerzo.

—Retribución retrasada. ¿Pero a dónde me llevas?

—A que estás desperdiciándolo todo. Los miles de dólares al mes que recibes no deberías repartirlo entre el Equipo. Hay que reducir la cantidad de integrantes, no aumentarla.

—Pero no puedo. Todos en el Equipo son clave, todos son necesarios.

—Falso.

—Cierto.

—A ver —comencé, apagando el cigarrillo y encendiendo otro—. ¿Cuál es mi función?

—Los trabajos y asignaciones.

—Con lo que planificas hacer y con todo lo que ganas no necesitas esa función. Tal vez hace un par de semana atrás sí, pero ya no. Cualquiera que esté comprometido con tu plan debería dejar los estudios, o encargarse ellos mismos de ellos.

—Sí, pero…

—¿Para qué necesitas a George?

—Por el auto, los contactos de su padre y…

—Contactos que tú mismo te puedes pagar. ¿Para qué regalarle cientos de dólares mensuales a George para cuando necesites a su padre si puedes guardar ese dinero y contratarte un abogado cuando realmente lo requieras? Y también está Fernand.

—¡Oh, no! Pero si tú mismo lo has dicho. Si ahora podemos generar ingresos es precisamente por el conocimiento de Fernand. Yo no hubiese podido hacer esa aplicación sin su ayuda.

—Está bien, pero esa ayuda no vale tenerlo como un rabo, detrás de uno todo el día. Fernand hubiese estado de acuerdo en ayudarte con tal de que le facilitaras acostarse con una chica, pero ahora ya se ha acostado con dos y, aun así, sigues pagándole cientos de dólares semanales. Podrías limitarte a pagarle por la ayuda que te brinda, cuando te la brinde.

—Te entiendo, pero no estoy de acuerdo contigo.

—Harvey, Harvey. Tu forma de pensar es única, pero te falta algo. Es cierto que eres brillante, pero se te olvida cómo pensamos los estúpidos. Un médico no tiene que padecer de cáncer para tratarlo, lo sé, pero si lo padeciera, tendría más perspectiva sobre el asunto. No hay que ser estúpido para saber cómo piensan ellos, pero haberlo sido hasta hace unas semanas me mantiene frescos ciertos recuerdos que tú estás pasando por alto.

—¿Como cuáles?

—Como que los estúpidos no están preocupados por el mañana, quieren resultados ahora, por pocos que sean. Tu mentalidad de largo plazo funciona, pero solo con los racionales. Pagarle a un estúpido a largo plazo es desperdiciar el tiempo y el dinero.

Harvey se sentó en la cama, encendió un cigarrillo y se puso a mirar hacia afuera.

—Cuando vas a tomar un vuelo de avión —continué—, solo compras un pasaje, un solo boleto. Tú no quieres comprar el avión, tú no quieres conducirlo, tú solo quieres utilizarlo y pagar de acuerdo a ello.

Harvey asintió en silencio, sin apartar los ojos de la ventana.

—Ahora mismo tú necesitas ciertos conocimientos de Fernand, pero solo necesitas un boleto, comprar esos servicios, nada más. Tú no quieres conducirlo, comprarlo, ni mucho menos mantenerlo. Págale en proporción a lo que sabe y a lo que tú necesitas, pero nada más. Igual con Sally, con George, con Julia, Ángela, Danny, Nancy, Salvador. Con todos. ¡Conmigo mismo!

Tomé aire, encendí otro cigarrillo con la colilla del que fumaba y me quedé observando a Harvey por varios segundos. Seguía con los ojos clavados en la ventana.

—Crear un Equipo de Cambio ya es un problema por sí solo. Aquí nadie tendría que estar cambiando. Que cada cual ingrese tal y cual es. Que cambien por ellos mismos. Si necesitas un doctor, no tomas a un chico y le pagas los estudios de medicina para después utilizar sus servicios. No. Tú vas donde uno ya formado, eficiente. Estás rodeándote de ineptos, lapas, parásitos, imbéciles, “segundas manos”… y estás pagándoles para que cambien. No sigas haciéndolo. Busca personas con cerebros, consíguete profesionales ya entrenados en las áreas que necesitas. Deja de intentar crearlos tú mismo.

Harvey continuó en silencio, limitándose a fumar y a dejar que su vista vagara alrededor del extractor.

—Si por alguna razón deseas seguir enseñando lo que sabes, pues cobra por ello, no pagues. Fernand, George, Salvador y yo deberíamos estar pagándote cientos de dólares por la ayuda que nos has dado para ligar con chicas. Venga, en solo semanas hiciste de tres vírgenes unos folladores dementes. Tú no solo nos enseñas, sino que encima de ello nos pagas. Eso no está bien. Si eres bueno en algo, cobra por ello.

»Y digo, tú eres el jefe, el cabecilla, el director… Y ahora estás cobrando como el más bajo de tus empleados. Hay momentos donde necesitas compañeros iguales, mentes brillantes como la tuya, otras veces solo necesitas empleados, personas que hagan una simple función a cambio de una simple paga. Eres el director de una idea millonaria y vives en una residencia para estudiantes de bajos recursos, le mendigas ayuda a un grupo de inútiles y cobras lo mismo que el más bajo de nosotros… Tienes razón al decir que no tienes tiempo para perder. El problema es que lo estás tirando por la…

—Pero también tuve razón en otra cosa —me interrumpió de pronto, con una sonrisa.

—¿En qué?

—En que tú serías una de las piezas más importantes de mi plan. Tienes razón. ¡Vámonos!


Principio [4]


Extracto de la Carpeta de Ideas.

Autor: Harvey Tunner.

Transcripción: David Bennatt.

Fecha de creación: 18, agosto, 2010.


Al explicar se concretiza

[P., n.º 4]


Este principio funciona para facilitar y mejorar la comprensión. La explicación es como sigue:

El conocimiento del ser humano está formado por Universales. Si estos Universales corresponden a Particulares de la realidad, los llamamos conocimiento. Si estos Universales no corresponden a los Particulares de la realidad, los llamamos fantasías.

¿Cómo sabemos entonces si una idea es cierta o falsa? La respuesta la encontramos en otra pregunta: ¿Dicha idea proviene de la realidad? Y para saber si una idea proviene y concuerda con la realidad tenemos que realizar un proceso inverso al que hicimos cuando creamos la abstracción. Tenemos que desandar los pasos que nos llevaron a crear la idea.

Esto, sin embargo, conlleva una dificultad necesaria: la misma naturaleza de los Universales impide una claridad automática.

Aristóteles sostiene que los Universales están intrínsecos en los Particulares, pero me parece a mí que toda abstracción proviene de una diferenciación entre los Particulares, y que estos últimos no cargan consigo mismos los Universales que “extraemos” a partir de ellos.

Pero sin que importe de dónde provienen los Universales, la realidad es que los sostenemos en nuestras mentes mediante palabras (conceptos). Los conceptos funcionan como Particulares que permiten enganchar nuestros Universales en una forma que nos permita utilizarlos en conjunto con otros.

De aquí el lenguaje. Es el lenguaje el encargado de permitir que el ser humano se levante de entre los otros seres vivos como el más capaz. El lenguaje le permite al hombre ampliar su conocimiento sin tener que conocer todos los Particulares ni tenerlos todos frente a sí. De aquí a que el hombre pueda llegar a profundas conclusiones a partir de observaciones específicas y limitadas.

La dificultad radica en que el hombre muy pocas veces utiliza el lenguaje consigo mismo. Cuando el hombre piensa, lo hace a una velocidad muy rápida, muchas veces utilizando atajos que omiten gran parte de los Universales necesarios para un análisis correcto. El resultado es una conclusión difusa, poco clara, que no sirve de mucho.

Sin embargo, cuando el hombre tiene que transmitirle una idea a otro, lo hace primariamente mediante el lenguaje, y su pensamiento tiene que adoptar la misma velocidad que su expresión lingüística le permite. Esto hace que el hombre tenga que descomponer su idea en sus elementos más simples e ir organizándolos de una forma que permita la comunicación.

Así que si un hombre logra comunicar exitosamente una idea, logra así mismo comprenderla él o comprobar que ya la comprendía.

Este método no es exclusivamente necesario, pues un hombre puede obligarse a pensar solo con palabras (lo que disminuye la velocidad de su pensamiento y aumenta su calidad) a la hora de analizar los elementos envueltos en una idea. El mayor impedimento es que, por su propia naturaleza, el cerebro tiende a aumentar la velocidad con la que analiza su contenido, sustituyendo así el lenguaje con atajos visuales y conceptos difusos.

Pero si podemos obligarnos a disminuir esta velocidad, nos aseguraríamos de ver con mayor claridad todos los elementos envueltos en el análisis que nos planteemos realizar.

Como ejemplo traigo aquí este mismo texto. Sin duda alguna, el hecho de que pueda expresar esta idea es prueba de que la poseo como conocimiento, pero luego de exponerla veo con mayor claridad lo que anteriormente sostenía como una idea imprecisa, un poco desconectada de la realidad.

Es un error pensar que el hombre analiza en imágenes. Por el contrario, el hombre lo hace con el lenguaje, lenguaje que puede provocarle imágenes de aquello que nombra, pero en última y primera instancia, lenguaje. El problema radica en que en soledad es más fácil prestar atención a las imágenes que nuestro lenguaje provoca, que al lenguaje mismo. Pero obligándose uno a expresarse en palabras (escritas o habladas), se consigue enfocarse en el lenguaje y, por tanto, disminuir la velocidad del análisis y aumentar la precisión del mismo.

Un viejo refrán dice: “El que enseña aprende”, y no me cabe duda de que ese refrán nombra el mismo principio que expongo aquí.

Al explicar, se concretiza. Y esto se puede hacer escribiendo o comunicándose con terceros. El punto decisivo es que el proceso sea uno conscientemente lingüístico.

Otras formas de nombrar este principio podrían ser:


  1. Explícalo.
  2. Explícatelo.
  3. Enseña y aprende.
  4. Para aprender debes enseñar.
  5. Muéstralo para verlo.
  6. Enfócate en conceptos, no en imágenes.
  7. Verbaliza lo que sabes.
  8. Si lo puedes explicar, lo conoces.
  9. Piensa activamente, comunicando.

[Nota 1] He probado que hablar con uno mismo funciona tan bien como cualquiera de las otras alternativas. Así que podría conseguir un dispositivo de manos libres para que si me ven hablando supongan que lo hago por teléfono (y evitar así pasar por loco).


[Nota 2] Creo que sería conveniente obligarme a escribir todo cuanto concluyo. De esta forma me aseguro de digerirlo, de tenerlo todo más claro en mi mente (y de aplicar lo que acabo de explicar aquí). Tal vez debería ir almacenando estos documentos. O pasarlos a un cuaderno para poder cargar con todas las ideas en un mismo lugar. ¡Considera esto!


49


A las siete de la mañana Harvey y yo salimos del 301 con intenciones de no volver jamás. La computadora, mi Carpeta de Ideas y el iPad terminaron en mi bulto, junto a dos mudas de ropa, un par de cajetillas de cigarrillos y el sombrero verde. Harvey abasteció su bulto con objetos similares, incluido el Zippo de oro y varios libros de bolsillo. Todo lo demás se quedó en la habitación, desde el televisor y la nevera hasta el PlayStation de George. Era otro nuevo comienzo, y ya se me era evidente que todo comienzo requería un punto cero, una transformación de raíz.

A las siete y media cruzamos el portón principal de la universidad.

Nos dirigimos a un concesionario de autos que quedaba a un par de cuadras, y Harvey se antojó de un Toyota rojo. El que lo atendió no quiso aceptar el ingreso de la aplicación de Harvey como uno seguro, pero después de un Arranque al gerente y cuatro mil dólares de pronto tuvimos las llaves del auto en nuestras manos.

A las nueve de la mañana estábamos buscando domicilio. Haciendo uso del periódico local y del internet de nuestros iPhones, conseguimos una buena lista de posibilidades. Visitamos tres casas y dos apartamentos por la zona, pero ninguno nos gustó. Nos fuimos hasta el otro pueblo y allí dimos con uno que Harvey no pudo rechazar.

A las once de la mañana teníamos apartamento. Yo pagué un adelanto de cuatro meses y Harvey decidió hacerse cargo de los gastos del amueblado.

El apartamento era en realidad un estudio; de hecho, era un piso completo, amplio y sin divisiones, exceptuando las del baño. Era un lugar enorme, tanto así que era posible acomodar dentro cerca de ocho cuartos de la residencia. Estábamos en un quinto piso y con más espacio del que supiéramos qué hacer con él.

Por la tarde llegó el camión de la mueblería y entre tres tipos subieron todo lo que Harvey había ordenado, incluyendo un sofá, dos camas tan bajas que casi tocaban el suelo, una nevera de tamaño normal y una alfombra negra que ocuparía el centro de la habitación. También trajeron una estantería de libros, dos escritorios modernos, dos sillas cómodas de oficina y una estufa eléctrica de tope.

A eso de las seis de la tarde, Harvey regresó del centro comercial con varias lámparas, bombillas rojas y violetas, y una estiba de alcohol y cigarrillos. Trajo también un televisor nuevo, un equipo de música BOSE para conectar con el iPhone y varios pósteres y cuadros que acabaron colgando por todos lados. Como Harvey había dicho cuando se puso ambas manos en la cintura y miró complacido alrededor: “es el mejor lugar para traer a una chica y follársela de por vida”.

Poco después yo estaba tirado sobre el sofá, tomando cervezas y fumando, mientras Harvey iba y venía acomodando la nueva alfombra.

—¿Tienes la dirección del apartamento? —pregunté.

—Está sobre tu escritorio.

Fui hasta el escritorio y alcancé el contrato anual del apartamento. Anoté la dirección en el iPhone y volví al sofá, donde escribí un correo electrónico para todos los integrantes del Equipo:


URGENTE: Reunión Equipo de Cambio.


TODOS los integrantes tendrán que reportarse a las 9 de la noche en el nuevo Cuartel General del Equipo.

Apartamento 7, edificio 162, Calle Amapola. Tome la principal, en dirección norte hasta la nº 3. Doble una izquierda y, pasando el próximo puesto de gasolina doble una derecha. Siga por un kilómetro; el edificio color ladrillo le quedará a mano derecha.

Su ausencia será interpretada como dimisión.


Pulsé “enviar” y al instante el celular de Harvey emitió el sonido que anunciaba que el correo había sido recibido con éxito.

—¿Qué es esto? —preguntó, abanicando el celular.

—Una reunión.

—No jodas, pero ¿para qué?

—Para introducir los nuevos cambios. Vamos a asignar nuevas tareas y sueldos.

—¿Y pensabas consultarlo conmigo?

—Lo estoy haciendo.

—¿Y qué es eso de que la ausencia será interpretada como dimisión?

—Es solo para motivarlos a venir.

Harvey negó con la cabeza y siguió con la tarea de la alfombra.

—¿Me prestas el auto? —pregunté.

—Te estás volviendo incordio.

—Tú lo eres desde que te conozco, e imprudente. Y un poco creído.

Harvey hizo una mueca y me señaló su escritorio. Yo tomé las llaves y salí del apartamento.

El nuevo Toyota era una delicia, con un acondicionador de aire silencioso y un equipo de música muy bueno, pero lo mejor era el olor a nuevo, que ya se mezclaba con el del cigarrillo.

Me tomó más de tres semáforos acostumbrarme al nuevo posicionamiento de los pedales. El del embrague hacía contacto con tan solo despegarlo centímetro y medio, y los cinco cambios en vez de los cuatro del auto de George me tomaron algo de tiempo dominar.

Una hora después regresaba con el pelo recortado, con tres mudas de ropa nueva, chanclas de vestir y un nuevo perfume. Era hora de verme cara a cara con todo el Equipo, incluida Sally. Y la imagen en estos casos era crucial.



A las ocho de la noche me fui a dar un baño. Por más limpios que estuvieran los baños de la residencia, el del apartamento era todo un placer. Limpio, propio y, lo mejor: no contenía búsquedas de tesoros…

Al salir, me puse la nueva muda de ropa y esperé sentado en el sofá mientras Harvey se bajaba la quinta cerveza de la noche.

Una bocina de auto me llegó de lejos. Me asomé por la ventana y vi dos autos aparcando frente a la acera del edificio. Uno de ellos era el de George, y de él se bajaron George, Fernand, Sally y Ángela. El otro lo trajo conduciendo Danny, que se bajó junto a Nancy, Julia y Salvador. Un minuto después sonó el timbre del apartamento.

Harvey los recibió a todos con su amplia sonrisa. Yo me mantuve al margen, casi escondido entre las sombras, esperando a que se pusieran cómodos y terminaran de observar cada rincón del nuevo apartamento.

—Están en su casa —dije al poco tiempo, saliendo a la luz, haciendo que Sally se sobresaltara un poco—. Por favor, tomen asiento.

Las dos camas, el sofá y las dos sillas de oficina quedaron rápidamente ocupadas por los nueve. Todos, incluido Harvey, esperaron atentos a que yo explicara el motivo de la reunión.

—La mesada de este mes tendrá que quedar suspendida —fue lo primero que dije.

Por todo el apartamento se esparció un murmullo incómodo. Harvey se limitó a observarme con el entrecejo fruncido.

—Parte de la mesada de este mes ha sido invertida en el Toyota de afuera y en este nuevo lugar, la otra parte será utilizada en cosas más apremiantes que iremos discutiendo luego, pero no se preocupen. He estado pensando en varias formas para no solo reponer ese dinero, sino para hacernos con más, y para ello implementaremos algunos cambios.

El murmullo siguió y las cejas de Harvey se mantuvieron fijas, en aquel gesto de quien intenta penetrar los pensamientos de otro.

—Danny y Nancy —continué—, a los dos los he tratado muy poco, pero gracias a un método de Harvey que he ido aprendiendo, me alegra poder decirles que los conozco suficiente.

Los dos adoptaron el semblante de Harvey.

—Danny, Nancy, Sally y Julia, ustedes están trabajando junto a Harvey en el Plan de Literatura y ahí no tengo nada que decir. Ese grupo seguirá perteneciendo exclusivamente a Harvey y él dictará todo lo referente a él. Ahora, con George, Fernand, Salvador y Ángela la cosa será un tanto distinta.

Los últimos cuatro aludidos intercambiaron miradas de perdidos.

—Pero yo trabajo en el Plan de Literatura —objetó Salvador.

—Cierto, pero solo en parte. Harvey ha sido muy bondadoso en esconderte sus pensamientos, pero yo te los comunicaré por él. Desde que entraste al Equipo has hecho más avances en las clases de ligar que en su plan de escribir ficción. Ya llevas cinco folladas desde que entraste. —Las chicas se miraron entre nerviosas y preguntonas—. Que si tenemos en cuenta que entraste tarde a las clases, se podría decir que eres el mejor al que le ha ido, pero no te ha pasado lo mismo con el Plan de Literatura. Diría incluso que Harvey está por cambiarte de grupo en cualquier momento.

Harvey negó lentamente con la cabeza y se sonrió, pero fue una sonrisa que no pude ubicar.

—Pero no importa. Como iba diciendo, tengo planes para ustedes cuatro. Planes que no tienen nada que ver con hacer asignaciones ni trabajos universitarios. Lo que nos lleva a otro asunto.

Me interrumpí para encender un cigarrillo utilizando el Zippo de oro que alcancé de la mesa de Harvey. Luego comencé a pasearme enfrente de los nueve con las manos en la espalda.

—Si están en el Equipo, las razones pueden ser solo dos. O bien creen en el plan principal de Harvey, que dice que muy pronto estaremos rodeados de dinero gracias a la literatura, o les satisface la paga mensual que reciben por hacer cualquier cosa que sea que hagan. Ahora, hoy vamos a dejar claro ese trato que lleva corriendo entre nosotros de forma implícita. Vamos a intercambiar valores por valores, de forma explícita y clara. Cada uno tendrá que decidir si piensa cobrar por tareas o por la promesa futura de más dinero. Y lo decidiremos hoy.

Todos, menos Harvey, volvieron a murmurar entre sí.

—Hace tiempo Harvey y yo tomamos la decisión de abandonar las clases, y esta madrugada decidimos abandonar la residencia también. Por ahora este será nuestro nuevo hogar. Por tanto, ya no quiero tener que ver nada ni con clases, asignaciones, ni trabajos universitarios, exceptuando los de Lucas, pues el premio de la rifa estará en vigencia hasta el final de semestre. Pienso utilizar mi tiempo en otras cosas.

Me fui hasta la nevera y, en dos viajes, les llevé cervezas a los que quisieron.

—Harvey y Fernand —continué— han trabajado arduamente para que podamos tener la paga mensual que hasta hoy todos recibíamos, también para pagar estas nuevas facilidades y el nuevo auto, pero hay un problema con ese sistema, y perdona que sea yo quien te lo diga, Harvey, pero tienes que dedicarte de lleno al Plan de Literatura. Yo voy a formar un equipo dentro del Equipo para poder mantenernos vivos y para pagarles a aquellos que opten por el pago presente y no el futuro. Por último —continué, dirigiéndome al resto del grupo—, antes de discutir el tipo de pago que recibirán a cambio de sus servicios, voy a proponerles algo. Si están metidos en esto, querrán entonces analizar la posibilidad de abandonar todos la universidad… al menos los que tengan cerebro para ser imprescindibles.

—¿Estás diciendo que habrá despidos? —preguntó Danny.

—No. Estoy diciendo que allá afuera hay millones de seres humanos, algunos inútiles, otros grandiosos. Ustedes serán necesarios mientras pertenezcan al segundo grupo, pero dejen de ser importantes para el Plan y sí habrá despidos. Esto no será gratis. Cada uno tendrá que ganarse su lugar. Y por sus propios méritos…

—Todo eso está muy lindo, David —dijo Harvey de pronto; se puso de pie y caminó hacia mí—, pero ya es suficiente. Y a menos que quieras que te avergüence en frente de todos, te aconsejo que me esperes afuera junto a mi auto. ¡Ahora mismo!


50


Pestañeé varias veces, intentando encontrar algún asomo de burla en el rostro de Harvey, pero no hallé ninguno. Los demás miraban la escena en total inmovilidad.

Con mucha lentitud aparté los ojos de los de Harvey y me fui directo hacia la puerta del apartamento. La abrí, bajé las escaleras, salí a la calle y esperé al lado del nuevo auto, fumando y moviendo los pies con nerviosismo como lo haría George en mi posición.

Al rato vi venir a Harvey. El foco de la calle más próximo le daba de pleno en el rostro, permitiéndome verle un semblante concentrado.

—Móntate —dijo sin mirarme, yéndose por el otro lado para meterse en su asiento.

Me senté en el asiento del pasajero y esperé a que Harvey encendiera el auto.

—Yo que tú me pongo el cinturón —dijo, y arrancó chillando gomas.

En pocos segundos íbamos a toda pastilla. Logré ponerme el cinturón y me agarré con fuerza del manubrio al borde de la puerta.

—¿Qué te pasa?

Pero la única respuesta fue más aceleración. Mis ojos se fueron al medidor de velocidad. Estábamos llegando a los ochenta kilómetros por horas en una zona llena de edificios y bocacalles.

Harvey se barrió en un cruce y varios segundos después alcanzábamos los cien kilómetros. Cuando tomó la principal, trepó la aguja a los ciento treinta. Mi corazón se había quedado en el estacionamiento, pero no por ello dejaba de latir con fuerza sobre mi pecho.

—¿Qué haces? —grité.

Pero Harvey siguió con el pie metido hasta el fondo. Ciento sesenta kilómetros.

—¡NOS VAMOS A MATAR! —grité cuando el semáforo de la carretera principal cambió a rojo.

Pero Harvey no se inmutó, ni siquiera redujo la velocidad, por el contrario, aceleró más aún. Esquivamos dos autos que se metían en el cruce y sus bocinas se opacaron enseguida.

—¡HARVEY!

Harvey dio un viraje a la izquierda. El auto se barrió y se metió por un camino pedregoso.

Recorrimos el sendero de piedra a ciento treinta kilómetros. Dos veces choqué contra el techo del auto.

Dejamos el trayecto atrás cuando Harvey dobló otra izquierda, haciendo que el auto amenazara con volcar.

—HARVEY, ¡PARA!

Pero no lo hizo. Estaba loco. Íbamos a matarnos.

En algún momento llegamos a una zona más concurrida. Y sin darme tiempo a prepararme, Harvey levantó la palanca del freno de emergencia. El auto se barrió y se giró. Nos desplazamos en la misma dirección que íbamos pero de espaldas. Y entonces todo acabó; el auto se detuvo tan rápido como habíamos llegado.

Abrí la puerta para vomitar, cuando me hice consciente de que el auto había quedado perfectamente aparcado entre otros dos autos frente a Bibby’s, el pub con vista a la playa.

Harvey se bajó del auto y encendió un cigarrillo. Cuando por fin me atreví a mirarlo, lo descubrí relajado, tan él.

—¿Sabes guiar autos manuales? —preguntó tranquilamente.

Me limpié la boca con la manga de mi camisa, pero no contesté.

—Seguramente aprendiste muy bien con mis clases. Mira, si incluso hoy pudiste hacerte de ropa nueva conduciendo un auto manual que nunca antes habías usado.

«¿Qué demonios?»

—Pero cometes un error grave —continuó—, si confundes saber algo con dominarlo. ¡Claro que sabes conducir manuales!, pero no los dominas. A que no podrías hacer lo que acabo de hacer y salir vivo para contarlo. ¡A que no!

—¿Qué diablos te pasa? —le pregunté, retirándome la mano del estómago y enderezándome.

—Es curioso. Hace un par de minutos atrás parecías conocer todos y cada uno de mis pensamientos. ¿Acaso no dedujiste que estaba por echar a Salvador del Equipo? ¿Por qué no intentas deducir qué diablos me pasa en vez de preguntarme?

Miré a todos lados. El lugar estaba bastante vacío para la hora que era. Algunos pocos curiosos habían salido del establecimiento para mirar hacia afuera y descubrir quién había causado aquel chirrido de gomas.

—Una cosa es que hayas aprendido algo, otra muy distinta que la domines, y otra más distinta aún creerte que ya acabaste por comprenderme, que sabes cuanto sé, que somos dos iguales. Pero no te equivoques, David. Te faltan años de joderte la espalda para alcanzarme.

—¿Pero de qué hablas?

—Tú lo sabes, pero déjame verbalizarlo por ti; ambos sabemos que se comprende más cuando se tiene que explicar. Todo el conocimiento que has venido almacenando gracias a mí vino en tu ayuda cuando hablaste con Sally esta madrugada. La leíste como nunca pensaste. Y entonces creíste que me habías pasado, a fin de cuentas siempre te he dicho que a mí se me hace difícil leerla. Creíste comprenderla y se te subió lo de Sherlock Holmes a la cabeza, pero no se te pasó por la mente preguntarte qué veía yo en ella que me dificultaba comprenderla. Te limitaste a concluir un qué, pero no te preocupaste por el cómo ni el porqué.

Harvey tiró su cigarrillo y encendió otro. Luego me hizo una seña para que lo acompañara. Cuando comencé a caminar, dijo:

—¿Cuánto va que vimos la saga de La guerra de las galaxias?

—Hace como tres semanas —dije en un susurro.

—¿Te acuerdas qué le pasó a Anakin?

—¿Qué de todo?

—Que se levantó un día creyendo que cagaba oro. Se levantó muy macho, se enfrentó contra Obi-Wan y casi pierde un poco más que las piernas y la piel. Por suerte, Obi-Wan lo quería. ¿Te imaginas que Obi-Wan no se hubiese apiadado de él en el último momento? Hay que hacer algo contigo, David. De lo contrario podrías creerte merecedor del título de maestro Jedi. Tú no eres más que un Padawan. Un triste Padawan. Y la Fuerza no es tan poderosa en ti.

Harvey acabó su discurso cuando llegábamos a la barra. Esa noche atendía una chica bajita y muy linda que nunca antes había visto.

Harvey me echó una mirada concentrada, como si intentara comunicarme algo. Luego, con algo de brusquedad, agarró a la muchacha por el brazo.

—¿Nos conocemos? —le preguntó.

Esta lo miró entre sorprendida y asustada, se zafó del agarre de Harvey y se marchó.

—¿Qué te pasa? —le pregunté, tan azorado como la chica.

—Intento darte una lección, pero primero debía despejar cualquier pensamiento en tu mente que te hiciera creer que la conozco.

—¿Para qué?

—Para mostrarte algo.

Harvey se sentó en una silla frente a la barra y yo lo imité.

Al poco rato la chica entró de vuelta y nos miró expectante.

—¿Van a tomarse algo? —preguntó nerviosa.

—Dos cervezas cualesquiera —contestó Harvey.

La chica alcanzó dos cervezas de la nevera y las dejó a una distancia prudente, una donde Harvey no la pudiera alcanzar otra vez.

—Necesito un favor —le dijo a la chica. Esta se limitó a arquear las cejas—. Y para facilitarte el asunto, te voy a regalar esto.

Harvey extrajo un fajo de billetes de cien y contó exactamente diez. Diez billetes de cien que puso sobre la mesa.

—Necesito que seas sincera conmigo. Si no quieres contestar una pregunta pues no lo hagas, pero no me mientas. Uno, porque lo que me pretendo depende precisamente de ello y, dos, porque lo sabría.

La chica miró los mil dólares y luego a Harvey.

—No lo pienses mucho —le apremió—. Mi primera pregunta es si ya fuiste a avisarle al encargado del lugar que dos tipos con pinta de locos llegaron al negocio.

La chica abrió los ojos de par en par.

—Tomaré eso como un sí. Ahora, David —añadió hacia mí—, dime qué puedes leer de esta chica. Comencemos con lo más fácil: dime su edad, peso y estatura, luego pasaremos a lo interesante.

—¿Lo dices en serio?

—No voy a pagar mil dólares por una broma.

—Pues no sé —dije a regañadientes—. Debe medir un metro sesenta y ocho, y pesar como… como sesenta kilos. Debe rondar los veinticinco años. Parece asustada, de seguro por como la agarraste. Y no sé. Eso es lo que veo de momento…

—Houdini le enseñaba sus trucos a un grupo selecto de personas que eran quienes lo ayudaban a crear las ilusiones para el público. Pero no pienses que su equipo, ahora que sabía lo que él, lo veían como a un tipo común y ordinario. Houdini reservaba sus mejores trucos precisamente para sus empleados. Así se aseguraba de mantener el misterio entre su propio círculo de conocidos y ayudantes.

Harvey encendió un nuevo cigarrillo.

—Nuestra amiga se llama Brenda —continuó—. Y esa información está a tu alcance, pero tú no la ves. A ti se te olvida el entorno, el contexto. Nuestra amiga tiene veinticuatro años. Y si quieres sorprenderte de mis habilidades, añadiría que nació entre agosto y septiembre. Mide exactamente un metro con sesenta y seis, aunque sus tacos le aumentan un par de centímetros. No estudia en la actualidad, acaba de independizarse y necesita dinero para cosas más básicas. Y en ese caso, los mil dólares podrían serle de ayuda. ¿Me equivoco hasta ahora? —acabó dirigiéndose a la chica, que negó con la boca abierta.

—Por favor, si le pagaste mil dólares no puedes confiar en que sea sincera —comenté.

Harvey me miró de soslayo, luego abrió su cerveza y bebió.

—Tu padre murió hace tiempo —prosiguió, dirigiéndose a la chica—. Tu madre es muy estricta, y hace cosa de un año debieron pelearse, lo que te llevó a que te largaras de allí. Tienes un hermano menor, entre sus dieciocho y veinte años. Y te mueres de ganas por salir de esta vida de barras, pero no sabes hacer otra cosa. De hecho, esto ni lo sabes hacer bien, pero el físico te ayuda. Así que si el actual administrador de este lugar es un viejo gordo y feo, te habrás limitado a reírle las gracias, pero si es alguien joven y apuesto, entonces ya has estado en su cama, ganándote la posición. ¿Me equivoco?

La chica volvió a negar, aunque ahora estaba tan pálida que parecía enferma.

—¿Cómo… cómo sabes eso? —alcanzó a preguntarle.

—El tonto de mi compañero también se muere por saberlo. Hasta hace un rato se creía el tipo más grandioso del mundo y ahora está más pálido que tú. ¿Quién lo diría, verdad? A ver, Sherlock Barato —dijo, observándome—. ¿Algo más que puedas concluir de Brenda?

Negué, y apreté los labios.

Harvey se llevó una mano a la barbilla.

—¿En verdad no puedes concluir que Brenda se muere por revolcarse conmigo? —dijo con sorna.

—¡Sabes qué, Harvey! —le espeté de pronto, controlando un impulso súbito de golpearlo—. Todo esto es más que pura apariencia. Ni siquiera tienes forma de probar nada de lo que dices. Si le diste mil dólares, ella no va a ser imparci…

Harvey se puso de pie y miró alrededor, yo me eché hacia atrás por puro reflejo. Entonces se reclinó sobre la barra, agarró a la chica por la camisa y la trajo hacia él con un movimiento rápido y brusco. Luego, y sin que yo me lo pudiese creer, le introdujo una mano por entre su pantalón. La chica emitió un débil gemido y Harvey retiró la mano.

—Aquí tienes tu prueba —me espetó, y me pasó bruscamente su mano por la cara, dejándome a su paso una fina capa de un líquido aceitoso.


51


Mi coraje inicial dio paso a un espasmo de asombro.

Brenda parecía tan sorprendida como yo, aunque de seguro por otros motivos. Ella permaneció inmóvil mientras yo alcanzaba una servilleta para limpiarme la cara.

Harvey no mudó ni el ánimo ni su expresión, sino que se dispuso a bajarse el resto de su cerveza.

Cuando acabó, le extendió una mano a la chica.

—Dame el dinero.

La chica se movió con lentitud cuando le entregó el fajo de billetes. Harvey los tomó y los contó.

—Estos —dijo, sacando ocho billetes—, me los voy a quedar, tus servicios no fueron tan valiosos como esperaba. Estos son tuyos —añadió, entregándole los doscientos dólares restantes—, pero espero que por lo que queda de noche no tengamos que pagar una sola cerveza. De hecho, tan pronto puedas, tráeme otras dos.

Brenda rebuscó en las neveras. Yo abrí la primera cerveza antes de agarrar la segunda. Harvey abrió la nueva botella y se bebió más de la mitad.

—Gracias, Brenda. Antes de irme me das tu número —dijo, y se levantó del asiento.

Harvey se encaminó al fondo del establecimiento, a un área menos iluminada. Yo lo seguí a una distancia prudente. Cuando llegamos y advertimos que la última mesa estaba ocupada por dos chicas, Harvey se desvió y ocupó la mesa de al lado.

—Siéntate —me ordenó.

Lo hice sin vacilar.

—De aquí a que me alcances va a tomarte tiempo, mucho tiempo. Prometí no esconderte nada y te he ido transmitiendo todo cuanto conozco, pero no creas que escuchar es comprender. Y para probártelo voy a mostrarte algo. Comencemos con que me cuentes todo lo que puedas sobre un Arranque.

Sintiéndome como cuando mi padre me regañaba por alguna tontería, comencé:

—Un Arranque es una acción desproporcionada…

Harvey levantó una mano y retiró botella de sus labios.

—Reacción, no acción. Un Arranque no se hace en un vacío, sino que se implementa en respuesta a la acción de otro.

—Bien, un Arranque es una reacción desproporcionada. Uno a quince es un buen ejemplo. Y funciona porque toma por sorpresa al otro, haciéndolo actuar a un nivel instintivo, y por tanto predecible, lo que…

—A un nivel inconsciente, automático, no instintivo; el ser humano no tiene instintos. Ahora bien, ¿cómo se le llama al efecto que un Arranque produce?

—No me lo has dicho.

—Está en la Carpeta de Ideas.

—¡Ah, es verdad! Deja a ver… ¿Suspensión de Razón?

—Exacto. Las emociones del otro toman control a la vez que su facultad para razonar se suspende, se queda en blanco. Ahora. Tu explicación me demuestra que comprendes la naturaleza de un Arranque, que lo entiendes, que puedes utilizarlo. De hecho, utilizaste uno casi una hora después de aprenderlo, y con grandes resultados. El problema es que esto podría hacerte creer que ya sabes todo lo que hay que saber sobre ellos, pero aún te falta mucho para dominarlos. Voy a darte un ejemplo.

Me acomodé en la silla y apuré la segunda cerveza.

—En la mesa detrás de mí hay dos chicas. Las dos rondan los siete. No son las más atractivas, pero por lo que ya he concluido de ambas mi experimento tiene grandes probabilidades de funcionar. Así que quiero que pienses en una situación en la que puedas usar un Arranque para acostarte con una de ellas.

—¿Un Arranque para follar?

—Si tanto sabes podrás hacerlo sin problemas.

Me tomó solo un segundo comprobar que mi mente estaba totalmente vacía. No había forma de hacer tal cosa. Aunque según Harvey ahí radicaba el asunto. Si él era capaz de hacerlo, yo debía encontrar la forma de hacerlo también. A menos que todo se tratara de una broma, de un engaño para hacerme quedar en ridículo y así humillarme más de lo que ya lo había hecho. ¿Pero cómo vencerle?

—No tengo idea.

—Lo sé, y qué bueno que seas sincero. Estoy convencido de que eres clave en el plan que me propongo. Te necesito, por decirlo de alguna forma, pero se te han subido los humos a la cabeza y hay que bajártelos. Solo espero que después de hoy te comportes con más humildad frente a mí. Cuando me pases, si es que algún día lo logras, entonces yo seré el humilde, pero no mientras tanto.

Harvey hizo una seña hacia la barra.

Un minuto después Brenda dejó sobre la mesa dos cervezas y una servilleta con un número telefónico escrito en él. Le sonrió a Harvey con cierto nerviosismo y volvió a la barra.

—¿Ya has pensando en un Arranque para aquellas dos?

—No tengo idea.

—¿Eso es todo? ¿Y quién crees que me enseñó a mí? ¿Quién fue mi Harvey? ¿De qué Carpeta de Ideas saqué todo lo que sé?

—Nunca me lo has contado.

—Claro que sí. Te dije que era un tonto cuando llegué a la universidad, que después del episodio con mi padre tomé la decisión de hacer lo que fuera necesario para cambiar. Yo mismo lo hice. Johnny fue de gran ayuda, no voy a negarlo, pero tuve que pensar por mí mismo para ganarme todo lo que soy. Y si has leído bien mi cuaderno sabrás que incluso tuve que “encuevarme” para lograrlo. Por suerte tú no has necesitado hacerlo porque no eres racionalista como lo era yo y también porque me tienes. Aun así, tendrás que usar tu propia cabeza si quieres aprender. Así que vamos, piensa a ver en un Arranque para follar.

Lo intenté. Lo intenté de veras. Comencé por recrear la escena del gordo del tercer piso y la del profesor Skinner. En las dos ocasiones ellos habían dado el primer golpe, entonces Harvey y yo habíamos respondido con desproporción.

—Creo… que tenemos que buscar la forma… de que ellas hagan el primer movimiento.

—Muy bien, pero de momento la cosa suena paradójica, al huevo y la gallina. Si tenemos que llevarlas a que ellas hagan un primer movimiento seríamos nosotros quienes lo hayamos hecho.

—Sí… lo entiendo.

—¿Entonces?

—No sé.

—Piensa en el ajedrez —dijo, antes de abrir la nueva cerveza y prender un cigarrillo.

Yo encendí uno de los míos y pensé en algunas jugadas que me ayudaran con el dichoso Arranque.

—¿Qué tal crear una situación… donde el otro crea que tiene una ventaja?

—Sigue.

—Pues que el otro hace una movida porque cree que has cometido un error y que se puede aprovechar de él, pero no es así. Él no sabe que lo tentaste precisamente a hacerla, como el mate con el sacrificio de dama.

—Supuesto sacrificio, porque terminas ganando la partida, pero bien. En general, estás cerca.

—¿Sí?

—Sí. Pero luego de tanta cosa podrías comenzar a pensar que la situación es más compleja de lo que es. Todo lo que has dicho se puede hacer en un solo segundo, con muy pocos actos de tu parte. Los principios envueltos son los mismos, pero la aplicación es más simple que un sacrificio de damas o un Arranque de discusión, y más cuando sabes leer de antemano a la chica sobre la cual vas a actuar.

—Pero un momento —dije—. Según tus teorías se necesitan de tres a cuatro horas, seguidas o interrumpidas, para llegar a acostarse con una irracional.

—Según el método tradicional.

—¿Se puede hacer antes?

—Aquí tienes un indicio —dijo, tomando la servilleta con el número telefónico y moviéndola en el aire—. Con el método tradicional, efectivamente, te tomará alrededor de tres horas. Claro, eso tomando en cuenta que sabes lo que haces, que escoges un blanco adecuado, que usas las estrategias y todo lo demás, pero existen formas de saltarse toda esa mierda.

—¿Y por qué no nos las has enseñado? Nunca has escrito de eso en la Carpeta de Ideas.

—Te he hablado de ello y también está en la Carpeta.

—Yo no recuerdo haberlo visto.

—Si sabes del sacrificio de damas, de los Arranques, de leer a otros y de elementos simples de seducción, solo falta que los conectes entre sí utilizando los otros métodos de la Carpeta de Ideas. Y ya has leído y hemos hablado sobre todo esto. Recuerda que hace tiempo te dije que los principios de principios son los que te dan verdaderos resultados. Mientras más elevados y abstractos, más información contienen. Si me pusiera a escribir o a contarte todas las combinaciones posibles me tomaría miles de vidas y millones de cuadernos.

—Pero entonces sí hay más cosas.

—Aplicaciones. Con los principios de la Carpeta tienes millones de combinaciones. Con solo saber cómo interpretar a los demás podrías hacerte con una carrera de mago, o de consultor, o de brujo que lee las cartas, de psicólogo o de otras cosas. Con saber hacer Arranques podrías ganar debates y discusiones con poco esfuerzo, hacer que los demás te vean como alguien más seguro, conseguirte un trabajo que deje mucho… Y si combinas dos o más conocimientos las posibilidades se multiplican. ¡Ahora imagina las posibilidades si sabes cientos de principios! Nuevamente, no confundas saber algo con comprenderlo. Las aplicaciones son infinitas.

Apagué el cigarrillo y me quedé mirando hacia la playa. Ahora más que nunca comenzaba a apreciar el verdadero valor de la Carpeta de Ideas: posibilidades infinitas a partir de ideas finitas, todas al alcance de cualquiera que estuviese dispuesto a ser creativo, a combinarlas…

Harvey puso su botella vacía sobre la mesa.

—Obi-Wan se lo advirtió a Anakin, ¿recuerdas? —dijo.

—¿Qué cosa?

—Le advirtió que no saltara, que él estaba en la posición de ventaja, que estaba más alto que él, en el terreno sólido.

—Sí.

—Pero Anakin saltó, y perdió las piernas.

—Sí.

—Hoy saltaste y vas a perder las tuyas.

Tragué saliva como toda respuesta.

Harvey se puso de pie y me penetró con los ojos.

—Como dijo el Servicio de Impuestos Internos: “me las vas a pagar”. —Y dándose la vuelta, añadió—: ¡Vente!

Me puse de pie y nos acercamos a la mesa donde estaban las dos chicas número siete. Las dos eran trigueñas, altas, incluso se parecían. ¿Hermanas tal vez? Ni idea. De seguro Harvey sabía ese detalle y otros tantos.

Harvey se acomodó la camisa cuando llegábamos. Carraspeó la garganta y las dos chicas nos observaron. De inmediato, Harvey se agachó al lado de la primera, le cogió una mano y dijo en un tono claro y sencillo:

—Vente. Vamos a follar.

La chica palideció. De hecho, todos, excepto Harvey, palidecimos. La chica hizo ademán de hablar, pero antes de que pudiera hacerlo, Harvey se puso de pie y la trajo hacia sí. Después se giró, y sin soltar a la chica, comenzó a caminar.

La chica se dejó ir como hipnotizada. Ni siquiera le echó un último vistazo a su compañera, compañera que parecía no poder cerrar la boca y miraba a lo lejos tan lívida como yo.

Segundos después Harvey se marchaba en su auto con una chica en el asiento del pasajero, aquel que yo debía ocupar; de manera que yo tendría que llegar al apartamento utilizando… Y entonces supe que, aunque figuradamente, Harvey había tenido razón: hoy perdería mis piernas. El Arranque también había sido para mí.

¡Suspensión de Razón para David!


52


⁓¿Me llevarías a mi apartamento? —le pregunté.

La chica se levantó y se largó más rápido que ligero. Se montó en un auto negro aparcado afuera y se marchó. A Brenda no la veía detrás de la barra. En su lugar, una chica alta atendía a los actuales clientes.

Diez minutos después maldecía a Harvey, a su Carpeta de Ideas y a todo lo que tuviera que ver con él. Me sentía estúpido. El recorte, la perilla, los dos tatuajes, la ropa, el nuevo cuerpo y todos los cambios se me antojaban insignificantes. Harvey tenía razón, los humos se me habían subido a la cabeza. Había llegado a pensar que ya le tomaba el tranquillo a todos sus secretos, pero la evidencia era otra, y venía en forma de sudor.

No había podido pedir un taxi porque no tenía ni un solo centavo conmigo; había dejado la billetera sobre mi nuevo escritorio. Y hacer autoestop resultó imposible a aquellas horas y en semejantes carreteras oscuras.

Mientras caminaba y sudaba comprendí que la situación se reducía a solo dos opciones: o me ponía a sentir lástima por mí mismo, como lo había estado haciendo desde hacía mucho, o buscaba la forma de dejar atrás aquella impresión. No podía permitirme desmoronarme. Tenía que aprender más, aprender de veras. Debía pasarle a Harvey… ¡pero él estaba mucho más lejos! (y no solo porque fuera en su Toyota).

Entonces me encontré pensando en Sally. Yo había estado convencido de mi lectura, o al menos mi inconsciente lo estuvo, pero Harvey seguía insistiendo que él no podía comprenderla del todo. Y la razón que me daba era que Sally era racional, pero eso no era lo que yo había concluido… ¿Cabía la posibilidad de que Harvey se equivocara? Tal vez yo había acertado en cuanto a Sally, pero cómo saberlo.

¿Y el niño? Ni ella ni yo estábamos para eso. ¿Estaría ella de acuerdo con el aborto? ¿Lo estaba yo? ¿Y qué tal Harvey? Ahora tenía la curiosidad de saber qué pensaba él sobre el tema, pero eso tendría que esperar hasta luego, hasta que perdiera las piernas.



Llegué al apartamento 7 a eso de las dos de la madrugada. Me dolían los pies, sin duda, pero me dolía mucho más el ego. Cuando abrí la puerta me encontré con una escena predecible: Harvey tirado en su cama con la chica a la que le había hecho el Arranque para follar. Las lámparas de bombillas rojas y violetas estaban encendidas, dándole al apartamento la apariencia de un prostíbulo de mala muerte. Los dos parecían dormidos, y era una suerte, porque no estaba para volver a marcharme, ni para hablar, ni para nada.

¿Qué habría pasado con los integrantes del Equipo? ¿Qué les habría dicho Harvey? ¿Y dónde estaría Sally en aquel momento? Me senté frente a mi escritorio, me eché la billetera al bolsillo (como una penitencia por haberla olvidado) y encendí un cigarrillo. Abrí la computadora, pero no supe qué hacer. En un momento como ese tocaría guitarra. Qué pena que había lanzado el ukelele por la ventana de la residencia.

Cogí el celular y abrí la aplicación de Damas. Busqué al usuario spirit&soul-219 y me propuse destrozarlo de una vez y por todas. Cuando perdía la cuarta partida de la ronda, cerré la aplicación y marqué el número de César, mi hermano.

Me contestó la grabadora, cosa que no me sorprendió; allá donde se encontraba era difícil recibir llamadas. Dejé un mensaje saludándolo, deseándole suerte y pidiéndole que se cuidara.

Colgué la llamada y marqué el número de casa.

—¿Aló? —La voz de mi madre sonó apagada. Era de suponer que la había despertado, y más tomando en cuenta lo tarde que era.

—Mamá, soy yo.

—¿Cómo estás, cielo?

—Estoy bien, mamá. Solo llamaba para saber cómo estaban.

—Nosotros estamos bien, querido. ¿Y tú? ¿Necesitas algo?

—No, ma’, estoy bien. No se preocupen… No era nada. Hablamos después.

—¿Estás seguro?

—Sí, ma’.

—Pues cuídate mucho…

—Lo haré, mamá. Hablamos luego.

—De acuerdo, cariño.

¿Y ahora?

El vacío volvía, más amplio que nunca. La inseguridad, el no saber qué hacer… El estúpido amenazaba con salir, pero no podía dejarlo. ¿O sí? Tal vez había que despertarlo, dejar que saliera y luego destrozarlo en definitiva. Como a una presa, había que dejarla que asomara la cabeza y luego ¡PUM!, descuartizarla. Y si había una forma de hacer salir al estúpido era con una carnada.

Tomé el teléfono, abrí el navegador de internet y busqué en eBay algunos paneles divisorios. Conseguí unos a buen precio, junto a varios aislantes de sonido. Verifiqué la cuenta de banco: solo 300 dólares. Eso era todo mi capital, pero valía la pena la inversión. Pagué los doscientos algo más el envío y franqueo. Ahora solo había que esperar hasta pasados unos días al camión de entrega… Era hora de fortalecer los cambios. De hacerlos permanentes, como un tatuaje.

Me recosté del espaldar de la silla y dormí.



—Toma —dijeron.

Abrí los ojos. Harvey estaba junto mí, de pie aunque reclinado, con un codo sobre el escritorio y con la otra mano extendida hacía mí.

—¿Qué hora es?

—Las ocho de la mañana.

Me desperecé y observé lo que me extendía. Era una réplica idéntica del sable de luz que Anakin utilizaba en el episodio tres de La guerra de las galaxias.

—¿De dónde sacaste esto? —pregunté, estrujándome los ojos.

—No sé si recuerdas que en el centro comercial tienen una tienda de cómics y de otros productos para vírgenes. Anoche, cuando venía con Rachel, me sorprendió descubrir que la tienda todavía estaba abierta. Pensé que te lo debía regalar. Claro, a menos que quieras que lo retenga y se lo entregue al próximo Skywalker como en el episodio cuatro —añadió sonriendo.

Tomé la reliquia. Era pesada y detallada. ¡En realidad parecía un sable de luz!

—Harvey.

—Dime. —Y se incorporó.

—¿Tú crees que debería haber otro Skywalker?

—Lo que yo crea es irrelevante.

—¿Pero piensas que sea correcto? Digo, no creo que ni Sally ni yo estemos preparados para un niño… Y más cuando ni siquiera nos hablamos.

—Eso queda en ustedes.

—Sí, pero…, ¿crees que un aborto está mal?

—No lo creo, pero, nuevamente, lo que yo pienso no tiene importancia. Esa es su decisión; es su cuerpo.

—Supongo que… Gracias por el sable.

Harvey asintió y se dio la vuelta para irse.

—Otra cosa —le dije.

—Dime. —Y se volvió con pereza.

—Ayer, este… mira, lo entendí. Me pasé. Lo siento. Perdóname.

—Borrón y cuenta nueva. Y ahora que me acuerdo, toma.

Se metió una mano en el bolsillo de atrás de su pantalón corto y me extendió un fajo de billetes. Cuatrocientos dólares en total.

—¿Y esto?

—Tu pago semanal.

—No puedo aceptarlo.

—¿Ah, no? ¿Y por qué?

—Acabo de decirle al Equipo que no voy a hacer más trabajos.

—Es lo que dijiste, pero necesito que sigas haciéndolos.

—No quiero hacerlo, Harvey.

—¿Y qué quieres?

—Generar ingresos propios. Ángela y George pueden seguir sin mí.

—Te necesito. ¿Cuándo vas a comprenderlo?

—Cuando te esfuerces más —dije, levantándome de la silla—. Se supone que fueras sincero conmigo, pero todavía no entiendo qué tengo yo que tú puedas utilizar.

—Tu cerebro, David.

—Por favor, Harvey —dije, poniéndome a caminar—. Hay millones de personas más inteligentes que yo; ayer demostraste que sigo siendo un imbécil… Pero el punto es que ni siquiera necesitas a alguien inteligente. Hacer trabajos universitarios no requiere de mucho cerebro ni vale cuatrocientos dólares semanales.

—Quedamos en un acuerdo. Yo te iba a enseñar todo lo que sé y tú ibas a quedarte a mi lado, ayudándome con el plan.

—Sí, lo sé. Y es claro ver cómo el acuerdo me beneficia. Sin embargo, yo no tengo ni la más mínima idea de lo que tú sacas de mí. Ayer me probaste que me falta mucho para alcanzarte. Y hoy repites que me necesitas y me regalas cuatrocientos dólares. Venga, te fuiste a vivir conmigo. En la residencia era otra cosa, no había más remedio, nos tocó juntos. ¿Me sigues? No lo merezco y no lo comprendo.

—Eres mejor compañero de cuarto que Johnny, que se la pasaba haciéndole quemaduras al escritorio con sus experimentos químicos apestosos y explosivos. Hace un tiempo atrás te dije que eras de costumbres predecibles y, a decir verdad, lo sigues siendo —acabó con una sonrisa.

—Harvey, por favor. ¿Qué sacas de todo esto? ¿Qué puedo brindarte yo?

—Ya te lo he dicho: tu cerebro. Eres brillante, David. Tu mente funciona como debe.

—No vengas con eso. Soy un estúpido. Hace un par de semanas atrás leí tu cuaderno y me creí brillante, a la altura de tus expectativas, pero no. Me falta mucho.

—Aun así… Mira, yo sé que cuando llegaste a la residencia te considerabas un tonto. Pero yo no. Yo te vi como lo que realmente eras: un chico brillante y que valía la pena tener al lado. ¿Tímido?, demasiado, pero brillante.

—Estás evitando responderme. ¿Qué beneficio me sacas? ¿Por qué yo? —Entonces una idea siniestra me cruzó por la mente, pero no podía ser, no podía serlo, era simplemente imposible—. Eres… eres homosexual y te gusto.

Harvey se rió; se rió tan fuerte que la carcajada se me pegó, y fue un desahogo.

—Esa es buena —dijo, recuperándose de la risa—. Si de verdad eso es lo que concluyes, no has aprendido nada sobre leer a los demás. Pero no, David. No creo que haya algo más precioso que una morena alta, de pechos firmes y atrevida.

—¿Entonces? —pregunté con frustración.

—Escucha —dijo, y encendió un cigarrillo—. Te vuelvo a repetir que no hay virtud en las cosas que hago. Sin embargo, no sé hacerlo de otra forma. Estoy jodido, David. Tú me creerás grandioso, pero no lo soy, te lo aseguro. Y no es modestia. En realidad no soy lo que tú ves. Sé y hago cosas complejas e interesantes, pero indignas. Y tú, bueno, tú eres distinto a mí. Tú eres más pragmático y eso me balancea. Tu alma está limpia, intacta. Y sé que quieres ensuciarla con mis principios, pero yo quiero limpiar la mía, y estar junto a ti me ayuda. Sé que me admiras, David, pero yo también te admiro… A mí también me gustaría parecerme a ti.

—¿Pero qué dices?

—Por ahora limítate a ayudarme con el plan. Sigue ayudando a los otros en las clases. A mí eso me basta y me sobra para entregarte cuatrocientos dólares, un diez por ciento de mis riquezas y todo lo demás que venga. Es un negocio redondo.

—Pero no entiendo cómo.

—Lo entenderás tarde o temprano.

—¿Pero por qué no me lo explicas?

—¡Ya lo he hecho!

—¿Cuándo?

—Ahí lo tienes, David. Ni siquiera puedes identificarlo. Dale tiempo, no pienses en eso.

Encendí un cigarrillo y me senté en el sofá. Harvey aprovechó para ir a la nevera.

—¿Sabes qué decidí ayer? —dije a los pocos segundos.

—¿Qué cosa?

—Voy a hacer una Cueva.

—¿Y para qué diablos piensas hacer una? —preguntó, entregándome una cerveza.

—Para asegurarme de matar al estúpido que todavía vive dentro de mí en alguna parte.

—Pero tú no la necesitas, no eres racionalista.

—Ya mandé comprar unos cuantos paneles divisorios.

—¿Sabes? Retiro lo dicho.

—¿Qué cosa?

—Eso de que sigues siendo de costumbres predecibles.


53


El 30 de noviembre Harvey planificó una fiesta para inaugurar el nuevo Cuartel General. El apartamento 7 quedó abarrotado por los integrantes del Equipo de Cambio y sus invitados, viejas amistades de Harvey y dos decenas más de personas, de las cuales reconocí a Johnny, por su boina roja y pelo largo, a un par de vecinas nuestras y al gordo encargado del tercer piso de la residencia. La fiesta acabó de madrugada, dando paso a una orgía descomunal, protagonizada por los que se negaron a dar la fiesta por terminada. Mientras no llegaran los paneles no había Cueva, ni había que alejarse de las distracciones.

Vi a Sally en dos ocasiones antes de “encuevarme”; en las dos había venido por reuniones del Equipo. Otra vez volvía con intensidad a mi mente, y todo por la Suspensión de Razón que me diera Harvey; desde entonces acariciaba la desagradable posibilidad de que él tuviera razón respecto a Sally y que yo hubiese interpretado mal las señales. Y para añadirle peso, el asunto del niño me comenzaba a preocupar. Por el momento no había indicios de una barriga, ni de su decisión, pero, por si acaso, le pedí a Harvey que nos abstuviéramos de fumar si ella estaba en el apartamento.


∗ ∗ ∗


El camión llegó el domingo 2 de diciembre. Con la ayuda de Harvey monté los paneles divisorios y los aislantes de sonido. El apartamento 7 ahora contenía un pequeño apartamento autónomo en su interior. La Cueva estaba en pie.

En la Cueva entró la cama, el escritorio, la silla, mi iPad, un bloque de papeles, un bolígrafo, mi iPhone y un banco de ejercicios que compré esa misma tarde utilizando parte de los cuatrocientos dólares. Vendí la computadora, que ya no usaba tanto, y con parte del dinero les pagué a George y a Ángela para que se hicieran cargo de los trabajos finales de Lucas, logrando con ello un poco más de tiempo para mí.

Una vez la puerta se cerró, el mundo se borró. Solo quedé yo, mi estupidez, los cambios que quería lograr y las cosas que quería aprender.

Pasé los primeros días haciendo ejercicio y pensando, pensando mucho. Hice una lista de todo lo que quería hacer, de todo lo que quería cambiar y de varias estrategias para lograrlo. Casi no salía, excepto para ir al baño, o a la nevera cuando me daba hambre. También llegué a reducir la ingestión de alcohol y de nicotina.

Algunas de las tardes de Cueva las pasaba haciendo trabajos universitarios, pues quedé con Harvey en que seguiría con la tarea, pero que la haría sin la intervención de Ángela o George. Un elemento importante de la Cueva era precisamente estar aislado.

Al décimo día de mi encierro se me hizo evidente que si quería dominar las estrategias de Harvey tendría que salir al campo a ponerlas en práctica. Tenía que aprender a hacer Arranques para follar y a reconocer sonidos con solo escucharlos. También me había propuesto ganarle a Harvey en ajedrez; ya estaba bueno de las Damas a Muerte.

Así que después de pensar y planificarlo todo, abrí en definitiva las puertas de la Cueva. En sí la Cueva no había terminado, pero sí la física. Era hora de la acción.


∗ ∗ ∗


Diciembre se me antojó veloz. Todas las noches salía del apartamento, ya fuera a bares, tiendas, parques, cines o a cualquier otro lugar donde pudiera practicar. Por las mañanas, me metía a la Cueva a jugar ajedrez y a seguir un plan de trabajo que Harvey me propuso para desarrollar el oído.

Bajé una aplicación de ajedrez para iPhone y comprobé que mi Elo aumentaba con los días. Con las estrategias de la Carpeta de Ideas junto con mis experiencias fui destrozando al iPhone a cada nivel. El 17 de diciembre Harvey accedió a jugar conmigo. Me ganó, pero la partida duró casi tres horas. El 19 logré tablas después de dos horas, pero esa misma noche perdí en tan solo veinte jugadas. Sin embargo, ni Harvey ni yo podíamos negarlo: estaba mejorando, mejorando en todo y mejorando mucho.

En Bibby’s muy pronto me hice con una reputación de adivino. Había estado practicando el método de Harvey para deducir el mes de nacimiento de una persona irracional, y hasta ahora esa era la habilidad que más solía impresionar a todos.

El 20 de diciembre fui al restaurante que habíamos visitado con el padre de George, y disfruté gratis de la comida gracias a las nuevas habilidades. Había ido con la intención de seguir practicando, cuando vi a un grupo de dos chicos y tres chicas.

Me acerqué a la mesa y le dije al más alto:

—¿Me pagas el almuerzo si adivino el mes en que naciste?

El tipo me miró con cara de perdido. Las chicas comenzaron a reírse tontamente.

—Está bien. Me parece que naciste a mediados de junio.

La estrategia de Harvey para adivinar el mes de nacimiento era muy similar a la que usaba el científico Richard Feynman para adivinar las combinaciones de los candados de sus compañeros. A primera vista parecía imposible, pero una mirada de cerca revelaba un método simple y con buenas probabilidades de éxito.

Y así era todo, así de increíble, así de fácil. Comidas gratis, cine gratis, bebidas gratis y una que otra nueva follada con chicas que querían que les leyeras el destino.

Por ahora solo esperaba el momento en que volviera a ver a Sally, pero sabía que no debía apresurar las cosas. Quería estar seguro de estar preparado para leerla. Hasta ahora no podía concluir otra cosa de lo que ya había concluido. Pero cuando la viera, era posible que todo el nuevo conocimiento viniera en forma de El Rayo y me hiciera concluir distinto.

La esencia de la Suspensión de Razón que me ocasionó Harvey radicaba en la humildad. Ahora no tomaba nada por sentado, no hasta haberlo comprobado varias veces y de haberlo discutido con Harvey a profundidad. En la copia electrónica de la Carpeta de Ideas que cargaba en mi iPad fui almacenando las ideas que Harvey, por comprenderlas tan bien, no había visto necesario escribir en su cuaderno. También llegué a anotar nuevas aplicaciones para los principios que yo comenzaba a dominar (al extremo de verme obligado a imprimir dos nuevas copias de la Carpeta de Ideas para hacer constar los nuevos textos), pero esta vez yo también iba aportando en el contenido.

Por ejemplo, había descubierto una nueva aplicación para los Arranques, un mecanismo para pedir cosas que resultaba en su cumplimiento. Ahora tenía la costumbre de acercarme a un desconocido y darle comandos sencillos que cumplía sin objetar, para luego sorprenderse por ello. Eran cosas simples, pero funcionaban. Iba a una barra, me le acercaba a una chica y, aplicando los nuevos principios, le decía al oído: “dame tu cerveza”. Ella aceptaba y luego de un rato se estaba preguntando cómo acabé con esta, pero yo aprovechaba la pequeña Suspensión de Razón para insertar otro comando u otra idea.

También ideé una estrategia de Arranque compuesta de contradicciones para confundir a las chicas y mantenerlas intrigadas. Harvey estuvo de acuerdo con que era una aplicación interesante, incluso me acompañó dos noches seguidas para ponerla en práctica y mejorarla.

Enseguida, Harvey encontró una forma de combinar la estrategia con los chistes. Se le acercaba a una chica y en poco tiempo la tenía riéndose. Harvey también reía a carcajadas (tan ensayado que cualquiera juraba que se partía de gracia). Y entre risas decía algo para nada gracioso como “a ti te follaría en cualquier momento”. La chica se quedaba en Suspensión de Razón por varios segundos, pero Harvey seguía riendo como si nada. De pronto se ponía serio y le hacía un comentario muy cómico a la chica, pero ella no sabía si reír por el chiste o no hacerlo debido a la cara de Harvey. Funcionaba a la perfección. Dos minutos y la chica no sabía si estaba frente a un chico o frente a un loco, pero el punto siempre terminaba en folladas. Garantizadas.

Para finales de la tercera semana de diciembre, mi lista de folladas había aumentado a las quince (aunque contando las de las dos orgías, claro). Y entonces comencé a entender mejor a Harvey: mientras más fueran, menos te importaba llevar la cuenta. Pero también estaba el factor de lo sorprendente. Por ejemplo, hubo una chica que estuvo de acuerdo en ir conmigo al apartamento, pero me pidió que le hiciera de todo menos penetrarla por la vagina. Según ella, eso contaría como serle infiel a su novio (Suspensión de Razón para David). Así que la cuestión estaba en que si una relación meramente anal y oral contaba para la lista de folladas. ¿Y qué cuando estabas tan borracho que ni sabías si habías follado? Así que todo comenzó a pasar a ser una especie de estimado, un redondeo neblinoso que ni importaba, pero a eso había llegado en tan solo tres semanas: a perder la cuenta.


∗ ∗ ∗


La mañana del 22, Harvey me llamó a la puerta.

—Dime —le grité desde el banco de pesas.

—¿Puedo pasar?

—Sí.

Harvey entró y echó una rápida mirada al lugar; después de haberme ayudado a montar los paneles no había vuelto a entrar.

—Espero no interrumpir.

—Para nada. Cuéntame.

—¿Tienes planes para Navidad?

—No, ni lo había pensado.

—Pues el veinticinco se estrena una nueva película de Los miserables.

—¿De los qué?

—¡No me dirás que no sabes de Los miserables!

—Bueno, conozco a algunos, pero de ahí a que hicieran películas de ellos, pues no.

—No importa. Te va a gustar.

—¿Me estás invitando al cine para Navidad? ¿Tu vida es tan miserable?

Harvey sonrió.

—No es una simple salida al cine. Es una película que desde hace tiempo espero. Además, está el otro asunto.

—¿Ajá?

—¿Cuánto va que no ves a Sally?

—Desde que entré a la Cueva.

—Bien. El veinticinco la verás. La invité a ella también.

—¿A Sally? ¿Pero por qué?

—A ella le encanta Víctor Hugo y sé que se muere por ver la película.

—¿Y quién es ese Víctor Hugo?

—¿Sabes? Yo que tú me aseguraría de leer los libros que pusiste en tu iPad. En eso sigues atrás.

Me sonrió y se dio la vuelta para salir.

—Tienes que aceptar que ya no sigo tan atrás, Harvey —le dije cuando pasaba por el marco.

Harvey se detuvo y se volteó hacia mí.

—Todavía te falta. Y esto de aquí —dijo, señalando el cuarto con sus manos— es la prueba.

—¿Prueba de qué?

—De que aún te falta mucho, de que sigues sin diferenciar entre comprender y dominar.

—No te sigo.

—David, este cuartito está tremendo, pero te garantizo que es cualquier cosa menos una Cueva.

—¿Qué quieres decir?

—Esto es un simple cuarto. No una Cueva. Y aun cuando lo fuera, no la necesitarías, tú eres más pragmático.

—Pero… Me ha funcionado. He aprendido muchas cosas en tan solo unas semanas…

—Cualquiera que se centre en una tarea por el tiempo y la intensidad suficiente logrará aprender mucho. Y eso es precisamente lo que has hecho, no una Cueva.

—Pero si… ¡Explícame entonces!

—Ya lo he hecho. También está en la Carpeta de Ideas. El problema es que una explicación solo te hace comprender. Si quieres dominar algo, tienes que hacer como las putas.

—¿Hacer qué?

—Romperte el culo trabajando.


Observación [67]


Extracto de la Carpeta de Ideas.

Autor: Harvey Tunner.

Transcripción: David Bennatt.

Fecha de creación estimada: septiembre, 2010.


Pragmáticos vs. racionalistas

[O., n.º 67]


Los hombres son tan distintos entre sí como variados. Pero en el contexto del método predominante bajo el cual trabajan sus mentes, vemos dos grupos claramente definidos: los pragmáticos y los racionalistas (no confundir con racionales).

Este par puede nombrarse de varias formas: pragmático-racionalista, activo-pasivo, físico-mental, hacedor-pensador.

Por un lado, tenemos al hombre de armas tomar, el hombre de acción, conocido como el práctico, el que hace mucho pensando poco, el que no puede estarse quieto. Por otro lado, tenemos al pensador, el que todo lo analiza, el que le busca cinco patas al gato, el que no toma acción mientras haya dudas, el que lo estructura todo.

Aunque los hombres pueden poseer características de ambos grupos, en casi todos podemos observar una inclinación más pronunciada hacia una de las dos ideas fundamentales.

El pragmático hace. Y hace sin pensar mucho las cosas, o pensando mucho pero sin profundidad. Solo ve un nivel (o solo unos pocos) de abstracción y no advierte que el análisis sistemático es necesario.

El racionalista piensa. Piensa tanto que crea un mundo nuevo en su cerebro, desconectado del real. Mantiene su mente estructurada y sistemática, pero teme y se abstiene de actuar mientras tenga dudas.

Entre los dos grupos, los pragmáticos llegan un poco más lejos en la vida. Son los que se arriesgan más a menudo, los que hacen que las cosas pasen. Son los más responsables. Pero al carecer de un sistema analítico para conseguir nuevos Universales, los hombres en este grupo no llegan tan alto como pudieran. En este grupo vemos a muchos deportistas, vendedores, políticos, atletas, etc.

En el grupo de los racionalistas encontramos a los verdaderos genios, genios que casi siempre fracasan en la vida. Son los hombres poco prácticos, los que parecen chocar contra lo establecido, volviéndose así marginados. En este grupo encontramos a muchos profesores, viciosos, desempleados “desaprovechados”, artistas, etc.

Lo ideal sería una unión indivisible entre los dos aspectos. Así, el hombre pensaría, analizaría, abstraería, concretizaría y, basado en sus conclusiones, actuaría. De sus resultados comenzarían nuevos análisis y nuevas acciones.

El pragmático es un cuerpo sin mente; el racionalista, una mente sin cuerpo. Ambos son, por tanto, inútiles, incapaces.

La solución es un poco más fácil para el pragmático que para el racionalista. El pragmático solo tiene que establecer una nueva filosofía, una que le permita sacar provecho de su intelecto.

Pero para el racionalista, debido a su misma condición, se le es muy difícil generar un cambio, pues los cambios requieren acción y él poco hace y mucho piensa. Ante la necesidad de actuar, el racionalista forma excusas y distracciones.


[Nota 1] Una solución a corto plazo para el racionalista es la creación de una Cueva [I., n.º 68]. A largo plazo, necesita también, y comoquiera, de una nueva filosofía, una que le permita unir inseparablemente su mente con su cuerpo. Una Cueva, sin embargo, le ayudaría a decidirse a actuar, tanto para conseguir dicha filosofía como para ponerle acción a cualquier otra idea.


[Nota 2] Piensa en Johnny y en muchos otros que parecen ser tanto racionalistas como pragmáticos, pero sin integración. Johnny tiene muchos intereses y sabe de muchas cosas. Escribe muy bien, sabe de literatura, es bueno en música, es un experto en química, conoce mucho de filosofía, es una enciclopedia andante sobre negocios y administración de empresas… Y, sin embargo, todo lo que hace parece aleatorio. No es necesariamente racionalista, pues actúa, pero no es necesariamente pragmático, porque piensa. Sin embargo, ambas partes suyas (pensadora y hacedora) parecen chocar mucho entre sí, no están integradas.


[Nota 3] ¿Qué filosofía pudiese integrar estas dos partes? Si lo que Johnny me cuenta es cierto, entonces puedo descartar cualquier idea que provenga de Platón, Descartes y, especialmente, Kant. Por lo que yo he leído hasta ahora, me parece que hay algo en Aristóteles que promete ser de ayuda, pero aún no doy con la respuesta.


54


La Navidad llegó, y con ella los nervios. La esencia de todo radicaba en una triste visita al cine, pero Harvey le había metido tanto entusiasmo al evento que ya se me antojaba como un baile de graduación.

Los dos nos vestimos de acuerdo.

—Va a estar gran parte del Equipo, y Sally —me recordó cuando me quejé de su idea de hacernos con trajes de saco para la ocasión.

Pero cuando me puse el traje a las siete de la noche, cambié de parecer; ya sabía qué tipo de ropa compraría con la próxima mesada.

A las ocho y media salimos del apartamento, pero en vez de dirigirnos directamente al cine, Harvey pasó por la casa de un compañero para conseguir algo de marihuana. Llegamos al cine en medio de una pavera incontrolable.

—… el genio asiente y le concede las dieciséis vidas al gato —iba diciendo Harvey cuando nos bajábamos del auto—. Pero cuando el gato se va, una guagua cuatro por cuatro le pasa por encima.

Las risas se apagaron cuando descubrimos cuán abarrotado estaba el cine. Aparentemente, muchos otros no tenían nada mejor que hacer para Navidad. Busqué con la vista a Sally entre todo el bullicio, pero no la vi. Harvey se dirigió a la boletería y compró entradas para todos.

Después seguí a Harvey hasta el concesionario, de donde salió con dos combos gigantes de palomitas de maíz; la marihuana parecía haber traído su efecto secundario. Se sentó en un banco al lado de los juegos de máquina y se bajó media bolsa de palomitas en un minuto.

Salvador, Fernand, George, Ángela y Julia fueron llegando por filtración. Todos vestidos impecables (ganar cuatrocientos a la semana parecía tener un efecto notable en la personalidad).

Cuando saludaba a Salvador, advertí que Sally justo llegaba. Estaba hermosa, vistiendo un traje lila, fino y cómodo, con sus rizos sueltos, cayéndole por todo el rostro.

Mis ojos se fueron a su barriga, pero no hubo nada a la vista que me alarmara. Estaba tan igual que siempre, pero no venía sola.

A su lado iba un chico alto, a mi entender sumamente apuesto, con un porte de macho alfa que hizo que mi estómago saltara con mi corazón. Sally le tenía un brazo alrededor de su cintura y llevaba su rostro recostado contra su hombro.

Me acerqué a Harvey. Los demás veían los pósteres de las próximas películas.

—¿Cómo me veo?

—No sabía que vendría acompañada.

—¿Cómo me veo?

—¿Tan inseguro estás?

—¿Cómo me veo?

—Mejor que él.

Pero la risita que acompañó el comentario le restó seriedad.

Tenía que observar y concluir. Tenía que aprovechar la distancia y el tiempo que nos separaba para verificar mis conclusiones. ¿Era Sally racional como Harvey tanto me repetía? ¿O estaba jugando a serlo, basado en sus novelas como yo había concluido semanas atrás?

Nada, todo en blanco. Harvey tenía razón, ni siquiera podía sacarle el mes de nacimiento. ¿Y al musculoso? Con ese se me hacía más fácil, pero no tanto como para arriesgarme a decirle cosas de la primera.

Llegaron. Harvey se puso de pie y saludó a Sally con un beso, luego le extendió una mano al otro.

—Harvey. Todo un placer.

—Igual —contestó con una voz más profunda que la de Darth Vader—. Me llamo Travis.

¿Travis? Debía ver qué podía deducir de su nombre.

Me acerqué. En otro momento me hubiese sentido más ansioso. Por suerte, los efectos de la marihuana atenuaban ciertas emociones.

—Sally —dije, reclinando un tanto la cabeza.

—Hola —dijo con una leve sonrisa—. Te ves… Te ves guapo. —El comentario me infló el pecho—. Este de aquí es…

—Travis, sí. Lo escuché.

Le estreché una mano al tipo, que me apretó con fuerza.

—Yo soy David, mucho gusto.

El tipo sonrió un poco y luego pasó un brazo alrededor de la espalda de Sally.

—¿Quieres algo de comer? —le preguntó casi en el oído.

Sally negó.

—Se me pasó la mano con las palomitas —le dijo Harvey a los dos, señalando las dos cajas y los dos refrescos—. Pueden comérselos.

—Disculpen —le dije a todos—. Voy a fumar.

—¿Fumas? —me preguntó Travis.

—Sí, ¿por qué? —pregunté, y de inmediato me reprimí mentalmente. Había sido un comentario de debilidad.

—Te acompaño.

Maldiciendo por lo bajo, esperé a que el gigante me siguiera. Salí con pasos perezosos hacia las puertas de cristal. Una vez afuera, encendí un cigarrillo y le extendí la cajetilla.

—No, gracias. No fumo de esos —dijo, y sacó un tabaco—. Llevaba un rato pensando en una excusa. Sally está embarazada y no he podido fumar en toda la tarde.

Me atraganté en una tos. Era oficial. Totalmente oficial. Y Travis lo sabía. ¡Qué demonios!

—¿De dónde se conocen?

— Tomamos Mitología Comparada juntos.

—¡Ah!, muy bien.

Fumamos un poco más en silencio mientras intentaba interpretar cada uno de sus gestos.

—¿Cómo te sienta la noticia de ser padre? —le pregunté con la boca seca.

El tipo se encogió de hombros.

—Pensaba que el niño era tuyo —dijo.

—¿Entonces por qué andas con ella?

—Tengo entendido que ustedes dos ya no están juntos. Al menos eso fue lo que ella me dijo.

—¿Y acostumbras a salir con chicas embarazadas, o es solo una cosa del momento?

El tipo contuvo una mueca cuando se inclinó hacia mí.

—Te lo advierto —dijo en un susurro.

—No lo haces. Yo soy el que te advierto, Travis. Ya te conozco. Tu mero nombre me dice mucho.

—¿De qué hablas?

Lancé el cigarrillo a lo lejos.

—Todavía no sé el nombre de ella, pero no importa. Ahora, ¿sabrá esa chica con la que te acuestas que estás saliendo con una chica embarazada?

Travis palideció.

—¿Cómo…?

—Susana o Susan… Ese debe ser su nombre.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque soy increíble.

—¿Quién te ha contado?

—Tú lo acabas de hacer.

—Yo no te he dicho nada.

—¡Oh, no!, Travis —y supe que era el momento perfecto para robar una de las frases predilectas de Harvey—: Lo exactamente opuesto es lo correcto.

—Explícate.

—No tengo que hacerlo. Y tienes —me interrumpí para mirar el reloj de vestir—, exactamente siete segundos para largarte o voy a comentarles a todos tu problema de eyaculación precoz. Si no te largas ahora mismo, ni siquiera la cuchilla que tienes en el pantalón podrá ayudarte. Sí, esa misma que pensaste sacar para darme un susto, pero no vaya a ser que sea otro quien se lleve la sorpresa—. Me le acerqué al oído y le hablé con delicadeza—: ¿Quién crees que se asustaría más, yo por tu cuchilla o tú por la automática que traigo bajo el saco?

Travis abrió los ojos de par en par y extendió las manos.

—Tranquilo. Si quieres que me vaya, me voy.

—Buen chico. Buen chico. Y es que hasta el nombre parece de perro labrador.

Se dio media vuelta y se largó hacia el estacionamiento.

Abrí las puertas y me acerqué a Harvey y a Sally, que en ese momento comentaban sobre sus expectativas de la película. Más allá, el resto del Equipo conversaba alegremente formando otro grupo.

Cuando Sally me vio llegar, le extendió una mano a Harvey para interrumpir la conversación y me observó directo a los ojos.

—¿Y Travis?

—Dijo que no se sentía bien. Creo que le vino un cargo de conciencia.

—¿Un qué?

—Ya sabes, eso que te da cuando estás con una chica pero sales con otras al cine.

Sally observó a Harvey y luego a mí.

—¿Qué le hiciste?

—Nada. La pregunta es qué te estaba haciendo él a ti. ¿Sabías que sale con otra?

—¿Y qué te importa? Solo vinimos a ver una película.

—Él no vino a eso. Y es mejor que estés con nosotros que con ese tipo.

Sally me fulminó con la mirada y me señaló con un dedo.

—No es asunto tuyo con quien yo salga.

Y sabiendo que el resto del Equipo me observaba, dije a buen volumen:

—Y no es asunto tuyo si a mí me da con mandar al carajo a un ridículo con nombre de perro.

Con las manos alzadas y una sonrisa, Harvey se metió en medio de los dos.

—Si ya terminaron, me gustaría ir moviéndome a la fila. No quiero acabar sentado al lado de la puerta de emergencia.

Sin dejar de asesinarme con la mirada, Sally se dio la vuelta y se encaminó a la fila.



Una hora después, lo que estaba ocurriendo a mi alrededor no tenía explicación. En la pantalla, una prostituta lloraba a la vez que cantaba sin acompañamiento musical. Si Harvey me hubiera dicho que se trataba de una película con nanas, me habría quedado en la Cueva (o como sea que se llamara el cuartito dentro del apartamento). Sin embargo, ni Harvey ni Sally parecían decepcionados por lo que veían. A Harvey, dos lágrimas patéticas le caían por los cachetes, y Sally estaba a punto de un colapso nervioso. Tres tipos sentados detrás de nosotros le hacían coro a la prostituta mientras yo me dejaba caer en el asiento.

«¡Qué Navidad de mierda!» Estaba metido en una sala de cine viendo una película para maricas. Todo eran canciones y canciones. Venga, hasta el actor de Guepardo parecía tremendo mariposón.

Cuando Russell Crowe volvió a cantar, me levanté. Ni Sally ni Harvey se fijaron en mí. Seguían anegados en lágrimas, casi a punto de recostarse uno del otro para recibir consuelo.

Pasé con dificultad por frente de todo el Equipo; Fernand y George parecían igual de aburridos que yo.

Salí del edificio del cine, encendí un cigarrillo y me quedé ensimismado mirando una furgoneta blanca que daba vueltas por los estacionamientos. No es que las Navidades anteriores hubieran sido la gran cosa, pero al menos de niño me compraban juguetes. Aunque podía utilizar aquel aburrimiento para pensar…

¿Qué iba a hacer con Sally? ¿Me importaba? ¿Por qué me molesté con Travis? No estaba celoso, ¿verdad? ¿Sentía cosas por ella, o no? ¿Y ella? ¿Querría tener al bebé? ¿En verdad pronto sería papá…?

La furgoneta se detuvo, y de esta comenzó a bajar un grupo de al menos once chicos, casi todos corpulentos y con pinta de locos, idiotas y analfabetas. En otro momento me hubiese limitado a deducir mentalmente cosas de ellos, para practicar. Sin embargo, esta vez no pude hacerlo porque el grupo se dirigía directamente hacia las puertas, justo donde me encontraba y, a juzgar por la hora que era, ninguno venía con intenciones de ver una película.

Lancé el cigarrillo a lo lejos y comencé a moverme hacia las puertas; lo mejor que podía hacer era entrar y ponerme a hablar con el guardia de seguridad que descansaba recostado de una máquina de videojuego.

Pero no más alcanzada la puerta, comprendí que dos de los chicos me eran conocidos. Al más alejado lo acababa de conocer. Era Travis. Y al que lideraba la pandilla lo conocía de otra vida, una que había creído muy lejos y perdida. Era Joseph, el amigo de Cintia, y venía con una mueca que no auguraba nada bueno.

Tiré de la puerta, pero ellos fueron más rápidos y me rodearon.

Unas manos me aguantaron y las otras revisaron mi saco con minuciosidad.

—Dijiste que llevaba una pistola —observó Joseph.

—Fue lo que dijo —comentó el labrador Darth Vader.

—Así que nuestro chico también es un mentiroso…

Y la paliza comenzó.


55


La vez de la cuchilla todo se volvió negro al instante; perdí el conocimiento al primer golpe. Para mi pesar, esta vez no ocurrió lo mismo. Presencié cada golpe y por separado, sintiendo como la cara se me iba hinchando, imposibilitándome cada vez más reconocer el entorno.

Un golpe en las costillas, ese fue el primero. Un puño en la cara. Otro en el estómago, entonces el suelo. La cabeza me rebotó contra la acera y mi cuerpo respondió con miedo, pero nada pude hacer.

Una patada en la cara. Dolió, dolió tanto que no dolió. Era como presenciar la escena desde arriba, como en un sueño; como saber cuánto debía doler, pero estar lo suficientemente alejado como para experimentarlo.

Luego más patadas por otros tantos lugares. Un puño de lleno en el rostro, que por estar contra el suelo se sintió más fuerte que los anteriores. Ni siquiera intenté hacer algo. Solo alcancé a llevarme los brazos a la cara en un reflejo, pero no sirvió de mucho.

Los gritos y las voces me llegaron de lejos, como de otra dimensión, pero seguía consciente. Sabía que iba a morir. Y el mero hecho de pensarlo hacía que cada golpe fuera más imponente.

En algún momento me pareció que los tipos echaban a correr. Después alcancé a reconocer un uniforme de policía y escuché la sirena de una ambulancia. Entonces no supe nada.



Estaba tumbado sobre un lugar cómodo. Abrí los ojos y un dolor agudo se despertó, arropándome todo el cuerpo. Estaba en una sala de hospital, sin duda. Y todo me dolía. Demasiado.

La cama estaba en una posición reclinada, por lo que sin mover demasiado la cabeza pude observar casi todo el resto de mi cuerpo. Para mi asombro, descubrí que llevaba una mano y una pierna enyesada. Un suero se me metía por la otra mano, dejándome una sensación de calor y cosquilleo, y una cuerda sostenía en alto la pierna enyesada. ¡Santo Dios! Si estoy vivo de milagro.

En la pared que daba a mis pies estaba la puerta. De la pared colgaba una caja metálica que sostenía e iluminaba varias placas. Con un poco de esfuerzo, pude distinguir las imágenes de mi torso visto desde un lado, un brazo y una pierna, todo en un tono blanco detrás de un fondo negro. Cien dólares a que tenía como mínimo dos costillas rotas.

A mi izquierda había una mesita barata llena de globos, flores y tarjetas donde me deseaban rápida recuperación y un buen año nuevo… ¡Así que era enero! ¿Pero enero qué…?

De inmediato la pregunta quedó eclipsada por otra mucho más apremiante: ¿qué hacía Sally sentada a mi derecha?

Parecía dormida, pero me arriesgué:

—¿Sally?

No respondió, y yo decidí dejarla descansar. Pero después de varios segundos de silencio, no supe qué más hacer. Haber recuperado la conciencia dentro de un hospital no me dejaba muchas opciones.

—¿Sally?

Nada.

—¡Sally!

Se movió y abrió los ojos. Sally se recompuso y se pasó el pelo por detrás de las orejas. Se le veía pálida y lucía dos ojeras de llanto y malos sueños, pero no por ello dejaba de verse radiante.

—Perdóname. Me quedé dormida.

—¿Qué pasó?

—¿No te acuerdas? —preguntó, reclinándose y tomándome los dedos de la mano que tenía enyesada.

—Me acuerdo de la paliza, pero de nada más. ¿Ya es año nuevo o las tarjetas son por si acaso no despertaba?

—Hoy es dos.

—¿Dos de enero?

—Sí.

—¡Ah, menos mal! Me hubieses jodido el día si decías de marzo.

Sally sonrió débilmente.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

—Con dolor… y confundido.

—Fue mi culpa, David. Perdóname, por favor.

—¿Tú fuiste parte de la paliza?

Sally se rió un poco, pero luego volvió a adoptar una cara larga.

—Fue por Travis —dijo—. Jamás pensé que haría algo así.

—Entonces fue culpa de él, y, en todo caso, yo me lo busqué. El Arranque no salió como debía.

—¿Qué cosa?

—No importa. ¿Cómo estás? ¿Y Harvey? ¿Mis padres lo saben? —las preguntas se mezclaron todas.

—Harvey me comentó que no quería que tus padres se enteraran por medio del hospital o de la policía. Después hizo un chiste de que él, al igual que Juan Pablo Segundo, quería ser el primero. Y bueno, fue él quien les dijo.

—Si estas noticias siguen, mis padres me van a matar… o a Harvey.

—Todos están aquí. ¿Quieres que los llame? —preguntó, haciendo ademán de ponerse de pie.

Con gran dificultad, le apreté la mano con los tres dedos que me quedaban expuestos.

—Todavía.

Sally volvió a acomodarse en su asiento y compuso una mirada agradable.

—Me lo he propuesto —le dije—. Te lo juro, me he esforzado demasiado, pero no lo consigo.

—¿Qué cosa?

—Comprenderte. Ambos sabemos que aquella noche cuando hablamos bajo la escalera tuve la razón, pero después lo pienso y ya no sé qué pensar. Y después te veo con ese tipo y ya no sé qué siento…

Sally frunció el entrecejo y me dedicó una mirada un tanto incómoda.

—¿Esto es tu intento de pedir perdón?

—No. Solo estoy diciendo que tal vez debí reservarme ciertas cosas.

—Pero no lo hiciste. Y terminé enterándome de lo que realmente pensabas de mí.

—Y agradécemelo. Yo hubiese dado lo indecible por saber qué pensabas tú en la noche que te largaste del hotel. A ti yo te dije todo, en cambio, yo tuve que averiguar tus intenciones por otros métodos.

—Métodos en los que has mejorado, según tengo entendido.

—Ya te lo dije. Tomé la decisión de cambiar.

—¿Y de veras has cambiado?

—¿Acaso no lo notas?

Sally se puso a observar por los alrededores.

—Claro que has cambiado. Lo que debí preguntar es que si crees que has cambiado para bien.

—¿Tú qué crees?

Sally no dijo nada y se limitó a seguir mirando a cualquier lado.

—Oye —le dije, apretando los dedos alrededor de su mano.

—Dime.

—Me dirías… ¿Piensas tener al niño?

—¿Ahora te importa?

—Me importe o no, tengo derecho a saberlo.

Sally suspiró cansada.

—No sé, David. En un principio estuve de acuerdo contigo. Creo que… —se interrumpió con un sollozo débil—, creo que seré una madre terrible. No… no me siento lista ahora para esto. —Sally se quitó las lágrimas con la mano que yo no le aguantaba—. Pero mientras más pasan los días, más me voy haciendo de la idea. Y he llegado a pensar que ya no sé qué hacer. Cada vez más creo que quiero tenerlo. Digo, es mi bebé, David. Mi bebé.

—Y mío. Si decides tenerlo será nuestro.

—Pero eso me asusta. Ni siquiera nos reconocemos el uno al otro…

—Podríamos comenzar de cero. Me refiero a que podríamos sernos sinceros el uno al otro. Dejar las malditas indirectas y los comentarios a medias.

—¿A qué cosas te refieres?

—Pues a todo lo que ha pasado. Si en vez de largarte aquella noche, te hubieses tomado el tiempo para explicarme qué te pasaba, es posible que nada de esto estuviera ocurriendo.

—La noche del hotel fuiste tú quien se comportó extraño. Cuando nos conocimos, eras un chico distinto al de esa noche.

—¿Desde cuándo dejar de ser un estúpido es comportarse extraño?

—No eras un estúpido, David. Eras bueno, sano…

—Dejemos algo claro —dije y le retiré la mano—. Cuando nos conocimos, era un estúpido, y te gusté así.

—Me gustaste, claro, pero no por eso.

—Pero es lo que era entonces, Sally. Un simple y sencillo estúpido.

—No lo eras.

—Sí, y lo niegas porque eso te pone en una situación incómoda.

—¿A mí?

—Ya te lo dije, Sally. Esas historias de ficción que tanto te gustan se te han subido a la cabeza. Te hiciste de una fantasía al creerme alguien grande y digno, pero no, Sally. Era un estúpido. Lo sabes. Y yo sé lo que eso significa para ti: si yo era un estúpido, quedas mal parada por haberte fijado en mí. Pero es mejor que seamos honestos.

—Eso es falso, David… Es más, no sé ni por qué te sigo defendiendo.

—¿Defendiéndome?

—Claro, estoy intentando convencerte de lo que realmente eras mientras tú sigues tirando esa imagen por el piso.

—¡Ja! —me reí con sarcasmo—. En realidad te estás defendiendo a ti misma. Aceptar que yo era un estúpido te convierte en una.

—No es lindo que digas…

—Si tú misma lo dijiste. No yo. Tú. Tú lo dijiste. Abriste la boca y dijiste que yo era un Keating, un “segunda mano”. ¿O vas a negarme haberlo dicho?

—No, claro que no, pero…

—Pero nada. Pensaste que David era un “segunda mano”, un estúpido. Y allí estabas tú, revolcándote con él.

Sally se puso de pie y me señaló con una mano.

—No me acosté contigo porque fueras un estúpido. Ya te dije que creía que eras distinto. Me acosté con esa imagen de ti que tú me hiciste creer.

—Escúchate, Sally. Estás reconociendo que sí era un estúpido, pero que creíste otra cosa; es lo mismo que ya te he dicho. Tú misma te metiste toda esa mierda a la cabeza por culpa de los libros que lees.

Sally se dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta.

—No lo niegues —dije—. Solo si lo aceptas, vas a poder hacer algo al respecto.

Sally giró su rostro para asesinarme con la mirada.

—Ni eras un estúpido ni yo me fui en una fantasía. La cosa fue distinta. Tú eras alguien digno. Y me gustaste, mucho, muchísimo. Aquella noche pensé que eras ese mismo chico que había conocido, pero no. Ahora habías cambiado. Para entonces ya eras copia estúpida de Harvey.

—Se te está yendo la mano.

—¿Que se me está yendo la mano? —preguntó, agarrándose de la cerradura—. Casi has dicho la verdad. Casi. Dijiste que eras un estúpido. En eso aciertas. Donde te equivocas es en pensar que ya no lo eres…

—¿Qué dices? —pregunté haciendo un esfuerzo por sentarme.

—Cuando te conocí, eras grande, perfecto. Después te pusiste a imitar las cositas de Harvey, y lo hiciste bien. Desde entonces, cada día que pasa te vuelves más estúpido. Así que ambos tenemos razón en algo. Aquella noche eras un estúpido, un Keating, un “segunda mano”. Esa noche lo eras, pues ya habías comenzado a copiar a Harvey, pero no la vez que te conocí. ¿Y hoy? Hoy eres más estúpido de lo que fuiste antes.

El calor que me recorrió el cuerpo no tuvo nada que ver con el suero.

—¿Y me dirás que Travis es tu Roark, o tu Wynand? ¿Me dirás que ese sí es un tipo que vale la pena?

Sally le dio vuelta a la cerradura y abrió la puerta.

—Con Travis me equivoqué, igual que contigo. Los dos son unos estúpidos.

—¿Y cómo se le llama a la mujer que se acuesta con estúpidos?

Sally salió por la puerta y la restalló contra el marco.

—¡PUTAS! ¡SE LLAMAN PUTAS!


56


Esa tarde fue todo un déjà vu. Harvey vino a explicarme todos los pormenores del asunto. Se habían sometido cargos contra el novio de Cintia, contra Travis y otros dos tipos que la policía local llegó a atrapar. Volví a ver a mis padres. Mi madre lloró tal cual y mi padre se mostró sorprendido cuando me vio, aunque no tanto por los resultados de los golpes como por los del recorte, la perilla, los tatuajes y el nuevo cuerpo.

El padre de George (que había vuelto en mi ayuda, pero esta vez aceptando un pago apropiado que Harvey y yo nos encargamos de suplir) me aseguró que Joseph y Travis cumplirían no menos de seis meses de cárcel. Solo había que esperar la vista a mediados de febrero para que ocurriera.

Estuve bajo observación en el hospital hasta la mañana del viernes, cuando me dieron de alta. Mi madre dijo que había logrado convencer a mi padre para que me permitiera usar la casa hasta recuperarme, pero lo rechacé de inmediato. Mi hogar era el apartamento 7 y a allá quería llegar.



Invirtiendo una gran cantidad de tiempo, logré subir los cinco pisos de escaleras. Con la ayuda de Harvey y con una buena dosis de paciencia, acabé recostado del sofá del apartamento cuando mi reloj lanzó el pitido de las doce del mediodía.

—Ya está —dijo Harvey, tirándose a mi lado—. ¿Quieres una cerveza?

—Vale.

Se levantó y buscó dos botellas. Y allí nos pusimos a fumar y a beber.

—¿Te molestan los yesos? —preguntó, señalando el de mi pierna.

—Creo que no pienso volver a hablar con Sally.

—¿Ah? ¿Volvieron a pelearse?

—¿Acaso nadie nos escuchó en el hospital? —pregunté, llevándome el cigarrillo a la boca.

—No sé de qué hablas.

—Pues yo creo que todo se acabó.

—¿Y el bebé?

—Que haga lo que quiera. Sally ya no me importa.

—¿Y se puede saber por qué?

—Porque es una irracional, una estúpida.

—Yo no opino lo mismo —dijo, quitándome los ojos de encima.

—Lo sé, y en este asunto vamos a diferir de por vida. A menos que me puedas probar lo que dices.

—El hecho de que no pueda interpretarla con facilidad es un gran indicio.

—Sally es difícil de interpretar porque está decidida a actuar con contradicciones, igual que la heroína de esa novela.

Harvey dio un suspiro y bebió de la cerveza.

—Yo simplemente no acabo por comprenderla —dijo, recostándose del espaldar del sofá.

—Yo ni siquiera empiezo. No sé nada de su vida. Ni de sus gustos, ni de sus padres, ni de su infancia. Nada. Nos conocimos, nos gustamos, nos acostamos y después nos hemos pasado el tiempo peleando e ignorándonos.

—¿Y no crees que tal vez ella tenga razón en lo que sea que te dice?

—Si no me dice nada. Solo repite que yo he cambiado, que me he vuelto un estúpido.

—Tal vez Sally piense que los cambios que has hecho no son favorables.

—Eso es exactamente lo que piensa, pero está equivocada. ¿Desde cuándo es preferible seguir siendo un tonto?

—Aparentemente Sally no cree que fueras uno cuando te conoció…

—Pero es lo…

—… y yo tampoco lo creo.

—Aquí volvemos con lo mismo… —dije, y me bajé lo que quedaba de cerveza—. Me levantaría a buscar más, pero no puedo.

Harvey se paró y regresó con dos nuevas botellas.

—¿Y crees que yo también me equivoqué contigo? —preguntó, y dio un sorbo.

—Tú y Sally siguen insistiendo en que el David de antes tenía cosas que valían la pena, pero te juro que nada de ese David servía. Era un estúpido y estoy feliz de haberme deshecho de él. Ahora por fin estoy en control de mi vida.

—Pero observa esto. Los cambios los lograste con mucha rapidez. Un verdadero estúpido necesitaría años para dejar de serlo.

—Y me hubiese tomado años de no haberte conocido.

—Sé sincero conmigo —me dijo, dando una calada al cigarrillo y penetrándome con los ojos—. ¿De veras crees que todo lo que haces tiene importancia? ¿De verdad piensas que eres mejor ahora que lo que eras antes?

—Definitivamente. Antes solo podía pensar por cuenta de mi padre, o por la tuya. Ahora puedo tomar mis propias decisiones y estar convencido de ellas. Mi vida ha dejado de ser una neblina sin sentido. Ahora me siento seguro.

—¿Y así como te ves es que piensas de mí?

—En esencia.

—Ya te he dicho que no hay virtud en las cosas que hago, por lo tanto, tampoco podría haberla en las que haces tú ahora.

—¿En serio? ¿Otra vez?

—Pero piénsalo detenidamente. Piensa en lo que hacemos. Nosotros nos acostamos con estúpidas solo porque son lindas y precisamente porque son estúpidas. Nos aprovechamos de los tontos para jugar al adivino, hacemos que los que nos rodeen se sientan inferiores, hacemos dinero sin tener que esforzarnos, ya sea pidiendo en la cafetería o utilizando las habilidades de otros, como las de Fernand…

—¿Tú crees que Fernand hubiese hecho esa aplicación sin tu ayuda?

—¿Y tú crees que yo la hubiese hecho sin la suya?

—Para nada —dije—. Ambos se unieron para hacer algo de valor, ambos ganan de ello. Es un negocio justo.

—No, David. Fernand debería estar ganando más que yo por esa aplicación. Acostarse con tontas, tener un grupo de tontos detrás de nosotros, nada de eso es de importancia.

—¿Tontos? El Equipo tiene las mentes más inteligentes que conozco. Esa Ángela es un cerebro. Y mira a Julia, esa cuando habla deja a cualquiera con la boca abierta. Y Fernand. Por Dios, si gracias a él podemos tener este piso.

—Cuando nos fuimos de la residencia, tú mismo dijiste que conservar al Equipo era estar rodeados de ineptos, de parásitos.

—Y es cierto, pero en un contexto distinto…

—Todos me siguen porque me admiran, y si me admiran no es por nada de valor, sino porque aparento hacer cosas de valor. Pero no, David. Somos peores que los tontos.

—¡Por favor! Yo sé lo que se siente ser un tonto, y puedo compararlo con lo que soy ahora, y te juro que esto es mil veces mejor.

—¿Y yo? ¿Crees que no sé lo que se siente ser un tonto?

—Parece que lo olvidaste. Te estás poniendo por debajo de ellos.

Harvey encendió un nuevo cigarrillo y se puso a mirar a lo lejos.

—¿Qué crees que hice?

—¿Qué cosa?

—Piensa en lo que te he contado de mí, en cómo era. ¿Qué crees que hice, en qué cambié?

—Pues en todo. Cuando llegaste a la universidad te convertiste en lo que eres ahora.

—¿Y cómo lo hice?

—Te lo propusiste. Te metiste en una Cueva y cambiaste todo cuanto pudiste, lo más rápido posible.

—Bien, y ahora te pregunto: ¿por qué?

—¿Por qué qué?

—Ya dijiste qué cambie, cómo cambié. Ahora te pregunto, ¿por qué cambie?

—Porque eras un tonto y quisiste dejar de serlo.

Harvey sonrió.

—Esa no fue la razón principal.

—¿Ah, no?

—No. Cambié porque tenía que valerme por mí mismo, pero no sabía cómo. Cambié porque no podía seguir siendo como era.

—Es lo que te dije. Cambiaste porque te cansaste de ser un tonto.

—Era un tonto, sí, pero no en el mismo sentido que tú piensas.

—¿Entonces?

Harvey no contestó, sino que se paró para buscar dos nuevas botellas. Cuando se tiró de vuelta en el sofá, me preguntó:

—¿Dónde crees que está mi madre?

—Creo que… creo que muerta, eso fue lo que dijiste.

—Y tienes razón. Ahora, ¿tienes alguna idea de cómo murió?

Lo pensé por un segundo.

—No me lo has contado.

—Mi padre la mató a golpes.

—¡Oh!…, Lo siento. No… no pensé…

—Ahora une los puntos. Piensa en el qué, en el cómo y en el porqué.

—No te entiendo.

—Qué: mi madre murió. Cómo: mi padre la mató a golpes. Ahora, ¿por qué?

—Supongo porque tu padre era un abusador.

—Es una forma de verlo.

—¿Y hay otra? —pregunté.

—Sí. Mi padre la mató por mi culpa.

—¿Por tu culpa?

—Mi padre regresó del hospital una semana después de la golpiza que le di. Y sé que llegó a la casa buscándome para vengarse, pero yo no estaba allí, yo estaba en la residencia, en mi tercera semana de clases, preguntándome que haría con mi vida, escribiendo sin parar en un cuaderno amarillo que conseguí, intentando comprender…

Harvey se quedó en silencio. Fumó del cigarrillo y se puso a mirar a cualquier lugar.

—¿Y qué pasó? —lo apremié.

—Conecta los puntos. Se encontró con mi madre… La vio y se desquitó con ella. El hijo de puta la mató, David.

Harvey se llevó las manos a la cara y respiró profundamente. Después las retiró, dejando al descubierto su rostro tan en control como siempre.

—“¿Por qué?” —continuó—, eso fue lo que me pregunté durante mucho tiempo. Y la respuesta era yo. Mi padre mató a mi madre por mi culpa…

—No puedes culparte por eso. Tu padre lo hizo, él lo decidió.

—Si yo hubiese estado allí, lo hubiese detenido, o tal vez me hubiera matado a mí en vez de a ella.

—Pero entonces la culpa es también de Superman. Él tampoco estuvo allí para defender a tu madre.

A Harvey le tomó un solo instante para girar su cara hasta darla con la mía. Y tuve la impresión de que sus ojos se tornaban rojos mientras me observaba.

—No estoy de bromas —dijo en un susurro.

—Ni yo tampoco —dije, poniéndome de pie con grandes dificultades—. Él mató a tu madre. Él. Solo él. Tú no eres culpable. Nadie lo es excepto él… Empecemos: ¿Qué? Tu madre murió. ¿Cómo? Tu padre la mató a golpes. ¿Por qué? ¡Porque él lo hizo! Porque era un desgraciado hijo de puta. Él la mató. Ni tú, ni Superman, ni nadie más es responsable. Él lo decidió.

—No, David —dijo, volviendo a su tono habitual—. Mi padre mató a mi madre porque yo no estuve presente. Es así de simple. Y mi hermana está lejos porque la alejé de mí, cuando debí protegerla en vez de…

—Y sí que la protegiste. La sacaste de la casa…

—Él la violó, David. Violó a una niña, a su propia hija…

Y entonces lloró. Lloró como nunca lo había visto hacerlo. Lloró sin contenerse. Una mueca de dolor le arropó el rostro y las lágrimas le cayeron en tropel.

—Perdí… perdí a mi hermana… no la protegí… tampoco a mi madre…

—Harvey —le dije en un susurro, reclinándome para posar una mano sobre su hombro—. Harvey.

—Dime.

—Lo siento.

—Yo también —dijo entre lágrimas.

—¿Hay algo que pueda hacer?

Harvey se secó las lágrimas, y así como rompió en llantos, igual de rápido se recompuso.

—No hace falta. Ya me encargué.

—No entiendo.

—Para cuando salí de mi Cueva era otra persona. Y una noche a finales de diciembre regresé a la casa y arreglé el desastre que había creado.

—¿Qué hiciste?

—¿Tú qué crees? Maté a mi padre.


57


⁓¿Que tú… que tú… mataste a tu padre? —pregunté, dejándome caer sobre el sofá.

—Fue en Nochebuena. Llegué a casa y lo encontré sentado en el sillón de siempre. Y le hablé. Su hijo le habló, pero no como lo había hecho cuatro meses atrás cuando le di la paliza. No. El que le hablaba ahora no era un simple niño con coraje. El de ahora era una máquina de razonar sin igual. Lo leí, y fue lo más fácil del mundo. Años de verlo y escucharlo me habían hecho entenderlo. Y si a eso le sumas lo que había aprendido, podrás concluir que me le metí en la cabeza.

—¿Lo mataste? ¿En serio lo hiciste?

—Y sin tocarlo siquiera.

—Espera… ¿Cómo que sin tocarlo?

—Fui a su cuarto y traje su vieja escopeta. Se la puse en las manos y lo reté. Lo reté a que me matara a mí también, si se atrevía. Y luego pasé a explicarle por qué no lo haría. Le dije cosas que ni siquiera él mismo hubiese podido saber de sí. Me le metí en su mente. Y sin tan siquiera haber levantado la voz, hice que el muy pendejo se volara los sesos.

El silencio se hizo entre nosotros. Mi corazón tronaba con rapidez. Técnicamente no lo había matado, pero de seguro lo torturó hasta el suicidio.

—¿De verdad lo hiciste?

—Se lo merecía. Nada le pasó cuando mató a mi madre a golpes. El informe apuntó a una probable sobredosis. Y como la justicia no está del lado de los drogadictos, la policía no encontró evidencias concluyentes. —Dijo las dos últimas palabras en un tono de burla—. El muy cabrón quedó libre. Libre aun cuando la mató. Había que hacer justicia, ¿no crees? Yo lo maté y también quedé libre. Cuenta salda.

De alguna forma Harvey estaba confesándome un crimen; aunque en esencia su padre había apretado el gatillo… Y allí estaba yo, con dos yesos, tomando cervezas y fumando mientras escuchaba semejantes confidencias.

—No sé qué decir.

—No tienes que decir nada —dijo, parándose para ir a la nevera—. Solo quiero que te des cuenta de que todo lo que hago es pura basura. Y tú me has ido copiando casi a la perfección.

—Yo no haría lo que tú hiciste.

—¡Uff!, David está muy por encima de esa maldad —dijo, regresando al sofá—. Entérate de que ya has hecho muchas cosas iguales que yo. Te acuestas con tontas, pides dinero cuando no tienes o vendes rifas, te fuiste de la casa de tus padres, acabas de echar a perder a Sally, que en mi opinión es una de las pocas chicas con cerebro que te encontrarás en esta vida, y ahora…

—¡Sally está demente!

—Lo exactamente opuesto es lo correcto.

—¿Alguna vez te has parado a pensar en la posibilidad de que estés equivocado? —le lancé.

—A diario. Y lo estoy en muchas cosas. Los cambios que hice no fueron para bien, las cosas que hago no tienen virtud. Me he convertido en un animal… Y ahora tú me quieres copiar. —Harvey negó para sí—. ¿No lo coges? Es por eso que te necesito… o te necesitaba.

—¿Necesitaba?

—Tú eras muy distinto a mí. Eras humilde, brillante, pragmático. Eras todo lo que yo no nunca he podido ser. Creo que cuando nos conocimos, los dos nos caímos un tanto pesado. Tú me odiabas por lo creído y yo por tus inseguridades, pero luego supiste que yo no era un creído y me viste como alguien a quien imitar, y yo descubrí que no tenías motivos reales para ser inseguro y también te quise imitar. Solo que tú has tenido más éxito que yo.

—Tú y Sally están en la misma página. Los dos no hacen más que malinterpretarlo todo.

—¿Crees que malinterpreto las cosas?

—Algunas sí.

Harvey se limitó a beber. Encendió un cigarrillo y se quedó en silencio.

—Dame uno —dije—, se me acabaron los míos.

Me lanzó la caja. Encendí uno y me puse a mirar a lo lejos. ¿Qué estaba pasando? O me faltaba mucho por aprender, o este se estaba yendo en inventos.

—Todos los datos están sobre la mesa. Los dos vemos lo mismo, sin embargo, concluimos diferente. ¿Cómo lo explicas? —le pregunté.

—Cuando todo lo imposible se ha eliminado, lo que queda, por improbable que sea, debe ser verdad.

—¿Qué?

—Sherlock Holmes. Tal vez no has eliminado lo imposible.

—¡Otra vez con la ficción!

—Con ella pienso ganarme la vida.

—No vaya a ser que acabes perdiéndola.

Harvey me miró de soslayo.

—Supongamos que mañana me muero —dijo—, que ya no puedes sacarme nada más. Que solo te quedas con la información de la Carpeta de Ideas y con lo que has aprendido hasta hoy. ¿Habría algo más que te hubiese gustado preguntarme?

A pesar de lo extraño de la pregunta, lo pensé por un segundo.

—¿Tú me preguntarías una última cosa? —fue mi respuesta.

—Pudiese. ¿Qué libro es ese del que tú y Sally estuvieron discutiendo? El del arquitecto.

—Se llama El manantial.

—¿Quién lo escribió?

—Una rusa, una tal Rand, creo.

—Bien.

—¿Eso es? ¿Esa sería tu pregunta?

—Esa misma. Ahora te toca a ti.

—Bueno —comencé con lentitud—, hay algo de la Carpeta de Ideas que aparentemente no entiendo.

—Dispara —dijo, extendiéndome la mano para que le devolviera los cigarrillos.

—Hace una semana atrás me dijiste que lo que había hecho no era una Cueva. ¿A qué te referías?

—Pues a eso. Lo que hiciste fue un apartamento dentro de otro, no una Cueva.

—¿Entonces?

—Lo primero que tienes que entender es que tú no necesitas una.

—¿Pero por qué?

—Porque se te hace fácil cambiar. Tú eres más pragmático. Si quieres hacer algo, lo haces. No tienes nada que te lo impida. La Cueva es para los que quieren hacer algo pero no encuentran la forma de hacerlo.

—Pero tú te metiste a una.

—Yo la necesitaba. Cuando pasó lo de casa, decidí cambiar. Sin embargo, no pude hacerlo.

—¿Por qué?

—Pues por racionalista y subjetivo. Yo era de los que pensaba que el mundo era lo que era solo porque yo lo percibía así. Era de los que creía que si deseaba algo con intensidad, me llegaría de cualquier forma. Hasta que descubrí que la vida no funciona así, que si quería cambios externos primero tenía que cambiar mi forma de pensar y luego actuar acorde. El problema estaba en que esa forma de ver las cosas me ataba a la inacción. Por eso necesité una Cueva. Yo no hubiese podido cambiar aun teniendo de compañeros a doce tipos como el que soy ahora.

—¿Lo dices en serio?

—Completamente. Y la única forma que encontré para resistir mi antigua forma de pensar fue atarme al mástil.

—¿Atarte al mástil?

—Es lo mismo que la Cueva, pero con ejemplos de ficción. ¿Has escuchado la historia de Ulises?

—Me suena.

—Ulises tiene que pasar con toda su tripulación por un lugar donde habitan sirenas. Las sirenas son criaturas atractivas y seductoras, pero así mismo son de peligrosas. Cuando los hombres escuchan sus cantos hipnóticos, quieren tirarse al agua con ellas y quedarse allí para siempre. Y bueno, así es como se mueren. ¿Cómo podrías pasar por semejante lugar sin verte tentado a quedarte con las sirenas?

—No sé. ¿Me tapo los oídos?

—¡Bien pensado! De hecho, eso es lo que hacen todos en la tripulación, pero piensa en esto. Yo tenía que olvidar e ignorar mi antigua forma de pensar. El problema es que no hay forma de taparse las emociones. No hay forma de ignorarlas sin más. Así que la nueva pregunta que te hago ahora es: ¿Cómo logras pasar con éxito junto a las sirenas cuando no puedes taparte los oídos? ¿Cómo harías para evitar la tentación de tirarte con ellas aun cuando escuches sus cantos?

—Ni idea.

—Ulises hizo que lo amarraran con cadenas al mástil del barco. Fue el único que escuchó el bello canto de las sirenas y, sin embargo, no se tiró al agua con ellas.

—¡Ah, bueno! Hace sentido.

—Es lo mismo que quemar las naves. Cuando se enfrentó a una batalla especialmente difícil, el rey Alejandro Magno mandó quemar las naves para que su ejército no se viera tentado a huir, dejándole solo dos opciones: vencer o morir. Es un tremendo incentivo.

—Bueno, pero en los dos casos alguien más ayudó. A Ulises lo amarraron y a los soldados Alejandro les quemó las naves.

—Pero en la vida real nadie vendrá a ayudarte. Y de ahí la idea de la Cueva, que no es otra cosa que la aplicación personal de quemar las naves, la única posible: hacerlo por uno mismo. Solo tienes que tomar la decisión cuando estés pensando con claridad. Ulises bien hubiese podido amarrarse él mismo al mástil siempre y cuando lo hiciese antes de enfrentarse a las sirenas. Por eso te amarras cuando las emociones no te están controlando… Amárrate al mástil, quema tus naves, destruye el puente a tus espaldas, todo es lo mismo. No suelo citar mucho la Biblia, pero hay un pasaje que encaja a la perfección. Es más o menos así: “Si una mano te hace pecar, arráncatela y tírala al fuego; es mejor entrar sin un brazo al reino de los cielos, que quemarte con todo tu cuerpo en el infierno”.

—Pero sigo pensando que es mejor que otro te ayude.

—¿Quién iba a ayudarme a quemar mis naves, a amarrarme al mástil, a arrancarme el brazo? Yo mismo tenía que hacerlo. Así que aproveché cada oportunidad en la que pensaba con claridad para apretar el amarre. Cuando mis emociones salían, yo ya estaba amarrado. Luego se iban rendidas y yo volvía a apretar con más fuerzas. En este caso tú mismo eres las dos partes, los soldados y el rey Alejandro. Cuando en tu mente esté a cargo el rey, quema las naves. Cuando los cobardes salgan, ya será tarde.

—Entonces la Cueva es…

—Quemar tus propias naves, amarrarte tú mismo al mástil. La Cueva es un lugar sin distracciones, o con distracciones que no pueden afectarte. Es un lugar donde estás solo con el problema que tienes que resolver y ninguna excusa para evitarlo hacer.

—Pero eso fue lo que hice.

—En lo absoluto. En una Cueva estarías demasiado incómodo. En tu cuarto había un banco de pesas, un iPad y sabe Dios qué más. También podías salir cuantas veces quisieras. “Encuevarte” no es lo mismo que encerrarte. Tú te amarraste al mástil, pero con una cadena muy larga. Quemaste las naves, pero tenías un salvavidas. Destruiste el puente a tus espaldas, pero tenías soga y madera para construirte otro. No te arrancaste el brazo, solo te lo lastimaste.

Harvey se interrumpió para dar un sorbo de cerveza.

—Pero aquí el punto fundamental —continuó— es que tú ni siquiera necesitas una Cueva. Si el ejército estuviese compuesto de muchos Alejandros, no habría que quemar las naves. Los Alejandros no huyen. Y si Ulises fuera sordo, podría follarse a todas las sirenas y vivir para contarlo. Tus emociones no te estaban tentando como a mí. Tú deseabas cambiar y nada te lo impedía. A mí las sirenas no dejaban de llamarme y el barco me parecía el mejor lugar del mundo…

—Creo que ahora te entiendo porque…

—Pues qué bueno. Esto es lo último que pienso enseñarte.


58


⁓¿Qué dijiste?

—Lo que escuchaste. No voy a seguir ayudándote a convertirte en algo parecido a mí.

—Pero prometiste que me pasarías todo tu conocimiento.

—Y lo hice.

—Pero si todavía tengo cosas por aprender.

—Solo aplicaciones. Y eso queda de ti. Conoces todos mis principios y los tienes en una carpeta. Ya puedes seguir por ti solo. Pero no voy a seguir siendo partícipe de tu caída.

Me puse de pie y salí en dirección a la nevera. Tanto que criticaba al viejo Tom y ahora él me ganaría en una carrera a campo traviesa.

Agarré dos botellas. Le lancé una Harvey y me bajé la mitad de la mía de un solo sorbo.

—Ahora tengo un nuevo plan —dije, recostándome de la nevera; me resultaba muy doloroso mantenerme erguido.

—¿Ah, sí?

—Ya entendí a Sally, ahora voy a hacerlo contigo. Algo te ocurre y voy a descubrirlo.

—¿No lo coges todavía? —dijo, poniéndose de pie.

—No, de verdad que no.

—No importa —dijo, dando una palmada al aire y dejando escapar un suspiro—. Cuando te hayas ensuciado más las manos vas a desear no haberme conocido ni convertirte en lo que ya te estás convirtiendo.

—Algo de lo que me siento orgulloso.

—Pues esto nos debería avergonzar a los dos.

—Me siento orgulloso de mis cambios, de mis tatuajes, de mi recorte, de mi cuerpo, de mis habilidades, de mis vicios…

—Nada de eso importa.

—¿Ahora vas a decirme que también vas a renunciar al Plan de Literatura?

—No, David, por más que tú desprecies la literatura, esa es la única cosa pura que me queda. Voy a dedicarme a ese plan con todo mi ser.

—“La única cosa pura que me queda.” Por favor, Harvey.

—No necesito que estés de acuerdo conmigo…

—Y no lo estoy.

—Pues creo que es hora de que decidamos un nuevo trato.

—¿Trato?

—Sí. Porque tú sigues recibiendo tu pago, pero yo ya no recibo lo que necesito de ti.

—Si no lo recibes es porque nunca me has dicho qué es lo que quieres.

—Claro que te lo he dicho. Necesito una mente más pragmática y limpia que la mía, pero ya veo que no la puedes ofrecer.

—Esa es buena. ¿Acaso esta es tu forma de romper lo que hemos acordado?

—De ti ya no saco lo que quiero.

—Porque nunca lo pediste. Me ayudaste a cambiar. Y, según tú, me he convertido en un despreciable, pero ahora no necesitas nada del despreciable. ¿Por qué demonios te decidiste a pasarme todo tu conocimiento si después ibas a aborrecerme por ello?

—No es así. Te enseñé porque me lo pediste. Y pensé que por más que te ensuciaras, siempre seguirías siendo el mismo, pero no, te pareces más a mí de lo que pensé. Acabo de descubrir que no funcionas para mi plan.

—¿Ah, no? Pues por mí puedes tomar a Sally de la mano largarte al infierno con ella.

Harvey no se inmutó.

—Ya estamos llegando al infierno nosotros solos. Tú también te diriges allá.

—¡Ay, Harvey! ¿Qué rayos te pasa?

—Que he visto a dónde nos lleva esto, David. Obsérvate, casi ni puedes caminar. Y todo por mi culpa, por mis ideas. Acabaste en el hospital la primera vez por defenderme en el bar de Johnny, y todo por una pelea que me busqué por haber estado enseñándoles principios de seducción. Y ahora caíste en el hospital porque al encontrarte con el tipo que andaba con Sally, te pusiste a molestarlo con mis métodos. Entiéndelo de una vez: nada de lo que hago sirve.

—Cuando te conocí, decías que allá afuera había un mundo esperando porque nosotros lo domináramos. Y ahora estás ahí parado sintiendo lástima por ti mismo.

—No olvides ser humilde. Todavía no me pasas. No creas por un solo segundo que eres mejor que yo.

—Pero si tú mismo lo dijiste. Tú dijiste que ya no había nada más que enseñarme.

—No más principios, pero sí más aplicaciones de principios. Allá afuera el mundo sigue esperando y voy a dominarlo con mi Plan de la Literatura, pero también voy a volver a “encuevarme”. Voy a revertir algunos de los cambios que logré. Y te recomiendo que hagas lo mismo, ahora que aún puedes. No esperes a que todo tu cuerpo esté pecando, no vaya a ser que tengas que tirarte de lleno al fuego.

—¡Bah!, si fueras mujer, diría que estás en regla.

—Si ya me hubieras alcanzado, lo comprenderías.

—Tal vez no sea más inteligente que tú, pero en este momento pienso con mayor claridad.

—No es cierto.

—Yo leí a Sally. Te dije que recorrería la dichosa búsqueda del tesoro, y lo hizo. Yo la entendí primero que tú.

—Crees haberla entendido. Por lo que me cuentas, ella es la que tiene razón. Te has convertido en una copia de mí. Y Sally sabe, como racional que es, que esto que somos es una basura.

—Tú eres la basura, Harvey. Tú eres la basura.

—¡Ja! —se rió con sarcasmo—. Si yo soy basura y tú una copia barata de mí, ¿en qué te convierte eso?

—En nada. Tú no me conviertes en nada, ni me convertiste ni me convertirás. Yo, y solo yo, hice mis cambios.

—Con mi ayuda, no lo olvides.

—Y con la de mis pulmones, y con la de mi cuerpo, y con la ayuda de la residencia, y con la de mis padres, y con la de mis ancestros. Serás inteligente, pero te crees demasiado grande. Tú fuiste parte de mi cambio, pero no el responsable de ellos. Tú no me cambiaste. Yo lo hice.

—Yo te cambié.

—Para nada.

—¡Yo te cambié!

Dejé la cerveza sobre el escritorio de Harvey y me dirigí cojeando hasta mi cuarto. Tomé mi copia de la Carpeta de Ideas de mi escritorio y saqué todos los principios relacionados con el PEMACTR. En la última lámina protectora de la carpeta inserté una hoja en blanco. Cerré la carpeta y salí a la sala.

—Todo lo que me has enseñado es una mierda, ¿verdad?

—Sí —dijo desde el sofá.

—Y dices que quieres meterte en una nueva Cueva.

—Eso haré.

—Por lo tanto tienes que quemar algunas naves.

—Sí.

—Y deshacerte de ciertas distracciones.

—Definitivamente.

—Y estás de acuerdo conmigo en que es más fácil que otro te ayude a quemar las naves, aunque no siempre es posible encontrar a ese otro.

—Por decirlo de alguna forma.

—Pues toma —dije, lanzándole la carpeta—. Te voy a ayudar a dejar de ser una basura. Me voy a llevar tu nave. En la página final escribe que tanto los principios como sus aplicaciones son míos. Que me das total control de hacer con esas ideas lo que yo quiera. Y fírmalo.

Harvey observó la carpeta en silencio.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿No puedes quemar tus naves? ¿Eres tan imbécil que no puedes amarrarte al mástil? Si para ti todo esto es mierda, pues que no te tiemble el pulso para deshacerte de semejante montaña.

—Los principios de literatura no son una mierda —dijo, poniéndose de pie y lanzándome la carpeta, que atrapé con dificultad—. No creas que soy tonto. Voy a hacerme de mucho dinero con algunas de las ideas de esta carpeta y no te las voy a ceder. Uno quema las naves, pero no los escudos ni las espadas.

—Si hojeas la carpeta, te darás cuenta que eliminé todo lo referente al “pemaceteerre”, que, según tú, es lo único puro que te queda. Pero si realmente piensas que lo demás es una ensarta de mierda, pues haz la maldita nota y fírmala —acabé, lanzándole la carpeta de vuelta.

Harvey la atrapó con agilidad.

—De acuerdo —dijo, y se dirigió a su escritorio. De allí tomó un bolígrafo y garabateó por cosa de un minuto.

—Toma —dijo, tirando la carpeta al suelo.

Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para recogerla. Cuando la alcancé, me puse de pie y leí la nota para comprobar que todo estuviera en orden. Lo estaba.

—Ya está, Harvey. Ya no tienes la nave —dije, cerrando la carpeta y acercándome al escritorio para alcanzar mi cerveza.

—Pero no la quemaste, la tomaste. Me arrancaste un brazo y ahora tienes tres que te van a joder la vida.

—No, señor. Con esta nave y este brazo voy a seguir cambiando.

—Y terminarás peor que yo.

—Jamás.

—Ya te cambié en su momento. Mejor revierte los…

—Yo cambié.

—¡Yo te cambié!

—Yo lo hice, Harvey. Yo mismo lo hice. No tú, no Sally, no mi padre. Yo, y solo yo.

—Lo exactamente opuesto es lo correcto.

—¡Lo que digas! Me cambiaste, venga, tienes razón. Y también mataste a tu madre, y violaste a tu hermana y mataste a tu padre…

—¡No te atrevas!

—¡VETE A LA MIERDA! ¡VETE A LA MISMÍSIMA MIERDA! —Y le tiré con la botella de cerveza.

La botella dio de lleno contra su frente. Harvey se tambaleó por un segundo antes de acabar sentado sobre el suelo. Se llevó una mano a la cabeza y la retiró manchada de sangre.

—¿QUÉ VAS A HACER? —le grité a todo pulmón, lo que hizo que me doliera el costado—. ¿Por qué no me haces un Arranque? ¿Por qué no me torturas hasta el suicidio? ¿Por qué no te levantas y abusas de mí? ¡Joder! Tengo todo el cuerpo hecho una mierda. ¿Por qué no te levantas y me golpeas como le hiciste a tu padre? Yo no soy tú. Nunca lo he sido. Te envidié y te admiré, pero nunca he sido igual a ti. Aquí los imbéciles son tú y Sally.

Harvey se puso de pie y se me acercó con lentitud. Tenía el semblante ecuánime, aunque la sangre que le caía por el rostro le daba un aspecto siniestro.

—Lo que acabas de decir es muy grande. Una proporción de uno a quince para eso está más allá de mi poder; tendría que torturarte durante tres mil años. Pero no te preocupes, David. En su momento la vida te hará el Arranque apropiado.

Y agarrándome por el pelo, tiró de mí, haciéndome caer al suelo. Tomó mi mano sin enyesar y me arrastró hacia la puerta. Allí me puso de pie con una fuerza que no le sabía, y se me acercó a la cara.

—Ni soy tu padre, ni tu profesor de inglés, ni Sally, ni el gordo del tercer piso. La jodiste conmigo. Y no quiero volver a verte.

—No tengo pensado hacerlo —dije—. Nunca me ha gustado la basura.

—Como le dijo una nalga a la otra: “entre tú y yo hay algo que apesta a mierda” —dijo, y me empujó contra la puerta—. Lárgate.

—Yo tampoco soy tu padre, ¿sabes?, ni tu madre… Tampoco soy una copia de ti. Vete al carajo. Y por favor llévate a Sally contigo.

Harvey me hizo a un lado, abrió la puerta y me empujó fuera. Cuando la tiró, escuché que la cerraba con llave.

—¡Olvídate de tu diez por ciento! —gritó desde adentro.

—Y tú olvídate de mi pureza. Por mí te la metes por el culo.

Y allí me quedé, tirado en el suelo, con dos yesos, doce moretones, una costilla rota y un tremendo mareo de cervezas. El apartamento 7 ya no era mío, pero sí la carpeta que mi mano sana apretaba con fuerza.


Idea [68]


Extracto de la Carpeta de Ideas.

Autor: Harvey Tunner.

Transcripción: David Bennatt.

Fecha de creación estimada: septiembre, 2010.


Crea una Cueva

[I., n.º 68]


La Cueva es un estado tanto físico como psicológico donde el racionalista se encierra con su problema, dejando afuera sus distracciones y, por tanto, sus excusas.

La Cueva física es un lugar libre de cualquier distracción. Es un encierro voluntario y penoso, pues carece de diversión. Un encierro que hace que el racionalista no pueda seguir ignorando el problema, pues lo tiene visible en todo momento.

Es por esto que el que sobrevive en la Cueva odia su posición. Y esta posición le recuerda constantemente por qué optó por ella, dándole un incentivo para actuar. Recordemos que el racionalista hace muy poco o nada. Es perezoso. Solo una dosis directa e intensa de realidad lo haría levantarse. Porque el tipo más holgazán se levantaría de su silla si viera que todo a su alrededor se prendiera en fuego.

La Cueva psicológica es, por tanto, un prender en fuego a todo lo que está atrás. Una situación que le insta constantemente al racionalista a moverse hacia al frente, a salir de su situación.

El racionalista primero debe tener claro qué se propone lograr, sobre qué dirección piensa actuar. Solo entonces, debe deshacerse de todas sus distracciones e ingeniar medios para impedir que tales distracciones (y otras futuras) puedan volver. El resultado será un lugar incómodo, porque quedará solo aquello que tanto se evitó hacer.

Una Cueva combinará el deseo de conseguir una meta con el odio que le produce al racionalista la responsabilidad, creando un recordatorio constante que le obligará a enfrentarse al problema que tiene entre manos.

Esta idea puede verbalizarse de varias formas:


  1. Aíslate con el problema.
  2. Amárrate al mástil.
  3. Quema el puente a tus espaldas.
  4. Oblígate a actuar.
  5. Si acostumbras a meter basura bajo la alfombra, ¡bota la alfombra!

59


Comencé a bajar con gran dificultad. Si así era la vejez, prefería morirme joven. Me tomó más de diez minutos bajar los cinco pisos de escaleras, y, cuando por fin llegué al último escalón, sentía que iba a caerme muerto de dolor. Saqué el iPhone de mi bolsillo y marqué el contacto número tres.

—Dime.

—George, necesito un favor.

—Cuéntame.

—¿Podrías venir a buscarme? Estoy en el apartamento.

—¿Está todo bien?

—Te lo explico luego.

—Dale. Dame un par de minutos.

—Vale.

Con movimientos lentos, me senté en la acera, de espalda al Toyota. Allí esperé por veinte minutos hasta que el auto gris de George asomó la nariz por la esquina.

George se estacionó y tuvo la amabilidad de ayudarme a montar en el auto. Nos abrochamos los cinturones y nos pusimos en marcha.

—¿Cómo estás? —preguntó.

Bajé la cara para verme el cuerpo.

—Lo mejor que se puede.

George sonrió.

—¿Y a dónde vas?

—A donde sea que vayas.

—¿Cómo?

—Me fui del apartamento.

—¿Qué?

—Tuve una discusión con Harvey.

—Pues en buen momento.

—Ni que lo digas.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Dónde vas a quedarte?

—De momento, en el trescientos uno. Solo hasta que pueda decidir algo mejor.

—Este…, ¿cómo piensas hacer eso?

—A efectos universitarios todavía sigo siendo estudiante. No me he dado de baja de ninguna clase y aún conservo la identificación estudiantil.

—Eso no es cierto.

—¿Qué cosa?

—El semestre terminó, David. No solo tienes que haber fracasado en todas las clases y haber sido expulsado, sino que seguimos en las vacaciones de Navidad. Nadie puede ir a la residencia.

—¡Oh, pero qué me pasa!… Lo del hospital parece haberme desorientado.

—¿No te puedes quedar con tus padres? —preguntó.

—Solo como última opción.

Metí una mano en mi bolsillo trasero y comprobé, para mi gran alivio, que cargaba con mi billetera. Mis demás pertenencias se habían quedado en el apartamento 7, incluyendo la nueva ristra de pastillas que ahora necesitaba más que nunca. Aunque con tanto alcohol en el sistema tal vez fuera lo mejor…

—Bien —dije a los pocos segundos—. Necesito ir a un lugar tranquilo. Tengo que pensar.

—¿A dónde vamos?

—Vamos al café del centro comercial.

—Dale.

—Un momento.

—¿Sí?

—Si las clases se acabaron, ¿qué haces por acá? ¿Por qué no estás en casa de tu mamá?

—Hoy tenemos reunión del Equipo.

—¿Ah, sí?

—A las tres de la tarde.

—Eso es bueno saberlo.

—¿Por qué?

—Porque me ha dado una idea.



Llegamos al centro comercial a las dos de la tarde. Frente a las puertas del café estaban Julia, Ángela y Fernand. Los había llamado de camino y por suerte los tres accedieron a verse conmigo.

Cuando salí del auto, los tres me observaron como si fuera una especie de extraterrestre bajando de una nave espacial.

Les sonreí a todos, y pasándole un brazo por el cuello a George, entramos al local.

El olor a café nos acompañó hasta que nos sentamos en una mesa bastante alejada de los pocos clientes. Me tomó unos cuantos segundos encontrar una posición sobre la silla que no amenazara con quebrarme otra costilla.

—Harvey y yo tuvimos una discusión. De hoy en adelante no viviré con él ni perteneceré al Equipo de Cambio —dije sin más.

Todos, exceptuando a George, se miraron entre sí.

—¿Qué pasó? —preguntó Fernand.

—Nada de importancia, de verdad. Comenzamos a discutir por una tontería y terminamos mal.

—¿Y no hay probabilidad de que arreglen? —preguntó George.

—Lo dudo.

—Lo siento, de veras —dijo Julia con cara de pena mientras Ángela asentía en silencio.

—Gracias. Y ahora quiero hablarles de algunas cosas importantes.

Me removí en el asiento hasta hallar una posición mejor.

—De todos los integrantes del Equipo —continué— ustedes cuatro son los únicos en los que confío. Y para ser sincero —dije observando a Julia—, contigo me estoy aventurando un poco, pero espero no equivocarme.

—Pues claro que no —dijo con una voz un tanto chillona.

—Qué bueno. En cualquier momento a partir de ahora voy a perder mi ingreso del Equipo, y este celular —dije, poniendo el iPhone sobre la mesa—. De momento no tengo lugar donde quedarme, ni mucho dinero ahorrado, esto sin contar mi estado físico. Así que voy a necesitar su ayuda.

Esperé a ver algún asomo de asentimiento. Solo George pareció darlo, aunque chasquear la lengua podía significar cualquier cosa.

—No pienso enemistarlos con Harvey ni pedirles que dejen de hacer lo que sea que vayan a hacer con sus planes. Pero eso sí, si piensan ayudarme, solo les voy a pedir que lo que hagamos quede entre nosotros. No me interesa en lo absoluto lo que haga Harvey, igualmente no me interesa que él sepa lo que yo haga de ahora en adelante. Si a alguno de ustedes esto le provoca algún conflicto que no tenga reparos en decirlo.

Nadie mudó la expresión ni dio avisos de querer largarse.

—¿Puedo tomar eso como un sí?

George, Fernand y Ángela asintieron. Julia se tomó su tiempo, pero luego asintió con efusividad.

—Lo que sea —dijo Fernand, y George volvió a asentir.

—Pues bien. Mis problemas más apremiantes, además de recuperarme de este dolor, son conseguir algo de dinero y un lugar donde vivir por el…

—Puedes quedarte en casa —dijo Fernand.

Me lo pensé por un segundo. Era una buena idea, al menos la mejor hasta el momento.

—¿A tu madre no le molestaría?

—No, ’mano, tú sabes que no.

—¿Cómo piensas llegar a tu casa hoy en la noche?

—Ella viene a buscarme. Si quieres, puedes regresar con nosotros.

—Pues vale.

—Y por lo del dinero, te podemos dar algo —dijo George—. Este mes la aplicación dejó casi el doble que el mes anterior.

Los otros lo confirmaron con gestos y asintiendo.

—Les prometo devolverles todo cuanto me presten. Sin embargo, por ahora no puedo darles una fecha exacta para ello.

—No importa —dijo Ángela y los demás volvieron a asentir.

—Bien. Eso es un principio. Con algo de suerte, podré estar generando ingresos dentro varios días si logro…

—¿En tu estado? —objetó George, señalando el yeso de mi mano.

—Hasta donde sé, mi cerebro no sufrió daños.

—¿Y qué piensas hacer? —siguió.

—Pienso dar clases, voy a transmitir el conocimiento que en un momento nos transmitieron.

—¿Vas a dar clases de ligar? —preguntó Fernand.

—Sí, y de guitarra, y de ajedrez, y de lo que sea.

—¿Sabes tocar guitarra? —me preguntó Ángela.

—Sí.

—Nunca me lo habías dicho —dijo entre sorprendida y divertida.

—La verdad es que muchas de las cosas que solía hacer antes de la universidad se quedaron atrás, pero no importa. El punto es que necesito que pasen la voz. Si conocen chicos tímidos que quieran dejar de serlo, alguien que quiera aprender a tocar guitarra, o lo que sea, pues me los refieren. Coméntenlo por Facebook, por donde sea, como sea. Y por ahora creo que sería seguro que me llamaran al teléfono de Fernand por la poca fiabilidad que tiene este —acabé, tomando el iPhone de la mesa y meneándolo.

Los demás asintieron.

—Fernand —dije, sacando mi billetera con dificultad—. Tráete algo de tomar para todos —acabé, entregándole un billete de veinte.

Fernand tomó el billete y después de memorizar lo que los otros pidieron, salió a ordenar las bebidas. Cuando regresó, los demás me agradecieron y comenzaron a tomar café, chocolate caliente y lo que sea que hubiera pedido Ángela.

—Una última cosa —dije, dejando el chocolate sobre la mesa—. Ya les dije que no quiero enemistarlos con Harvey, lo que ocurrió fue entre nosotros dos y ustedes no tienen nada que ver. Pero por igual les digo que de ahora en adelante vamos a tomar caminos separados. Julia, de nosotros cuatro tú eres la más que sabrá de los planes de Harvey en relación a lo de la literatura. Yo nunca he estado interesado en eso, y ahora tengo ideas propias en las que pienso trabajar. Los cuatro están invitados a forma parte de ellas. De momento no puedo darles muchos detalles, pero si están de acuerdo, cuando tenga el asunto más definido se los comunico.

Los demás asintieron.

Me paré con dificultad y fui hasta el baño del establecimiento. Orinar se había vuelto algo tan complejo desde la paliza que prefería una hora del antiguo laboratorio de Química a un retrete.

Cuando regresé, volví a tomarme un buen tiempo en sentarme.

—George.

—¿Sí?

—Necesito que me hagas un favor.

—Dímelo.

—Cuando regreses de la reunión, ¿podrías traerme el iPad y las pastillas?

—¿No sospechará Harvey que hemos hablado?

—A mí eso no me preocupa, pero si a ti sí, pues podemos…

—No, está bien.

—Gracias —dije y me bajé medio vaso de chocolate. Después de un par de cervezas, el calor del nuevo líquido reconfortaba—. Ángela, ¿qué planes tienes para el Equipo?

—Por ahora voy a tener más trabajo, ya que no estarás ayudándonos.

—Sí. ¿Harvey no te ha dicho si tiene algún otro uso para ti?

—No de momento. ¿Por qué?

—Porque me vendría bien utilizar tu cerebro.

Ángela se sonrojó un poco.

—¿Qué necesitas?

—Que aprendas unas cuantas cosas. Tengo conmigo una carpeta que necesito que domines.

—¿Una qué?

—¿Sabes? No importa. Déjame estar más claro de todo y después te cuento en detalle.

Ella asintió y yo aproveché para ponerme de pie.

—Eso es todo por ahora. Creo que deberían ir yéndose para la reunión del Equipo.

—¿Qué hacemos contigo? —preguntó George.

—Yo me voy a quedar aquí. Cuando acabe la reunión, que Fernand pase a buscarme.

—Vale —dijo Fernand, asintiendo lentamente.

Me despedí de los demás y poco a poco fueron saliendo del local, todos menos Julia. Se había quedado rezagada terminándose el café.

—David —me dijo, mirando hacia fuera, como comprobando que los demás hubieran salido—, antes de que me llamaras para que viniera, Harvey se comunicó conmigo.

—¿Y?

—Me dijo que creía posible que te comunicaras con algunos de los integrantes del Equipo para pedirles favores.

—¿Eso dijo?

—Sí. Me contó que te habías ido y que de seguro buscarías ayuda. Y dijo que yo debía dártela.

—No te entiendo.

—Harvey me pidió que le informara de todo lo que hicieras. Que te ofreciera mi ayuda e hiciera cuanto fuera para que confiaras en mí.

—¿Harvey me está espiando?

—Eso parece.

—¿Y qué piensas hacer?

—¿Lo preguntas en serio? ¿Acaso no te lo estoy diciendo?

—Bueno, sí. Te lo agradezco.

—¿Quieres que haga lo mismo por ti? Digo, que puedo decirle a Harvey lo que tú quieras que le diga. Podría traerte información de lo que…

—No. No me interesa saber lo que diga o haga Harvey.

—Muy bien, entonces.

Julia me ayudó a salir del establecimiento. Los demás se despidieron y Fernand aseguró que me buscaría en algunas horas.

Mientras los veía marcharse, me senté en la acera a esperar sabe Dios por cuánto, dolorido, mareado y sin ningún condenado cigarrillo que me tranquilizara.


60


A las seis de la tarde, Fernand vino con su madre a recogerme. La señora Warton era una mujer sumamente apuesta, pero el rostro depresivo y ausente que cargaba le disminuía atractivo.

Por el camino Fernand me dio un bulto que contenía mi iPad, mi sombrero, las pastillas, un cartón de cigarrillos y un cheque por quinientos dólares. Harvey había puesto todas estas cosas en mi bulto, y los quinientos dólares eran, en sus palabras, “lo último que David recibirá por la ayuda que le brindó al Equipo de Cambio”.

Fernand también sacó un fajo de billetes con más de dos mil dólares, una recolecta entre los cuatro del café. La señora Warton no se inmutó al ver aquel tráfico de dinero dentro de su auto. Así que el rostro depresivo y ausente tenía sus ventajas.

Llegamos a su casa a las nueve de la noche. La casa dejaba mucho que desear. A primera vista parecía que la habitaba una persona muy mayor, una incapaz de mantenerla en condiciones apropiadas. La casa tenía tres cuartos, todos desorganizados, llenos de cajas viejas y ropa sucia. Había bolsas de basura amontonadas en la cocina, pilas de trastes sucios, botellas de cervezas vacías regadas por todos lados, colillas tiradas en el suelo y un olor rancio por cada rincón.

El cuarto de Fernand no era la excepción, y el que me cedieron a mí, que hasta entonces había fungido como almacén y armario, era el más crónico de todos.

Pero nada de eso me importaba. En lo único que podía pensar era en lo extraño que me sentía estando tan cerca de la casa de mis padres mientras me quedaba con Fernand y su madre, la señora Warton.

Tan pronto habilité mi cuarto, me acosté a dormir sin demoras. Todo lo referente a pensar quedaría pospuesto hasta la mañana siguiente.



A primera hora me senté a fumar en el viejo sillón del balcón, que era el lugar más agradable de la casa, con vista a un patio amplio y a la vida cotidiana de los vecinos.

¿Y qué ahora? En solo seis meses mi vida había dado un giro drástico, pero por alguna razón me sentía al principio del camino. ¿Qué le pasaba a Harvey? ¿Y yo qué iba a hacer ahora?

Con cierta dificultad, asociada con el yeso en mi brazo, saqué el iPhone de mi bolsillo y comprobé, para mi pesar, que mis predicciones resultaban ciertas: estaba desconectado. Lo dejé en el suelo y seguí fumando.

Mi interior había cambiado, lo sabía. Ahora era capaz de pensar con mayor claridad y no le tenía miedo al mundo. Pero en el exterior era tan miserable como cuando llegué a la universidad. No tenía medios funcionando para ganarme la vida, el poco dinero que tenía lo debía y muy pronto escasearía. Y mis dolores físicos solo servían para acabar de hacerme la vida de cuadritos.

En febrero sería la vista judicial de los que me golpearon la noche del cine, pero exceptuando esa cita, mi calendario mental estaba vacío, ni un solo plan. Muchas ideas, pero nada concreto.

Le había dicho a Ángela que tenía que aprender todo lo que yo sabía. La razón no estaba clara, pero estaba convencido de que si alguien de mis conocidos podía aprender con rapidez, era ella. Harvey ya no estaría conmigo, por lo que iba a necesitar otro cerebro trabajando junto a mí. Si algo había aprendido con Harvey era que dos cerebros eran mucho mejor que uno.

Fernand salió al balcón cargando dos sándwiches. Me dio uno, le agradecí, lancé la colilla al patio y nos pusimos comer.

—Tengo cinco amigos interesados en aprender a ligar —dijo al segundo mordisco.

—¡Eso es perfecto, Fernand! —dije, poniendo el plato sobre la fila de balaustres.

—Sí, ’mano —dijo, y asintió, moviendo la cabeza más de lo necesario.


∗ ∗ ∗


Fernand, George, Ángela y Julia se tomaron muy en serio la promoción que anunciaba que las clases a impartirse serían variadas y que al segundo día de clases se cobrarían doscientos dólares por cabeza, que era el pago por el curso que estimé de un mes de duración.

Pero los cinco amigos de Fernand no fueron los únicos interesados. El segundo martes de enero me sorprendió descubrir a un grupo de 25 jóvenes vírgenes en la marquesina de la casa de la señora Warton, y todos interesados únicamente en aprender a ligar. Si lograba una cuota similar para el próximo mes, mis ingresos rondarían los cinco mil mensuales…

Con la ayuda de Fernand, le repartí a cada uno un pequeño folleto con los temas que trataríamos durante el curso y lo discutimos en detalle.

Cobré al día siguiente y, además de tomar un plan telefónico por separado, pude entregarle los dos mil dólares a Fernand que entre los cuatro me prestaron. George vino todos los días de esa semana a ayudarnos a Fernand y a mí con las clases de ligar. Los vírgenes, en su mayoría, comenzaron a hacer avances significativos durante esa semana. Los que se quedaron rezagados del resto recibieron asistencia personalizada de Fernand y George.

Y así se formó un nuevo sistema en la marquesina de la señora Warton, que ni salía a husmear en su propia casa, pues se la pasaba el día entero metida en su cuarto viendo novelas.

Le envié a Ángela una copia electrónica de la Carpeta de Ideas, pero fue una copia “suavizada”, pues me aseguré de sacar aquellos textos de Harvey que la hubiesen podido poner incómoda, como la Idea número 245, sobre cómo convencer a una chica de tener relaciones anales por primera vez. Pero por lo pronto, no pude saber cuán bien le iba con los nuevos principios. La razón fue que las clases comenzaron el martes 15, y todos los integrantes del Equipo de Cambio que trabajaban conmigo tuvieron que retornar a sus rutinas universitarias.

Cuando llegó el martes, quedé solo en la casa de una total desconocida. Antes de partir para la universidad el lunes por la noche con George, Fernand me aseguró que podía quedarme en la casa por el tiempo que necesitara, que a su madre no le molestaría en lo absoluto. Aun así, me sentí incómodo cuando Fernand partió.

La mayoría de los chicos del curso también comenzaban sus clases, unos en las universidades y otros en las escuelas preparatorias locales, debido a lo cual tuve que dividir el grupo entre aquellos que podían reunirse conmigo en cualquier día y los que podían hacerlo solo durante los fines de semana.

El último viernes de enero fui con Fernand en el auto de su madre al hospital de la ciudad. Me quitaron el yeso de la pierna, pero no el del brazo. Con un poco de trabajo, salí caminando de hospital sin tener que ayudarme con el hombro de alguien. Y eran buenas noticias; ya era hora de ir al campo con los chicos del curso para mostrarles en vivo cómo seducir a una chica.

Cuando George partió para la universidad, volví a quedarme a solas en la casa de Fernand. Esa semana trabajé extra con aquellos chicos que no lograban poner en práctica las ideas más complejas (pero también las más efectivas) de la Carpeta de Harvey.

Y trabajando en esto comprendí mejor lo que Harvey me dijera en varias ocasiones: que a mí se me hacía fácil aprender, pero que esto no siempre era igual con lo demás.

El problema, llegué a pensar esa semana, residía en la Observación número 67, sobre los dos tipos de ideas principales en los seres humanos, pero de momento no vi qué otra cosa hacer para ayudarles a los chicos atrasados que ir con ellos a un paso más lento que con los otros.

El primero de febrero George me llevó al hospital y me removieron el yeso del brazo. Para entonces, mi pierna estaba casi tan bien como la sana, y ahora le tocaba el turno a mi brazo de sanar. Aunque de saber lo que ocurriría el miércoles por la mañana, no me hubiese hecho de muchas expectativas…


∗ ∗ ∗


La mañana del miércoles amaneció nublada. Me preparé un desayuno sencillo y salí al balcón, donde me senté en uno de los pocos escalones que lo separaban del patio. Mientras fumaba y comía, aproveché para organizar mentalmente las clases de aquella semana.

Me fumaba el sexto cigarrillo del día, cuando la señora Warton salió al balcón.

Estaba vestida con una bata de dormir y lucía ojeras de pastillas y malos sueños. Se recostó del marco de la puerta, mirando afuera con los ojos entrecerrados, a ningún lugar en particular. No me hubiese sorprendido que aquella fuese su primera salida de la casa en varias semanas.

—Dame un cigarrillo de esos —dijo, extendiendo las dos manos como esperando a que yo le tirara la cajetilla.

Me puse de pie, me acerqué a ella y le extendí la cajetilla, que agarró con manos temblorosas. La vi sacar un cigarrillo y llevárselo a la boca antes de devolverme la cajetilla y hacer bocina con las manos alrededor del cigarrillo, el cual le encendí y al que le dio varias caladas rápidas.

—¿Se encuentra bien? —pregunté, yendo a sentarme al borde del balcón.

—No calman tanto como una Xanax, pero bueno…

Miré a lo lejos y allí nos quedamos los dos, fumando en silencio.

—¿Tú eres el que ha cambiado a mi Fernand?

—¿Discúlpeme? —dije, volteando la cara para observarla. Su rostro seguía tan inexpresivo como siempre.

—Tal vez no sea la mejor madre del mundo, pero tampoco es que sea la peor.

—No la entiendo.

—Solo digo que puedo saber cuando mi hijo cambia.

Quise decir algo, pero no supe qué, de modo que el ceño se me frunció como toda respuesta.

—Mi Fernand siempre ha sido un chico tranquilo. Y puedo ver que ahora está, no sé, más suelto. Has sido tú, ¿verdad?

—Este… en realidad fue otro compañero de la universidad.

—¿Oh, sí?

—Yo también he cambiado mucho desde que entré a la universidad —dije.

—Lo he notado. Antes, cuando venías acá, eras tan tranquilo como mi Fernand.

Volví a quedarme en silencio a falta de algo que decir.

—Pero ahora te ves más suelto, y mucho más que Fernand. Por eso pensé que tal vez habías sido tú el responsable.

Nuevamente silencio.

—¿Y qué exactamente hacen ustedes con todos esos chicos en la marquesina? —siguió.

—Les enseñamos… Les ayudamos a no ser tan tímidos.

—Pero me parece que se centran ustedes más en enseñarles a enamorar chicas.

—Bueno, eso también.

—¿No crees que es feo andar enseñándole a esos chicos a aprovecharse de las mujeres?

Lancé el cigarrillo a lo lejos y encendí otro.

—No es así como usted lo pone. A decir verdad, todas las mujeres prefieren que sus hombres sepan cómo complacerlas.

—Esa es una buena excusa.

—Es la verdad —me defendí—. Las chicas quieren que los hombres sepan cómo tratarlas, cómo enamorarlas, cómo hacerlas sentir buenas emociones. Les enseñamos a estos chicos a dejar la timidez, pero también a ser mejores hombres, mejores amantes. No es para sacarles provecho a las chicas, más bien es lo opuesto.

—¿Y a qué chicas se proponen complacer ustedes con todo esto?

—A cualquiera. A todas.

La señora Warton se quedó pensativa, con la mirada ausente, perdida. Cuando lanzó su cigarrillo al patio, me preguntó:

—¿Y no crees que estás ignorando el elefante?


61


⁓¿Elefante?

—Dame otro —dijo, caminando despacio hasta acabar sentada junto a mí.

Le di los cigarrillos, se puso uno en la boca y cogió mi encendedor. Encendió su cigarrillo y puso entre nosotros la cajetilla y el encendedor.

—Es un viejo refrán… ¿De verdad no sabes sobre el elefante en la habitación?

—No.

—Pues bueno —dijo, y se interrumpió para botar humo—, el elefante es un asunto vergonzoso. Las personas saben de él, pero aun así no lo mencionan.

—No la sigo.

—¿De qué hablaríamos tú y yo si en este mismo balcón hubiese un elefante?

—Pues del elefante, supongo.

—Exacto. Si no lo hiciéramos, estaríamos ignorando el elefante en la habitación.

—Oh… —comenté, asintiendo levemente, llevándome el cigarrillo a la boca.

—¿No crees entonces que estás ignorando el elefante?

—¿Cuál elefante, señora Warton?

—Pues yo, este mismo elefante.

—No creo… que la entiendo.

—Decías que sabías y enseñabas cómo complacer a las chicas. Y sin embargo, aquí hay una chica, justo a tu lado. Y si conoces de esas cosas, sabrás que yo no me siento complacida.

Me atraganté con un ataque de tos que me raspó la garganta. El episodio acabó conmigo a punto de escupir.

—Señora Warton…

—¿No me encuentras atractiva?

—Usted… usted es la madre de Fernand.

—¿Nunca te has acostado con una chica mayor?

—No.

—¿Y cómo puedes venderte como alguien que sabe complacer a las chicas si nunca has tenido que intentarlo con una grande?

La señora Warton se puso de pie y se soltó el amarre de su bata, bata que se le deslizó hasta caer al suelo. Y allí quedó ella, expuesta, en plena ropa interior.

Un cosquilleo me estremeció, ya fuera por lo extraño de la situación o porque en realidad era atractiva. ¡Sí que lo era! Todo su cuerpo estaba en su debido sitio. Unos pechos pequeños que presionaban contra el sostén, una cintura delgada y unas caderas anchas. Su expresión era lo menos atractivo que tenía, pues mostraba un letargo distante y frío, pero que a la misma vez la hacía ver menos analítica, más imparcial, indiferente, lo que me facilitaba poder observarla sin ponerme a temblar.

—¿Qué es lo que le dices a esos tímidos a los que entrenas? ¿Cómo deben tocar a una chica?

—Señora Warton, yo…

—Ya está bueno, ¿te parece? —Su voz era monótona y sencilla, como si comentara lo que pensaba comer para el almuerzo—. Yo creo que puedo enseñarte más cosas sobre chicas de lo que tú puedes enseñarle a esos chicos.

Se llevó las manos a la espalda y desabrochó su sostén, que se le quedó colgando de los hombros, dejando entrever unos pechos pequeños, firmes y erguidos. Sin poder evitarlo, sin poder tan siquiera procesarlo, tuve una erección descomunal.

Tal vez fuera lo prohibido, la línea que podía cruzar si quería… Tal vez fueran sus pechos, o aquellas líneas curvas y experimentadas. O tal vez fuera algo tan simple como la expectativa del sexo… pero movido por un impulso desconocido, me levanté, me le acerqué y la besé.

Era increíble. Solo nuestras bocas se tocaban, pero podía sentir todo su cuerpo contra el mío. Separó su boca de la mía y, para mi sorpresa, su rostro seguía sin mostrar emoción. Pero más extraño era que ese mismo rostro me hacía sentir protegido, aislado de cualquier juicio moral, como si fuera mi imaginación y no la realidad la que me hacía desearla.

Sin mudar la expresión deprimida, agarró mi pantalón y deslizó la otra mano dentro.

—Pues claro que me encuentras atractiva.

—Señora Warton…

—Ya no hay vuelta atrás, chico.

—… estamos en el balcón.

—De mi casa. Así que podemos hacer lo que queramos.

—Pero, pero… —dije, mirando alrededor. No es que hubiese nadie a simple vista, pero algún vecino podía asomar la cara.

Su mano apretó y yo sentí un taco en la garganta, y en la entrepierna.

—Toma nota. Esta es una de las diferencias entre chicas y mujeres. Las primeras tienen fantasías, las segundas tenemos indiferencia, solo el momento decide.

—¿Qué…?

—Acuéstate —dijo, señalando el suelo con los labios.

El asunto estaba perdiendo espontaneidad, que era la única razón por la que no me había marchado a esas alturas, o al menos eso me obligaba a creer.

—Señora Warton, de verdad no creo…

Ella liberó la presión de su mano y se llevó ambas a la cintura.

—Pues quédate de pie.

Se bajó la parte delantera de su ropa interior. Su piel estaba afeitada, lisa, simplemente sensual. La otra mano se aventuró dentro y su rostro al fin mostró que tenía vida. Cerró los ojos mientras se tocaba, se sonrió un poco y echó la cabeza hacia atrás.

Volví a mirar a los alrededores antes de arrodillarme para quedar escondido detrás de los balaustres, pero la señora Warton no desistió en lo que hacía.

—¿Qué es lo que más te gusta mirar y en qué posición?

—¿Cómo…?

—Sigues siendo demasiado tímido.

Y se arrodilló dándome la espalda, como si estuviera a punto de ponerse a gatear alejándose de mí, pero no se alejó, sino que dio varios pasos hacia atrás, acercándome su sexo a la cara.

¡Virgen santa! Allí la tenía, a solo un palmo de mi rostro. Respiré profundo, sintiendo como la presión contra mi pantalón intensificaba. La señora Warton ya no se movía. Estaba a la expectativa, a la espera de que yo hiciera algo.

Pero cómo hacerlo… Pero cómo no hacerlo. Levanté una mano y la llevé con lentitud hacia ella. Mi mano aterrizó con suavidad sobre la tela fina de color crema que se abultaba con aquello que cubría, aquello que yo quería descubrir.

Uno de mis dedos separó el envoltorio de tela crema. La señora Warton se movió y giró la cabeza para verme.

—No la descubras todavía, perderá el efecto.

Retiré el dedo de inmediato.

—No, no. Tampoco así. Estrújala, pero sin verla aún.

¡Por todos los cielos! ¡Hagámosle caso, pues!

Mi mano se cerró sobre todo aquello. Y apreté. Apreté como si no pudiera permitir que se me escapara de las manos. La señora Warton arqueó la espalda y yo volví a apretar.

Poco a poco acerqué la cara hasta casi poder tocar mi mano, que se movía con brusquedad sobre su ropa interior. Retiré la mano y le di paso a mi boca. Y fue al tocarla con mis labios cuando me hice consciente de la verdadera cantidad de humedad. Abrí la boca y mordí. Y la señora Warton se echó solo un poco hacia atrás, como dejándome saber que el mordisco no era suficiente.

Mordí otra vez, más fuerte aún. Intuí que asentía, pero no podía saberlo. Y tampoco me importaba.

—No voy a verla, se lo juro —le advertí, antes de permitir que mi dedo separara la húmeda tela de su piel.

No dijo ni hizo nada. Mi dedo la tocó. Y mi boca volvió a morder en los lugares donde mi dedo no cubría.

—Pégame —pidió, volviendo a asomar la cara por un lado.

—¿Dónde? ¿Cómo?

—Donde quieras, como sea.

Con la mano que no se aventuraba en ella la golpeé sobre la nalga izquierda; el golpe aterrizó sobre una piel sorprendentemente firme.

—Más fuerte, chico —dijo con una voz desprovista de cualquier sensualidad.

La golpeé más fuerte. Ella asintió. Así que la golpeé otra vez.

—No olvides lo que haces con la otra.

Y era un buen recordatorio. Tanto enfoque en lo extraño de sus últimas peticiones me había sacado de la mente aquellos dedos torpes. Los retiré y, con la mano entera, apreté sobre su ropa interior. Y cuando apretaba como si la vida se me fuera en ello, volví a golpearla con la mano libre.

Ella asintió. Y entonces comprendí que aquello era como tocar batería: sin independencia entre los miembros no se podía crear ritmos complejos.

—Vuelve a morderme.

Saqué la mano de debajo de su ropa y allí enterré la cara. Mis manos se cerraron sobre sus dos nalgas y apretaron, y mordí. Y por todo el tiempo que duró, no hice nada más que deleitarme con mi suerte. Allí era la gloria… Y allí tenía mi cara y las manos.

La señora Warton hizo un leve movimiento. Creyendo que estaba por volver a darme alguna dirección, la mordí y volví a golpearla. Mis manos se cerraron con mayor fuerza y ella quedó tranquila; así que esa era de aquellas… Y a mí me valía madre cómo fuera, siempre y cuando yo pudiera serlo con ella.

Mi mano derecha se aventuró de nuevo dentro. Y la cantidad de humedad y aquella cualidad viscosa pudieron más que mi poco control. Separé la ropa interior hacia un lado, y antes de que la señora Warton pudiera hacer o decir algo, la mordí más fuerte que nunca.

El contacto directo me produjo escalofríos. Quité la cara y observé. Observé con tanta intensidad y esmero que aun dentro de mil años sería capaz de dibujarla de memoria…

Mis dos manos abandonaron los flancos y se metieron de lleno al frente de la batalla. Mis manos la abrieron y allí metí la boca, y la lengua y la nariz y todo lo que cupo. Y vi, olí, probé y sentí. Y también logré oír el gemido que se le escapó.

Hice todo lo que quise con mi lengua. Mis manos se cerraron por todos lados y ella dejó que yo le hiciera cualquier cosa, siempre y cuando me asegurara de golpearla y morderla con fuerza de vez en cuando. Y sí que lo hacía, y con total complacencia.

Era tiempo de aventurarme más adentro. Mojé dos dedos con mi boca y los metí en aquella cavidad tibia.

La señora Warton hizo un gemido agudo y esa fue mi señal. Me puse de pie, y abrazándola por la cintura, la puse a ella de pie.

Tenía la misma cara de siempre, aunque con una insinuación de sonrisa.

—Entremos a la casa —le dije, recogiendo los cigarrillos y el encendedor y poniéndolos en mi bolsillo.

Le tomé una mano a la señora Warton y la llevé hacia la puerta sin que opusiera resistencia u objetara en contra.

La conduje por un laberinto de ropa sucia, pilas de objetos sin uso y colillas de cigarrillo hasta llegar a su cuarto. E intuyendo que no se molestaría por un trato un poco brusco, la empujé contra la cama.

Cayó cuan grande era, desparramada, con sus miembros abiertos, con el sostén que ya no sostenía nada, con la ropa interior estirada por mis intervenciones, con la cara de quien tiene pocas expectativas y un cuerpo listo para brindar sin recibir mucho a cambio.

Salté a la cama, y con solo dos movimientos, le quité la ropa interior. Sus piernas quedaron extendidas hacia arriba, y la visión plena de lo que era mío amenazó con explotar en mi entrepierna. Y entonces ya no fui capaz de pensar.

Me solté el cinturón con prisa y desabroché mi pantalón. Liberé mi extremidad a la vez que una mueca me retorcía el rostro ante lo inminente. Pero antes de que mi cuerpo decidiera jugarme en contra, la señora Warton me dio una cachetada que me volteó la cara.


62


Me llevé ambas manos al cachete dolorido.

—No te atrevas a correrte —dijo con la misma expresión ausente, sentándose en la cama.

—Pero… —balbuceé, bajando las manos para guardar lo que había estado a punto de quedar en desuso.

—Conque eres de esos, ¿eh? —comentó, metiendo una mano por uno de mis bolsillos para alcanzar los cigarrillos y el encendedor, mientras yo me abrochaba el cinturón.

Sentía la cara caliente de vergüenza, o tal vez era porque la sangre volvía a los lugares donde correspondía.

La señora Warton tiró los cigarrillos y el encendedor sobre la cama. Yo los alcancé y nos pusimos a botar humo.

—Lo siento —acabé diciendo.

—Con eso no haces nada.

Se echó el pelo hacia atrás, dio una profunda calada y estrujó el resto del cigarrillo en el cenicero de plástico sobre la mesita de noche.

—Acuéstate —dijo.

Lo hice, no sin antes mirarla con el entrecejo fruncido.

La señora Warton alcanzó mi pantalón y lo desabrochó. Y sin darme tiempo a procesar lo que hacía, me lo bajó, metió sus manos por entre mi calzoncillo y acercó la cara. ¡Aquí vamos!

—Pare… Pare… Pare… —le supliqué.

Pero en vez de hacerme caso, una de sus manos volvió a aterrizar sobre mi cara.

—¡Concéntrate! No te corras.

Asentí, sobándome el cachete, pero la sensación en mi rostro comenzó a disminuir cuando ella continuó mordisqueándome allá abajo.

—No puedo, no puedo…

Y otro golpe calló.

—¡Ya está bueno! —dije, bajándome de la cama y acomodándome el pantalón.

—¿Piensas negarte?

—Escuche…

—No. Tú escúchame. No te pido que me dures por horas. Solo tienes que aguantarte por quince minutos.

—¿Quince minutos?

—Es todo lo que se necesita para una buena revolcada. Menos de eso no llena, más de eso aborrece. Ahora, ¿crees que puedas hacerlo?

Me doblé y alcancé los cigarrillos.

—Verá, no creo que debamos… acostarnos.

—¿Ah, no? —comentó con un intento fallido de coquetería.

—No señora Warton, no creo que sea correcto —dije, y partí en dirección a la puerta.

—Adelante, entonces. Dedícate a ignorar elefantes.



Llegué al balcón y lancé el cigarrillo. ¡Qué rayos! No era correcto acostarme con la madre de Fernand… ¿O era acaso que no sabía cómo complacerla? La primera versión sonaba mejor. Sí, no podía hacerlo y punto. Y mejor que alejara todo aquello de mi mente.

Saqué el celular de mi bolsillo y busqué en internet sobre “el elefante en la habitación”. La señora Warton estaba en lo cierto: la expresión provenía de una frase en inglés que hablaba del hecho de ignorar un asunto de importancia y muy evidente.

Encendí otro cigarrillo y apreté un enlace dentro del artículo que leía.

Al instante me encontré leyendo sobre una hipótesis acerca de la felicidad. El nuevo artículo comentaba sobre un libro que utilizaba una metáfora de un elefante y su jinete para dramatizar una dicotomía en el ser humano. El elefante representaba las emociones y el jinete a la razón. El elefante es poderoso, pero no tiene la inteligencia del jinete, que sí sabe a dónde ir, pero debe controlar al elefante si pretende llegar a algún lado. Y según la metáfora, el principal reto es hacer que jinete y elefante trabajen en armonía.

Saqué los ojos del celular y miré a lo lejos. Razón y emoción. Meta y tentación. Pragmático y racionalista. Jinete y elefante. Dos lados opuestos. Los dos echando a perder a los mejores hombres.

Tal vez ahí radicaba el problema que Harvey había descrito en la Carpeta, aquel que probablemente fuera el causante de que algunos de mis estudiantes encontraran tantas dificultades para avanzar…

Me puse de pie de un salto y fui hasta el cubo de la basura del patio de la casa. Miré dentro; varias bolsas plásticas a rebosar amenazaban con caerse por los bordes.

Saqué mi encendedor, lo accioné y lo acerqué a las bolsas. Cuando la primera de las bolsas cogió fuego, salí corriendo hacia la casa. Llegué a mi cuarto, tomé todas mis prendas de ropa y salí con ellas al balcón.

El cubo de la basura ardía en llamas. Me acerqué, y con cuidado de no quemarme, metí toda la ropa dentro del cubo. Después me desnudé por completo, en medio del mismísimo patio, y también tiré la nueva muda de ropa.

Sin llegar a correr, salí en dirección a la casa. Cuando llegué al cuarto de la señora Warton, la encontré aún desnuda, acostada sobre la cama, mirando la televisión. Cuando crucé en el umbral de la puerta, se fijó en mí.

—Tal vez no pueda evitar correrme por los quince minutos —dije—, pero tal vez pueda compensar.

—¡No sabía que tuvieras un tatuaje en…!

Y sin dejarla acabar, me fui directo a la cama. ¡Qué más daba si me corría! Siempre y cuando ello no representara problemas para ella…

—¿Qué es ese olor? —preguntó.

—Un elefante quemado.

Y sin dejarla replicar, le levanté las piernas y la penetré sin pensarlo. La penetré con tanta fuerza que pensé que me lastimaba. Y casi lo hice, pero el dolor ayudó a quitarme el acto de la mente. Y así fue como pude evitar correrme al primer minuto.

La señora Warton sonrió y dejó de mirar la televisión. Me puse sus piernas alrededor de mis hombros y volví a penetrarla. Ella gimió. En cualquier otro momento ese hubiese sido el final, pero el dolor que me produjo la brusquedad de mi movimiento eclipsó el cosquilleo. La penetré otra vez, y otra vez.

La señora Warton asintió, y yo aumenté el ritmo. Iba a correrme, y no sabía qué más daño causarme para evitarlo. Por suerte, logré salirme justo a tiempo. Era hora de probar los consejos más extraños de la Carpeta de Ideas…

La volteé hasta que quedó a gatas, dándome el trasero. Trasero que golpeé con mi mano abierta. Mojé tres dedos en mi boca y los llevé dentro de ella. Y mientras los movía de al frente hacia atrás con rapidez, le fui dando golpes torpes con mi mano libre. A ella le encantaba o era muy buena actriz. Así que continué con lo brusco y lo torpe, y ella a mostrar más vida con cada segundo que pasaba.

Los tres dedos se hicieron cuatro. Y los movimientos aumentaron en rapidez, esta vez detenidos por las paredes de su vientre. Todos aterrizando con fuerza sobre aquella piel parecida al interior de una boca humana.

Una penetrada tras otra, con una palmada tras otra. Saqué las manos y volví a penetrarla de forma natural. Cada vez más firme, cada vez más intenso. Y cuando supe que era imposible detenerlo, me salí. Y mientras me corría por todos lados, volví a meter cuatro dedos.

En cuestión de segundos, perdí el enfoque. Correrme me disminuyó la sensación que me permitía estar allí metido con la mamá de Fernand, pero no iba a dejar que las emociones ganaran. No. Los elefantes no mandaban. Los jinetes sí. Era hora de dominar los elefantes, de dejar de ignorarlos, de comenzar a matarlos.

La señora Warton se retorció cuando aumenté la velocidad y la fuerza con la que la presionaba contra su vientre. Otra palmada, una mordida, otra firme penetración. Otro gemido. Y sus piernas comenzaron a trincarse, a cerrarse alrededor de mi mano, haciendo el movimiento más costoso.

Pero continué. Continué hasta que sentí que mi mano se llenaba de… «¿agua?» ¿Qué era aquello? ¿Acaso ella se…? ¡Oh…! No sabía el nombre, pero lo había visto anteriormente en mis películas pornográficas. ¡Pues un punto más para David!

Y los disparos de líquidos me aumentaron el ego, y la velocidad. Y a ella los movimientos súbitos y las retorcidas en la cara y en los muslos. Su cara era una mueca congelada. Sus ojos tan apretados parecían lastimarse.

Saqué los dedos para darles un respiro, y metí la otra mano. No unos pocos dedos, sino la mano entera. La señora Warton zapateó el aire y yo la esquivé por muy poco. Pero era difícil saber si le hacía daño o si le daba la mañana de su vida. Para entonces mi entrepierna volvía a dar pulsaciones propias del corazón.

Pero no podía parar el ritmo, no ahora. Además, ver mi mano allí metida, me hacía dudar de la capacidad del efecto si decidía cambiar de miembro, pero había algo con lo que podía poner las dos extremidades a trabajar. Con una seguiría penetrándola con firmeza y con la otra… Bueno, allí había más de un lugar.

Me aventuré, acerqué mi vientre a la acción y la penetré. Allí se sentía ajustado, seguro. Y ya no fue la señora Warton, la madre de Fernand. Entonces fue Evelyn, mi chica grande.

Mi mano perdió un poco el ritmo y la intensidad. «¡Enfócate, David! ¡Enfócate si has de domar a este elefante!»

Mientras la penetraba por el trasero, mi mano siguió entrando y saliendo al ritmo de una canción que solo sonaba en mi cabeza. ¿Y la otra mano? Ya la sentía descansada, así que era hora de independizar los miembros más aún y orquestar un corte de batería sin igual.

La mano libre se me fue hasta su cabello. Allí se anudó y tiró. Después se zafó y la agarró por el cuello. Y sostener aquella acción por cosa de un segundo fue suficiente para que volviera a correrme. Y lo hice allí adentro, haciendo un esfuerzo sobrehumano para mantener el enfoque en mis dos manos.

Uno de los miembros había quedado fuera de la batalla, temporalmente inutilizado; había que sustituir. Así que saqué la mano de su cuello y la llevé a tomar el lugar que quedó vacante. Y mis dos manos obraron en armonía. Una saliendo y entrando y la otra moviendo dos dedos dentro. Y David vio que era bueno y lo bautizó “santo”.

La señora Warton no pudo o no quiso seguir arrodillada. Se dejó caer, quedando bocabajo contra la cama, con la nueva posición dificultando la tarea de mis manos.

Un gemido más fuerte que los anteriores hizo eco por el cuarto al mismo tiempo que una mueca en su rostro la retorcía más allá de la posibilidad de reconocerla. Era la señal. La cosa estaba a punto de culminar.

Respiré profundo y me centré en mis manos, en sus movimientos, en la intensidad del contacto. Ella retorció más las piernas, haciendo presión sobre mis manos, que iban de adentro hacia afuera, arropadas en una llave de judo de fácil rendición. Sin cuartel. Dos fuerzas opuestas sin cancelarse una a la otra. Una contradicción existiendo entre los dos. Mi antebrazo cansado, sus muslos contraídos. Su rostro desfigurado, el mío concentrado. Al frente, atrás, adentro, afuera, alrededor, arriba, abajo.

—¡Voy a correrme! —gritó.

Intensifiqué el movimiento, provocándome con ello una erección dolorosa. Mis oídos zumbaban por alguna razón…

La señora Warton comenzó a dar movimientos repentinos, torpes, animales; reflejos nerviosos que se cerraban alrededor de mi mano y parte de mi antebrazo, haciendo que mis movimientos generaran una fricción al punto del fuego.

El calor aumentó. Ella chilló como herida. Un nuevo puñado de líquido salió disparado contra mi cara. Sus muslos se trancaron en un posición firme y tiraron en un reflejo.

Y otro grito rasgó la mañana, pero no fue la señora Warton quien lo produjo. Era yo quien gritaba, con la base del hueso cúbito de mi mano hecha pedazos dentro de su vientre.


63


Los siguientes 10 minutos fueron confusos. El orgasmo de la señora Warton, la deformidad de mi mano y los gritos de ambos por motivos distintos hicieron que la escena adquiriera cierta niebla en mi mente.

Recuerdo haber corrido hacia el cuarto de Fernand y ponerme una muda de ropa suya, intentando que mi mano no sufriera más daño. La señora Warton se quedó en el cuarto, tal vez sin hacerse consciente de mi accidente.

Después de lo que pareció una eternidad, estuve vestido con una camisa tan pegada que me impedía respirar con normalidad y un pantalón al que tuve que hacerle dobladillos más de dos veces.

Llegué al cuarto de la señora Warton y la encontré vistiéndose con toda calma, con una sonrisa pasmada en sus labios. Cuando me vio entrar, abrió más su sonrisa y asintió, pero cuando se fijó en mi brazo en aquel ángulo anormal, dio un respingo.

—¿Pero qué te ha pasado?

—Creo que se me pasó la mano.

Yo sonreí, pero la señora Warton no pareció advertir el chiste.

—Móntate al auto. Vamos al hospital.

Dos minutos después, salimos al balcón.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalando el cubo de la basura, que ahora botaba un fino humo negro y expedía un olor como a podrido.

—Eh… Un accidente. Por eso me puse esto.



De camino, la señora Warton no dejó de echarme miradas de soslayo, como si temiera que me desmayase en cualquier momento, pero yo sabía que tal cosa no ocurriría. El dolor había disminuido bastante, y después del susto inicial, la cosa parecía incluso un tanto cómica.

—No se preocupe.

—¿Pero cómo pasó?

—Supongo que el brazo no estaba completamente sano. Y con lo que hicimos, pues…

La señora Warton asintió, pero siguió con las miradas y el rostro serio al conducir. En cualquier otro momento me hubiese sentido aliviado de tener una buena excusa para no hablar de lo que acababa de ocurrir entre nosotros, de seguro por algo relacionado con la timidez y la posibilidad de sonrojarme, pero tener a la señora Warton mirándome el brazo a cada segundo dejaba mucho que desear.

—De verdad, no se preocupe.

Ella asintió y de momento pareció un poco más aliviada.

—¿Y qué tal? —pregunté a los pocos minutos con el tono más casual que se me ocurrió.

—¿Te refieres a la revolcada?

—Bueno…

—Estuvo increíble, chico. Siéntete bien.

Algo en mi pecho se aflojó, dejando de molestar. Y a pesar de llevar una camisa tan pegada, al fin pude respirar con libertad.

—Para serte sincera —continuó— al principio no entendí que tramabas, pero se sintió más que bien. Hacía años no me corría.

La tos que me salió la sentí en el brazo herido.

—A mi edad, la masturbación es menos pretenciosa y menos exigente. Llevo tiempo sin llegar a correrme por cuenta propia. Y como llevo ya casi tres años sin revolcarme con un hombre, pues ya sabrás. Lo has hecho muy bien.

Otra tos se mezcló con una gota de orgullo, y las dos intentaron salir a la vez por mi garganta; un efecto desagradable.

—¿Puedo fumar en el auto?

—Dame uno.

El resto del camino lo pasamos fumando en silencio. La señora Warton echando algunas miradas discretas a mi brazo de vez en cuando y yo sintiendo que el mundo volvía a estar bajo mi control.

Llegamos al hospital a eso del mediodía. Me volvieron a enyesar el brazo y el doctor se despidió creyéndose mi historia: que me había caído al resbalar en uno de los pocos escalones del balcón.

De regreso, la señora Warton mantuvo una mano sobre mi entrepierna. Y no supe que era más increíble, que pudiera conducir sin perder la concentración o que pudiera concentrarse sin dejar de conducir.

En retrospectiva, me sentía muy distinto a como lo había estado después de acostarme con otras chicas. Algo en la edad de la señora Warton le daba seriedad al asunto. Era como si todas las chicas anteriores hubieran sido meras prácticas para la prueba de verdad.

Cuando llegamos a la casa, la señora Warton tiró las llaves del auto sobre el sofá y se metió en su cuarto no sé a qué. Y allí quedé yo, sin la menor idea de en qué invertir mis próximas horas.

Así que volví al balcón y me puse a fumar. De seguro me vendría bien una salida, pero para ello tendría que pedirle el auto a la señora Warton… O hacerme de un auto propio tan pronto como pudiera. Ya estaba bueno de depender de George, de Fernand y de su madre. También debía hacerme con varias prendas de ropa nuevas, las de Fernand eran demasiado incómodas para mí.

Agarré el teléfono y llamé a George.

—¿Estás ocupado? —pregunté tan pronto contestó.

—Voy de camino a la universidad.

—¿Pero dónde estás?

Casualmente, George había olvidado (para variar) un trabajo de la universidad en casa de su madre; en ese mismo instante salía de su casa, camino a entregarlo.

—Pasa por aquí si tienes algo de tiempo —le pedí, y me aseguró que lo haría.

Casi veinte minutos después su auto apareció por el patio de la casa de la señora Warton.

—¿Qué le pasó a tu brazo, hombre? —preguntó al bajarse del auto.

—Eh… No me lo vas a creer. Me caí de esas escaleras y me lo volví a fracturar.

—Pero qué mala suerte la tuya.

—Ni que lo digas.

—¿Y ahora vistes así?

—Es de Fernand.

—¿De Ferd? ¿Por qué?

—Toda mi ropa se quemó —acabé, señalando el cubo de basura a varios metros de su auto.

—¿Algún otro arrebato?

—Digamos que sí.

George se sentó al borde del balcón, junto a mí. Yo me puse a fumar y George a darle golpes con los pies al último escalón.

—¿Y los chicos? —preguntó.

—A las cuatro me reúno con el segundo grupo.

—¿Y ya le van cogiendo el piso?

—Todavía —confesé—. Y ahora de vuelta con este brazo, no tengo ganas de ir al campo con ellos.

—¿Pero qué dices, hombre? ¡Ese brazo es un tremendo “llamatención”!

Un “llamatención” era cualquier tipo de objeto que pudieras llevar contigo y que estuviera a medio camino entre lo llamativo y lo ridículo. Tales objetos daban una ventaja inicial, pues las chicas se fijaban más en el portador del objeto que en los otros chicos. En palabras de Harvey: “Con un buen ‘llamatención’ lograrías que las chicas ignorasen incluso al chico más apuesto del lugar para fijarse en ti. También son tremendos temas para iniciar conversaciones. Y eso sin contar que cambian las reglas del juego, pues hacen que las chicas sean quienes se te acerquen, ya sea para criticarte por tu ridiculez o movidas por lo seguro que te proyectas al cargar con semejante objeto”.

—Con mi sombrero es suficiente —fue mi respuesta.

—Bueno, solo digo.

Allí nos mantuvimos en silencio hasta que George se puso de pie para estirar las piernas.

—¿Has visto a Sally? —pregunté movido por algún impulso desconocido.

George volvió a sentarse y me miró.

—Sí.

—¿Y?

—¿Y qué?

—¿Se le nota alguna barriga?

George sonrió un poco antes de contestar:

—Yo no ando pendiente, además no soy bueno con esas cosas.

—Sí… No importa. Solo preguntaba.

—¿Siguen sin hablarse?

—Todavía —dije, y George asintió.

Cuando George hizo ademán de pararse por segunda vez, lo imité.

—¿Me llevarías al distribuidor de autos del pueblo?

—¿Qué?

—Pienso conseguirme un auto usado.

—Pues date prisa, hoy voy para la universidad.

A los pocos segundos íbamos en el auto de George de camino al pueblo.

—Al fin te decidiste a comprarte un auto, ¿eh?

—Ya tengo algo de dinero, pero me sigue faltando un auto, y encontrar un lugar propio donde vivir.

—No te culparía —dijo—. Vivir con la mamá de Fernand debe ser de lo peor. Digo, tú sabes, esa mujer parece que estuviera muerta.

—Completamente muerta —añadí.

Y esperando que la conversación cambiara de tema, tomé un libro de bolsillo que había a mis pies.

—Así que ahora también estás leyendo —comenté, observando la portada con mayor detenimiento.

El libro era de un color gris oscuro. Al centro había una imagen a sombras de la cabeza de un elefante mirando a lo lejos. El título en inglés ponía: “Hills like white elephants and other essential short stories”.

—¿A dónde vamos?

—¿Qué es esto? —murmuré más para mí.

—Estás en el limbo —dijo George, y me dio un codazo—. Te hice una pregunta —acabó con una sonrisa.

—¿Perdóname?

—¿Que a cuál distribuidor quieres ir?

—A cualquiera —dije, sin dejar de observar el libro entre mis manos—. Oye, George, ¿te ha pasado que has escuchado una palabra o alguna otra cosa por primera vez y después no dejas de notarla?

—¿De qué hablas?

—Es que, verás… Desde esta mañana me he visto… ¿De verdad no te ha pasado? Me refiero a que escuchas una palabra o una expresión y después la sigues escuchando por todos lados.

—No que recuerde.

—Te acordarías de algo así, créeme.

—Yo no. Tú sabes que yo no tengo memoria de elefante.

Los ojos se me fueron directo a George, que conducía distraídamente, tamborileando sobre el volante.

—¿Qué dijiste?

—Pues que tú sabes que yo tengo mala memoria.

Asentí en silencio y volví a fijar los ojos sobre la portada.

—¿De qué va este libro?

George no contestó, lo que me hizo quitar los ojos del libro y llevarlos donde él.

George me dio una mirada que no supe ubicar. Entonces dijo:

—Es un nuevo proyecto de Harvey para sacar fondos para el Plan de Literatura.

—¿Esto lo escribió Harvey?

—No, no. Son historias y cuentos de otros autores, historias que han pasado al dominio público. Harvey solo hizo un escogido de sus favoritas y las publicó.

—Si son de dominio público, ¿cómo piensa Harvey sacarle dinero? Supongo que cualquiera puede ir al internet y descargarlas sin costo alguno.

—Harvey lo llama valor añadido. Escribió una introducción bastante extensa y añadió anotaciones y otras observaciones dentro del texto del libro. Creo incluso que estuvo más de una semana trabajando con el diseño de la portada. Según él, todo esto hace que la colección sea más valiosa.

—¿Y ha dejado ventas?

—Supongo que nos lo dirá en la próxima reunión, pero si la pega como con la aplicación, creo que muy pronto podrá ponerse de lleno con el plan de escribir sus propias novelas.

—Así que la aplicación sigue funcionando.

—¿Lo dices en serio? Este mes superó los veinte mil dólares.

Así que Harvey estaba a punto de alcanzar lo que se había propuesto. La aplicación era un éxito incuestionable y ahora estaba por comenzar a generar ingresos con textos que ni siquiera le pertenecían, y de forma legal. Después de todo, tal vez sí fuera capaz de sacarle millones a su receta de literatura. ¡Cinco puntos para Harvey!

—Ya está —dije de pronto.

—¿Ya está qué?

—El mundo a mi alrededor está hecho un desastre. No puedo seguir ignorando todo esto. No sé de Sally, Harvey no me habla, los chicos del curso están perdidos, no tengo auto, vivo con la mamá de Fernand, no tengo medios para ganarme la vida, no sé de mis padres… Ya está bueno, George. He tomado una decisión.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a matar elefantes.


Cuarta Parte


Idea [442]


Extracto de la Carpeta de Ideas.

Autor: David Bennatt.

Fecha de creación: 6, febrero, 2013.


Matar elefantes

[I., n.º 442]


Llevo rato intentando comprender una observación que recién hice para una nueva aplicación de algunas de las ideas de Harvey. El problema es que aún no logro “verla” del todo. No solo tengo que sostener en mi mente consciente una gran cantidad de observaciones, principios e ideas, sino que aún no domino los métodos de Harvey para pensar con eficacia y rapidez.

Pero tomando en cuenta uno de sus principios, al explicar se comprende [P., n.º 4]. Y con este texto pretendo precisamente eso. Harvey también propone que se descompongan los elementos envueltos en el análisis para una mejor comprensión. [I., n.º 101]. Por tanto, sobre el método que voy utilizar para analizar:


  • Desintegra los elementos [I., n.º 101] - Lo que intento hacer al crear esta misma lista.
  • Recorre el camino de vuelta [O., n.º 102] - Para saber cómo llegué a la conclusión que sostengo.
  • Al Explicar se Concretiza [P., n.º 4] - La razón por la que escribo esto.
  • Conecta ideas distintas [P., n.º 12] - Lo que me llevó a descubrir mi nueva aplicación a partir de las ideas de Harvey.
  • Cómo aplicar el conocimiento [O., n.º 21] - Para convertir mi conclusión en una acción definitiva.

Elementos que analizaré:


  • “El elefante en la habitación”.
  • Metáfora sobre el elefante y el jinete.
  • Pragmático vs. Racionalista [O., n.º 67]
  • Crea una Cueva [I., n.º 68]

Recientemente escuché la expresión “el elefante en la habitación”. La expresión nombra algo aparentemente obvio y a la vista de todos, pero que aun así permanece sin discutirse. Un asunto vergonzoso que los involucrados pretenden no advertir.

También encontré una metáfora sobre un elefante y un jinete. El jinete representaba la mente racional. Esa parte humana capaz de pensar a largo plazo, de sopesar decisiones por un proceso de lógica, un guía en control de nuestro destino. El elefante, por su parte, representaba las emociones, esas fuerzas poderosas capaz de mover y producir cambios, pero incapaces de pensar, de sopesar, de medir las consecuencias. Según el artículo en internet, la metáfora proviene de un libro que argumenta que es necesario conseguir que jinete y elefante trabajen en armonía, pues el jinete sabe a dónde hay que ir y por qué, y el elefante es quien puede llevarlo con rapidez.

Entre la expresión y la metáfora no aparenta haber relación alguna. Y esto es cierto si se les compara la una con la otra, aisladas las dos, pero si se les conecta con varios elementos nuevos [P., n.º 12], todo toma un nuevo significado. Estos nuevos elementos son la observación sobre los Pragmáticos y los Racionalistas y la idea sobre crear una Cueva.

Primero, desandemos los pasos [O., n.º 102]: La observación sobre los Pragmáticos y los Racionalistas nombra una ruptura en la forma en que trabaja la mente. Harvey cree que los seres humanos tienen una inclinación mayor por uno de estos puntos. Y esta observación se asemeja mucho a la metáfora del elefante y del jinete. La dicotomía también me trae a la mente la imagen de dos hombres: uno está sentado, leyendo un mapa, el otro corre en círculos alrededor del primero.

La solución entonces es un balance… No. La solución es una integración, pues un balance entre ellos produciría a un tercero igual de inútil, pues el nuevo combinaría un poco de inacción con un poco de movimiento sin propósito. Simplemente otra forma de estancamiento.

Solo una integración de los dos permitiría una acción definitiva. Un propósito sobre el cual se actúa. Una meta y una ruta. Un fin y un medio. Un objetivo y un plan. Los dos en armonía, trazando y cumpliendo una decisión en común. Y esto es lo que básicamente busca la metáfora del elefante y el jinete.

Pero varias preguntas importantes surgen a partir de esto: ¿Podemos integrar ambos lados? ¿Cómo? ¿Es necesario hacerlo? ¿Por qué?

Harvey piensa que es posible integrar las partes mediante una filosofía en particular. El problema es que conseguirla presupone una acción. Y para el racionalista esto es imposible.

Aquí es donde entra en juego la idea de la Cueva.

De acuerdo con Harvey, una Cueva es un estado físico y psicológico donde se eliminan las distracciones que impiden lograr lo que uno se ha propuesto (incluida la adquisición de una nueva filosofía [ver O., n.º 67]).

Por tanto, es importante notar que la Cueva no busca una integración entre elefante y jinete, entre pragmático y racionalista, entre planificador y corredor, sino que la Cueva está dirigida a pensadores incapaces de correr, a jinetes incapaces de domar a sus elefantes, a racionalistas incapaces de ponerle acción a sus planes.

Una vez que el racionalista ha planificado, pensado y trazado una meta, la Cueva le impide estancarse, pues lo mueve a la acción. La Cueva logra este cometido eliminando las tentaciones y las distracciones.

En otras palabras, la Cueva elimina al elefante para permitir que el jinete avance. La Cueva elimina al pensador, logrando con esto que el corredor deje de dar vueltas alrededor de este.

Pero con la idea de la Cueva se vuelve a repetir el mismo problema. Pues la creación de esta presupone una acción, acción que el racionalista, precisamente por serlo, evita. La Cueva obligará al pensador a actuar. ¿Pero qué obligará al pensador a crear la Cueva?

Aquí es donde creo que Harvey “ignora un elefante”, pues sus soluciones al problema de la dicotomía implican acción, ya sea la obtención de una filosofía o la creación de una Cueva.

El racionalista, por su propia condición, es incapaz de hacer, de quemar sus naves, de meterse a sí mismo en una Cueva. Alguien más debe ayudarlo.

Pero entonces, ¿cómo Harvey logró “encuevarse”? Es cierto que Harvey es más racionalista, más un pensador que un corredor. Una prueba de esto es que, a pesar de tener tantas ideas en su cabeza, solo recién comenzó a ponerlas en acción (la aplicación de Damas y su Plan de Literatura, por ejemplo).

Aun así, tenía la dosis necesaria de pragmatismo para poder amarrarse al mástil. Por ello, Harvey decía que uno se amarra cuando se “piensa con claridad”, para que cuando el cobarde salga ya sea tarde.

¿Pero qué con el racionalista crónico, aquél que nunca “piensa con claridad”? En este caso, el racionalista carga con emociones muy grandes, emociones que simplemente le imposibilitan una acción, sea cual sea. Y mientras más grande el elefante, más difícil para el jinete deshacerse de él. Y, por ello, es que un tercero es necesario. Alguien que nos ayude a ver ese impedimento y nos ayude a eliminarlo.

El racionalista necesita acción, pero mientras sus emociones sigan tirando de él, jamás podrá levantarse y actuar.

Aquí es donde finalmente entra la expresión de “el elefante en la habitación”, pero integrada en un nuevo enfoque. La habitación representa el estancamiento, la imposibilidad de moverse, la situación general del racionalista. El elefante nombra su principal impedimento: sus emociones, aquellas que le impiden hacer lo que se ha propuesto.

Entre un racionalista y su decisión de quemar sus naves existen impedimentos que primero deben eliminarse: sus elefantes. Y precisamente porque deshacerse de los elefantes requiere de una acción, es imposible que el racionalista lo logre por sí solo. Alguien más tendrá que acudir en su ayuda.

Según Harvey, la creación de una Cueva es la aplicación real de la metáfora de Quemar las Naves. De acuerdo con mi aplicación, Matar Elefantes es la acción de destruir aquello que le impide a un tercero quemar sus propias naves.

Quemar las Naves (hacer una Cueva, amarrarse al mástil) nombra el método que uno mismo hace para obligarse actuar. Matar Elefantes nombra la ayuda que alguien le brinda a otro para que este último pueda obligarse a actuar en primera instancia.

Ideas relacionadas a esta aplicación:


  1. Si alguien quiere matar tus elefantes, permíteselo.
  2. Es más fácil convencer a otro de matar tus propios elefantes, que intentar quemar las naves uno mismo de la primera.
  3. Los elefantes son emociones y por tanto, hay que tratarlas con maña. Alguien que no quiera quemar sus naves estará igual de reacio a dejar que le maten sus elefantes, pero se puede hacer si se sabe cómo tentar a los elefantes para que caigan en la trampa.
  4. Nave = tentación externa. Elefante = emoción (impedimento) interna.
  5. Si el jinete no puede domar su propio elefante, hará falta otro jinete que lo haga (Cambia al jinete).

[Nota 1] Observa que Ulises quería amarrarse al mástil, pero no podía hacerlo por sí solo. Así que su tripulación tuvo que ayudarlo. Su tripulación, por tanto, mató el elefante.


[Nota 2] El ejército no quemó sus propias naves, sino que el rey Alejandro tuvo que hacerlo por ellos. En este caso, Alejandro no mató elefantes, que habría sido la acción de convencer o ayudar a su ejército a que quemaran sus propias naves, sino que las quemó él mismo.


[Nota 3] Así como la palabra “Nave” nombra una tentación externa, que le impide a un hombre cumplir sus propósitos, así mismo la palabra “Elefante” nombra una emoción propia que le impide a un hombre cumplir cualquiera de sus responsabilidades, incluida la de quemar sus “Naves”.


64


Una hora después, regresaba a casa de la señora Warton en un viejo Nissan de transmisión manual, color vino oscuro.

Entré a mi cuarto, encendí el iPad y busqué la copia electrónica de la Carpeta de Ideas. Abrí el documento en la aplicación Pages y me comencé a escribir la primera entrada de mi autoría.

Al acabar, ya tenía definido el plan al que me dedicaría durante los próximos meses, pero antes de sumergirme del todo tenía que refinar algunos detalles.

Lo primero que hice fue recibir al grupo de estudiantes de esa tarde dándole una inesperada noticia: el precio por las clases de ligar aumentaría para aquellos estudiantes que iban atrasados. La noticia fue recibida con recelo, llevando a uno que a otro a darse de baja, pero aquellos que se mantuvieron en el curso muy pronto vieron resultados.

Las clases no cambiaron, tampoco mis métodos. De hecho, nada cambió durante todo el curso, excepto el precio a pagar por él. Y, sin embargo, los resultados parecían cosa de magia.

Los chicos que hasta entonces no se habían atrevido a meterse de lleno en las clases, ahora no tenían otra opción más que hacerlo; rehusarse les resultaría demasiado costoso. El precio actuaba como una obligación, disponiéndolos a la acción, obligándoles a actuar, dejándoles una sola alternativa: hacer. Les había quitado su mayor impedimento, les había matado el elefante…


∗ ∗ ∗


El 15 de febrero, el juez dictaminó. El amigo de Cintia recibió seis meses de cárcel. Travis y los demás de la pandilla harían trabajos comunitarios por los próximos tres meses.

El resto de febrero me lo pasé enfocado en los chicos del curso. Ya había ido con ellos al campo, y pude comprobar que George tenía razón: el yeso resultaba un buen “llamatención”, pero solo si le ponías confeti de brillo.

Establecí un acuerdo con la señora Warton que consistió en una promesa de trescientos dólares mensuales por las molestias causadas en su casa, y que quedó cerrado con una nueva revolcada. Por fin tenía un lugar donde vivir y realizar mis tareas, esta vez por derecho y no con permiso.

Julia, George, Fernand y Ángela comenzaron también a trabajar en mi nueva idea. Les conté con más detalles y juntos logramos llenar algunos de los espacios en blanco dentro de mi plan. Los cuatro se prestaron para fungir como conejillos de india.

George se propuso dejar la universidad, algo que, según dijo, venía deseando hacer desde que Harvey y yo lo hiciéramos, pero que no se atrevía, mitad por costumbre mitad por no decepcionar a su padre.

Fernand probaría con cambiar a ingeniería para el próximo semestre. Ángela se arriesgaría por un sueño de pintora que arrastraba desde varios años, pintando un cuadro con un tema que yo le proveí. Y Julia intentaría irse de su casa para vivir por cuenta propia.

Muy pronto los cuatro no tendrían excusas para no lograr lo que se habían propuesto. Muy pronto cuatro elefantes más yacerían muertos.


∗ ∗ ∗


El domingo 3 de marzo tuve una cita con el padre de George. Mediante un contacto suyo, logré entrevistarme con un bufete especializado en entidades corporativas.

Tantas vueltas le había dado al plan y tanto había pensado en los pormenores, que los abogados no encontraron faltas que pronosticaran fracasos previsibles.

Durante más de una hora hablaron en una jerga técnica sobre distintos tipos de entidades corporativas para proteger un negocio como el mío, desde corporaciones C, sociedades de responsabilidad limitada y otras tantas cosas sin sentido para mí.

Ese mismo día creamos una corporación, y para mi sorpresa, sonaba más imponente de lo que era: un triste pedazo de papel almacenado en una oficina del gobierno.

El 8 de marzo preparé una propuesta de negocio con unos asesores que recomendaron los abogados.

El 12 nos reunimos en el banco y entregamos la propuesta. Dos días después, el día de mi cumpleaños, el banco llamó para otra reunión. Tan pronto llegamos, nos informaron que el préstamo había sido aprobado.

Sin creer mi suerte, volví a casa de la señora Warton. Allí, los muchachos del curso junto a Julia, Fernand, George, Ángela y la señora Warton tenían preparada una fiesta sorpresa con motivo de mi cumpleaños, que acabó como una celebración por la noticia que se regó en segundos.

Ahora solo quedaba el alquiler del local, buscar al personal de trabajo e invertir en promociones.


∗ ∗ ∗


El martes 2 de abril me llamó Cárol, la empleada a cargo del turno de la mañana. Telefoneó para contarme que habíamos recibido a nuestro primer cliente. Tan pronto salí del hospital donde me acababan de remover el yeso del brazo, fui directo a la oficina central de nuestra nueva compañía para presenciar todo el proceso.

El primer cliente era un tipo con un vicio crónico de cigarrillo, vicio que arrastraba desde los 15 años de edad. Era un tipo calvo y algo envejecido para los 45 años que tenía.

El asunto fue sencillo. Utilizando al abogado de turno, nuestro primer cliente hizo un contrato con nuestra compañía por un plazo de 2 años, que era el tiempo que nuestro asesor médico aseguró que debíamos brindarle para estar seguros de que dejaba la dependencia. Si el cliente volvía a fumar dentro de este período, nosotros nos quedaríamos con su casa, que había sido tasada en doscientos cincuenta mil dólares.

Durante estos 2 años, el cliente tendría que asistir a nuestras oficinas una vez por mes para realizarle un examen médico y una prueba de polígrafo. Si alguien de su familia, él mismo, un desconocido o las pruebas mensuales probaban que el cliente había vuelto a fumar, su casa pasaría a nombre de nuestra corporación.

El costo por los servicios sumó a tres mil dólares, que el cliente nos pagaría en mensualidades, y esto en adición a los posibles costos de perder su casa, si volvía a fumar.

Horas después llegó nuestro segundo cliente; había escuchado uno de nuestros anuncios transmitidos por radio, y decidió arriesgarse. Era una rubia de 40 años de edad que desde joven había deseado dedicarse a la música. El miedo al fracaso la había llevado a procrastinar durante años. Ahora, de adulta, no tenía el valor para dejar su actual empleo y perseguir una carrera musical.

Nuestros profesionales (médicos, psicólogos, asesores financieros y abogados, entre otros) analizaron su caso y la orientaron sobre un espacio físico sin distracciones que le ayudara en su deseo de volverse músico. Preparamos un programa para que la chica se deshiciera de todas las pertenencias que la pudieran distraer de su plan y le robaran tiempo, desde televisores y otros equipos electrónicos hasta ciertas comodidades como su sofá cama, donde solía dormir más de diez horas diarias.

Tendría un lapso de un año para probarnos que había tenido un éxito económico en la música igual o mayor que el de su actual empleo, al cual tendría que renunciar en las próximas dos semanas. Si al final del lapso establecido no había logrado el ingreso propuesto, nos debería 20,000 dólares, impuestos en un plan de pago a cinco años. El costo por los servicios sumó a mil dólares, que pagaría en 12 cuotas mensuales.

Con cara pálida y manos temblorosas, firmó y salió de nuestra oficina.

Mañana del primer día, dos clientes. ¡Estábamos haciendo cambios! Éramos caza fantasmas, o caza estúpidos. Preparábamos toda la maquinaría, invocábamos a los espíritus y, una vez aparecían, los absolvíamos con nuestros equipos de aniquilación. La publicidad era la carnada, y los elefantes salían de sus habitaciones, pero no más asomado la cara, nosotros los destrozábamos.

El nombre que quise y propuse para mi nueva compañía fue “Matando Elefantes”, pero los asesores, en unanimidad, consideraron que harían falta demasiadas explicaciones para darle el contexto adecuado y borrar de los clientes la probable confusión de que nos dedicábamos a un posible maltrato de animales. Así que accedimos por mi segunda opción: “Quemando Naves”.

Y así fue como el segundo de abril, cuando salía del edificio de mi nueva compañía con la intención de ir a la joyería de al lado, me encontré hipnotizado observando el logotipo minimalista de un barco en llamas; todo gracias en parte a la Carpeta de Ideas de la que Harvey tanto se quiso desprender.

Esa tarde llegué a casa de la señora Warton y despaché a los chicos del curso. Quería descansar después de tanto ajetreo, y también debía pensar. Era hora de tomar la decisión más difícil de todas: dejar de ignorar mis propios elefantes, quemar mis propias naves.

Estaba en el balcón, fumándome el cuarto cigarrillo de la secuencia, cuando la señora Warton asomó la cara por el umbral.

—¿Vas a comer? —preguntó.

—Se lo agradecería.

Minutos después regresó con un plato de arroz, habichuelas y bistec que devoré en cuestión de segundos, con ella sentada a mi lado, simplemente observándome.

—Cárol me dijo que hoy tuvieron cuatro clientes.

—Sí. No está mal para el primer día.

—Ya eres todo un empresario. ¿Quién lo diría?

—Sí. ¿Quién lo diría? —dije, y le sonreí.

—¿Ahora qué? —preguntó—. ¿Qué es lo próximo?

—Aún no lo decido, pero creo que voy a tomarme algunas semanas para resolver ciertos asuntos personales.

—¿Vas a quemar algunas naves?

—Creo que sí —le dije en una nueva sonrisa.

La señora Warton puso una mano sobre mi hombro y apretó con delicadeza. Luego se recostó de mí a mirar a lo lejos.

—Creo que le debo un agradecimiento —le dije.

—¿Y eso por qué?

—La primera vez que hicimos, que estuvimos… Ese día pensé que no podría hacerlo, pero después de todo lo que me dijo, supe que eso no era verdad. Usted logró que yo me obligara a hacerlo.

—¿Obligarte a hacerlo?

—Verá, ese día quemé toda mi ropa en el cubo de la basura, reduciendo el asunto a dos opciones simples: o me quedaba desnudo por la casa sin ninguna razón o aprovechaba para algo más apremiante. Y fue un buen incentivo. No solo logré estar con usted, sino que el evento me ayudó a concretizar la idea del negocio.

—¡Así que no fue un accidente! —dijo, y formó una débil sonrisa—. Pero bueno, me alegra haber sido de ayuda… Y hablando de ayudas. ¿Crees que haya alguna posibilidad para mí?

—¿A qué se refiere?

—A la adicción.

—Usted no necesita ayuda. Ahora me tiene a mí.

La señora Warton sonrió y me acarició el pelo en un gesto casi maternal, haciéndome experimentar una extraña sensación de nostalgia.

—¿Qué pasa, chico? —preguntó.

Acto seguido, me atrajo con sus brazos hasta su pecho y me apretó con fuerza. Y ya no pude intentar siquiera aguantarme. Lloré, como nunca la había hecho de adulto.

Así nos mantuvimos por algún tiempo: yo llorando, la señora Warton acariciándome entre sus pechos y el mundo allá afuera, detenido. Solo ella y yo.

—¿Qué te pasa, chico?

Aún recostado de ella, pregunté:

—Warton no es su apellido, ¿me equivoco?

—No, es Riley. Warton es mi antiguo apellido de casada.

Me solté del amarre de sus brazos y metí la mano en un bolsillo. De allí saqué la cajita negra que había adquirido ese mismo día y la abrí frente a ella.

—Yo propongo que cambiemos eso —dije—. ¿Se casaría usted conmigo?


65


La señora Warton se puso de pie.

—¿Qué es lo dijiste, chico?

—¿Se casaría usted conmigo?

—¿Pero cómo habría de hacerlo?

—Diciendo que sí.

—¡Pero si yo podría ser tu madre!

—No. No podría, pero sí podría ser mi esposa.

La señora Warton alcanzó los cigarrillos que estaban a mi lado y se puso a fumar, mirando a lo lejos. Yo aproveché el momento para quitarme las lágrimas.

—Escuche —dije—, estas últimas semanas han sido confusas, pero si de algo estoy seguro es que usted me ha dado una calma que no esperaba se pudiera conseguir en estas situaciones. Me siento a gusto con usted.

—Lo que tú necesitas es a tu mamá.

—Por favor. Yo no necesito nada. Solo quiero casarme con usted.

—¿Conmigo? A ver, si me la paso todo el día tirada en la cama demasiado drogada para hacer otra cosa. Si no he sabido ser la mejor madre… si ni siquiera he logrado… —Se interrumpió en un llanto.

Me puse de pie y la abracé; era momento de devolverle el favor.

—No —dijo, alejándome con una mano—. Lo que necesitamos los dos es ayuda profesional. Necesitamos un psicólogo, no un matrimonio.

—¿Me dirá usted que prefiere vivir sin mí en esta casa? —le pregunté.

—¿Qué tiene eso que ver?

—Mucho. Yo digo que sería bueno formalizar esta comodidad que sentimos. Yo preferiría quedarme a vivir aquí con usted que en una mansión con otra persona. ¿No lo coge? Todo este tiempo me he sentido incómodo con eso de vivir con la madre de Fernand, pero no es por el hecho en sí mismo, sino porque sé que todos lo encontrarían extraño…

—Pero es que lo es.

—No, no lo es.

—Eres solo un chico.

—¿Solo un chico? A mi edad soy más capaz que la mayoría de los adultos. Más competente, más inteligente.

—Soy una vieja, David.

—¿Vieja dice usted? Le garantizo que tiene usted un cuerpo más hermoso que muchas de las chicas con las que he estado. Por lo que a mí respecta, sería feliz con quedarme solo con usted por el resto de mi vida.

—Eso lo dices ahora, pero ¿quién crees que acabará envejeciendo primero? ¿Qué pasará de aquí a los pocos años cuando ya no me encuentres atractiva, cuando lo único que veas sea lo que verdaderamente soy: una vieja adicta y depresiva?

—Escúcheme, y escúcheme con atención —dije, tomándole ambas manos—. Usted siempre podrá irse. El divorcio es válido para un matrimonio que no funciona.

—Pero entonces…

—Escúcheme. Conmigo o sin mí, su vida seguirá siéndolo. No haga del asunto una gran noticia. Es como las corporaciones. Tanto se habla de ellas que uno se imagina grandes edificios, pero no, señora Warton, son simples pedazos de papel. Así es el matrimonio. Tumbe las expectativas. Nada tiene que cambiar. De hecho, lo exactamente opuesto es lo correcto —dije, sonriendo para mis adentros por lo apropiado de la frase—. ¿No lo ve? Si quiero casarme con usted es porque no quiero que las cosas cambien entre nosotros.

La señora Warton pestañeó varias veces.

—Sí que eres extraño.

—No tiene que decidirlo ahora. Yo bien me caso con usted mañana como dentro de diez años. Me gusta estar cerca de usted. Me gusta su compañía distante. Me encanta que yo le importe sin que me lo demuestre, que yo le guste y no me lo diga. Que me rete y me deje hacer lo que sea que haga. Quiero más de usted, señora Warton. Quiero vivir aquí con propiedad, o que venga usted a vivir conmigo donde sea que me vaya. Quiero tenerla cerca por todo el tiempo que pueda.

—Me gustas, chico, mucho, pero no estamos para esto.

La señora Warton se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la puerta.

Me fui tras ella y la agarré por el hombro. La tiré hacia mí y la besé.

—¿No podemos conformarnos solo con las revolcadas? —preguntó con los ojos cerrados.

—Solo por hoy, señora Warton. Solo por hoy.

Y cuando ella imitaba una sonrisa, le tomé la blusa y se la quité. Llevé mis manos a sus pechos y apreté con propiedad. No necesitaba su permiso. Ella era mía. Solo le faltaba aceptarlo. Y con la intención de demostrárselo, la tumbé sobre el suelo, en pleno balcón, a la vista de cualquier vecino que quisiera aprender cómo se hacían aquellas cosas.



Esa tarde me vestí con el mismo saco que utilicé para la entrevista con los abogados. La señora Warton lo lavó y lo planchó, dejándolo impecable. Me despedí de ella con algo más que un beso y salí de la casa.

De camino en mi Nissan, encendí un cigarrillo. Me había propuesto no fumar hasta llegar a mi destino, pero los nervios me traicionaron.

Llegué a la casa de mis padres a las 7 de la noche. Los dos autos estaban aparcados en la marquesina.

Después de una menta y una tocada con colonia, me bajé del auto. Abrí el portón corredizo que nunca tenía llave y caminé hasta la puerta principal. Estaba cerrada, como de costumbre. Así que saqué mi iPhone y llamé.

—¿Hola? —dijeron del otro lado.

—Mamá, es David.

—¡Mi vida! Qué alegría. ¿Cómo estás?

—Estoy en el balcón. ¿Puedes abrir la puerta?

La otra línea quedó en silencio, segundos después el picaporte de la puerta giraba.

Mi madre apareció bajo el umbral con su acostumbrada bata de dormir. Se le veía cansada, pero la sonrisa que cargaba era amplia y sincera, aliviada.

No se fijó en nada más que en mi rostro. Me arropó en sus brazos y yo recordé lo seguro que se sentía, lo cálido que era…

La escuché sollozar sobre mi hombro. Y cuando al fin se despegó, me miró de arriba abajo con sus dos manos todavía sobre mis hombros, con los ojos llenos de lágrimas.

—Estás precioso, David.

—Tú también, mamá.

Me tomó de la mano y me llevó dentro de la casa. Estar en el interior me produjo una sensación extraña al principio, familiar a los pocos segundos y al final una mezcla de las dos, tal vez por reconocer haber pertenecido allí sin hacerlo ahora.

Mi madre me llevó hasta la mesa de comedor y allí me senté. Después salió disparada para la cocina y al poco rato el lugar se llenó de ruidos de trastes.

—Ya comí, mamá. No te preocupes.

Pero fue en vano. O bien no me escuchó, o no le importó, pero siguió con la faena, sonriendo.

—¿Dónde está papá?

—Está tomando una siesta. Cuando deje esto al fuego, me voy a avisarle.

—¿Y César?

—Llamó ayer en la mañana. Me dice que hace mucho frío por allá.

Asentí por toda respuesta.

Ella se secó las manos con el viejo paño que colgaba de la estufa y se fue en dirección a su cuarto. Minutos después, apareció por el umbral que dividía la sala de la cocina; detrás de ella lo hizo mi padre. Mi madre se dirigió a la cocina y mi padre vino directo hacia la mesa.

Con total seriedad, mi padre me besó en la mejilla y se sentó en la silla que estaba justo al lado de la mía. Se quitó los espejuelos, los limpió y volvió a ponérselos.

—¿Cómo estás? —preguntó sin observarme.

—Bien.

—¿Y qué te trae por aquí?

—Pensé pasar a visitarlos.

—¿Por qué ahora?

—Eh… Me pareció un buen momento… como cualquier otro.

—¿Y qué con toda esa ropa?

—¿Qué con la ropa?

—¿Después de todo lo que ha pasado vienes aquí vestido como todo un político buscando votos? ¿Qué quieres?

—¿Cómo que qué quiero?

—A algo has venido.

—Ya te dije que vine a verlos.

—¿A vernos? ¿Para qué?

En ese momento me di cuenta de que las manos me sudaban y que los trastes ya no hacían ruido.

Mi madre estaba parada al centro de la cocina, frotándose las manos nerviosamente contra el paño.

Miré a mi padre, luego a mi madre, finalmente a mi padre otra vez.

—¿Qué pasa? —pregunté, poniéndome de pie.

—Que primero nos defraudas y ahora vienes con esa cara de fresco a hacer sufrir a tu madre.

Mi madre negó, sus ojos bañados en lágrimas. De tanto conocerla sabía que intentaba disculparse por la acción de mi padre y dejarme saber que ella estaba contentísima de verme.

—Pensé que podía pasar por aquí y explicarles algunas cosas. De por qué me…

—¿Explicarnos? ¿Tienes alguna idea de lo que le has hecho sufrir a tu madre? Yo casi no puedo tener una noche de sueño ininterrumpido porque esta rompe en llanto a cada minuto. Por un lado a César no le importa que esta no pueda pegar los ojos preocupada porque su hijo mayor pueda morir en la guerra, y tú vienes acá como si nada pasara, sin pensar en que le vas a romper el corazón cuando te vayas por esa puerta.

—Lo entiendo. No hay problema —dije, y caminé hacia mi madre. La abracé y le susurré al oído—: Creo que voy a tener un hijo y pienso casarme pronto.

Ella me despegó, abrió los ojos de par en par y volvió a abrazarme, esta vez con un sollozo de orgullo.

La despegué con delicadeza.

—Estoy mejor que bien, mamá. No te preocupes por nada. Te quiero.

Asintió en silencio y volvió a secarse las manos con su paño, que ahora le colgaba de la cintura.

Sin mirar a mi padre, salí camino hacia la puerta y la abrí. Lo escuché ponerse de pie. Cuando alcanzaba el portón corredizo, advertí que mi padre salía por la puerta del balcón.

—No vuelvas a aparecerte por aquí.

Me quedé inmóvil por un segundo. Luego me volteé para quedar de frente a él.

—¿Qué te ocurre? —le dije.

—Eres un mal agradecido y un mal hijo —casi me gritó, señalándome con un dedo.

—¿Y por qué?

—Porque después de todo lo que hicimos por ti, decidiste despreciarlo.

—¿Qué querías de mí?

—Que terminaras tus estudios, que te convirtieras en un profesional. Que nos enorgullecieras a tu madre y a mí. Que hubieses sido un poco más agradecido por todo lo que hicimos, por todos los sacrificios.

—No, papá. Tú querías que yo fuera un ingeniero. No que te enorgulleciera. Tú querías que fuera todo aquello que tú no pudiste ser, pero no, papá. Esto es lo que soy y qué pena si no te agrada.

Mi padre salió en mi dirección con los puños apretados.

Yo me apresuré a salir por el portón, y lo cerré con rapidez.

Mi padre llegó junto al portón y comenzó a forcejear para intentar abrirlo mientras yo me centraba con todo para que no lo lograra.

—Me voy, papá. Me voy… Pero si intentas algo estaremos fuera de la casa.

—¡Pedazo de mierda…! —alcanzó a pronunciar.

—Muy bien entonces —dije, alejándome del portón para permitir que cediera.

Mi padre salió por el portón y comenzó a caminar hacia mí, pero no se encontró con que su hijo corría o se metía al auto, sino que se vio frente a frente con todo un hombre, uno harto de dejar que las cosas pasaran…

Levanté los dos brazos y me juré que no iba a despertar en otra maldita sala de hospital.


66


Desde el balcón, mi madre, histérica, lanzó un grito.

Mi padre se detuvo en medio de la calle y se quitó la camisa.

Yo hice un esfuerzo sobrehumano por no temblar. ¡Era mi padre, por todos los cielos! Pero no por ello podía dejar que me golpeara. No después de haberle advertido que me iba. No después de que él saliera con intenciones claras de hacerme daño.

—No tenemos que pelear —le grité como pude, afirmando mejor los pies.

—Tan hombre que te crees y no eres más que un crío —dijo, y lanzó la camisa al suelo.

Ver a mi padre, tan alto, con los puños arriba y con un rostro de animal me hizo estremecer, pero por Dios que si hacía otro movimiento no habría vuelta atrás.

Mi padre salió corriendo en mi dirección. Y algo extraño pasó en ese momento: todo el miedo que sentía dio paso a una especie de cámara lenta. Mi padre moviéndose muy despacio. Yo considerando darle un golpe en la cara, pero no con miedo, ni con suavidad por quien era…

Tal vez fuera que lo inminente de la situación actuaba como un estimulante, pero todos los corajes afloraron. Desde cosas tan tontas, como cuando era niño y me daban rabietas, y esa actitud suya de creerse en poder de controlar mi vida, hasta saber que me prefería ver encerrado antes de llamarme para informarme de la visita al tribunal. Quien se acercaba no era un padre, sino una especie de enemigo mortal que solo recién yo identificaba. La imagen de autoridad que su posición de patriarca le había otorgado a mis ojos desde tantos años atrás me hacía verlo como una bestia… como un gigantesco elefante corriendo en estampida hacia mí.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca, le lancé un golpe dirigido a la cara. Aterrizó. Y a juzgar por cómo se tambaleó debí haber dado como debía.

Mi padre reaccionó tirando su primer golpe, que me dio de lleno en el ojo derecho. Me eché hacia atrás, pero él recorrió la distancia más rápido de lo que yo la había creado. Y lanzó otro. Esta vez me dio en un brazo y no en el rostro. Dolía, pero no me incapacitaba.

Apreté el labio inferior entre mis dientes y embestí con todo lo que pude.

Y así fuimos lanzando puño tras puño. Y qué más da, patadas también se me fueron en un intento de mantenerme de pie.

Los gritos de mi madre y todo lo que me rodeaba quedó en otro lugar, en un limbo que nada tenía que ver con la adrenalina, el dolor y la meta clara de vencer por cualquier medio posible.

En algún momento sentí un golpe en las costillas, perdí el balance y aterricé contra mi auto, deteniendo así lo que hubiese sido una caída desfavorable.

Mi padre aprovechó para seguir avanzando. Me agarró por el saco (que entonces lamentaba no habérmelo quitado, precisamente por este tipo de desventaja), me puso de pie, y sosteniéndome aún con una mano, golpeó con la otra repetidas veces sobre mi estómago.

Podía sentir mi pecho contraerse. El cuerpo me pesaba, no reconocía los alrededores y los únicos sonidos que escuchaba eran los míos propios. Mis latidos, mi respiración suplicante, mis jadeos, el eco de cada golpe.

Así que este sería el resultado final. Mi padre me acabaría a golpes. David seguiría siendo el niño incapaz de hacerle frente al mundo.

Era hora de reconocer que nadie vendría en mi ayuda. Mucho menos a tiempo. Nada podría acabar aquello, excepto yo, pero no había forma. Mi padre ya me había reducido a un leve gemido constante.

Pero esto no podía ser el final. No podía rendirme. Solo un poco más…

Lancé una patada. Luego otra. Lancé tres puños a diestra y siniestra. Y con la resistencia al borde de lo exhausto, golpeé cuan duro pude. Con piernas y brazos, todos al aire, indefinidos, probablemente desaprovechados.

Otro grito de mi madre hizo eco en mi cabeza, y me vi descubriendo, para mi asombro, que mi padre intentaba levantarse del suelo.

«¡Es ahora, David! ¡Es ahora o nunca!».

Saqué energías de donde no sabía que tenía y me lancé sobre él. Un nuevo golpe le impidió levantarse. Puse mis piernas alrededor de su torso, me senté sobre su barriga y lo golpeé en la cara. No una, ni dos. Ahora tres, luego otro, y luego otro.

Mi padre intentó levantar la cara, y mi nuevo golpe se la hizo rebotar contra el suelo. Un puño entre un ojo y la nariz. Otro sobre el cachete. Uno sobre la ceja. Uno contra su boca. Uno que resbaló con la sangre y aterrizó en el suelo. Y entre el grito de ira que lancé y aquel de dolor que emitió mi madre, me dejé caer a un lado, quedando acostado junto a él. Los dos demasiado cansados para movernos y demasiado heridos para intentarlo.

Respiré profundo varias veces hasta que el ambiente volvió a parecerme un poco más real. Alguien más además de mi madre se paseaba de un lado a otro, combinándose en mi visión con la del cielo estrellado.

Volteé la cara. Mi padre yacía con los ojos cerrados, moviendo el pecho de arriba a abajo con cada respiración profunda.

—Mira lo que me obligas a hacer —le dije entre jadeos—. Pero ya no más… no más.

Me puse de pie, agarrándome primero de la goma del auto y después de la puerta.

Mi madre daba vueltas en círculos con las manos en la cabeza. Un transeúnte o un vecino miraba la escena de cerca con cara de decepcionado, tal vez por lo rápido que acabó la contienda.

Mi madre vino donde mí, pero pareció incapaz de hacer otra cosa que no fuera mirarme suplicante, con la desesperación reflejada en sus ojos llorosos.

—No quiero volver a saber de ninguno de los dos, ¡nunca! —alcancé a decir antes de tropezar y caer de rodillas.

Hice un nuevo esfuerzo y, medio a gatas, medio cojeando, logré montarme en mi auto.

Encendí un cigarrillo al que le di dos rápidas caladas. Alcancé el cinturón de seguridad, y sin haberlo abrochado aún, encendí el auto y arranqué.



Me dirigía a la casa de la señora Warton, donde ya me la imaginaba imitando una expresión de vida en su rostro, untándome alcohol en las heridas con bolitas de algodón, pero en vez de doblar en la calle debida para ir a su casa, lo seguí por la principal.

No sé a dónde iba. Realmente no quería ir a ningún lado y a la misma vez estaba loco por llegar allí.

En la vieja radio sonaba una balada triste, pero no alcanzaba a oír la letra por encima de mis propios pensamientos.

¿Estaba a punto de convertirme en un padre igual que el mío? ¿A quién quería engañar? Mi vida era todo un desastre. Más ahora que nunca…

Me fui de casa, dejé la universidad, embaracé a una chica, me fui a vivir con la madre de un compañero de clases y acabé peleando a los golpes con mi padre. ¿Y por qué? Todo por admirar a un compañero de cuarto que ya no lo era, a un compañero de cuarto que se arrepentía de haberme enseñado.

«Tengo un negocio a los diecinueve años de edad», me obligué a recordar. ¿De qué me andaba quejando? No sabía por qué pero me sentía más solo que nunca. Y no me gustaba. Tal vez el viejo David sacaba la cabeza después de todo este tiempo.

¿Y qué si lo hacía? El viejo David era un elefante, un atraso para el crecimiento, un estorbo, una tentación, un inútil.

¿Me arrepentía de algo? No, la verdad que no. Pero entonces, ¿por qué esa sensación de pérdida? ¿Por qué esas ganas de llorar? ¿Por qué ese cargo de conciencia sin motivo aparente? ¿Por qué aquella neblina en mi cabeza? ¿Por qué esa impresión de estar corriendo en círculos?

Le di varios golpes al volante, golpes que aumentaron de rapidez e intensidad, hasta que detuve el auto en el paseo.

—¡Maldita sea! Maldita sea, maldita sea. —Y el dolor en mi estómago y en mis costillas aumentó.

Me dejé caer sobre el espaldar. Encendí un cigarrillo, y por lo próximo, no hice nada más que fumar y ver los autos ir y venir.

¿Ahora qué? Había ido a casa de mis padres con intenciones de dejar las cosas claras, con intenciones de explicarles y volver a comenzar. La relación con mis padres era un elefante que había estado ignorando. Sally era otro, Harvey tal vez lo fuera. ¿Pero cómo enfrentar los próximos elefantes después de lo que había pasado ahora?

¿Y qué con la señora Warton? ¿Y qué con el nuevo negocio? ¿A dónde iba? ¿Y por qué?

Casi nueve meses habían pasado desde que conocí a Harvey. ¿Realmente me estaba convirtiendo en una copia suya? ¿Acaso esta sensación que experimentaba era aquello de lo que me había advertido el último día que nos vimos? ¿Estaba ensuciándome las manos más allá de la posibilidad de limpiármelas? ¿Estaba a punto de experimentar una crisis existencial?

“No hay virtud en las cosas que hago”, recordé que dijera. Pero claro que había virtudes. ¿Cómo si no había podido Harvey cambiar tanto? ¿Cómo si no había podido ayudarme a cambiar a mí? Pero de esto trataba el asunto: según él y Sally, estos cambios no eran favorables.

Al diablo con todo eso. Claro que eran cambios favorables. David ya no era un chico ignorante ni tímido. Al fin David tenía control. Era dueño de su destino. ¿Cuál destino? Pues el destino… Ni idea. «¡Maldición!». Lo que había era un vacío, una niebla que amenazaba con cegarme.

Lancé el cigarrillo a lo lejos y encendí otro. Sabía que debía moverme. Sabía que tenía que dirigirme a algún sitio, pero no sabía a dónde. Allí, al borde de la carretera, me sentía tan inadecuado como en cualquier otro lugar.

No pertenecía a ningún sitio. Ya no pertenecía a la casa de mis padres. No pertenecía a la universidad, a la residencia. No pertenecía al apartamento 7, no junto a Harvey. No pertenecía a Sally, ni a su vida, ni a la del niño. No pertenecía a la casa de Fernand. Tampoco pertenecía a la carretera pública. Era yo flotando en la nada. Yo sin entorno. Un personaje sin mundo. Una caricatura sin fondo.

La única alternativa que quedaba era retrasar los pasos. Harvey lo llamaba “Recorrer el camino de vuelta”. El principio 102 aconsejaba que uno fuera al elemento externo que comenzó toda la cadena de eventos e ideas que se pretendían comprender con tal de descubrir la primera causa e identificar alguna contradicción en el camino. Una especie de verificación de principio a fin, un retroceso hacia el comienzo…

Metí una mano en el bolsillo interior de mi saco y saqué mi celular. Marqué el número de Ángela, pero no contestó. Me lo pensé un segundo y me aventuré con otro número. Esperé.

—¿Hola? —contestaron.

—Julia, ¿dónde estás?

—Estamos en el apartamento de Harvey.

—Qué bien. Necesito que me hagas un favor.

—¿Qué sucede?

—Necesito que te las ingenies para conseguir un cuaderno amarillo de Harvey. No se te hará difícil identificarlo, todo en ello está escrito al revés.


67


⁓¿Me estás pidiendo que le robe a Harvey?

—No es lo que parece. Solo necesito un número de teléfono que está apuntado en una de las páginas.

—Pero, David, no puedo hacerlo. Si Harvey se entera…

—Te lo estoy confiando a ti. Julia, por favor. Necesito ese número.

Del otro lado me llegaron tres respiraciones.

—¿Dónde está?

—Debajo de la idea trescientos setenta y seis de… ¡Espera! El cuaderno de Harvey no está indexado… Busca el título que pone Damas a Muerte. Está como a tres cuartos del cuaderno, varias páginas antes de la que tiene unos papeles grapados. Abajo, en la segunda página, hay una dirección con un número de teléfono escritos en tinta roja…

—David, pensándomelo mejor…

—Confío en ti, Julia. Date prisa, ¿quieres? Damas a Muerte, tinta roja.

Sin esperar respuesta, colgué.

Tenía que retrasar los pasos, llegar a la primera causa. Y si mis estimaciones acertaban, esa primera causa no era yo, ni mis cambios, sino algo más antiguo. ¿Pero cuán más antiguo? Eso estaba a punto de averiguar.

Encendía el tercer cigarrillo de aquella espera cuando el teléfono sonó.

—David.

—¿Lo conseguiste?

—Avanza, apunta. Veintitrés, calle cincuenta y dos, condado Isidoro…

—Gracias, Julia.

—El número de teléfono…

—Envíamelo por mensaje de texto. ¡Gracias!

Y no bien colgado el teléfono ya me entremezclaba con el tráfico de la principal.

Si realmente pretendía matar mis propios elefantes primero tenía que asegurarme de no correr el peligro de volverme aquello que Harvey aseguraba. “Yo no haría lo que tú hiciste”, le dije cuando me confesó que había torturado a su padre. “¡Uff!, David está muy por encima de esa maldad”, se burló. Y era verdad que no me creía capaz de hacer lo que él, pero, tomando en cuenta los últimos acontecimientos, tal vez sí había algo de verdad en sus palabras…

Por suerte, la dirección que buscaba quedaba a solo dos pueblos de distancia. Así que anduve por más de veinte minutos, primero por calles concurridas, luego por callejones más solitarios y estrechos hasta alcanzar una calle que nunca antes había pisado; el sonido ronco del motor me hizo pensar que mi Nissan recorría la carretera con recelo.

Encendí otro cigarrillo y subí el volumen de la radio en un intento de apaciguar las nuevas palabras de Harvey que comenzaban a hacer eco en mi cabeza. “Una cosa es que hayas aprendido algo, otra muy distinta que la domines”. ¿Cómo lo había hecho él? «Ya está bueno David», me dije, y subí el volumen aún más.

¿Cómo lo hizo? ¿Cómo de tímido se pasa a ser tan seguro en cuestión de meses? Mis pasos fueron paulatinos, y con su ayuda, pero los de él debieron ser frenéticos y en soledad.

Cambié el auto a tercera y dejé la mano sobre la palanca de cambios. No se nacía sabiendo. Se aprendía haciendo por primera vez, y en esa primera vez no se sabía lo que se hacía. De eso trataba.

Apreté el pedal del embrague y metí la cuarta. El Nissan se puso vago. Volví a meter la tercera y aceleré. Me abstuve de frenar en la curva que se acercó y, cuando la pasaba, volví a acelerar.

El Nissan rugió. Era un ruido de tensión. Metí el embrague y tiré la cuarta. El Nissan me lo agradeció con un sonido mucho más sereno. Metí el pedal de la gasolina hasta el fondo.

La velocidad vino acompañada de una sensación de poder que se combinó con miedo. El paisaje se difuminó; todo quedó nublado y desdibujado excepto el interior del Nissan.

La carretera tuvo un bajón y sentí a mi estómago adaptarse al nuevo cambio de gravedad.

Luego una subida, y el auto se pegó al suelo, como si se poseyeran. Otra curva se aproximó, pero no frené. Todo en mi cuerpo me decía que lo hiciera. Todo menos el jinete que se aferraba conmigo al volante. Miedo, aprensión, sudor. Todos los atributos de un elefante. Todos contra mí. Todos doblegando mi negativa de disminuir la velocidad.

El auto entró en la curva y fui consciente de que no había forma de atravesarla a semejante velocidad, pero ya era tarde. La velocidad y la nueva dirección arrastrarían el auto hasta estrellarlo con los árboles que pasaban volando a mi izquierda.

El reflejo venció y apreté el pedal del freno. El chirrido penetró mis oídos y alcanzó mi corazón; todo en un instante, mientras el Nissan con las gomas trancadas se deslizaba hacia un lado, fuera de control.

Solté el freno, saqué la mano de los cambios y con ella ayudé a la otra, que intentaba girar el volante con intenciones de compensar.

La nariz del auto respondió a las instrucciones del volante, pero la parte trasera siguió empujando con determinación hacia el borde de la carretera.

El chirrido de las gomas siguió al auto, tomando la curva en una posición lateral. El frente se inclinó más de lo deseado y amenazó por meterse de lleno contra la derecha. Solté la presión sobre el volante y el auto enderezó lo suficiente para continuar su travesía transversal por aquella curva sinuosa y oscura.

Cuando salía de la curva y regresaba el volante a su posición natural, el auto se tambaleó de izquierda a derecha, como movido por un estremecimiento involuntario. A los dos segundos se estabilizó.

Me sentía sereno, orgulloso. Tanto así que aceleré hasta que otro zumbido avisó que era tiempo de la quinta.

Tiré el cambio y vi como los mismos temores que intentaban aflorar se mezclaban con el enturbiado entorno.

Entender correspondía a la mente, a la teoría, a la concretización de principios. Dominar correspondía al cuerpo, a la acción, a la automatización motora de las habilidades. No era suficiente saber, era necesario hacer…

Alcancé a salvar cuatro curvas más, la última más cerrada que las anteriores. Dos autos me pasaron por el lado y dejaron el residuo de sus bocinas acompañándome.

Pero sus conductores no sabían, no podían saber, que David estaba en control. Que se moría de miedo, pero retenía el dominio. Ninguno sabía que estaba comprendiendo a Harvey cada vez más con cada acción que tomaba…

Reduje la velocidad cuando recordé el motivo que me había llevado a aquellas calles. Hacerlo me trajo a la conciencia la canción de country que sonaba a gran volumen desde los altavoces del auto.

Un letrero en precario balance me dio la bienvenida al condado Isidoro. Me mantuve atento a los números de las carreteras que aparecían en letreros a cada bocacalle que cruzaba.

Al fin encontré la 52 y entré por ella. Era una calle mucho más alumbrada y menos sinuosa que la principal, por lo que se me hizo relativamente fácil encontrar la casa veintitrés. Detuve el carro en la acera opuesta y apagué el motor.

La casa era muy parecida a todas las de aquella calle, como si hubieran sido construidas por un mismo proyecto de contrato. Pero como con todo lo que comienza pareciéndote similar, muy pronto me encontré advirtiendo sutiles desigualdades.

Aquella tenía un portón eléctrico. El color de las paredes se veía fresco y no corroído por el tiempo. Las puertas, las ventanas y las bombillas eran más lujosas que las de las otras casas. Era, en conjunto, una apariencia de cuidado, de frescura, de responsabilidad.

Acomodé el espejo retrovisor y me observé. Tenía una leve cortadura en el ojo derecho y también un asomo de hinchazón en uno de los cachetes, aunque si me desenvolvía con naturalidad, tal vez pasase como un pequeño defecto proporcional de nacimiento.

Regresé el espejo a su posición y bajé del auto. Me acomodé el saco, sacudí algunos residuos de ceniza que había sobre este y me eché una menta a la boca. Respiré profundo y comencé a andar en dirección a la casa, pensando mentalmente por primera vez en cómo llamaría y en qué diría para explicar mi inesperada visita.

Me paré frente al portón y grité un “buenas noches” que después de haberse apagado siguió existiendo en mi cabeza como un sonido ajeno.

La luz del pequeño balcón se encendió. El sonido de la cerradura me llegó de lejos, y por la puerta se asomó un rostro que no logré distinguir en la distancia.

El rostro se escondió. La puerta se abrió por completo y salió una figura de mujer vestida en pijamas elegantes que comenzó a caminar hacia mí.

Era una mujer algo bajita y rechoncha, aunque tal vez esto último fuera producto del pijama que le quedaba suelto alrededor del cuerpo. Cuando al fin pude identificarle las facciones, noté un entrecejo fruncido sobre un rostro en conjunto agradable.

—¿Sí? —fue todo lo que dijo.

—Buenas noches, perdone mi intromisión a estas horas. Me preguntaba si esta es la casa de los Gómez.

—Somos nosotros. ¿Y usted es?

—Discúlpeme. Soy David Bennatt.

Ambos nos quedamos en silencio. Ella probablemente a la espera de una descripción más informativa, yo sin saber cómo dársela.

—Mi compañero de cuarto en la universidad —continué sin mucha seguridad—, creo que conoce a su hija.

—¿A mi hija? —preguntó arrugando la frente.

—Su nombre es Harvey —dije, abriendo un poco más los ojos e inclinando la cara, con la esperanza de que todo aquello le diera una idea.

—¿Harvey? Harvey. Lo siento, no me suena.

—¿Harvey Tunner? En serio no tiene…

—¡Por Dios! —exclamó, y se llevó ambas manos a la boca, pero luego las bajó, y el rostro que dejó al descubierto no admitía súplicas para lo próximo que dijo—: Lárguese de aquí. Lárguese de aquí antes de que llame a la policía.

Su reacción me tomó por sorpresa. Tal vez por reflejo, retrocedí dos pasos.

—Ya le he dicho que se marche —dijo, alzando la voz, una voz que en nada tenía que ver con el cuerpo bajito y rechoncho.

—Vine por mi cuenta. Harvey no ha tenido nada que ver con esto.

—Lárguese de aquí.

—Pero… señora. Yo solo quiero…

—LÁRGUESE.

Le enseñé las palmas de mis manos, y sin dejar de asentir, di dos pasos más hacia atrás hasta alcanzar el borde de la carretera.

—Al menos dígame por qué.

—No queremos tener nada que ver con esa familia…

Advertí que otro rostro se asomaba por el marco de la puerta. Mis ojos debieron delatarme porque la señora giró la cabeza para ubicar aquello que yo observaba.

—¡Métete en la casa! —dijo hacia atrás, en un tono firme. Pero el rostro no desapareció—. Ahora.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntaron a lo lejos. Era una voz de chica, tan clara y autoritaria como la que le había ordenado.

La chica salió con cierta lentitud y miró con más detenimiento al tipo con el que hablaba su madre.

—Por favor, Rebecca. Métete a la casa.

Pero la chica no le hizo caso, sino que comenzó a caminar en nuestra dirección. Cuando la distancia y la luz fueron suficientes, pude notarla con más detalle.

A diferencia de su hermano, aquella no era una chica de apariencia normal. Esta sí resaltaría aun dentro de un bullicio. Su cuerpo no era el de una adolescente, sino el de toda una mujer. Y sus gigantescos ojos verdes que buscaban por todos lados resaltaban en contraste con el rojo de su pelo. Exceptuando la seguridad de sus pasos y aquel toque de altanería en su caminar, la hermana de Harvey no se parecía en nada a él.


68


No había duda en mi mente de que era su hermana. ¿Intuición? ¿Las nuevas habilidades que comenzaba a dominar? Aunque tal vez fuera porque me encontraba en la dirección que Harvey había anotado como la de su hermana, junto con la corroboración de que se llamaba Rebecca…

Mi primera impresión fue que su madre la reprendería, pero no fue así. La señora Gómez se hizo a un lado con un gesto más de resignación que de coraje, y se puso a mirar a lapsos iguales entre su hija y yo.

Rebecca seguía andando hacia mí. Sus cejas fruncidas. Sus pijamas oscuros pegados al cuerpo. La melena roja y espesa, que la hacían parecer alerta a cualquier acción. Su andar lento pero altanero, seguro.

—¿Eres tú? —preguntó cuando estuvo justo al lado de la reja.

—No. Soy un compañero suyo.

Rebecca no mudó el rostro, pero relajó un poco aquellos ojos grandes, tan intimidantes e imponentes como los de su hermano, aunque por otros motivos que aún no alcanzaba a descifrar.

—Lo sabía, lo sabía —dijo para sí misma.

—¿Cómo que lo sabías? ¿Qué sabías? —preguntó la señora Gómez, volviendo de su pasividad.

Rebecca observó a su madre, luego a mí.

—Que algún día vendría a buscarme.

La señora Gómez se limitó a observar a su hija con una mezcla de coraje y compasión.

—¿Dónde está él? —me preguntó Rebecca, y le pude advertir un rápido movimiento de ojos dirigido a mi auto.

—No está conmigo. Ni siquiera sabe que estoy aquí.

—¿Algo malo pasó?

—¿Algo malo? ¡Oh, no! Para nada.

—Entonces, ¿por qué estás aquí? —Quien me hablaba era una chica que estimaba entre sus dieciséis o diecisiete, pero proyectaba una prepotencia en la voz digna de alguien mucho mayor.

—Quería verte… —pero fui incapaz de continuar con la verdad. Ahora que la imagen de una hermana de Harvey tomaba un concreto específico, no me veía capaz de confesarle que no había venido por ella, mucho menos por Harvey. ¿Cómo decirle que había venido para comprender algunas cosas acerca de mí?—. Harvey me habló de ti y… supongo que quise conocerte.

—¿Sabes dónde está él?

—Sí.

—¿Podrías llevarme? —preguntó en un tono más femenino que los anteriores, casi coqueto, tal vez en un intento de apelar a mi lado masculino. Y el efecto casi da en el blanco a no ser porque la sabía hermana de Harvey y menor de edad.

La señora Gómez se me adelantó.

—¿Qué te has creído? ¿De verdad piensas que voy a dejarte ir con un desconocido a que…?

—Mamá —dijo Rebecca y se volteó para darle cara—. No es una competencia. Los amo a ti y a papá. Son lo mejor que me ha pasado, pero eso no quita que sienta curiosidad por mi otra familia…

—¿Otra familia? ¿Llamas familia a esa escoria? Tu verdadera madre estaba tan drogada que ni podía atenderte y tu padre… tu padre… —La señora Gómez se interrumpió en un llanto descontrolado.

Rebecca no hizo ademán de consolarla, ni siquiera mudó la expresión, sino que se mantuvo tal y como estaba hasta que su madre logró calmarse un poco.

—Soy una buena chica porque lo han hecho todo muy bien, pero no puedes negarme hacer esto. Si este chico me lo permite, pienso ir con él a conocer a mi hermano.

Dos punzadas distintas me dieron de lleno en un costado. La primera, porque me había llamado chico, como restándole años y experiencia a mi vida, la segunda, porque pensaba que yo estaba en condiciones de llevarla junto a Harvey, pero no dije nada que la hiciera salir de sus dos errores.

—Rebecca, mi linda. Hazme caso. No debes…

—Mamá, ya lo he decidido desde hace años —dijo, y se volteó hacia mí—. ¿Tienes inconvenientes de llevarme contigo?

—Para nada —mentí sin saber por qué.

—Muy bien —dijo y se movió hacia la entrada del portón.

—No puedes irte, Rebecca —dijo su madre—. No a estas horas, no así vestida… y mucho menos con un chico que ni siquiera conoces.

—Míralo, mamá —dijo abriendo el portón—. ¿No te das cuenta de que puedes confiar en él?

—Si sales por ese portón te juro…

Rebecca soltó el portón y abrazó a su madre, interrumpiendo así una posible y feroz amenaza.

—Me puedes llamar al celular cuantas veces quieras, a las horas que desees.

Y dicho esto, le plantó un sonoro beso en el cachete. Se despegó de ella y accionó una especie de botón en la caja del motor del portón que le permitió abrirlo manualmente.

Cuando salió, cerró el portón y se fijó en mí como si fuera la primera vez que lo hacía; como si estar divididos por una reja le hubiese imposibilitado hacer un análisis satisfactorio. Asintió levemente y cruzó la calle en dirección a mi auto, dejándome a solas con su madre.

—No tiene de qué… —comencé a decir, pero la señora Gómez se dio la vuelta y se dirigió con pasos firmes al interior de la casa. Una vez dentro, cerró la puerta, y de lejos me llegó el ruido de varias cerraduras cerrándose.

Dejé escapar el aire que me quedaba y me volteé. Rebecca estaba parada justo al frente de mi auto, mirándome fijamente, pero cuando notó que yo la observaba, sacó sus ojos de los míos y se puso a atender el celular inteligente que sostenía en sus manos.

¿Y ahora cuál era el plan? No podía llevarla con Harvey. Ni siquiera nos hablábamos, tampoco se pondría contento de volver a verme, mucho menos de enterarse que había ido en busca de su hermana sin su consentimiento. ¿Entonces qué?

Salí en dirección al auto. Al notarme, Rebecca guardó su celular en un bolsillo de sus pijamas y se movió hacia el lado del pasajero.

El trayecto hasta el auto se me antojó mucho más largo de lo que era, tal vez porque quería montarme después de haber tomado una decisión definitiva, pero llegué justo frente a mi puerta sin ninguna.

La abrí sin mirar a Rebecca y me monté. Me volví a un lado y le quité el seguro a la otra puerta. Rebecca la abrió y se sentó.

Mi auto era todo un reguero, lleno de papeles por todos lados, latas de cerveza y colillas de cigarrillo, pero me abstuve de hacer algo al respecto, simplemente era inútil con semejante cantidad de porquerías y tan poco tiempo.

Rebecca se acomodó la espesa melena roja, haciendo que un olor agradable opacara el tradicional de mi auto. Yo metí la llave por el agujero y encendí el motor. El auto dio una sacudida como si fuera a apagarse, pero luego volvió en sí, estremeciéndose de nuevo antes de quedar sereno y listo.

¿Y ahora? Ni siquiera me atrevía a echarle un vistazo a la chica que estaba junto a mí. «Es solo una chica», me obligué a repetirme mentalmente; pero Rebecca, al igual que su hermano, poseía una personalidad que intimidaba. Aunque tal vez fueran sus gigantescos ojos, o las circunstancias en las que nos habíamos conocido, o su atrevimiento de montarse con un total desconocido…

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí —avancé a contestar.

—¿Pasa algo entonces?

Respiré profundo dos veces antes de apagar el auto y voltearme hacia ella.

—Cuando decidí venir… Harvey y yo no nos hablamos desde hace un tiempo. Ni siquiera creo que se alegre de saber que he venido a verte.

Rebecca pestañeó varias veces seguidas, una acción muy notable en ella.

—¿Y para qué has venido?

—De verdad, no sabría cómo comenzar…

Rebecca asintió y retiró su pesada mirada de mí. Miró en dirección a su casa y luego dejó vagar la vista por un corto tiempo.

—Vamos a otro lado, ¿quieres?

—¿Estás segura?

—Le dije a mi madre que me iba contigo, que podía confiar en ti. No quedaría bien parada si entro por esa puerta sin haberme movido en lo absoluto. ¿No te parece?

—Bueno, claro. ¿Tienes alguna preferencia? ¿A dónde quieres ir?

—Tú eres quien conduce —dijo con un asomo de sonrisa. Sacó su celular de un bolsillo y se puso a marcar en él.

«Muy bien, David. ¿A dónde nos llevas?». Puse ambas manos sobre el volante y miré a lo lejos. Encendí el auto, que volvió a tomarse su tiempo, metí el pie en el embrague, puse el auto en primera y arranqué. ¿A dónde?, lo decidiría en el camino.

Rebecca sacó los ojos de su celular y encendió el radio del auto. Una canción con violines y guitarra hizo su entrada. Era una canción familiar, pero no la supe identificar.

—¿Sabes qué canción es esa? —le pregunté.

—Claro, es Dust in the wind. ¿Por qué lo preguntas?

—Me gusta mucho… ¡Oh! No, no. Creo que es la misma que le produce algo de la sinestesia a tu…

—¿Cómo dices? —preguntó, apartando los ojos de su celular.

—No es nada, pensé en voz alta —dije, y subí el volumen del radio.

No llevaba medio kilómetro recorrido cuando Rebecca dejó su celular sobre su regazo, apagó el radio y volteó la cara hacia mí.

—Dime algo, ¿quieres?

—¿Qué?

—¿Mi hermano hizo una aplicación de damas?

Desvié la mirada de la carretera y la dirigí hacia Rebecca.

—¿Cómo sabes algo así?

Rebecca sonrió y miró al frente.

—Tengo muy pocos recuerdos de él, pero conservo una imagen de nosotros jugando con fichas sobre un tablero de damas. Aunque era tan pequeña que dudo mucho que supiera lo que hacía.

—¿Y cómo llegas de eso a…?

—En la aplicación lo pone —me interrumpió—. Mira. —Alcanzó su celular y me señaló la pantalla.

Allí aparecía el nombre de la aplicación junto a un nuevo logotipo, de seguro diseñado para la nueva actualización. Debajo estaban las palabras:


Creado por:

Harvey Tunner & Fernand Warton


—Es él, ¿verdad? Harvey Tunner.

La sonrisa de Rebecca fue contagiosa.

—En efecto. Ese es tu hermano.

—Lo sabía —dijo, volviendo a ponerse el celular en el regazo y mirando al frente.

—¿Sabes? Ahora que lo dices, creo que sea posible que él también recuerde lo mismo que tú.

—¿Qué?

—Harvey tenía escrita tu dirección en la página de un cuaderno donde escribió las reglas del juego de las Damas a Muerte.

Rebecca sonrió sin sacar los ojos de la calle. Cuando se volteó hacia mí, preguntó:

—¿Y acaso tienes pensado decirme tu nombre?

—Oh, lo siento. Me llamo David.

—Pues como ya sabrás, yo soy Rebecca Gómez, nacida Tunner —dijo sonriendo, extendiéndome una mano.

—En ese caso —dije, estrechándosela—, yo soy David Bennatt, nacido tal cual.

Una risita tonta se le escapó y yo me sonreí con ella.

Nos quedamos en silencio hasta que alcanzamos la carretera principal. El renovado movimiento vehicular y la peculiar vida de los establecimientos nocturnos me hicieron sentir más a gusto, confiado.

—¡Espera! —dijo de pronto—. David Bennatt, David Bennatt… ¿Acaso eres el usuario dabennatt14?

Los ojos se me abrieron de la sorpresa.

—Sí, ¿pero cómo…?

—Creo que te debo una disculpa. Yo he sido quien te ha ganado todas estas veces.

—Pero…

—¡Yo soy spirit&soul-219!


Observación [435]


Extracto de la Carpeta de Ideas.

Autor: Harvey Tunner.

Transcripción: David Bennatt.

Fecha de creación: 3, octubre, 2012.


Crisis existencial

[O., n.º 435]


Una crisis existencial es una respuesta emotiva, negativa y de gran intensidad ante la falta de respuestas satisfactorias a preguntas fundamentales.

El conocimiento es jerárquico, esto es, que se sostiene y se fundamenta en ideas primarias, que a su vez permiten nuevas y mayores integraciones de abstracciones. Una omisión en la creación de estos fundamentos generará un vacío en el contenido mental.

¿Cuál es el propósito de la vida? ¿Cómo puedo saberlo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué debo hacer? ¿Poseo los medios para contestar estas preguntas? ¿Cuáles medios? ¿Existe un ser supremo, divino? ¿Basado en qué método tomo mis decisiones? ¿Existe el bien y el mal? ¿Cómo lo sé? ¿Importan estas preguntas? ¿Por qué? ¿Cuánto?

Esto es un ejemplo muy reducido de preguntas fundamentales. Las respuestas a estas y otras preguntas similares se encuentran en la base del conocimiento, son los fundamentos de la jerarquía intelectual.

Una duda genera ansiedad, el desconocimiento puede generar emociones de impotencia… Pero fallar en responder a estas preguntas fundamentales de forma satisfactoria produce una desconexión entre todas las ideas y principios, ideas y principios que para que funcionen deben estar integrados entre sí. Y esta ausencia se experimenta con una emoción fuerte y negativa.

La ausencia de respuestas, o la presencia de respuestas insatisfactorias, producirán una sensación de impotencia total, un desespero animoso que llevará a la inacción temporera, a un episodio de depresión intensa, muchas veces corta, pero penosa.

La ciencia que se encarga de contestar estas preguntas fundamentales es la filosofía. Y de aquí que surja otra de estas preguntas primarias: ¿Qué filosofía es la correcta? ¿Cómo puedo saberlo?

Hasta el momento, me parece, Aristóteles es quien más cerca ha estado de brindar una filosofía integrada y probada, basada en la realidad, aunque no he podido dejar de notar ciertas contradicciones en algunos de sus enunciados y postulados (debería anotar y analizar estas contradicciones en su momento).

He notado que la mayoría de las personas experimentan episodios de crisis existencial entre lapsos de tres a cuatro años. También he advertido que son las respuestas que logren darse durante estos episodios lo que definirá en gran medida el resto de sus vidas.

Las disonancias cognitivas, como los cargos de conciencia y otras contradicciones entre el cuerpo y la mente [O., n.º 310] muchas veces son un indicio de que se avecina una crisis existencial, pues estas, las disonancias, provienen de una desintegración entre las ideas y acciones de un ser humano.


69


Descubrir que durante todo este tiempo me la había pasado jugando nada más que con la hermana de Harvey era tanto increíble como humillante. Esto último porque siempre perdía con ella.

—¿En serio eres tú?

—¿No es increíble? —comentó, abriendo más su sonrisa.

—Sí que lo es.

Sin hacerme consciente de ello, alcancé la calle, que de tomarla, me llevaría a la casa de la señora Warton.

—¿Tienes inconvenientes en ir a mi… a la casa donde vivo?

—Para nada.

Doblé a la derecha y al poco rato aparcaba en el patio de la casa. Todo estaba a oscuras. La señora Warton debía estar durmiendo o sumergida en el efecto de alguna de sus drogas, demasiado débil para pararse y encender las luces, o demasiado ida como para siquiera considerarlo.

Apagué el auto y abrí la puerta. Una vez fuera, encendí un cigarrillo. Rebecca se tardó un poco más en bajar, y, cuando lo hizo, sostuvo mi sombrero por encima del auto.

—¿Puedo? —preguntó sonriendo.

—Sí.

—Me gusta —dijo, y se lo puso.

Y aunque era cierto que el verde chillón del sombrero no iba a tono con el rojo vino de su pelo, tuve que reconocer que le quedaba bien. Tal vez porque sí combinaba con el color verde de sus ojos mientras contrastaba con el de sus pijamas negros, o simplemente porque vestía el sombrero con coquetería.

Rebecca movió la cara y se fijó en la casa con mayor detenimiento.

—De modo que aquí es que vives.

—Sí, ¿por qué? —y la pregunta me supo amarga. «¿Qué pasa, David?»

—Por nada —dijo, y lanzó el sombrero de vuelta en el auto antes de comenzar a moverse en dirección a la casa.

A aquellas alturas ya me venía arrepintiendo de haberla traído. Ni siquiera me veía invitándola a entrar, no con la apariencia interior de la casa. «Joder. ¡A quién le importa, David!», pensé y me le adelanté.

Le pasé por el lado, subí los pocos escalones que me separaban del balcón, abrí la puerta con mi copia y encendí las luces.

El balcón quedó alumbrado débilmente, resaltando la figura esbelta de la hermana de Harvey, que sin mostrar ningún reparo, se sentó en el escalón más alto.

—¿Quieres algo de la cocina? —le pregunté.

—No, estoy bien —acabó, volteándose para mirarme.

—Dame un segundo entonces —le dije, y me metí en la casa.

De camino, me quité el saco y lo tiré sobre el viejo sofá. Llegué a la cocina y abrí la nevera. Saqué una cerveza, la abrí y me la bajé completa de un solo trago. Saqué otra, que abrí, pero no probé, sino que la traje conmigo hasta el cuarto de la señora Warton.

Entré con cuidado para no despertarla si dormía. El televisor, con el volumen en mudo, alumbraba a lo lejos. La señora Warton estaba tirada sobre la cama, tan ella.

Puse la botella sobre la mesita de noche y me recliné sobre la cama. Metí una mano por entre las sábanas y la dejé juguetear por entre los pechos de la señora Warton.

Ella abrió los ojos. Primero sorprendida, luego a gusto. Y sonriendo, alzó las manos en un bostezo.

—¿Se acuerda de Harvey? ¿Del chico que le hablé?

La señora Warton apretó los párpados como en un intento de desperezarse. Finalmente, me miró con atención.

—¿Qué te pasó en la cara? —dijo, alargando una mano para tocarme el rostro.

—No es importante, luego le cuento. A Harvey, ¿lo recuerda?

—Eh…, sí. ¿Pasó algo malo?

—No, no. Su hermana está aquí. Por si quiere conocerla.

—¡Oh, sí!, claro.

La señora Warton se levantó. Un par de segundos después, sacaba y tiraba prendas de ropa desde su perchero.

—La espero afuera —le dije. Y sin esperar respuesta, recogí mi cerveza y salí al balcón.

Rebecca estaba sentada donde antes, usando su celular. Cuando advirtió mi presencia, lo puso sobre el suelo y se volteó.

—Deberías jugar con invitado2952. Ni siquiera yo logro ganarle.

—Debe ser bueno —comenté, y me senté en el suelo, a un par de metros de ella.

Rebecca siguió toda mi travesía con su vista.

—Así que mi hermano no sabía que venías a verme.

—Tuvimos una discusión hace poco. No nos hablamos desde entonces.

—¿Y qué te llevó a buscarme?

—Es una historia larga. No creo…

—Tengo tiempo —dijo sonriendo—. A menos que lo hayas dicho por otros motivos.

—No, para nada. Déjame ver cómo empiezo —dije, y le di un sorbo a la cerveza. Puse la botella a un lado y encendí un cigarrillo—. El año pasado comencé la universidad. El chico con el que me tocó compartir habitación fue Harvey, y bueno… Creo que al principio me cayó un poco pesado. Entonces yo era tímido y él tan distinto a mí, tan seguro, tan creído…

—¿De verdad?

—Sí, ¿por qué?

—Es curioso. Las pocas imágenes que tengo de él son las de un chico tranquilo, incluso tímido, pero de eso va tanto tiempo…

—Pero no están tan lejos de la realidad. Harvey me confesó que, en efecto, era un chico tímido hasta que… —me interrumpí, y me pareció que Rebecca advertía el motivo—. ¿Qué sabes de tus padres biológicos? —acabé preguntando.

—¿Te refieres a que si sé que murieron?

Asentí, sintiéndome un poco avergonzado.

—Lo siento. Pensé que tal vez…

—No te preocupes. Casi ni los recuerdo, no siento cariño por ninguno de los dos.

Entonces me cruzó por la mente preguntarle qué cosas sí recordaba de ellos, pero tomando en cuenta lo que su padre le había hecho, me lo repensé y decidí alejarme del tema.

—El punto está en que Harvey me enseñó algunas cosas. Me ayudó a ser un poco más seguro y todo eso… Pero luego de un tiempo creo que ya no se sentía a gusto con lo que era, lo que hacía y lo que nos enseñaba. Comenzó a decir que estábamos desperdiciando el tiempo, que lo que hacíamos no tenía valor ni importancia, y bueno, comenzamos a pelearnos. Yo sigo pensando que fue una suerte conocerlo y aprender todo lo que aprendí de él.

Rebecca siguió mi conversación con atención, asintiendo cuando la narración lo requería.

—¿Eso en tu ojo es de la discusión?

—¿Esto? —pregunté, llevándome la mano a la cara—. ¡No, no! Esto fue hoy. Mi discusión con Harvey fue comenzando el año.

—¿Y dónde entro yo en todo esto?

—Supongo que eres mi intento de asegurarme. Pienso que tal vez si acabo de comprender a Harvey, lo terminaré haciendo conmigo. No sé si puedas entenderme…

—Lo entiendo. Es lo que le digo a mis padres. A pesar de no necesitar la vida de la que me sacaron, siempre he sentido curiosidad. Es como un picor que tienes que rascarte. Para mí tiene importancia conocer a mi hermano y saber más cosas sobre mis padres. Es como si entendiéndolos a ellos entendiera cosas de mí.

Asentí por la suerte de que lo entendiera, pero la explicación y la comprensión estaban todavía a gran distancia una de la otra. Ella ya entendía mi intención, pero mi intención no se había logrado todavía. Tenía que preguntarle, tenía que saber, pero no podía entrometerme así, no podía preguntarle sin más, o confesarle las cosas que hiciera Harvey con sus padres… Pero era imperativo que lo hiciera. Tal vez con algo de tacto podría rozar el tema y salir airoso. Rebecca mostraba ser más adulta de lo que su edad proponía…

—Rebecca.

—¿Sí?

La señora Warton salió al balcón. Vestía unos vaqueros pegados y una blusa negra muy bonita. Sonrió al verme y se dirigió hacia Rebecca, que se puso de pie y le devolvió una sonrisa.

Las dos mujeres se saludaron con la mano.

—Estás en tu casa —le dijo la señora Warton.

—Muchas gracias.

—¿Quieren algo de comer? ¿O de tomar? —preguntó la señora Warton, soltando la mano de Rebecca y mirando entre ella y yo.

—No, pero se lo agradezco —dijo Rebecca, y volvió a sentarse en el suelo.

Yo negué y la señora Warton me hizo una especie de guiño antes de meterse en la casa.

—¿Es tu mamá? —me preguntó Rebecca.

—No —dije, sonriendo—. De hecho, es mi prometida.

—¡Oh!, lo siento tanto… —dijo, y se llevó ambas manos a la boca—. Pero qué estúpida he sido. Perdóname. De verdad…

—No es nada —le dije, sonriendo aún.

—Es muy guapa, ¿sabes? —dijo Rebecca, recuperándose con una rapidez envidiable.

—Gracias.

—Por lo que se desprende que tienes buenos gustos.

Incliné un tanto el rostro y sonreí.

—Suerte —la corregí—. Tengo buena suerte.

Rebecca sonrió antes de decir:

—Ibas a preguntarme algo.

—Eh… Tienes razón. Me preguntaba… Tengo curiosidad…, ¿recuerdas algo de tus padres?

Rebecca despegó los ojos de los míos y se puso a mirar hacia el patio. Una lágrima silenciosa le resbaló por la mejilla.

—No sé si realmente es un recuerdo o si ha llegado a parecerlo por todo lo que he pensado… Pero creo sentir a mi padre… ¿Sabes? No es siquiera… es saber que lo haya considerado… ¿Cómo puede un padre hacerle daño así a una niña? A su propia hija. ¿Lo entiendes? No es que lo haya hecho, ni qué hizo… sino es saber que haya podido hacerlo. Que se la haya ocurrido. —Dijo todo aquello con una voz y un rostro sereno. Se secó una nueva lágrima y se aventuró a mirarme.

—Lo siento mucho —fue lo único que se me ocurrió decir.

—No te preocupes.

Me quedé en silencio. Agarré la botella y me bajé lo que quedaba de un solo tirón. Allí estaba David, hablando con la hermana de Harvey, con total libertad y comodidad, como si se conocieran de toda una vida.

—Cuando te enteraste de que habían…

—No me importó. Te dije que no siento nada por ellos. Además, supongo que al menos mi padre se lo merecía, ¿no?

—Sí, supongo —dije, y agarré la botella. Al notar su peso y recordar que solo recién la había vaciado, la dejé de vuelta en el suelo—. ¿Y acaso sabes cómo murieron?

—Él la mató a ella y meses después se suicidó.

Asentí en silencio antes de ponerme de pie.

—¿Quieres una cerveza?

—No, gracias. De veras, estoy bien.

—Pues dame un momento.

Pero antes de voltearme, el sonido de un auto acelerando me llegó de lejos. Y a juzgar por sus cejas fruncidas, Rebecca debió advertirlo también.

El sonido fue ganando volumen y pronto pudimos ver dos pares de luces recorriendo la carretera que pasaba junto a la casa. El auto venía a una velocidad impropia para tan pequeña calle, levantando una gigantesca voluta de polvo a su paso que se alumbraba con las luces traseras.

Las de enfrente siguieron haciéndose más grandes hasta que el auto salió de la carretera y vino a parar sobre el patio de la señora Warton.

Rebecca y yo nos hicimos a un lado en un reflejo. El auto frenó, desparramándose hacia un costado y llenándolo todo de polvo hasta acabar a un metro de mi auto y el de la señora Warton.

El Toyota rojo que aparcaba con dramatismo en el patio era sin dudas el auto de Harvey.


70


Me mantuve inmóvil, entre la puerta y Rebecca, que había quedado escondida detrás de los balaustres.

Las luces del auto formaban dos largos haces a través de la nube de polvo; nube que casi ni se movió cuando la puerta del conductor se abrió, permitiéndome apreciar una figura fantasmagórica apareciendo.

Harvey se materializó. Su semblante estaba distorsionado por una mueca. Sus puños apretados. Su rostro inclinado hacia abajo. Sus ojos llenos de brillo. Venía caminando hacia la casa con pasos firmes y rápidos. Sus ojos clavados en mí, tan fijos y enfocados que parecían traspasar la neblina y enterrarse en mi cabeza.

Cuando Harvey casi alcanzaba los escalones del balcón, mi cuerpo respondió y corrió en dirección al interior de la casa.

Traspasé el umbral, tiré la puerta y la aseguré. Dos segundos después, la puerta retumbó.

—¡DAVID! —gritaron desde el otro lado, pero el sonido no me llegó opaco, como supuse, sino que sonó tan claro y alto como si Harvey gritara justo a mi lado.

Otro golpe. La puerta vibró.

—¡DAVID!

Un nuevo golpe. Tan fuerte y sólido que solo una patada podía ser la responsable.

—¡DAVID!

—¿Qué está pasando?

Del susto, lancé un puño aleatorio. El golpe por poco alcanza a la señora Warton, que justo recién se había aparecido a mi lado, con los ojos abiertos de par en par.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Es Harvey —logré hacerme escuchar por encima de los nuevos golpes que tronaban sobre la puerta.

—Llama a la policía —dijo la señora Warton.

«No debo hacerlo». La parte de mi cuerpo que tanto deseaba dedicarse a matar elefantes y a enterrar por siempre al estúpido que había en mí sabía que debía enfrentarme a Harvey.

Pero el hecho de que tuviera que recordármelo a mí mismo era una pista. Saber que debía hacer algo sin saber exactamente qué o cómo era una prueba de lo mucho que me faltaba…

—¡DAVID! —volvió, acompañando el grito con otro golpe a la puerta.

Tenía que enfrentarlo, pero también sabía que no tenía probabilidades de triunfar. Horas atrás me las había visto con mi padre y mi cuerpo aún intentaba recuperarse. ¿Pero dejar a Harvey hacer lo que quisiera? No podía, aun cuando no supiera cómo evitarlo. Aunque si lograba hacerlo continuar con aquellos golpes y gritos, tal vez acabara cansándose…

—Aléjese de la puerta —le dije a la señora Warton—, y tráigame un palo, algo largo, cualquier cosa.

La señora Warton se marchó y regresó enseguida con una escoba que aparentaba no haberse usado nunca. La alcancé y me aseguré de mantenernos a una distancia prudente de la puerta.

—¡DAVID!

Y golpeé la puerta con el extremo de la escoba.

—¡DAVID!

Otro escobazo.

—¿Acaso piensas echar la puerta? —le grité.

Su respuesta fue una nueva patada que hizo vibrar no solo la puerta, sino también el marco de donde se sujetaba.

—¿Qué pasa? ¿No puedes tumbarla? ¿Tan mierda eres? ¿Eh? —Y rematé con un nuevo escobazo.

—¡DAVID!

—Llevas un buen ritmo. —Y lancé otro golpe con la escoba.

Una nueva patada de Harvey aflojó la cerradura. ¿Cuántos golpes más aguantaría? Pues por mí, mientras más, mejor. Harvey debía estar cansado si había de enfrentarlo…

—¡DAVID!

Otro golpe, que zafó más aún la cerradura. Yo respondí con dos golpes rápidos de escoba.

—¡Te estás yendo de tiempo! —le grité.

Y las nuevas patadas se mezclaron con los golpes de la escoba.

¡CRAC!

Algo se desgarró. Y mientras yo buscaba el daño, Harvey reducía el tiempo entre cada una de sus patadas.

—¿Eso es todo?

—¡DAVID!

—¿Ya estás cansado?

La nueva patada hizo que la parte de la cerradura que daba al interior de la casa cayera en el suelo. Un nuevo sonido de desgarro. Y otro más. Estaba por ocurrir. La puerta no podría seguir aguantando por mucho tiempo…

—Todavía no te veo. ¿Ya terminaste?

La nueva patada aflojó la puerta del marco. ¿Aguantaría una más? ¿Dos?

—Aléjese —le dije a la señora Warton.

Lancé un último golpe con la escoba antes de tirarla a un lado y echarme hacia atrás.

—¡DAVID!

—AQUÍ ESTOY.

—¡DAVID!

—VEN A POR MÍ.

La nueva patada alcanzó la puerta con un sonido más opaco, sordo.

Doblé las rodillas un poco para amortiguar las subidas y bajadas que daba mi cuerpo. Estaba expectante, listo para el primer indicio.

¡BAM!

La puerta se desgarró a la altura de la cerradura. La puerta se abrió de golpe, permitiéndome ver a Harvey recuperándose de la postura de la patada, y volvió a tirarse a causa del rebote.

Era ahora. «Prepárate, David».

Doblé más las rodillas, me incliné hacia el frente…

Una nueva patada abrió y dejó abierta la puerta.

… me impulsé con el pie derecho y salí corriendo. Un segundo más tarde, Harvey abría los ojos como platos.

Como si el tiempo volviera a detenerse, lo vi llevarse las manos a la cara, en un reflejo defensivo que lo tomaba por sorpresa. Mi cuerpo pasó debajo del umbral. Bajé más la cara hasta ya no poder verlo, levanté mis manos, cerradas en sendos puños, y rogué por que la suerte jugara de mi lado.

Mis puños sintieron el contacto, primero blando, después sólido; como si hubiese sido capaz de percibir con precisión el contacto con su piel y contra sus huesos.

Los brazos de Harvey me abrazaron, mientras su cuerpo se doblaba por la cintura para darle cabida a mis manos y a mi cabeza.

La velocidad pudo más que la resistencia con la que él había plantado sus pies. Y una fracción de segundo más tarde, nuestros cuerpos salían despedidos al vacío que dejaba el nivel del terreno del patio con el del balcón.

El movimiento de ambos volando por los aires me revolcó el estómago, como si bajase una cuesta en mi auto a gran velocidad.

El cuerpo de Harvey se inclinó hacia atrás, quedando horizontal al suelo, que se acercaba con rapidez. Parecía que mi velocidad era mayor, porque noté que le pasaba por un par de centímetros; yo encima de él, como suspendidos en la nada.

Mi cara se le adelantó a la suya, permitiéndome ver lo inminente: iba a dar de rostro contra el suelo. Llevé las brazos al frente, en un intento de protegerme del peligro que se avecinaba…

Y entonces el golpe. Mis rodillas se hundieron en el estómago de Harvey cuando caímos. Las palmas de mis manos se deslizaron por el suelo y mi rostro aterrizó con un sonido seco. Mi cuerpo continuó por inercia, trayendo las rodillas consigo, que fueron a chocar contra la quijada de Harvey.

Terminé dando dos vueltas hasta quedar inmóvil. Intenté ponerme de pie, pero lo único que conseguí fue hacerme consciente del dolor en mi cara, del ardor en las palmas de mis manos, del mareo agudo, de la hinchazón en mis rodillas y del miedo ante la posibilidad de que Harvey ya se hubiera recuperado y puesto de pie.

Volteé la cara y vi a Harvey con ambas manos sobre su rostro, meciendo sus piernas con movimientos cortos, como intentando apaciguar un dolor agudo.

Lo intenté de nuevo. Esta vez logré ponerme de rodillas. «Solo un poco más, David». Hice un nuevo esfuerzo y logré ponerme de pie, pero pronto tuve que recostarme contra el auto de Harvey para evitar caerme.

Lo correcto era asegurarme. Tener la certeza de que Harvey no era un peligro de momento… Pero no tenía fuerzas. Me dolía todo el cuerpo y el aturdimiento que sentía me impedía orientarme.

Apreté los ojos, sacudí la cabeza y comencé a moverme en dirección a Harvey, pero perdí el balance y lo seguí de largo, aterrizando contra el balaustre del balcón. Me dejé caer sobre los escalones y miré hacia atrás. Me quedaría allí. Sí. Solo haría algo si lo creía capaz a él de hacerlo primero.

Pero Harvey no daba indicios de poder levantarse.

Una mano se posó en mi hombro. Con gran esfuerzo, me di la vuelta para encontrarme con el rostro de la señora Warton.

—Hay que llamar a la policía —dijo en un susurro.

—No, no —dije, poniendo mi mano sobre la de ella—. No todavía—. Y volví a enfocar a Harvey.

Por ahora todos estábamos a salvo. Yo lo estaba, también la señora Warton y… ¡Rebecca! Di un rápido jirón de cabeza, pero al instante me arrepentí. Me llevé ambas manos a la cabeza para intentar detener la intensa punzada sobre la sien.

Giré el rostro una vez más, esta vez más lento. Primero a mi derecha, luego a mi izquierda. Allí, al borde del balcón y detrás de los balaustres, estaba Rebecca, de cuclillas, con la cara entre sus rodillas.

Imaginarla allí procesando toda la escena me hizo sentir culpable.

—Mire a ver cómo está —le pedí a la señora Warton, señalando en dirección a Rebecca.

La señora Warton se dio la vuelta, y una especie de quejido me llegó desde más allá. Giré la cara con lentitud y me encontré con Harvey intentando ponerse de pie.

La mano que usaba de soporte se resbaló y dio de bruces contra el suelo.

—¡Maldita sea! —alcanzó decir.

Volvió a intentarlo y, por lo pronto, solo pudo arrastrarse hasta acabar recostado de la goma de su Toyota.

Harvey levantó la cara y sus ojos dieron con los míos. Ya no le brillaban, ni parecían estar poseídos por el odio.

—¡Eres una mierda! —me dijo a los pocos segundos.

—Tú eres quien ni se puede poner de pie —casi le grite, pero el dolor y el mareo le restaron fuerza al comentario.

—¿Cómo te atreves? —preguntó—. ¿Ah?

—Cuando me expliques qué demonios pasa, tal vez podamos ver cómo me atrevo.

—Julia me lo contó —dijo, y se interrumpió en un jadeo—. ¿Quién te crees para andar metiéndote en mi vida?

—¿Qué pudo haberte contado Julia?

—Ella es mi Snape y…

—¿Tu qué?

—… me lo ha contado todo. Desde el negocio que creaste utilizando los principios que te di hasta de tu teoría sobre las tentaciones. De tus elefantes y de todo lo demás que le has ido añadiendo a la carpeta, hasta que le pediste la dirección y el teléfono de…

—Así que Julia te ha ido pasando chismes. ¿Y te atreves a preguntarme quién soy yo para andar metiéndome en tu vida? Al parecer es otro quien se ha metido en la mía.

—¿Tu vida? Si todo lo que has hecho es lo predecible. Y si lo sé es porque te conozco, porque sé quién eres: una copia barata de mí. No puedes llamar propia a tu vida cuando la has copiado de la mía.

—Vete a la mierda.

—No —dijo y puso ambas manos sobre la goma del auto—. ¡Tú vete a la mierda!

Harvey hizo un esfuerzo hasta acabar de pie; sus ojos volvían a tener destellos propios del diablo mismo. Comenzó a cojear hacia mí, pero se detuvo de pronto al fijarse un poco más a mi derecha. Sus ojos enfocaban a la señora Warton y a Rebecca, que en ese momento se levantaban abrazadas de detrás de los balaustres.

Harvey entrecerró los ojos, luego los abrió hasta el límite. Se llevó una mano al pecho y dio dos pasos hacia atrás. De pronto su cuerpo no pudo sostenerlo y se desplomó, y acabó dándole con la nuca al capó de su auto.


71


Harvey resbaló por su auto y se estrelló contra el piso, produciendo un sonido seco.

Ignorando las nuevas punzadas en la sien y en el costado, alcancé a ponerme de pie. Miré hacia atrás. La señora Warton y Rebecca observaban a Harvey, ambas con la misma cara de espanto y sorpresa que yo debía tener.

Volví los ojos donde Harvey y lo vi haciéndose un ovillo mientras se llevaba ambas manos a la cabeza, como protegiéndose de un peligro que solo él reconociera.

Metí las manos en los bolsillos de mi pantalón. Mi celular no estaba. Tal vez se había quedado en el Nissan, o en uno de los bolsillos del saco.

—Llamen a una ambulancia —le dije a las dos.

Rebecca asintió y se puso a rebuscar en los bolsillos de sus pijamas.

—Date prisa, ¿quieres?

—Lo intento.

Sacó las manos de sus bolsillos y negó. Luego se puso a rebuscar en la parte del balcón donde se había parapetado.

—Date prisa —repetí—. No sé qué le pasa a Harvey—. Evelyn, busca mi saco.

Rebecca, que entonces caminaba buscando el celular, se detuvo y me miró fijamente.

—¿Dijiste Harvey?

—¿Qué te…? —Y entonces me hice consciente de lo obvio: Rebecca no tenía forma de saber que el chico que ahora se retorcía sobre el suelo era su hermano…

—Sí, es él. Ahora encuentra ese celular.

Rebecca volvió a asentir y siguió buscando por todos lados.

Alcancé a bajar los pocos escalones. Cojeando, llegué donde Harvey, que ahora daba unos movimientos bruscos y rápidos, como si fuera presa de convulsiones. Parecía un pececillo que recién hubiese caído fuera del agua.

Con dificultad, me arrodillé junto a él. Tenía los ojos desorbitados. Su cara pasmada en una mueca de terror, todavía dando zapatazos en el suelo. Cuando advirtió mi presencia, me agarró con una mano por el cuello de la camisa y tiró hacia él.

—Me… estoy… muriendo —logró articular.

Sus palabras recorrieron mis venas. Por lo pronto, el dolor y los mareos se desvanecieron de mi cuerpo, dándole paso a una descarga de sangre, adrenalina y sabe Dios qué más, que me hizo doblarme, tomarlo entre mis brazos y ponerlo de pie.

Harvey se escurrió entre mis brazos y se desplomó.

—¡Nadie contesta! —dijo la voz de Rebecca.

—¡El auto, Evelyn! —grité— ¡Enciende el auto! Hay que llevarlo al hospital.

—Perdóname… —dijo Harvey. Y la palabra me llegó acompañada de un débil jadeo.

—No hables.

—Tengo miedo.

—Yo también, yo también…

—Perdóname… David. Perdóname. —Y cerró los ojos.

—¡Enciendan el maldito auto de una vez!

—David…, no estoy listo.

La señora Warton pasó por mi lado con mi saco en la mano, y se metió en su auto. Rebecca llegó hasta mí, y juntos logramos incorporar a Harvey. Nos pusimos sus manos alrededor de nuestros cuellos y lo trajimos hasta el auto en medio de jadeos y gruñidos.

La señora Warton recogía latas y botellas del asiento de atrás cuando Rebecca se metió al auto para ayudarme a meter a Harvey.

—Yo me quedo con él. Vete tú al frente —le ordené, metiéndome como fuera.

Rebecca salió del auto y fue a montarse en el asiento del pasajero. Yo me acomodé mejor y traje la cabeza de Harvey hasta mi regazo. La señora Warton arrancó.

Harvey iba con los ojos aún cerrados, con una mano sobre su pecho y moviéndose sin poder controlarse.

—David —dijo casi en un susurro.

Me doblé con dificultad y acerqué mi oído a su boca.

—He estado equivocado… todo este tiempo…

—Intenta no hablar —le susurré—. Ya estamos por llegar al hospital.



Llegamos al hospital a eso de la media noche. Dos enfermeros metieron a Harvey en una silla de ruedas y se lo llevaron.

Después de llenar la ficha de Harvey en la recepción, los tres nos fuimos a la sala de espera. El lugar estaba vacío. Solo nosotros tres ocupábamos las incómodas sillas azules.

La señora Warton juntó tres sillas, y utilizando mi saco como almohada, logró conciliar el sueño. Rebecca salió a atender una llamada de teléfono y yo aproveché para ir a la pequeña farmacia que había dentro del hospital. Me hice con dos Panadol para el dolor de cabeza y de cuerpo, y con dos Dramamine para el mareo que no se largaba.

Salí del edificio y encendí un cigarrillo. Nadie había venido a explicarnos qué le pasaba a Harvey. Tal vez se había impresionado más de la cuenta al ver a su hermana. ¿Pero la habría reconocido? Aun así, el hecho no parecía suficiente para justificar aquella reacción.

Lancé el cigarrillo a lo lejos y me fui a la sala de espera. La señora Warton seguía durmiendo y Rebecca se paseaba de un lado para otro.

—¿Necesitas algo? —le pregunté—. ¿Quieres que te lleve a tu casa?

—No, no ahora. Quiero saber qué le ha pasado.

—Sí, yo también —dije, y me acerqué a la señora Warton.

Me senté junto a ella y, con sumo cuidado y lentitud, metí una mano por entre su cabeza y mi saco hasta hallar mi celular.

Lo encendí y busqué la aplicación de damas. Deslicé con mi pulgar por la lista de usuarios hasta que di con el que buscaba. Lo presioné y lo reté a un juego de Damas a Muerte.

De lejos me llegó el sonido del celular de Rebecca. Ella miró su celular y sonrió. Y sin mirarme de vuelta, presionó sobre la pantalla.

Un segundo después aparecía en mi iPhone el mensaje que identificaba que el reto había sido aceptado.

Después de una hora y 15 derrotas contra mí, se abrieron las puertas que daban al interior del hospital. Un doctor, o un enfermero, salió por ella.

—¿Vienen con el señor Tunner?

Rebecca asintió; yo me puse de pie y me acerqué al recién llegado.

—¿Qué le ha pasado? —pregunté.

El hombre respiró profundo.

—Aún no lo sabemos.

—Pero…

—¿Cómo…?

Las palabras de Rebecca y las mías se mezclaron.

—Por el momento el paciente permanece estable. Los signos vitales son fuertes —dijo—, pero hay que esperar al especialista y a los resultados del laboratorio para descartar cualquier anomalía.

—¿Podemos pasar? —le pregunté.

—Solo un visitante a la vez.

Rebecca me miró y me preguntó con el gesto si podía ser ella. Por ahora me bastaba con saber que Harvey estaba vivo; no sentía prisa por volverlo a ver. Así que asentí y vi a Rebecca marcharse con el hombre al interior del hospital.

Me senté de vuelta junto a la señora Warton y seguí jugando a las damas, esta vez contra el celular.

Veinte minutos después Rebecca regresó a la sala. Yo seguí todo su recorrido con la vista hasta que acabó sentada a mi lado.

—¿Cómo está? —pregunté.

—Creo que sigue un poco asustado, pero se ve muy bien.

—¿Y qué tal?

—¿Y qué tal qué?

—Venga, acabas de verte con tu hermano.

Rebecca inclinó la cara y sonrió.

—Es como… No sé cómo explicarte… Es increíble. Digo, al fin lo conozco después de todo este tiempo. Y él es tan amable e inteligente… no sé.

—Me alegro —le dije, devolviéndole la sonrisa—. ¿Crees que puedo pasar?

—Sí. Cuando entres, lo sigues derecho hasta el final, tomas una derecha y verás varias camas allí. Harvey está en la última de la derecha.

—Bien.

Me puse de pie y abrí las puertas. Un olor característico, de alcohol y no sé qué más, me llegó de todos lados. Se sentía horrible, no porque fuera malo, sino por la asociación a enfermo que le tenía.

Llegué al final del pasillo, doblé a la derecha y me encontré con las nombradas camas. Todas estaban tapadas con telas llenas de dibujos animados, tan alegres y coloridos que parecían no pertenecer allí.

Me acerqué al último cubículo y corrí la cortina.

Harvey estaba entre recostado y sentado, leyendo un libro de bolsillo. La camilla estaba inclinada, dándole una apariencia más de sillón que de cama.

Cuando me vio, dejó su libro a un lado y me sonrió débilmente.

—¿Cómo estás? —le pregunté.

—No lo sé.

Asentí y dejé que mi vista vagara por los alrededores. Dos segundos. Cinco segundos. Diez segundos. El silencio se ponía cada vez más incómodo.

—Estamos ignorando el elefante en la habitación, ¿no crees? —dijo de pronto.

—¿Qué dijiste? —pregunté, llevando los ojos donde él.

Harvey sonrió y espantó la pregunta con una mano.

—Es un viejo refrán —explicó—. Es cuando se ignora algo de importancia. Pensé que lo sabrías, dado que tu nueva teoría menciona elefantes.

Asentí en silencio y volví a dejar vagar los ojos.

—De hecho —dije al rato—, ese refrán fue una de las…

—David, lo siento.

Me volteé hacia él.

—¿A qué te refieres?

—A todo. A haberte enseñado tonterías, a las dos visitas al hospital que hiciste por mi culpa, y con esta ya son tres. Y bueno, a todo lo demás. Siento haberte echado del apartamento…

—¿En serio me estás pidiendo disculpas?

—Eso creo.

—¿Por qué?

—Verás… he estado leyendo mucho últimamente…

—¿Últimamente? —pregunté, frunciendo la frente.

—Más de la cuenta, quise decir. Y bueno, encontré algo extraordinario. Descubrí una filosofía que va más allá de los sueños más racionales de Aristóteles…

—No te entiendo.

—El punto es que ahora entiendo que me he comportado como un tonto. Tú no has tenido culpa de nada… Y yo te di mi palabra de entregarte un diez por ciento del Plan de Literatura por hacer mis trabajos universitarios… Tú has hecho tu parte y yo quise quitarte la tuya…

—No la necesito. Ahora tengo un negocio propio que…

—La necesidad no es el estándar por el cual juzgas si recibes algo o no, sino los méritos. No importa si lo necesitas, solo si lo mereces, si te lo has ganado. Y tú te has ganado el diez por ciento de todo lo que yo cree con el Plan de Literatura.

—Y supongo que mandaste a Julia a espiarme. ¿Por qué?

—Por tonto. Quería estar al tanto de lo que hacías. Eso es todo. Y también eso fue antes de encontrarme con esto, de darme cuenta.

—Y decidiste venir a la casa y tumbar la puerta…

Harvey asintió.

—David, no sé qué me ocurrió hace un momento, pero me temo que es algo horrible. El corazón se me aceleró, comencé a sudar y todo se puso borroso… Solo quiero que sepas cuánto siento todo. Tú no has hecho nada malo… Incluso debería agradecerte que buscaras a mi hermana. ¿A que no es preciosa?

Sonreí secamente como toda respuesta.

—Yo nunca me atreví a buscarla —continuó—, pero tomando en cuenta lo que acaba de ocurrirme, creo que encontrarla fue lo mejor que me pudo pasar…

Las cortinas se corrieron, y Harvey y yo pegamos un respingo. Un doctor con bata, estetoscopio, portapapeles, y todo el resto de la parafernalia entró al cubículo sonriendo ampliamente.

—Harvey Tunner, me da gusto informarle que puede usted irse cuando así lo desee.

Harvey arqueó las cejas. Yo pregunté:

—¿Por qué? ¿Qué tiene?

—Absolutamente nada. Debo decir, absolutamente nada que ponga su vida en peligro.

—Pero entonces… —dijo Harvey.

—Usted solo ha sufrido un ataque de pánico.


72


El doctor pasó a explicarle a Harvey que los ataques de pánicos seguían siendo un tema de debate entre los profesionales, pero que, de momento, todos coincidían con que era una reacción psicológica, muchas veces relacionada con algún episodio traumático.

—Así que no me estoy muriendo —dijo Harvey más para sí.

—No más que el resto de los mortales —dijo el doctor con una sonrisa.

—Pero entonces… ¿Mi corazón, el dolor en el brazo, la visión nublada…?

—Efectos de un ataque de pánico.

—Pero fueron reales —objetó Harvey.

—Claro que lo fueron, pero la causa fue psicológica.

—¿Dice que perdí el control de todo mi cuerpo sin ninguna razón?

—Hubo una razón, pero no fue una orgánica. Mírelo así. Si yo lo tomo por sorpresa y lo asusto, usted experimentará efectos reales: su corazón se acelerará, comenzará a sudar, sus sentidos se enfocarán, y otros más, pero eso no quiere decir que yo sea un peligro real. Su cuerpo responderá como si lo fuera aunque ambos sepamos que no lo soy. Los efectos son reales, pero las causas son psicológicas, no orgánicas. Usted está todo lo sano que se pueda estar.

El rostro amable y sumiso que Harvey había mantenido durante toda nuestra conversación mostraba ahora algo de amargura, como si algo le incomodara.

—¿Puedo irme entonces?

—Claro, solo tiene que firmar unos pocos papeles.



Harvey me hizo prometerle que no le diría nada a los otros hasta que él hubiese procesado todo lo ocurrido y llegara a sus propias conclusiones.

Por ello, de vuelta a la casa de la señora Warton, Harvey les explicó a todos en el auto que el doctor no había encontrado ninguna anomalía, que todo parecía estar en orden y que lo habían dado de alta al no poder hacer nada más.

Ninguno objetó ante semejante explicación; la señora Warton probablemente porque no conocía tanto a Harvey como para importarle y porque de seguro estaba más que aliviada al saber que pronto podría acostarse en su cama; Rebecca tal vez porque la noticia de tener a su hermano de vuelta le producía una emoción mayor que la preocupación de haberlo visto desplomarse; y yo, pues porque lo había escuchado todo.

Después de la explicación de Harvey, este y Rebecca, que iban en el asiento trasero, se enfrascaron en una extensa conversación que contenía risas, soplidos de sorpresas y una que otra carcajada.

Yo me limité a cruzar algunas miradas con la señora Warton, que de vez en cuando me ponía una mano sobre el muslo.

Llegamos a la casa de la señora Warton a eso de las tres de la madrugada. Antes de reunirnos todos en el balcón, Harvey se montó en su auto, apagó las luces, encendió el motor y lo dejó encendido por varios minutos antes de volver a apagarlo.

La señora Warton se metió en la casa (nadie comentó sobre el hecho de que la puerta estuviera echada), Harvey y Rebecca se sentaron en el suelo junto a los escalones y yo me fui a una de las sillas, donde me senté y encendí un cigarrillo.

—… fue el tío Alberto quien nos enseñó —estaba diciéndole Harvey a Rebecca—. ¿En serio no te acuerdas?

—Para nada. Ni siquiera recuerdo a ningún otro familiar que no sea alguno de ustedes tres.

—Pero si venía casi todos los días.

—Lo siento.

—Pues bueno, un día mientras ayudaba a nuestra madre a mover unas cajas de su cuarto, encontró un viejo juego de damas y lo trajo a la sala. Nos pusimos contentísimos. Él nos enseñó a mover las piezas.

—Es increíble que recuerdes todo eso.

—Son de los pocos recuerdos agradables que tengo de la casa. Como dos años después, el tío Alberto murió, y bueno, en definitiva, quedé solo.

A pesar de estar en mi propia casa, o en casa de la señora Warton, no podía dejar de sentirme fuera de lugar. No solo el tema que hablaban no era de mi incumbencia, sino que algo relacionado con la presencia de Harvey me ponía ansioso. De manera que me puse de pie, lancé el cigarrillo al patio y salí en dirección a la entrada sin puerta.

—¿A dónde vas? —preguntó Harvey.

Me volteé para mirarlo.

—Es mejor que los deje solos.

—¡Para nada! Vente. Siéntate aquí —acabó, dando una palmada sobre el suelo, justo en medio de los dos.

—No creo que…

—No seas tonto —dijo Rebecca. Y por primera vez fui testigo de un parentesco definitivo con su hermano—. Yo acabo de conocerlos a ambos.

Me dirigí con pereza hasta el lugar donde Harvey había señalado y me senté.

—¿Y David ya te ha contado cómo nos conocimos? —le preguntó Harvey a Rebecca, quien me dio una rápida mirada antes de contestar sonriente:

—Me contó algunas cosas, incluida la discusión de hace un par de meses.

—¡Oh! —El rostro de Harvey palideció por cuestión de un segundo, pero luego volvió a su color habitual—. Sobre eso —dijo y volteó su cara hacia mí—, de veras que lo siento. Algún día te lo compensaré. Te lo prometo.

Yo me limité a mirar por encima de ellos, que volvían a enfrascarse en una discusión de la cual no me llegó nada con sentido. Solo podía pensar en todo el tiempo que pasó desde que Harvey y yo discutiéramos. En todo lo que había ocurrido desde entonces. En todos mis pensamientos. En todas las decisiones que había tomado… Y de cómo ahora venía él a pedir disculpas. ¿Por qué? Tal vez porque cuando pensó que iba a morirse le vino un cargo de conciencia que ya no pudo ocultar ni negar. Porque segundos antes tenía intenciones de matarme a golpes…

—¿Y de la puerta? —pregunté más para mí—. ¿Te arrepientes también de la puerta?

Harvey miró por encima de mí, en dirección a la entrada.

—Mañana a primera hora la arreglo.

—¿También sabes de carpintería?

—Solo un poco.

—¿Y qué te hace pensar que estarás aquí hasta la mañana?

—Por mi hermana. Si a ella y a la madre de Fernand no les importa, pienso quedarme un rato más.

—¿Pero y yo qué? Porque también yo vivo aquí, y tengo derecho sobre las decisiones que se tomen…

—¿Qué te pasa? —preguntó Harvey, ya en un tono mucho más suyo.

—Eso es lo mismo que me pregunto de ti —dije, sacando los cigarrillos de mi bolsillo.

—Ya te he pedido disculpas —dijo él, y también alcanzó los suyos. Encendió uno y volvió a mirarme—. ¿Qué más quieres?

—Una explicación. Creo que me la merezco.

Rebecca iba mirando del uno al otro, como siguiendo una bolita de tenis de mesa que fuera saltando de Harvey a mí y de vuelta a él.

—¿Qué quieres que te explique? —preguntó, y se puso de pie. Bajó los escalones y alcanzó el patio—. ¿Qué es lo que no entiendes?

—A ti. ¿Por qué no me explicas cómo es eso que de venir con ganas de matarme ahora me pides disculpas?

Harvey se puso a dar vueltas por el patio, entre su auto y el de la señora Warton.

—Me equivoqué. ¿Lo entiendes? Me puse a leer el libro del que Sally te habló y pude comprobar que ella, en efecto, tenía razón.

—No empieces a joder con lo mismo, Harvey —le dije, y lancé el cigarrillo a lo lejos a pesar de que le faltaba un poco menos de la mitad para consumirse.

—Sally tenía razón, pero no en lo que piensas. Déjame explicarte, ¿quieres? —Y también lanzó su cigarrillo a mitad de consumir.

—A ver…

—Bien. Cuando te fuiste, busqué la novela de la que me hablaste, la misma de la que Sally había sacado los nombres de Keating y Roark. La leí. Y fue la mejor decisión que jamás haya tomado…

—¿Otra vez la ficción?

—Sí, David. La ficción otra vez, pero esta novela fue distinta. Y deberías saberlo porque tú también la leíste.

—Solo para comprender mejor a Sally. La novela me resultó aburrida.

—¿Aburrida? —preguntó, arqueando las cejas y encendiendo otro cigarrillo.

—Una tontería. Un tipo al que le toma años hacerse una carrera de arquitecto. ¿A quién le interesa una historia como esa?

—La novela no trata de eso. ¿Realmente la leíste o le diste una triste pasada? Esa novela me ha abierto los ojos a cosas que jamás había pensado. La filosofía de Roark va más allá de cualquier cosa que haya visto. Es una integración impecable, una demostración perfecta del egoísmo. Es la única novela que he leído donde el egoísta es el héroe y el altruista el malvado. Es una filosofía más allá de lo que Aristóteles hubiese podido soñar.

—Venga, que no es para tanto. Es una simple novela.

—Lo exactamente opuesto es lo correcto, David.

—¿Pero qué importa? Aun si es cierto que es una buena novela, no hay de dónde arrepentirte de tu vida por haberla leído.

—No en ese hecho solo, en eso tienes razón, pero después, cuando busqué más información sobre Ayn Rand, me encontré con…

—¿Con quién?

—La autora del libro.

—Oh…

—Y bueno —continuó—, de esa novela pasé a otros libros suyos… ¡Y estos no fueron de ficción! —aclaró, al ver la cara que yo le ponía—. Y así comencé a descubrir en qué estaba equivocado con…

—Eso ya lo dijiste la vez que me echaste del apartamento.

—Pero no refiriéndome a lo mismo, ni por las mismas razones. Todo, David. Todo. Todo lo que he venido haciendo y pensando todo este tiempo no es más que basura. Esa Carpeta de Ideas que tanto quisiste llevarte no vale nada, no es más que un conglomerado de ideas inútiles, aleatorias. Nada de ahí sirve para nada.

—Tú sabes que eso es falso, Harvey. Tú mismo dijiste que pensabas ganarte la vida con los principios de literatura que había en ella.

—Y tuve razón, pero también recuerda que eso lo dije antes de conocer esta nueva filosofía. Después de leer estos libros descubrí cuánto me faltaba. Esta mujer me ha demostrado todo, incluso en qué consiste la literatura, en cómo juzgarla, en cómo crearla… Y además me ha hecho reconocer, pero esta vez con una convicción mayor que mi antigua seguridad, lo equivocado que hemos estado. Yo por mis ideas, tú por seguirlas.

—Gracias a la Carpeta de Ideas me mantengo con vida. Mi negocio de Quemar Naves vino de ahí. Gracias a esas ideas hoy puedo matar elefantes y generar ingresos haciéndolo.

—¿Pero no lo coges, David? Nadie que integre los conocimientos de esta autora tendrá que matar elefantes, o quemar naves, o “encuevarse”. Tu idea de matar elefantes es increíble, mejor incluso que las mías propias, pero solo funcionará a corto plazo. La solución a largo plazo a este problema siempre ha sido y será una filosofía integrada, una que resuelva la dicotomía entre las partes racionalistas y pragmáticas de la mente.

—Sí, pero nunca has descubierto esa…

—Es esta, David. Ayn Rand creó la filosofía perfecta, superando así a Aristóteles y todos los demás filósofos. Quien entienda a esta mujer tendrá todas las herramientas necesarias para triunfar. Todas. ¿Lo comprendes ahora? Hemos perdido el tiempo. Estamos tan atrás como cuando caminé más de seis horas hasta la residencia después de salir de casa aquella vez, o como cuando llegaste por primera vez a la universidad. No hemos hecho ni un solo avance, David. Estamos al principio del camino.


73


El cuerpo de Rebecca seguía quieto. Solo sus ojos se movían, de Harvey a mí y de mí a Harvey, a intervalos parejos.

—Detente ahí —le dije a Harvey, extendiendo mi mano y sacudiendo la cabeza—. Vamos a suponer por un segundo que tienes la razón, que la tipa esa que leíste te demostró que estábamos equivocados, que te mostró nuevas y mejores ideas de las que tenías, que terminaste dándote cuenta de que habías hecho mal algunas cosas y que por tanto te arrepientes de todo lo que hiciste. ¿Por qué demonios viniste hasta acá? ¿Cómo alguien que se arrepiente de haberle hecho algo a otro luego viene con ganas de matarlo?

Harvey tiró su cigarrillo y yo encendí uno.

—Lo de esta anoche fue una excepción. —Harvey bajó la cara, y pude advertirle cierta vergüenza—. Cuando Julia me contó que le habías pedido la dirección de Rebecca, me puse más emotivo de lo que acostumbro. Me dejé llevar. No creo que debieras haberlo hecho. No era de tu incumbencia.

—¿Que no era de mi incumbencia? ¿Sabrás tú en cuántas cosas has acertado? Aun en aquellas en las que ahora dices estar equivocado… —Me interrumpí por culpa de algo que me anudó la garganta—. La primera vez que quise cambiar fue porque me había ido de casa. Tal y como te pasó a ti. Y lo último que he hecho… —Y un sollozo me salió por algún lado—. Anoche me peleé con mi padre…

Harvey me miraba con la cara levemente inclinada, como intentando descifrar un problema especialmente confuso.

—Tuviste razón —continué—. Me estaba convirtiendo en una copia tuya… Y quería entender. Necesitaba comprenderme. Debía entenderte. Por eso fui a buscarla. Pensé que si la conocía tal vez pudiera hacerlo mejor respecto a ti. —Giré la cara hasta darla con la de Rebecca—. Y tú no tienes nada de culpa. Ni siquiera tienes la menor idea de lo que me ha pasado…

—De lo que nos ha pasado —corrigió Harvey, mirando a lo lejos.

—De lo que nos ha pasado a todos —cedí.

Rebecca no dijo ni hizo nada. De hecho, nadie lo hizo. El silencio fue solo interrumpido por la aparición de la señora Warton y la bandeja de entremeses que trajo consigo.

La señora Warton dejó la bandeja en el suelo, al lado de Rebecca, se dio la vuelta y volvió a meterse en la casa, pasando por encima de la puerta.

Un minuto después regresó con tres cervezas abiertas que colocó junto a nosotros.

—¿Alguien piensa comerse esto? —preguntó en una sonrisa.

—¡Oh, sí! Gracias —dijo Harvey, y se acercó al borde del balcón.

Rebecca también le dio las gracias y yo le sonreí, antes de verla volver a meterse en la casa.

Ninguno de los que nos quedamos volvió a decir algo. Todos nos limitamos a tomar pedazos de queso y mortadela de la bandeja y a apropiarnos de sendas cervezas.

Harvey se alejó hacia su auto y yo me senté en el suelo cerca de Rebecca.

—Lo siento —dijo Harvey, abriendo las manos—. No sé qué decirte que no sea la verdad. He sido un tonto contigo y lo siento. Lo siento mucho. Tú eres el mejor de los dos, David. Y lo supe hace mucho y lo reconozco ahora. De veras lo siento.

Sus palabras casi caen en el vacío. ¿Pero qué más podía pretender de él? ¿Que viniera arrodillado a pedirme disculpas…?

—Yo también lo siento —logré decir, con la boca llena de entremeses.

Rebecca se llevó una mano a la cara. Y no supe si se secaba una lágrima silenciosa o si simplemente se movía sin razón alguna.

—¿Y no te pasó por la cabeza —dijo Harvey— que yo podía serte de ayuda en tu teoría de los elefantes?

—Ya lo has sido —dije—. Es mi solución a tu observación sesenta y siete, la de los racionalistas y los pragmáticos.

—Racionalistas y empíricos. Este par es más opuesto que el racionalista y el pragmático.

—¿Cómo?

—Una nueva integración. Y otra prueba de que lo que escribí en el cuaderno no es más que una generalización barata e inexacta.

—Pero yo lo he visto desde entonces. Desde las diferencias entre tú y yo hasta en los chicos del… —Me interrumpí, no quería confesarle a Harvey que ahora sacaba dinero utilizando sus ideas de seducción. Aunque de seguro Julia ya le había contado de eso también—. Lo mismo he visto por todos lados…

—No digo que el principio sea inválido, o falso. En este caso, esa observación en particular es demasiado simple para describir el verdadero problema. Ahora que sé más sobre el tema, diría que los tres pares principales de la contradicción son: idealistas y pragmáticos; represivos y emocionales; y racionalistas y empíricos. Si no estás pensando correctamente, caerás en uno de estos lados. Los tres pares son similares entre ellos, pero no son lo mismo.

—No te entiendo —le dije.

—¿Y yo qué? —dijo Rebecca—. Aquí estoy metida, en medio de una conversación que parece que se habla en otro idioma.

Harvey sonrió.

—¿Por qué solo has tenido a un novio? —le preguntó Harvey a Rebecca.

—¿Cómo? —preguntó Rebecca, y de pronto palideció—. ¿Cómo es eso de que solo he tenido a un novio?

—Es la verdad.

—¿Pero cómo lo sabes?

—Igual que como sé que te inclinas por las Ciencias Políticas.

Rebecca arqueó las cejas.

—¿Qué tiene que ver eso con la conversación de ustedes?

—Tiene que ver —dije yo—, con el hecho de que así mismo han sido casi todas nuestras otras conversaciones. No es que sean en otro idioma, sino que son un poco fuera de lo común.

La cara de perdida de Rebecca me hizo sonreír.

—Tu hermano tiene esa cualidad —continué—. Todo ocurre a un nivel superior al que uno espera. Tiene esa capacidad de saber cosas que para otros son desconocidas.

—¿Cómo sabes eso? —le preguntó a Harvey—. ¿Acaso me has estado espiando como aparentas haberlo hecho con David? —No pude ubicar el tono de Rebecca, pero de seguro estaba a medio camino entre un reproche y un reto.

—Para nada —dijo Harvey—. Es solo un método que también David conoce. Un método, debo añadir, que hasta hace poco no sabía cuán anticuado e impreciso era.

—¿Impreciso, dices? —pregunté.

—Te dije que lo que hay en esa Carpeta es solo basura…

—Pero funciona —objeté—. Por ejemplo, también puedo concluir que tu hermana nació en agosto. A mitad de agosto, para ser más preciso.

—Sí, pero observa… —comenzó a decir Harvey, pero se interrumpió cuando Rebecca se puso de pie.

—¿Qué significa esto? ¡Tú también me has estado espiando!

—Para nada —la corregí, y le di un profundo sorbo a mi cerveza—. De eso mismo es lo que hemos estado hablando. Harvey descubrió un sinnúmero de principios e ideas, y las anotó en un cuaderno de la cual yo aprendí cuanto sé.

—¿Que descubriste cómo meterte en la vida de los demás? —le preguntó Rebecca a Harvey.

—No es eso. Y como quiera, lo que descubrí no sirve…

—¡Pero si funciona! —objeté.

—Quiero decir que todo lo que hay en la carpeta es muy simple, ni siquiera se compara con las cosas que he descubierto con esta nueva filosofía.

—¿Me estás diciendo que sabes mucho más ahora?

—Muchísimo más. Ni siquiera llamaría conocimiento al contenido de la carpeta. En todo caso podría llamarlo “calentamiento”. Un preludio al verdadero conocimiento, por decirlo así.

—Pero… —comencé—. ¿Quieres decir que puedo aprender mucho más?

—Puedes desaprender todo lo que te he enseñado y comenzar a aprender de veras. Sí.

—¿Aprender de veras? Pero si puedo utilizar todo lo…

—¿Me dirías que mi hermana es irracional?

—¿Cómo?

—Piensa. ¿Concluirías que ella es irracional?

Lo pensé. Rebecca se mostraba muy segura de sí misma; una característica a favor de la racionalidad, aunque no creo que fuera exclusiva de esta. Se comunicaba con soltura, se mostraba mucho más adulta de lo que su edad proponía…

—No. No creo que lo sea —concluí.

—¿Entonces cómo puedes leerla? Mis métodos solo funcionan con las irracionales.

—Supongo… tal vez… en ese caso creo que sí es…

—No racionalices —dijo Harvey—. La realidad es más fuerte que tus ideas. Si las dos entran en oposición, la realidad siempre tiene la razón. No es que Rebecca sea irracional, sino que mis ideas tienen un montón de agujeros, de errores, de contradicciones.

—Así que…

—Te lo estoy diciendo. Puedes deshacerte de esa carpeta. Nada de eso sirve en comparación con lo que he ido descubriendo.

Si lo que Harvey me decía era cierto, entonces había mucho más por aprender; no solo en cantidad, pero también en calidad.

Rebecca se sentó donde antes y yo me fui hasta la silla mecedora del balcón. Encendí un cigarrillo y me puse a observar a lo lejos. Harvey comenzó con sus paseos a ningún lado, sin hacer nada, excepto darle un trago a su cerveza de vez en cuando.

—Qué me dices entonces… —le dije a Harvey—. Sobre Sally.

Harvey asintió, como si lo hubiera estado esperando.

—¿Qué de ella?

—Ahora me dices que sabes más cosas. Que puedes leer cosas en los demás sin que sean necesariamente irracionales. ¿Qué concluyes de ella ahora? ¿Qué más cosas sabes?

—Es inteligente, sin duda. En pocas semanas ha hecho avances significativos en la literatura. Me ha ayudado mucho a mejorar las ideas que tenía del “pemaceteerre”. Incluso fue capaz de identificar algunos errores que yo solo pude reconocer después de comenzar a cambiar mi manera de pensar.

—¿Pero piensa? ¿La llamarías racional?

—Definitivamente.

—Entonces…, ¿por qué dijo las cosas que dijo? ¿Por qué se largó sin más la noche del hotel?

—Porque tuvo razón, David. Tanto ella como yo nos alegramos de conocerte. Eras una buena persona. Tímido, definitivamente. Un tanto temeroso, sin duda, pero eras alguien a quien uno quería tener junto a uno. Después comenzaste a aprender de mí y de mi cuaderno, y empezaste a echar por el suelo todo aquello de ti que valía la pena. Ya me has dicho que tuve razón al decir que te fuiste convirtiendo en una copia mía. Y yo te digo que lo que soy no vale nada. Así que deduce. Eras un Roark, igual a como lo decía Sally. Y no es que fueras seguro, independiente, ni nada de eso, sino que tenías un carácter firme, pero poco a poco te fuiste volviendo un Keating. Ese día en el hotel ella fue capaz de comprenderlo. A mí solo me tomó un poco más de tiempo descubrirlo.

—No voy a excusarme. No te creo. Estoy convencido de que lo que soy ahora vale mucho más de lo que era.

—¿Por qué? ¿Porque puedes acostarte con chicas tontas? ¿Porque puedes jugar al adivino? ¿Porque puedes apropiarte de dinero que no produjiste? ¿Porque puedes hablar con soltura…? Eso no te hace más grande. De hecho, lo exactamente opuesto en lo correcto.

—¡Mírame, Harvey! Ni siquiera me parezco al joven que entró por primera vez a la universidad. He cambiado. Soy distinto.

—Pero como también dijo Jack el Destripador: “lo importante es lo de adentro”. Y tus cambios internos han sido para mal.

—Eso vas a tener que probármelo —le dije.

—Pues claro que voy a hacerlo. Ahora por fin puedo.


Observación [161]


Extracto de la Carpeta de Ideas.

Autor: Harvey Tunner.

Transcripción: David Bennatt.

Fecha de creación estimada: octubre, 2010.


Nacimiento, nombre y físico como determinantes

[O., n.º 161]


De acuerdo con el principio que dice que el irracional es predecible [P., n.º 159], sabemos que todo elemento relacionado a un irracional, incluyendo su entorno, nos revela algo de sí mismo. Su fecha de nacimiento, su nombre y su físico no son la excepción.

Comencemos con un ejemplo del físico. Es bien sabido que las personas altas tienden a jorobarse. Muchos, especialmente los altos flacos, caminan encorvados, adoptando así la imagen de tímidos.

Un tipo largo se acostumbra a mirar a los otros desde arriba, a ver a todos a su alrededor como físicamente inferiores. Un irracional de semejantes cualidades físicas muy pronto siente que no merece esta ventaja, pues la considera aleatoria, fuera de sus deseos y decisiones. ¿Qué hace entonces nuestro gigante? Intenta balancear la superioridad de su cuerpo con la ineptitud de su carácter.

De ahí a que muchos tipos altos sean los más tontos, los más retraídos; y de esto, que los tengamos como uno de los arquetipos más famosos en la literatura. Tomemos de ejemplo a Hagrid, el gigante de Harry Potter; a Walder (Hodor), de Juego de tronos; a Fezzik, de La princesa prometida, y a los otros miles de ejemplos.

El alto siempre ha sido equiparado con el tonto. Y su opuesto, el bajo o el pequeño, con el atrevido, con el eléctrico.

A muy temprana edad, los tipos bajos aprenden a tener que compensar. Al enfrentarse a chicos siempre más altos, grandes y casi siempre más fuertes que ellos, los bajos van desarrollando un carácter explosivo, altanero. De ahí a que muchos chicos bajitos sean tan inquietos, tan problemáticos.

Esta relación, entre el físico y el carácter, se puede notar en otras instancias que no están relacionadas con la altura. Recordemos que los irracionales absorben del entorno, y dicho entorno propone unas ideas preconcebidas sobre los estándares físicos de sus miembros, estándares que los irracionales adoptan o rechazan, por filtración pasiva, o por “rebeldía por simple rebeldía”, respectivamente.

¿Qué ocurre, sin embargo, cuando nos encontramos con, digamos, un tipo alto e irracional, pero que no se amolda a lo anterior expuesto?

El punto a recordar en estos casos es que la altura (o cualquier otra característica física), por sí misma, no es el único factor determinante sobre el carácter del objeto analizado. Miles de otras características pueden estar balanceando a esta primera. El reto consiste en determinar aquellas características fundamentales, aquellas que carguen con el mayor impacto sobre su carácter.

Otro de estos rasgos o características que tienden a determinar mucho sobre el irracional, es su nombre. Aquí reconozco que mi condición de sinestesia pudiese ser de ayuda para ver con mayor claridad esta relación entre nombre y carácter, pero no creo que sea esencial para un estudio apropiado.

La música tiene el poder de comunicar ideas y emociones. Y la forma en que lo hace es muy peculiar (por el hecho de diferenciarse fundamentalmente de la comunicación escrita, por ejemplo). Pero sin que importe su método, el hecho es que la música comunica. Los sonidos tienen esta capacidad.

Debido a mi sinestesia, cada letra y conjunto de letras son percibidas por mi cerebro en conjunto con ciertos colores, formas y otros elementos sensoriales. Esto fue lo que me permitió notar semejanzas entre los caracteres de personas que me hacen percibir las mismas sensaciones mediante sus nombres. Semejanzas que desde entonces no he podido dejar de advertir.

¿Pero por qué ciertas letras afectarían el carácter de aquellos que las poseen en sus nombres? Mis observaciones me dicen que son dos factores: el hecho de que los sonidos comunican y el hecho de que nuestro nombre tenga una especial relevancia para nosotros.

No porque alguien desconozca qué cosa comunica qué, se puede concluir que nada ha sido comunicado. Tomemos como ejemplo el Tono Perfecto. Casi nadie sabe identificar los sonidos, los intervalos entre ellos, etc., pero no por ello podemos decir que estos seres no entiendan la música. Es claro que en estos individuos la comprensión no es total, pero, aun así, son capaces de experimentar emociones y pensamientos en relación a lo que escuchan.

Tal vez desconozcan que una nota en particular es un Sol sostenido, o que entre esta y la otra haya una cuarta aumentada, pero no por ello la dejan de escuchar. Sería lo mismo que la experiencia de un joven que nunca aprendió a identificar los colores. Este chico no tendría ni la menor idea de lo que es un blanco o un azul, pero no por ello dejaría de verlos, de disfrutarlos hasta cierto punto ni de experimentarlos.

Ocurre lo mismo con los sonidos en nuestro nombre. Algo comunicamos con la entonación, la pronunciación y el ritmo con el que llamamos a alguien. Que aún no hayamos llegado a comprender qué exactamente comunicamos al hacerlo (ni la programación cerebral que identifica y procesa esta información), no le quita peso a este hecho. Y así como distintas notas, distintos intervalos y distintos instrumentos comunican distintas cosas, así mismo distintas letras, distintas entonaciones, etc., comunican otras.

El otro elemento es que nuestro nombre tiene relevancia para nosotros. A diario escuchamos miles de cosas, somos testigos de miles de datos que se comunican a nuestro alrededor, decimos y recibimos, pero solo muy pocas cosas comunicadas tienen tanto efecto sobre uno como lo tiene nuestro propio nombre.

Si llamas a alguien, este automáticamente entrará en alerta, identificando así que aquello que se ha dicho (su nombre) le compete a él. Cada acción de reconocimiento ante nuestro nombre refuerza la automatización que se equipara con decir: “eso que se ha dicho soy yo”. Cuando nuestro nombre es pronunciado, nuestro cuerpo responde en alarma, en ansiedad, con sorpresa y con placer, al saberse identificado en boca o en palabras de otros. Por ello, nuestro nombre nos resulta más llamativo que todos los demás. Lo buscamos en una lista, nos resalta al escucharlo.

Nuestro nombre es nosotros. Es lo que le hemos enseñado a nuestro cerebro con tanta repetición: que mi nombre soy yo. Que si alguien lo nombra, me nombra a mí, que eso que se dice es lo que soy.

Si mi nombre soy yo, si soy lo que me llaman, entonces solo cabe preguntarse: ¿qué es aquello que me llaman? ¿Qué comunica mi nombre? ¿Qué declaración afirma mi nombre que yo acepto al escucharlo?

La música es un elemento tan personal y privado que muchos suelen molestarse u ofenderse ante una crítica particularmente despectiva de sus géneros favoritos o de canciones con un significado especial para ellos. Y, sin embargo, nuestro nombre es más personal que cualquier música. Es el sonido que desde chicos hemos identificado con lo más profundo de nuestro ser.

Es por esto que lo que sea que diga nuestro nombre es algo que aceptamos sin reparos.

Y recordemos que para esto no importa que sepamos identificar lo que se comunica. Un niño que aún es incapaz de comprender a los demás, mucho menos de hablar, va formando conceptos e ideas a partir de aquello que se le dice, aun cuando no lo reconozca todavía. Es incluso la aceptación de tales comunicaciones, sin comprenderlas entonces, lo que le permitirán luego a él comprenderlas y comunicarlas a su vez.

Así, por ejemplo, nombres con muchas I (pero que no empiecen con esta) suelen impregnar en sus nombrados cualidades frescas, sencillas. Estas personas tienden a ser tranquilas y llevaderas. Nombres como Lily, Emilio, Lidia, etc. tienen esta cualidad.

Pero no podemos olvidar que las otras letras del nombre también tienen peso, en especial aquella con la que empieza el nombre.

Nombres que comienzan con M y que contienen exclusivamente las vocales A y las vocales I, tienden a causar efectos tontos sobre sus nombrados, especialmente en las mujeres, que son quienes más tienden a tener semejante configuración en las letras de su nombre. Así, muchas chicas que conozco con nombres como Mía, Migdalia, María, Magali, Marian, etc. tienden a ser más tontas de la cuenta. Al principio, estos nombres parecerían nombrar a chicas fuertes, seguras, pero una identificación más profunda de su carácter me ha revelado lo certero de mis conclusiones.


[Nota 1] Hasta aquí me he referido a nombres propios; pero si un apodo es utilizado más que el nombre, entonces el apodo es quien carga con la mayor identificación para con el nombrado. Y por esto es que he advertido que es de gran impacto para el carácter alterar el nombre con el que se nos llama.

Como evidencia para esto y para motivos de estudio futuro propongo las conclusiones que he obtenido al observar las alteraciones ocurridas en la personalidad de Johnny, que tiene un nombre de características infantiles y tímidas. Cuando comencé a llamarlo “Vorgan”, un nombre de mi autoría que encuentro particularmente atractivo y fuerte, advertí cambios sutiles y paulatinos en su carácter, cambios definitivamente favorables, como que en pocos días se ha decidido a abandonar en definitiva la universidad para comenzar su propio negocio, cosa que desde tiempo atrás deseaba, pero temía y evitaba hacer.

Esto evidencia que un nombre apropiado tiene efectos igualmente apropiados. Como generalización básica: los nombres acabados con el sonido I y los apodos en diminutivo suelen debilitar la personalidad.


Otro elemento que dice mucho de una persona es el día de su nacimiento. Recordemos que el hombre genera su carácter de acuerdo a sus ideales. Un irracional, por tanto, generará un carácter a partir de una amalgama automática del ambiente.

La fecha de nacimiento es una de estas características que afecta inexorablemente sobre el irracional. Y no solo por el día en sí mismo, sino por lo que tal fecha nos revela de su entorno.

Comencemos con un simple ejemplo de esto último. Personas nacidas a mediados de noviembre probablemente fueron concebidas durante el día de San Valentín. Y con esta simple información ya podemos hacernos de algunas ideas en relación a sus padres, que a su vez son protagónicos en la formación del carácter de su hijo.

Pero el mayor determinante de la fecha viene por los cambios físicos del ambiente durante el nacimiento y la gestación.

Así como las uvas son distintas dependiendo de cuándo se siembren y se recojan, así mismo una persona irracional (que se deja llevar por impulsos automáticos como el más bajo de los animales, como la más baja de las plantas) tendrá características específicas del tiempo en el que fue formándose.

Por ejemplo, no he podido evitar notar que las personas más sagaces que conozco nacieron en febrero, que los mentirosos más empedernidos nacieron en octubre, que los más destacados en atletismo y deporte lo hicieron en septiembre, que los más creativos nacieron a finales de julio, y que los nacidos a mediados de abril suelen tener padres tontos e irracionales.

Qué cosa del tiempo en que nacieron afecta sobre su carácter, es algo de lo que aún no tengo una conclusión definitiva, pero el hecho es tan observable como imposible de ignorar. Personas que nacieron para el mismo tiempo son muy similares entre ellas (respecto a esas características que se fundamentan en sus fechas, y aislándolas de otros elementos como el físico, la educación y otros).

Sería, por tanto, posible encontrar a un chico irracional que sea alto (tonto), con un nombre como Víctor (imponente), nacido a mediados de noviembre (con inclinaciones bisexuales) que sea sagaz, tímido y heterosexual. Pero en semejante caso son sus otras características las que están ejerciendo una mayor fuerza, aunque no por ello invaliden a las otras. Es meramente una cuestión de énfasis y predominancia.


[Nota 2] Así como es posible conocer ciertos elementos del carácter de un irracional a partir de su físico, fecha de nacimiento y nombre, es a su vez posible deducir estas características a partir de las observaciones sobre el carácter del sujeto.


[Ejemplos definitivos de características físicas, listas de nombres y fechas de nacimiento junto a sus rasgos con más relevancia sobre los irracionales que los tienen se pueden encontrar en A., n.º 215.]


74


Harvey se bajó toda la cerveza y tiró la botella, que cayó justo en el bote quemado de la basura a varios metros de él.

—Rebecca, ¿cuál es el propósito de la vida?

Rebecca pareció sorprendida por la pregunta.

—Eh… no sé. ¿Ganarse la vida?

—¿A qué te refieres? —preguntó Harvey.

—No sé, a perseguir una profesión y a disfrutar de lo que generes.

—Cerca, muy cerca. A ver, ¿David?

—No sé. De verdad, no sé.

—Y, sin embargo, aquí estamos, viviéndola. Gastándole días a la que tenemos sin saber ni para qué, por qué, ni cómo.

—Está bien —dije—, pero no por ello…

—El conocimiento no es un fin en sí mismo, sino un medio para un fin. Uno que…

—¿Cuál fin? —pregunté.

—Excelente pregunta. Lo que demuestra que no sabes cuál es el propósito de la vida.

—Sí, pero…

—¿Te ayuda lo que has aprendido de la Carpeta de Ideas? Para saberlo, primero tendrías que contestar: ¿ayudarme en qué? Porque si el propósito de la vida es humillar a los demás, sacarles dinero a los débiles y revolcarse con tontas, entonces la carpeta es la Biblia del nuevo milenio, pero si ese no es el propósito de la vida, bien podrías estar retrocediendo.

—Es práctica. Punto. Lo que está escrito ahí te ayuda…

—¿A qué?

—Pues a… a pensar mejor, a… a no ser un tonto.

—¿Comparado con qué?

—No entiendo.

—Te ayuda a pensar mejor en comparación con qué. Te ayuda a dejar de ser un tonto, pero qué significa ser un tonto, porque lo que fuiste era lo que valía la pena.

—Si ni siquiera me atrevía a…

—No me refiero a tu timidez ni a tus temores, sino a la forma de desenvolverte, a tu esencia, a tu carácter. Y tampoco digo que lo que haya en la carpeta sea falso o que no funcione, pero es tan simple, tan dispar, tan aleatorio, tan contradictorio…

—¿Qué más sabes entonces? ¿Más aplicaciones?

—No es eso. Deja ver cómo te lo digo… —Se interrumpió y se llevó una mano a la barbilla.

Yo aproveché la pausa para terminar mi cerveza. Cuando lo hice, me enfoqué en el bote de la basura y tiré la botella, que aterrizó a un metro de este con un sonido seco.

—Ya lo tengo —dijo, ignorando mi pequeño fracaso—. En la Carpeta, ¿recuerdas la anotación de nemotécnica para recordar listas?

—Anotación trescientos dos, de diciembre de dos mil diez.

—Cualquiera pensaría que pasaste un buen tiempo transcribiéndola —dijo, y los dos sonreímos—. Ahora bien, ¿te acuerdas de cuántas palabras podías memorizar con ese método?

—Un momento —dijo Rebecca, que acababa de dejar su botella sobre el suelo al lado de la bandeja—. Estoy por irme con la señora de la casa a no ser que quieran explicarme de qué hablan.

A Harvey le hice un gesto que incluyó una sonrisa y un encogimiento de hombros. A Rebecca le dije:

—Dame un segundo. —Y partí al interior de la casa.

La luz del televisor del cuarto de la señora Warton se escapaba por el resquicio de la puerta; ella de seguro ya dormía. Lo seguí de largo hasta mi cuarto. Allí tiré al suelo todo lo que estaba sobre la cama hasta hallar lo que andaba buscando.

Tomé la copia de la Carpeta de Ideas y, antes de volver al balcón, me aseguré de traer conmigo tres nuevas cervezas.

Al llegar, le entregué la Carpeta a Rebecca y una cerveza. Le entregué la suya a Harvey y volví con la mía hasta el asiento.

—¿Qué es esto? —preguntó Rebecca, hojeando la Carpeta.

—Es de lo que estamos hablando. Es todo lo que tu hermano concluyó de diversos temas. Al final hay algunos artículos míos.

—Lo que nos lleva a la lista de nemotécnica —prosiguió Harvey, destapando su cerveza—. Te preguntaba que cuántas palabras se podían memorizar.

—Yo solo llegué a aprender las primeras veinte, pero si no me equivoco, creo que había cerca de cien.

—Exactamente cien. Ahora, ¿qué tendrías que hacer para memorizar más de cien palabras?

—¿Dónde está lo que hablan? —preguntó Rebecca.

—Anotación trescientos dos —le dije.

Rebecca pasó varias páginas hasta detenerse más o menos al medio de la carpeta.

—¿Y qué significa?

—Se supone que haya… —comenzó Harvey, pero lo interrumpí:

—La anotación trescientos dos no tiene descripción. Solo aparece la tabla y la lista.

—¡Oh!, tienes razón —dijo, y se volvió hacia Rebecca—. La tabla de arriba te dice qué letras corresponden a qué números.

—¿Pero para qué? —preguntó Rebecca.

—Para poder convertir números en palabras —dijo Harvey, dejando su cerveza en el suelo—. Eso es una tabla de equivalencia de nemotécnica, o código nemotécnica. Es un truco viejísimo para la memoria. Por ejemplo, las letras N y Ñ representan el número dos. Así, la palabra “nana” representa el número veintidós. Las vocales no cuentan —añadió al ver que Rebecca estaba por objetar.

—¿Y para qué sirve? —preguntó Rebecca.

—Para memorizar listas —dijo Harvey—. Supongamos que quiero memorizar diez cosas u objetos. Lo que hago en ese caso es crear una asociación mental entre la palabra que quiero memorizar y la palabra del número en mi lista. Si miras abajo, verás que las primeras diez palabras de mi lista son: té, Noé, humo, oca, hilo, oso, ajo, guía, boa y toro. Según la tabla de equivalencia de arriba, estas palabras representan los números del uno al diez. Pues lo único que hago es crear una imagen con el objeto que quiero recordar junto con la palabra que yo tengo para ese número. Dime una palabra, una cosa o un objeto.

—Bien, eh… un juego de damas —dijo Rebecca.

—En ese caso creo una imagen mental que combine un juego de damas con una taza de té. Por ejemplo, imagino un juego de damas que se juega con veinticuatro tazas en vez de piezas. Dame otra palabra.

—¿Cerveza?

—Muy bien. Mi palabra número dos es Noé. Lo único que tengo que hacer ahora es conectarla con cerveza. Así que me imagino, digamos, a Noé en su arca, que ahora es una botella de cerveza gigante. ¿Ves? Creo imágenes exageradas, tontas, llamativas. Así mi cerebro tiene mayor probabilidad de recordarlas. Imaginar a Noé bebiendo cervezas no sería tan fuerte. Dame otra.

—Hospital.

—Pues lo relaciono en mi mente con humo, mi palabra número tres. ¿Te puedes imaginar un hospital hecho totalmente de humo?

—Puedo imaginarlo —dijo Rebecca, sonriendo para sí.

—Pues eso es todo. Cuando quiera recordar un elemento de la lista, solo tengo que recitar su número. Y como sé cuál es la imagen asociada a ese número, de inmediato viene a mi mente la escena exagerada que creamos con ella. Por ejemplo, si quiero recordar el objeto numero dos solo tengo que pensar en Noé. Lo que hará que mi mente recuerde…

—La cerveza —dijo Rebecca, asintiendo y sonriendo.

—Exacto. Y si quiero saber el número uno, pues pienso en una taza de té, lo que me hará recordar…

—Un juego de damas.

—Perfecto. Y el ejercicio funciona hasta con cien palabras, que son las que anoté en la lista de abajo de la página.

—Pero veo que arriba aparecen más de una letra por número…

—Sí, para facilitar la tarea de escoger las palabras. El cero puede ser R o doble R. El uno, la letra D o la T. El dos, N y Ñ; el tres, M y W; el cuatro, la K, la Q y la C cuando suena como K. Cinco es L, doble L y Y cuando suena como doble L, seis sería S, Z y C débil, siete, F, J y G cuando suena como J, ocho es Ch y G fuerte, nueve es B, V y P —recitó de prisa—, la H, la X y la Y no valen, igual que todas las vocales.

—¿Pero no te confundes con la G, por ejemplo? A veces puede ser siete y otras ocho —preguntó Rebecca.

—Lo que importa no es la letra escrita, sino su sonido. Recuerda que el propósito de la lista es que esté en tu mente, no en un papel. Por lo tanto, si pienso en una palabra, no me preocupo por cómo se escribe. Si suena a J no me importa si se escribe con J o con G. Mientras suene de la misma forma, siempre será el número siete.

—¿Y cómo te memorizas las cien palabras?

—Para eso no hay atajos. Tienes que repetírtelas hasta que las retengas. Hay cosas que puedes hacer para ayudarte como, por ejemplo, imaginarte que la boa tiene forma de nueve, o que el humo sube en forma de tres, pero al final tienes que seguir repitiéndolas hasta que las puedas recordar de inmediato. Sin embargo, mira los beneficios del esfuerzo. Las aprendes una vez y ahora por el resto de tu vida tienes la capacidad de memorizar cien cosas cualesquiera cada vez que lo necesites. Para los exámenes no tiene precio. O para ayudarle a George con su memoria —añadió, mirándome de soslayo y sonriéndome.

—¿Qué es nomo? —preguntó Rebecca, observando la carpeta.

—Veintitrés —dijo Harvey. Nomo es una especie de duende. Se suele escribir con G, pero recuerda que mi tabla de equivalencia es auditiva y no visual. Con G o sin ella, en la palabra solo suenan la N y la M. Puedes escoger tus propias palabras y tu propia tabla de correspondencia, aunque creo que esa que hice es la mejor que puedes encontrar. Lo importante es ser consistente. Si dices que N es siete, no puedes cambiarlo después.

Rebecca asintió y volvió a fijarse en la Carpeta de Ideas.

—¿Acabaste con la explicación? —le pregunté a Harvey, sonriéndole.

—Ni que lo digas —dijo, y recogió su cerveza para darle un sorbo—. La pregunta sigue siendo: ¿cómo haces si quieres memorizar más de cien cosas?

—Supongo que creando nuevas palabras —dije—. Deja ver… como… “Torero” para cien, o como… ¿Tarado? Sí, como “Tarado” para ciento uno.

—No es mala idea, pero ahora quiero que consideres esto. Yo creo una nueva palabra, una sola, que ha de representar el número cien. Por ejemplo “Dormitorio”. Uso dormitorio porque la D, que es uno, me recuerda a cien. Ahora lo único que hago es utilizar las mismas palabras que ya sé pero asociándolas con un dormitorio para que representen los números del cien al ciento noventa y nueve. Una taza de té por sí sola es uno, pero una taza de té en un dormitorio sería ciento uno. Noé, es dos, pero Noé dentro de un dormitorio sería ciento dos, humo solo…

—Eso quiere decir —comencé, abriendo los ojos de par en par—, que con tan solo diez palabras más puedo memorizar…

—¡Mil palabras! Sí.

—¡Voy a tener que aprenderme esa tabla! —comenté para mí.

—Lo que quiero mostrarte con esto, David, es que mi carpeta es como una lista de cien palabras, pero los nuevos libros de filosofía de los que te hablo son como la lista de las nuevas diez. No solo es más simple de aprender, sino que después de hacerlo, posees mil palabras en vez de cien. Haces mucho más con mucho menos, un verdadero apalancamiento. Es lo que te digo, y créeme, esa carpeta es una basura. Útil para un niño preescolar, tal vez, pero no para nosotros…


75


El resto de la madrugada la pasamos memorizando y jugando con la lista de nemotécnica. Rebecca y yo creamos una lista de 100 objetos, y sin darle más tiempo a Harvey del que nos tomó hacerla, comenzamos a ponerlo a prueba.

No importaba qué número le dijéramos, siempre llegaba a la palabra correcta, pero también podíamos decirle una palabra y él nos decía el número al que correspondía. Todas al instante, todas perfectas.

Después de las seis de la mañana y de dos cervezas más para cada uno, Harvey regresó de la casa de uno de los vecinos con una caja de herramientas prestada.

Con un martillo fijó el marco de la puerta. Con un pote de masilla rellenó las hendiduras de la puerta causadas por los golpes. Finalmente, colocó la puerta, utilizando nuevos tornillos para los goznes y un par de clavos para reforzarlos.

Una hora después la puerta principal de la casa de la señora Warton quedó tan segura como antes.

El retorno de Harvey era tanto un alivio como un fastidio. Por un lado, volvía a sentirme que avanzaba, pues en ningún momento dejó de hablar de cosas que nunca hasta entonces yo había pensado, desde elementos de carpintería, y formas de generar ingresos utilizando textos de dominio público, hasta nuevas ideas que había ido sacando de los nuevos libros que estuvo leyendo.

Por otro lado, volvía a sentirme inferior, bajo su sombra. Ahora volvía a ser el mayor protagonista de sus bromas, el receptor principal de sus comentarios y su objeto de análisis predilecto. Era como estar de vuelta al primer día de universidad.

Los efectos que la presencia de Rebecca le causaba a Harvey se cancelaban entre ellos. A veces Harvey se abstenía de ciertos comentarios frente a ella, pero, a la misma vez, parecía querer impresionarla, lo que lo volvía más incordio…

La señora Warton se levantó a eso de las ocho y se puso a fumar con nosotros en el balcón. Después de charlar de varias menudencias, Harvey salió con Rebecca a la panadería del pueblo y regresaron con pan, queso, jamón, y con una caja de cervezas para, en palabras de Harvey, “reponer las de antes y abastecer para las de luego”.

Al mediodía Harvey ya me había puesto al día de todas sus andanzas, de los ingresos asombrosos que estaba dejando la aplicación, de su colección de cuentos cortos y de un artículo sobre ficción que entre él y Johnny habían publicado en un periódico local y que comenzaba a generar buenas reseñas. Yo aproveché para explicarle con más detalles mi nueva idea de matar elefantes y todo lo que me había llevado a descubrirla, incluido lo de quemar la ropa para acostarme con una chica, aunque me aseguré de omitir con cuál.

Cuando dieron la una, Harvey se despidió argumentando que debía volver a su apartamento para una reunión del Equipo de Cambio. Y aunque me aseguró que yo estaba invitado y que realmente deseaba que lo acompañara, me negué. Algo muy dentro de mí sabía que no importara qué pasara entre Harvey y yo de ahora en adelante, las cosas nunca volverían a ser igual; y no por viejos reproches o rencores, sino porque nuestros planes principales se cerraban alrededor de cosas muy distintas.

Rebecca también me informó que iba siendo hora de regresar a su casa. Así que la despedida fue doble. El Toyota marchó primero, luego el Nissan. Dejé a Rebecca en su casa y, para mi alivio, sus padres no se aparecieron.

De regreso a la casa de la señora Warton un vació hizo ademán de formarse en mi interior. La noche anterior había sido una de muchas emociones y dolores físicos, pero ahora todo parecía pertenecer a un pasado lejano. Tal vez fuera la falta de sueño, o porque volvía a casa sin haber descubierto realmente lo que había salido a buscar la noche anterior…

Me estaba convirtiendo en una copia de Harvey, aunque el Harvey de ahora parecía renovado, esperanzado, pero no sabía qué concluir de todo aquello. Había manchado más la relación con mis padres, y aunque no tenía ganas ni intenciones de echarme hacia atrás, la verdad era que un agujero especialmente grande amenazaba con quedárseme ocupando espacio para nada. Sally y el niño seguían siendo dos elefantes gigantescos que simplemente no sabía cómo dejar de ignorar…

Llegué a casa de la señora Warton e impedí que se acostara, convenciéndola de permitirme hacerle algunas cosas que, le aseguré, serían de su interés. Y así, después de una revolcada digna de una película pornográfica, le volví a proponer matrimonio.

Ella se esforzó hasta montar un argumento que repetía palabras como psicólogo, ayuda, madre y vejez. Y así fue como logró posponer la decisión hasta que David decidiera volver con alguna otra insistencia.


∗ ∗ ∗


El 17 de abril, la señora Warton cumplió 42 años. Con la ayuda de Rebecca logré hacerme de un pastel de cumpleaños tan delicioso que tres semanas después volvimos a encargarlo, sin otro fin que el de volverlo a saborear.

Harvey llegó ese miércoles a las seis de la tarde con un regalo que resultó ser un reloj de pulsera para la señora Warton que yo estimé de más de mil dólares. Estuvo con nosotros por alrededor de una hora hasta que se disculpó diciendo que tenía una cita; pero a juzgar por lo ansioso que se mostraba, llegué a pensar que tal vez estaba a punto de volver a experimentar otro ataque de pánico.

Fernand se puso su mejor ropa para la ocasión, y George vino acompañado de una chica de lo más simpática (a falta de algún atributo positivo sobre su físico). Julia pasó la tarde metida en el balcón con Fernand, evitando tener que cruzarse conmigo, de seguro porque ya sabía que Harvey me había contado de sus intercambios de información.

Rebecca vino vestida con una falda atractiva color amarillo, combinada con una camiseta blanca que resaltaba más el color de su cabello. Parecía brillar, iluminada con sutileza, y algo en ello me hizo pensar en La Joven de la Perla.

Ángela fue la última que llegó, teniendo por ello que dejar el auto casi justo en la carretera por falta de espacio en el patio de la señora Warton.

En algún momento, Fernand regresó de su cuarto con una vieja guitarra, y a mí me tocó tener que hacer las veces de artista. Por suerte, la señora Warton no se mostró muy interesada en mis dotes musicales, pero Ángela me pidió que tocara una, luego otra. Y casi después de una hora, ya había agotado mi repertorio.

—Ven un momento —me dijo Ángela cuando solté la guitarra.

Me levanté y la acompañé. De camino por el balcón, Julia se las ingenió para pasar desapercibida, escondiéndose detrás de Fernand, que en ese momento intentaba quitarse el gel que se había untado en el pelo.

Cuando llegamos frente a su auto, Ángela metió la llave por la ranura de la puerta, pero no la abrió.

—David… —comenzó a decir, mirándose las manos—, siempre me has parecido alguien extraordinario.

Por lo pronto, me limité a mirar a lo lejos.

—No tienes que decir nada —continuó—, creo saber qué dirías. Solo quiero que sepas que me gustaría encontrar a alguien como tú. Todo este tiempo he tenido que escuchar las conversaciones que tienes con Harvey y los demás sobre esas chicas con las que salen, con las que se acuestan. Y yo solo… David, eres un chico increíble y la chica que te tenga será muy afortunada.

Dejé escapar un suave suspiro y me fijé mejor en ella. Estaba vestida con un traje gris que le quedaba muy bonito. Tenía el pelo amarrado en una cola y las mejillas mostraban un tono rosado.

—Tú también eres increíble. Y mereces a alguien igual.

Ángela sonrió y sus mejillas pasaron del rosa al rojo. Llevé mis dos manos sobre sus mejillas. Y rozándoselas con delicadeza, me le acerqué y le di un beso suave sobre los labios.

—Estoy comprometido —le dije cuando me despegaba y la descubría con los ojos cerrados y con los labios apretados, todo en un gesto de paz—. Siempre podrás contar conmigo, y sé que también estarás ahí para mí.

—Pues claro que sí —dijo, y poco a poco abrió los ojos.

—¿Volvemos? —le pregunté, cogiéndole una mano y dándole un suave tirón.

—Todavía —dijo sonriendo, apretándome la mano antes de soltármela—. Aún no te digo para qué te traje.

—¿Ah, no? ¿Entonces?

Ángela sonrió abiertamente y abrió la puerta de su auto. Metió la mitad de su cuerpo y cuando la trajo de vuelta, lo hizo cargando un lienzo con marco un poco más chico que la ventana de su auto.

—Gracias por retarme a hacerlo —dijo, sosteniendo la parte dibujada contra su pecho—. Se me hace difícil deshacerme de este cuadro porque acabé tomándole más cariño del que imaginé, pero precisamente por ello te lo entrego, porque te lo mereces, porque fuiste tú quien me hizo dibujarlo, quien me retó, quien me inspiró… Espero que te agrade.

Dicho esto, le dio la vuelta al cuadro.

La luz del foco más próximo iluminó la pintura, haciéndome quedar paralizado; una lágrima fue lo único que se movió sobre mi cuerpo. El cuadro era sencillamente espectacular.

Al centro de la pintura había un hombre mayor, de largas barbas, en una postura clara de pensar, con un mapa sobre una mano y una brújula en la otra. Y a pesar de que su rostro estaba inclinado hacia abajo, sus ojos miraban a lo lejos. Allá donde un paisaje fantástico se extendía, con montañas y valles a colores tan reales que por segundos parecían provenir de una foto y no de una pintura.

Junto al Pensador, otro hombre, mucho más joven y musculoso, corría en círculos alrededor del primero. Un surco en el suelo en forma circular atestiguaba la cantidad inmensa de pasos que debía llevar. El Hacedor cargaba un viejo, gastado y gigantesco bulto de acampar sobre su espalda. Tenía todo su cuerpo tensado en una postura de esfuerzo, seguro, claro, concentrado. Sus ojos sobre el suelo que recorría, sin hacerse consciente del entorno.

Todo en un estilo tan detallado que parecía resaltar del lienzo. Era simplemente increíble. Perfecto.

—Es… es… la mejor pintura que he visto en mi vida —le confesé, secándome la tercera lágrima—. Vas a hacerte famosa en esto, ya verás.

Ángela dejó que una lágrima suya le cayera sobre la amplia sonrisa que me daba.

—Gracias, aunque Harvey también me ayudó a concretizar la idea que me diste —dijo, entregándome el cuadro.

—Sí, Harvey —dije, tomando el cuadro en mis manos, casi a punto de notarlo vibrar de vida propia—. Gracias, Ángela.

—Es la mamá de Fernand, ¿verdad? —preguntó.

—¿Qué cosa?

—Supongo que con ella es que estás comprometido. Y diría, a juzgar por tu cara, que todavía no te da una respuesta afirmada.

—¿Pero cómo…?

—Esa carpeta que me entregaste es lo mejor que he leído en mi vida.

Sonreí de alivio.

—Solo espera a saber lo que dice Harvey —le dije—. Según él, esa carpeta es una tontería. Asegura haber encontrado algo mucho mejor.

—Pues volvamos para que me cuentes. Más tarde buscaré quedarme a solas con la mamá de Fernand. Hablando entre chicas, me aseguraré de hacerle ver qué se perderá si te deja ir —dijo, y me guiñó un ojo— ¡Vamos!


76


Al día siguiente, colgué el cuadro de Ángela en la pared de atrás de mi escritorio. Era el único adorno de mi oficina, y era suficiente.

Mi oficina, un lugar sencillo, pequeño y práctico, estaba ubicada en el segundo piso del edificio del negocio. Abajo estaba la recepción y las oficinas principales de operación, que hasta la fecha siempre se habían mantenido ocupadas.

Para la cuarta semana de abril no dábamos abasto. Desde que comenzamos operaciones, la promoción del boca en boca tuvo un éxito que no hubiésemos podido predecir.

Nuestro modelo de negocio no era común, pues nuestra mayor fuente de ingresos no provenía de los clientes satisfechos, de aquellos a los que habíamos podido ayudar. Estos clientes nos pagaban honorarios bastante económicos que nos permitían mantenernos a flote, pero no proporcionaban ganancias significativas.

Nuestros clientes fallidos eran nuestra mayor fuente de ingreso. Debido al alto valor de las cosas que los clientes ponían en juego (casas, botes, autos, etc.), cuando alguno de ellos fallaba en el contrato, nuestra compañía veía una entrada inusual de dinero.

Este modelo fue una de las primeras objeciones que mostraron varios de los asesores cuando comenzamos la planificación. Pero a mi entender (y a juzgar por el hecho de que el negocio estuviera en pie logré que este fuera el entender de ellos a su vez), era precisamente este modelo económico lo que garantizaba el éxito a largo plazo.

Uno de cada veinte clientes fracasaba en aquello que se había propuesto. Y lo que generábamos de tales casos sobrepasaba por mucho la “pérdida” que afrontábamos por los otros diecinueve, pero estos clientes satisfechos tenían un valor especial para nosotros, aunque no fuera en forma económica.

Casi todos nuestros clientes satisfechos no solo volvían para repetir nuestros servicios, pasando así a formar parte de la nueva proporción entre casos fracasados y exitosos, sino que nos mantenían con un flujo cada vez mayor de referidos, muchas veces familiares que quedaban impresionados con los cambios provocados por nuestra intervención.

Como dijo Harvey la vez que se lo expliqué: “Es brillante. No hay forma de perder; los clientes satisfechos te traen nuevos clientes y los insatisfechos te dejan ganancias. Ni Johnny hubiese ideado una estrategia mejor”.

Y así había sido nuestro modelo desde los inicios. Los contables principales me iban dando actualizaciones de vez en cuando, pero toda la jerga con la que se expresaban me mantenía al margen. Solo podía juzgar por sus rostros y por sus gestos, y estos me decían que el negocio iba avanzando con pasos rápidos y estables. Tanto así que la junta directiva, en la reunión a finales de abril, acordó que la mejor estrategia era centrarse en la expansión.

El modelo había sido probado, y según ellos, copiarlo y ponerlo en movimiento requeriría de muchísimo menos dinero y muy poca planificación.

Así, el 13 de mayo, Quemando Naves tramitó dos nuevas sucursales en ciudades próximas a la de la oficina central.

Hasta la fecha no había recibido ni un solo centavo en sueldo. Todo se puso de vuelta en el negocio con la esperanza de comenzar las nuevas operaciones de expansión. Todos esperábamos los estados financieros del primer trimestre para saber a ciencia cierta si las nuevas movidas resultaban exitosas o no.

A mediados de mayo George dejó la universidad. Como la casa de su madre, que era donde él aún vivía, quedaba en el mismo pueblo que la casa de mis padres y la de la señora Warton, George adoptó la costumbre de venir más a menudo a ayudarme con los chicos del curso de ligar.

La nueva ayuda fue bienvenida. El curso de ligar era mi única forma de ingreso hasta el momento y cada vez se me hacía más difícil mantenerme enfocado en él por el tiempo que me requería atender las nuevas exigencias de Quemando Naves.

No había vuelto a encontrarme con Harvey desde el cumpleaños de la señora Warton. Solo me había llamado en una ocasión para contarme que una universidad de renombre había organizado un evento con el propósito de que él y Johnny discutieran y abundaran sobre el reciente artículo sobre ficción publicado en el periódico.

Aunque no me lo había dicho (y tampoco se le ocurriría), yo sabía que la noticia de las nuevas sucursales de Quemando Naves lo había hecho considerar meterse de lleno en su Plan de Literatura. Ahora se la pasaba más ocupado que antes. Incluso los integrantes originales del Equipo lo veían muy poco. De seguro planificaba hasta largas horas de la noche, mejorando sus ideas sobre ficción y esperando a que la aplicación de damas y sus libros de propiedad pública dejaran lo suficiente como para comenzar en definitiva.

A Rebecca la había visto en dos ocasiones más. Una de ellas, cuando vino con el pastel, aquel muy similar al del cumpleaños de la señora Warton, y nos sentamos en el balcón a comérnoslo solo entre los dos, y la otra ocasión, cuando me acompañó al centro comercial para ayudarme a escoger un traje que yo deseaba regalarle a la señora Warton.

Ángela vino dos veces a casa de la señora Warton argumentando que quería conversar conmigo para salir de algunas dudas relacionadas a la Carpeta de Ideas, pero las largas conversaciones que mantuvo con la señora Warton en su cuarto y las risas que salieron por la puerta me hicieron creer que se tomaba demasiado en serio la misión de hacerle ver a la señora Warton lo que ella, Ángela, consideraba como algo obvio.

En su última visita de mayo Ángela me preguntó si podía darle algún otro tema para el próximo cuadro que pensaba pintar; se quejó de no haber podido terminar nada desde que pintó el que me regaló. Decía que, por alguna razón, los temas que ella escogía no le parecían adecuados. Me lo pensé por varios días, y cuando la llamé para contarle, se mostró más que satisfecha.

Julia por fin tuvo la valentía de pedirme disculpas. Se lo hice fácil y le dije que Harvey ya se había disculpado por ella, que realmente no me importaba, que se lo quitara de la mente y se enfocara en el Plan de Literatura de Harvey.

A Danny, Nancy y Salvador no los había vuelto a ver desde que abandonara el apartamento 7, pero mediante los otros integrantes del Equipo con los que teníamos amistades en común, manteníamos una relación cortés, a través de saludos y buenos deseos.

Los fines de semana, Fernand se la pasaba encerrado en su cuarto estudiando para los exámenes finales. Casi no nos hablábamos debido a esto, pero el domingo 26 de mayo me comentó que había visto a Travis barriendo las calles de la ciudad. Así que Darth Vader era ahora un barrendero… ¡Cinco puntos menos para el labrador!

A Sally no la veía desde principios de año, y nadie de nuestros conocidos parecía querer hablar del elefante en la habitación: su barriga.

Pensar en eso siempre me formaba un nudo en la garganta… ¿Era el niño un verdadero elefante? Todavía encontraba particularmente difícil pensar sobre ello, y posponía cualquier oportunidad de hacerlo obligándome a creer que las responsabilidades del negocio me lo impedían.

Lo que sentía por Sally era algo confuso, pero también era cierto que aquellas emociones eran cada vez más débiles, menos uniformes, diluidas. El verdadero conflicto lo tenía con el niño, o la niña…


∗ ∗ ∗


La tarde del 4 de junio la pasé sentado detrás del escritorio de mi oficina, distrayendo mi mente de los documentos pendientes que se iban acumulando, memorizando las palabras correspondientes a los últimos 30 números de la lista de nemotécnica de Harvey.

Los primeros fueron bastante sencillos, pero esa semana lo que más había en mi mente era confusión. A veces confundía el 47 con el 57. El 69 y el 96 era otro par difícil, pero al menos los nuevos resultados que iba obteniendo me motivaban a continuar.

Mi secretaria personal era quien más debía agradecerme los nuevos métodos de memoria, pues ahora se me hacía fácil generar una lista mental de las llamadas telefónicas que debía hacer durante la semana y las citas más importantes.

También me la había pasado estudiando otros métodos para recordar números de teléfonos y nombres de personas. Las nuevas habilidades eran tan útiles cuando se era dueño de un negocio que me preguntaba con frecuencia cuántos empresarios se torturaban al carecer de estas.

Me repetía mentalmente «piojo, piojo, piojo» con tal de memorizar el número 97, cuando el teléfono de la oficina sonó. Mi secretaria me informó que la señora Warton iba de camino a mi oficina. Le agradecí y colgué.

Un minuto después, la puerta de roble se abrió. Una figura esbelta y atractiva me miraba desde el umbral. La señora Warton vestía el traje que Rebecca me ayudó a escogerle. Estaba radiante, y tenía una de esas escasas sonrisas que la hacían lucir mucho más joven de lo que era.

Le devolví la sonrisa, dejé a un lado mi copia de la Carpeta de Ideas y me arreglé la corbata. Me puse de pie y anduve todo el trayecto con solo un par de pasos. Cuando llegué frente a ella, la abracé y le planté un beso en la boca.

Era nuestra primera salida juntos (las del hospital no contaban), y el motivo de esta era la charla de Harvey sobre literatura.

Harvey se había encargado de invitar a todos cuanto pudo, incluido a su grupo del Plan de Literatura y al Equipo de Cambio. Rebecca también iría, y bueno, a la señora Warton se le acabaron las excusas. Como el lugar de la charla quedaba bastante cerca de la universidad, le dije a Fernand que no se preocupara por bajar, que yo me encargaba de llevar a su madre.

Llegamos en mi Nissan y aparcamos junto al imponente edificio, que quedaba en la misma ciudad que el apartamento 7 y la universidad.

Nos bajamos del auto y me puse a contemplar los alrededores. Ya estaba oscureciendo y soplaba mucho viento, lo que hizo que el cabello de la señora Warton se revolcara cuando rodeó el auto para venir donde yo estaba. Cuando estuvo a solo un par de pasos de mí, se tropezó con sus tacones nuevos y por muy poco cae al suelo de no ser por el reflejo que me hizo recibirla con mis brazos.

Cuando se recompuso, me miró y me regaló una sonrisa, avergonzada.

—Tengo que decirle algo —le dije, dejando que el aire que molestaba en mis pulmones escapara.

La señora Warton asintió.

—Yo soy la que debería decirte algo.

—¿Qué cosa? —pregunté.

—Tú primero.

La miré fijamente, pero no dije nada.

—Acepto, chico.

—Pues dígame —le pedí.

—¡Que acepto! Me voy a casar contigo.

Los ojos se me abrieron de par en par. Un segundo después le daba vueltas en el aire.

—¡Ya podemos contárselo a Fernand! —dije, trayéndola de vuelta sobre el suelo.

—Sí. Ya lo había pensado —dijo, sonriendo y arreglándose el vestido—. Ahora te toca a ti.

El recordatorio me hizo sentir como si recibiera un chapuzón de agua fría.

—Eh… Mire, Evelyn. Hay una chica de la que no le he contado. Y es muy probable que vaya a estar aquí.

—¿Quién?

—Sally. Se llama Sally.

—¿Pero quién es?

—Es una chica que está embarazada… de mí.


77


⁓¿Qué? —preguntó la señora Warton.

—Fue hace tiempo. Cuando la…

—Para, para —dijo con rapidez, negando y pestañeando a la vez—. ¿Hay una chica embarazada de ti?

—Sí.

—¿Y cuándo pensabas decírmelo?

—Cuando fuera necesario. Temía que se lo tomara…

—¡Me propusiste matrimonio, David! ¿No crees que debía…?

—No, porque no tiene por qué afectarle.

—¿Cómo que no? Si tienes un hijo y yo estoy casada contigo…

—Ni pretendo, ni le pido que sea parte de esto. Si tengo un hijo será mío, no suyo. Y usted no tendrá nada que ver si así lo quiere.

—Pero David…

—Usted tiene a Fernand. Casarme con usted no me convertirá ni en padrastro ni responsable de él. Igual pasaría entre usted y cualquier niño que yo pueda tener con Sally. Se lo digo ahora solo porque es posible que ella esté aquí. Quiero casarme con usted y punto. Es usted a la que quiero a mi lado, no a Sally. ¿Lo entiende?

La señora Warton asintió, pero la débil mueca en su rostro tomó algo de tiempo en desaparecer.

—Venga acá —le dije, y la traje por la cintura hacia mí—. Esto no cambia nada. Se lo aseguro.

Y sin dejarla replicar, le di un beso y la conduje de la mano al interior del establecimiento.

Cientos de butacas rojas acomodadas en arcos le daban al local la apariencia de un costoso y antiguo teatro de ópera. El acondicionador de aire parecía soplar directo a todas las partes del cuerpo por igual, y el olor a gala y glamour se colaba con suavidad por todos lados.

El lugar estaba abarrotado, lo que me hizo preguntarme qué habría hecho Harvey para convocar a tanta audiencia; él no era nadie famoso, al menos no todavía.

Había gente mayor, algunos demasiado mayores, otros eran jóvenes, probablemente estudiantes universitarios, algunos reporteros, varios ujieres impecablemente vestidos acomodando a los que recién llegaban y otras siluetas demasiado lejos como para identificarlas.

Busqué con la vista a algún conocido, pero lo abarrotado del lugar y el hecho de que la mayoría ya estuvieran sentados, y de espalda a nosotros, me imposibilitaron encontrarlo. Un ujier nos dirigió por una fila de sillas bastante alejada de la tarima. Nos sentamos y nos limitamos a admirar los alrededores, sin volver a cruzarnos palabras, por lo pronto.

Minutos después las luces menguaron y las cortinas se corrieron. Un tipo con pinta de profesor apareció y se colocó detrás de un podio con micrófono integrado. Saludó a los presentes y prosiguió a explicar que Harvey Tunner y Johnny Fraser discutirían el artículo suyo que había logrado llamar la atención de muchos, incluido a los encargados del departamento de Humanidades de la universidad privada que había organizado la actual presentación y a la que el hablante representaba. De ahí pasó a introducir a Harvey y a Johnny con algunas descripciones banales y poco vívidas.

Harvey y Johnny hicieron su entrada. Ambos vestían con costosos sacos negros. Se veían radiantes, aunque Johnny destacaba más por tener puesta su boina roja y llevar suelto su pelo largo. Harvey mostraba su sonrisa característica cuando saludó a quien lo presentó. El tipo con pinta de profesor se marchó y Harvey encaró a la audiencia.

Los aplausos desaparecieron poco a poco.

—Saludos a todos y gracias por acompañarnos —dijo a la audiencia. Por lo alto de su voz, supuse que llevaba un pequeño micrófono colgando de su camisa—. Hoy venimos a expandir sobre nuestro artículo titulado: Cómo escribir un superventas y no morir en el intento. Después, haremos una sección de preguntas y respuestas.

»Ahora bien, la pregunta fundamental que nuestro título ha generado es: “¿Qué pretende enseñarnos: a escribir una buena novela, o a escribir una novela que venda muchísimas copias?” La respuesta corta es: las dos.

»La idea que dice que los buenos productos no venden, pues nadie los aprecia ni los reconoce, y que lo que sí vende es lo genérico, lo trillado y lo comercial es una de las falacias más peligrosas relacionadas con el arte en general, particularmente con la literatura.

»No existe semejante dicotomía. Para probar esta aseveración, uno tiene que ir a los fundamentos de la estética: ¿qué es arte y cómo se juzga? Más adelante, discutiremos sobre esto. Por ahora quiero hacer énfasis en una aseveración importante: una buena novela puede y debe vender mucho.

»Profundicemos un poco. Un jugador sumamente habilidoso, tomemos de ejemplo a un excelente jugador de baloncesto, tiene posibilidades considerables de ser exitoso económicamente hablando. Si observan la lista de los jugadores mejores pagados, descubrirán que estos jugadores son los mejores en lo que hacen. Sus resultados económicos son, de hecho, la consecuencia lógica de la maestría que demuestran. Una cosa no contradice la otra. En cambio, una sigue necesariamente a la otra.

»Ahora, ¿qué se requiere para ser exitoso en el baloncesto? En general, usted practica, usted entrena, usted juega, usted aprende y ejecuta con lo mejor de sus posibilidades y habilidades. Y si resulta que usted consigue ser bueno, muy pronto se encontrará en la lista de los más pagados. Es así de simple y así de difícil, al mismo tiempo.

»Obviamente hay aspectos de nuestra vida que no controlamos que podrían revertir lo que he dicho, pero precisamente porque estas cosas están fuera de nuestro control, simplemente no las tomamos en cuenta. Me refiero a casos como accidentes, enfermedades, usted sabe.

»Debido a la falacia que mencioné al principio, muchos escritores tienden a juzgar como malo a un libro que sea exitoso. Esta actitud es la misma que decir que un atleta es malo precisamente porque anota más que otros. En cualquier negocio, incluido el de la literatura, el dinero es la puntuación, y mientras más y mejor usted juegue, más anotará.

»Pero esto trae otras preguntas importantes: ¿es literatura arte o negocio?, ¿arte o habilidad? Nuevamente, no existe tal dicotomía. “Arte” especifica un tipo de “habilidad” que puede ser convertida en “negocio”.

»¿Es correr un ejercicio o un negocio? “Correr” solo nombra la acción de moverse uno rápidamente utilizando las piernas, pero a uno podrían pagarle por esto. Y si le pagasen, nadie diría que uno ya no corre por el mero hecho de recibir dinero.

»Escribir es una habilidad, una habilidad que le permite crear un producto, producto que por las características que posee es llamado arte, arte que puede volverlo a usted en millonario. Ninguno de los elementos contradice o interfiere con los otros.

»Entonces, ¿qué precisamente pretendemos con nuestro artículo y esta charla? Pues enseñarles la habilidad de escribir. Les vamos a mostrar cómo utilizar esta habilidad para crear un arte extremadamente bueno, y les enseñaremos a hacer mucho dinero con él. En otras palabras: vamos a enseñarles cómo escribir una excelente novela que venda muchísimas copias. Vamos a enseñarles a escribir un superventas. Johnny, por favor —añadió volteándose hacia él.

Johnny le sonrió, se acercó a Harvey y encaró a la audiencia.

—Muy bien, pasemos a otro asunto —dijo con una voz más gruesa que la de Harvey pero igual de clara—. El reto más difícil que enfrenta un aspirante de escritor es batallar con todas las falacias, dicotomías, confusiones y mentiras que se encuentran en esta profesión.

»Otra de estas falacias que destruyen a muchos escritores es la noción que dice: “los escritores escriben”. Muchos aspirantes a escritor brincan de inmediato al proceso en sí de escribir, y esto lleva a resultados insatisfactorios. El concepto “escritor”, en el sentido estético de la palabra, solo nombra el método por el cual un narrador presenta su historia. Pero note que un escritor es, en primera instancia, un narrador. Un escritor escribe historias, un cineasta las muestra, pero fíjese que ambos artistas pertenecen a la misma profesión: a la de contar historias.

»Precisamente porque muchos escritores piensan que deben simplemente escribir, estos se enfrentan a la tarea con una sola meta en mente: plasmar palabras sobre el papel. Ellos casi nunca piensan sobre la historia, y cuando lo hacen, lo hacen en último lugar y con las nociones equivocadas.

»Escribir es importante, no me malinterprete, pero es el aspecto menos importante. Y sí, me ha escuchado bien: escribir es lo menos importante. Y es también lo último que usted debería considerar hacer.

»Piense en esto como si fuera un repostero. Usted primero trabaja para crear un bizcocho fresco y delicioso. Usted pasa días, semanas, incluso meses, refinando la receta y su producto hasta que un día lo consigue. Entonces, y solo entonces, usted lo distribuye. Solo después de que usted tiene algo para distribuir es que puede distribuirlo.

»Es evidente que el proceso de crear un bizcocho y el de distribuirlo son diferentes. “Escribir” es distribuir un producto, y este producto es su historia.

»Cada vez que un aspirante de escritor se sienta y se enfoca primariamente en completar un conteo específico de palabras, o cuando adopta el hábito de sentarse todos los días a escribir, usted tiene a un aspirante de escritor intentando distribuir un producto que aún no existe.

»Todos ellos acaban con virtualmente nada: un montón de palabras que crean nada, que dicen nada, que valen nada. Solo trazos oscuros sobre una hoja de papel. Por ello, una de las primeras falacias que se debe batallar es esa que dice que la mayor responsabilidad de un escritor es escribir. Voy a ir incluso más lejos al decir que usted ni siquiera tiene que escribir para ser un escritor.

»Recuerde que lo único que la palabra “escritor” nombra en este contexto es el proceso por el cual el producto, la historia, es distribuida. Si es distribuida en imágenes, es una película. Si es distribuida en palabras, tenemos una novela.

»Esto quiere decir que yo podría “dictarle” una historia a otro y acabar con un excelente libro “escrito”. Aún sería un escritor, aun cuando no haya escrito nada.

»Usualmente, una persona joven lee una novela y se inspira para crear la suya propia. Luego comienza a buscar información sobre el arte de escribir y descubre que todos los profesionales dicen: “simplemente escribe”, “escribe cada día”, “escribe aun cuando no sepas de qué escribir”, “escribe sobre cualquier cosa que pienses”, “solo escribe”, “escribe mucho”, “escribe miles de palabras cada día” y “escribe un poco más”…

»Nuestra primera recomendación para usted es: no escriba, no escriba ni una sola palabra, ni siquiera cuando tenga algo que decir. Simplemente esconda su lápiz, cubra su teclado.

»Su trabajo, el más importante y difícil del mundo, es crear una historia. Solo cuando tenga una, y solo entonces, podrá escribirla, o dictarla, o grabarla, o filmarla, o contársela a alguien por teléfono. Ahora mismo no se preocupe en cómo habrá de distribuir su producto. En cambio, enfóquese en crear uno. En crear el mejor. De vuelta con mi compañero.

Harvey intercambió posiciones con Johnny.

—Ahora bien —continuó Harvey—. ¿Qué es una historia y cómo puedo…? —Harvey se interrumpió de pronto y se enfocó en un lugar en particular de la audiencia.

Y no fue el único. A los pocos segundos decenas de personas se levantaban y comenzaban a congregarse en círculo alrededor de algo que yo no lograba ver.

—¡Llamen a seguridad o a una ambulancia! —gritó Harvey por los altavoces mientras saltaba de la tarima hacia el suelo—. Esta chica necesita ayuda —gritó—. ¡Está embarazada!


78


El grupo conglomerado al centro del pasillo aumentaba de cantidad y agitación. Me paré de un salto y salí corriendo sin fijarme siguiera a quienes atropellaba en mi camino desde mi fila de asientos hasta el pasillo.

Llegué donde el grupo y me abrí camino entre ellos. Harvey, Johnny y un señor de la audiencia estaban sobre el cuerpo inerte de Sally. Verla me produjo dos punzadas. Una por su situación, otra por su inmensa barriga.

Harvey advirtió mi presencia y me hizo señas con una mano para que les abriera espacio. Entre Johnny y él se pasaron los brazos de Sally alrededor de sus cuellos y la cogieron por los muslos. Harvey contó hasta tres y la levantaron. Moví a varios de los presentes hasta que el resto del grupo se hizo a un lado, permitiendo que pudieran mover a Sally por el pasillo.

Iban cargándola, sentada sobre sus manos, dirigiéndose a la entrada principal, Harvey y Johnny jadeando por el esfuerzo, mientras se dejaban guiar por mí, que les abría camino por el pasillo.

Salimos de la entrada principal y cruzamos la recepción.

—No veo nada —se quejó Harvey cuando alcanzamos el oscuro estacionamiento.

—¿Dónde vamos? —dijo Johnny, intentando hacerse entender entre los jadeos de fatiga.

—Mi auto está cerca —les dije—. Síganme.

Harvey asintió, juntos doblamos una esquina y nos dirigimos hacia mi auto. Me adelanté para quitarle el seguro a la puerta, y entre los tres metimos a Sally en el asiento del pasajero. Comencé a darle la vuelta al auto para montarme en mi asiento cuando Harvey se interpuso.

—No te preocupes por los otros, yo los llevo. Conduce con cuidado.

Asentí. Harvey se despidió de mí, dándome una palmada en el hombro. Me monté en el auto, y un minuto después, zigzagueaba entre autos, intentando llegar lo más pronto posible al hospital.



Estaba en la sala de espera del mismo hospital al que me habían llevado en Navidad y en la noche de aquel remoto jueves. Recogía una caja de chicles de la máquina de dulces cuando noté que se me acercaba un hombre vistiendo una bata de doctor.

—¿Anda usted con Sally Hesper?

—Sí —dije, enderezándome—. ¿Cómo está ella?

—Estable. Muy estable.

—¿Qué ocurrió?

—Todo apunta a una hipotensión ortostática —dijo, y al advertir cómo el ceño se me fruncía, añadió—: Su presión arterial disminuyó. Si estuvo bastante tiempo sentada, como nos informó, era de esperarse.

—¿De esperarse?

—Al estar mucho tiempo sentada o de pie, es normal que la sangre no circule adecuadamente, haciendo que sea difícil para su corazón bombear sangre al cerebro y a otros órganos vitales. El cuerpo suele reaccionar con mareos o desmayos. Es algo muy común entre embarazadas.

—¿Así que va a estar bien?

—De momento, aunque hemos notado que su presión sanguínea es un poco variable. Lo primero será descartar cualquier indicio de preeclampsia o alguna otra complicación. Deberíamos dejarla algunos días en observación, solo para asegurarnos.

—¿Y el bebé?

—Todo aparenta estar en orden.

Miré hacia el suelo y asentí.

—¿Puedo pasar a verla?

—Claro.

Acompañé al doctor por un laberinto de pasillos impregnados con aquel mismo olor a enfermo. Llegamos a la puerta 482, el doctor la abrió y se hizo a un lado para que yo pasara.

Cuando entré, el doctor cerró la puerta, dejándome solo con Sally. Y de pronto advertí que el olor a hospital le daba paso a uno muchísimo más agradable y familiar, a uno parecido al de un dulce de melón.

En el cuarto había una sola cama. Sobre ella reposaba Sally, acostada de lado, de espaldas a mí, todavía vistiendo el mismo traje blanco que había utilizado para la presentación de Harvey.

—Qué suerte que no te hayan puesto una bata de hospital —fue lo primero que le dije después de tantos meses de silencio.

Sally se movió con dificultad hasta acabar recostada hacia mí.

Su rostro no se parecía al que me había acostumbrado, pero no por ello era menos atractivo; todo lo contrario. Tenía la nariz hinchada, sus cachetes más redondeados, su pelo más anaranjado e intenso que nunca… Sus rizos, más vivos y curvados que de costumbre, hacían las veces de almohada. Todo distinto, pero más bello que nunca, más angelical de lo que hubiera podido reconocer como posible. Delicado, suave, atrayente.

—¡Te ves hermosa!

Sally sonrió, pero al instante, su boca dio paso a una mueca. Cerró los ojos y se removió un poco.

—¿Estás bien? —le pregunté, acercándome a su cama.

—Estoy un poco mareada.

—¿Puedo traerte algo o…?

—Estoy bien —dijo, abriendo los ojos y negando lentamente con la cabeza—. Solo espero no haberle echado a perder la presentación a Harvey.

—No te preocupes de eso. Ni siquiera lo pienses.

Dejé que asintiera, antes de fijarme más allá de la única ventana del cuarto.

—¿Y cómo andas? —preguntó.

Regresé los ojos a los suyos.

—Voy a casarme —le dije, pensando que era conveniente dejar ese detalle lo más claro posible, lo más rápido posible.

Sally se quedó en silencio, y no pude ubicar su expresión. ¿Aprobación? ¿Sorpresa? ¿Mareo? Otra vez la incapacidad para leerla.

—Espero que sea porque eres racional —dije.

—¿Qué?

—Hablé para mí, perdóname.

Sally volvió a cerrar los ojos. Cuando los abrió, sonrió antes de decir:

—Estamos ignorando el elefante en la habitación.

Eché la cara hacia atrás en un reflejo.

—¡¿Cómo es que todos saben ese refrán?!

—¿De qué hablas? —preguntó Sally.

—De los elefantes que… ¡Oh! De seguro Harvey o los otros te habrán contado, ¿verdad?

—¿Contarme qué, David?

—De mi negocio.

—¿Qué negocio?

—El de matar elefantes.

Sally parpadeó un par de veces y entrecerró los ojos para mirarme con mayor detenimiento.

—No tengo idea de lo que me hablas.

—No importa. Es que todos parecen saber ese refrán del elefante.

—Es un refrán muy común —dijo, encogiéndose de hombros.

—Sí, lo sé. Y también tienes razón: estamos ignorando el elefante.

—Es una niña, David. Voy a tener una niña —dijo, y una lágrima le recorrió la boca sonriente.

—¿En serio?

Sally asintió.

Moví un poco mi mano, pero la detuve de inmediato.

—¿Puedo tocarla…? —pregunté, mirando a intervalos iguales entre ella y su abultada barriga.

—Claro que puedes —dijo sin que se le apagara la sonrisa.

Con gran lentitud y delicadeza, puse mi mano sobre ella. Su barriga se sentía firme al tacto, pero suave a la misma vez. Fuerte y delicada. Moví mi mano un poco por los alrededores, sintiendo la suave fricción de su traje blanco sobre mis dedos. Sally cerró los ojos.

A los pocos segundos intenté retirar la mano, pero Sally me la sostuvo con las suyas.

—Todavía —dijo, abriendo los ojos—. Espera a ver si se mueve.

Un minuto bastó para sentirla. Fue un pequeño brinco, como una suave contracción muscular involuntaria.

—Ahí, ¿la sientes? —preguntó Sally, levantando la cara para observar nuestras manos alrededor de su barriga.

—¡Sí que la siento!

Sally relajó el cuerpo y me soltó la mano, permitiéndome traerla de vuelta a mi lado.

—¿Has pensado en un nombre? —le pregunté.

—He considerado muchísimos, pero todavía no me decido. ¿Tienes alguna idea?

Lo pensé por un par de segundos, pero lo único que vino a mi mente fue la lista de nombres que Harvey había creado, aquella relacionada con la Observación 161.

Negué.

—Pues estoy abierta a sugerencias —dijo Sally en una sonrisa.

—Pensaré en ello.

Sally se pasó las manos por el rostro. Cuando las retiró, parecía algo cansada.

—¿Hay algo más que me quieras decir? —le pregunté.

—¿Y tú?

—No sé. Creo que debería, pero no sé qué…

Sally asintió y se puso a mirar en dirección a la ventana.

—¿De verdad vas a casarte?

—Sí, con la madre de Fernand.

Sally giró la cara para observarme, sus cejas estaban levemente fruncidas.

—¿Es lo que de verdad quieres?

—Es lo que de verdad quiero.

—En ese caso no hay nada más que decir sobre ello, ¿no? —dijo y sonrió.

—¿Qué vamos a hacer con la niña? —pregunté.

—Aun después de lo que ha pasado entre nosotros me gustaría que pudieras estar cerca de ella. Creo que le sería beneficioso —dijo, y volvió a mirar en dirección a la ventana—, pero no lo pretendo, David. Si no quieres a la niña, no eres ni serás responsable por ella. Y puedes estar tranquilo, no iré detrás de ti ni de tu dinero. Y estoy dispuesta a firmarlo así en un contrato contigo.

—No digas tonterías.

Sally volvió a mirarme, esta vez directo a los ojos.

—Sé lo mucho que puede echarle a perder una niña a sus padres —continuó—. El tiempo, el trabajo, el esfuerzo. Criar a un niño como se merece es una responsabilidad demasiado grande. Y si tú no quieres esa responsabilidad, yo no te la voy a imponer. Pero voy a tenerla, David. Es mi niña y ya la quiero como a mí misma. Si también la quieres, aquí estará ella para ti. Y si no la quieres, nos alejaremos y no te tomaremos en cuenta ni intentaremos hacerte responsable de nosotras.

—Si decides tenerla, será mi hija también.

—Sí, pero…

—Si la tienes, seré su padre, con todo lo que eso implique.

—¿Lo dices en serio?

—Absolutamente.

—¿Estás seguro?

—Sí. Estoy seguro de que nos las arreglaremos para hacerlo lo mejor posible. No te niego que estuviera y que estoy asustado. No te lo imaginas, Sally, estoy más asustado de lo que nunca lo he estado en toda mi vida, pero si vamos a ser padres, lo seremos con total responsabilidad. Y allí estaré, para ti y para mi hija.

Varias lágrimas saltaron de los ojos de Sally.

—Me gustaría poder olvidar las cosas tan feas que nos hemos dicho y las que…

—Sally, no podríamos ni deberíamos. Creo que entre nosotros las cosas nunca funcionarán. Tal vez sí como padres, pero no como pareja. Estamos a años luz el uno del otro. Y ya tengo a alguien con quien quiero pasar el resto de mi vida. Si vamos a ser padres, lo seremos, pero no pienso que debamos creernos que entre nosotros existan posibilidades. Tenemos experiencias que prueban que no estamos hechos el uno para el otro.

—Claro que tienes razón. Solo estoy mareada. Y me alegra que dijeras lo que dijiste. Esta incertidumbre me estaba causando peores efectos que los antojos —dijo, y sonrió.

—Yo también estoy contento de haber dejado de ignorar ese elefante.

—Hace un rato dijiste algo de un negocio de elefantes. ¿A qué te referías?

—¿Sabes? Nunca hemos sido muy comunicativos el uno con el otro. Ni siquiera sé quiénes son tus padres, o por qué te gusta tanto la literatura, si continuaste estudiando durante el embarazo, qué notas obtuviste… Pienso que podríamos aprovechar mientras estemos aquí para dec…

Pero me interrumpí porque la puerta de la habitación se abrió, produciendo un tremendo ruido al golpear contra la pared.

Parado bajo el umbral estaba Fernand, con el pelo despeinado, llorando como un loco, con los ojos desorbitados, con el semblante pálido y tembloroso.

—Me dijeron… que podía… encontrarte aquí —dijo entre sollozos—. Tuvieron un accidente en el auto… David… Están muertos.


Idea [380]


Extracto de la Carpeta de Ideas.

Autor: Harvey Tunner.

Transcripción: David Bennatt.

Fecha de creación: Variado.


Ideas generales de narración

[I., n.º 380-a] [enero, 2011]


Pulsaciones – 1,500

Oración de Conflicto.

B. ojo águila, 50/1,500

T. R. A. C. P. E. M.


El número 1,500 es la cantidad aproximada de palabras que debería tener un apartado de una historia. Al lector promedio le toma 6 minutos leer esta cantidad, que a mi entender es el tiempo mayor por el cual alguien puede sostener la atención sobre una sola unidad sin perder el interés. Así que sin que importe qué unidad divisoria se utilice en la historia (eventos, secuencias de eventos, escenas, capítulos, partes, secciones, etc.) es necesario que esta tenga una cantidad máxima de 1,500 palabras.

Como la edición acabará añadiendo o quitando palabras a esta cantidad, el rango final debería estar entre las 1,400 y las 1,600 palabras para el texto final. Se debe apuntar lo más preciso posible a las 1,500 palabras mientras se escriben para tener algo de juego al final cuando llegue la… No seas tonto, Harvey, no hace falta un mínimo de palabras para sostener el interés. Corrigiendo: 1,600 palabras como máximo para la edición final, no hay mínimo.

La Oración de Conflicto es una oración que describe el conflicto principal de la historia de una forma simple y atractiva. Toda historia se desarrolla alrededor de un conflicto principal, y la Oración de Conflicto describe este conflicto de la forma más económica y estilizada posible. Es muy parecido a lo que otros escritores llaman “Logline”, Oración Resumen de la Historia, etc., pero yo creo que la función de esta oración es simplemente la de describir el conflicto principal de la historia y no la historia como un todo. Es la oración que guiará la selección de cualquier otro elemento de la historia, es el norte. Toda decisión sobre la historia se debe hacer en relación a esta oración.

B. se refiere a bosquejo, y 50/1,500 es la proporción (1:30) entre la cantidad de palabras que deberá tener el bosquejo y la sección final de la historia escrita, lo que permitirá tener una vista “ojo de águila”, desde arriba, general. Cada sección de una novela debe ser planificada, pero esta planificación debe sostenerse en la mente de forma económica. Por tanto, cada sección de 1,500 palabras debería ser condensada en una oración (o párrafo) de 50 palabras a lo sumo. Esta oración es a la sección lo que la Oración de Conflicto es a la novela completa.

T. R. A. C. P. E. M. son las iniciales de los elementos fundamentales que forman una historia. Corresponden respectivamente a Trama, Rastro, Anacronía, Caracterización, Premisa, Eventos y Mundo.

Trama: La integración de todos los elementos siguientes. Es el todo. Es el concreto último que prueba la Premisa de la historia. Es la historia en su totalidad, de principio a fin, ordenada, completa.

Rastro: Todos aquellos elementos que ponemos para los lectores. Es todo lo relacionado con la forma en que entregamos la historia, cómo la presentamos. Incluye el estilo, se encarga del lenguaje y también de los giros, de las revelaciones de la trama, de las pistas.

Anacronía: Lo que nombra el hecho de que ciertos eventos dentro de la historia no siempre se presenten de forma cronológica, como realmente ocurrieron. Tomando a Harry Potter como ejemplo, esto representaría todas las revelaciones del final del último libro. A través del “pensadero” descubrimos muchas cosas del pasado que tienen total relevancia para lo que está ocurriendo en el presente. Rowling se abstuvo de contar estas escenas en el orden en que ocurrieron para crear un giro lleno de revelaciones y sorpresas. Una historia está llena de Eventos que no se deben contar necesariamente de forma cronológica, sino Anacrónica.

Caracterización: La creación de personajes. Estos son la fuerza motora de la historia. Los personajes son los que hacen, los que crean y enfrentan los conflictos, los responsables de todo cuanto ocurre en la narración. Estos cargan con las decisiones, con la moral, con las consecuencias de sus actos.

Premisa: El tema de la historia (por ejemplo, en Harry Potter es: “El amor”). La Premisa podría y debería decirse en más de una palabra, en una oración sencilla, de forma que no sea solo un tema sin contexto, sino una declaración. De vuelta a Harry Potter, podríamos decir entonces que la Premisa es: “El amor es la magia más poderosa”. De esta forma, la Premisa expone un tema o una tesis en forma de declaración, que la historia entonces habrá de demostrar. Es el Porqué de la historia, la razón del autor al escribirla.

Eventos: Los concretos (acontecimientos) que ocurren en la historia. Aquello que producen los personajes. Es lo que va dándole forma a la historia, probando o desmintiendo la Premisa. En estos Eventos se desarrollan los conflictos de la historia que se resolverán en el clímax. Pueden incluir las etapas que describe Campbell en su libro de mitología. Son los Qué de la historia, los concretos que proyectan el abstracto de la Premisa.

Mundo: El entorno, allí donde tiene lugar la historia. El fondo donde toda la historia toma lugar y se desarrolla. Dicta las leyes universales, delimita lo posible y lo contradictorio. Da un marco de referencia donde integrar los demás elementos de la historia.


[Nota 1] Observa el orden de los elementos. ¿Identificas algo que no cuadra? Definitivamente hay ciertas cosas que no me agradan. Por ejemplo, Trama es lo más importante, pero no creo que deba ir al principio, pues es la integración de los demás elementos, que tal vez deberían aparecer primero. ¡Tengo que jugar con la Anacronía de mis propios principios!


[Nota 2] Piensa también en esto, Harvey: La Forma sigue a la Función. Aunque se puede añadir que: La Forma sigue al Contenido, que sigue a la Función. Dale mente a esto.



[Ideas generales de narración

(I., n.º 380-b) (20, agosto, 2012)]


Seis minutos no es lo correcto. He observado que la persona promedio mantiene el interés sobre un solo elemento por aproximadamente siete minutos y medio, no seis. Por lo que se podrían leer hasta 1,850 palabras aproximadamente antes de necesitar algún cambio en la dirección de la historia que nos motive por los próximos siete minutos y medio siguientes.

Y creo que el orden apropiado de los elementos fundamentales es el siguiente: Premisa, Evento, Mundo, Anacronía, Caracterización, Trama, Rastro. Por tanto:


Pulsaciones – 1,850

Oración de Conflicto.

B. ojo águila, 50/1,850

P. E. M. A. C. T. R.



[Ideas generales de narración

(I., n.º 380-c) (21, agosto, 2012)]


Una condensación de todos los elementos fundamentales:


premisa: por qué, abstracto

(filosofía, propósito, tema, escritor)

evento: qué, concreto

(escenas, etapas, conflictos)

mundo: dónde, metafísica

(causalidad, leyes, identidad)

anacronía: cuándo, epistemología

(anacronismo, relativo, desorden)

caracterización: quién, ética

(voluntad, decisión, arquetipos)

trama: cómo, política

(cronología, objetivo, integrar, orden)

rastro: cuánto, estética

(estilo, lenguaje, giro, 1,850, lector)


He estado discutiendo con Johnny estos principios y él considera que hay cierto grado de racionalización en todos los elementos. Debo reconocer que tiene razón. Aunque la estructura me resulta atrayente, ahora comprendo que no es correcto pretender amontonar todos estos conceptos en una lista de principios que añadan a… No es que una tabla no lo resuma todo, pero debo evitar lo ¿forzado?, ¿lo matemático?, ¿racionalista? ¿Pero cómo? Agrrrr… Y cambia la palabra Premisa y sustitúyela con Tema, es más adecuada…


[Nota: Todo lo anterior fue tachado el 25 de noviembre de 2012 y sustituido por lo siguiente:]



Elementos esenciales de la narración

[I., n.º 380-d] [25, noviembre, 2012]


Johnny me ha dado la mano para refinar estos principios. De momento nos parece que hemos dado con la solución final, el argumento definitivo. Veamos:


  1. Tema = Por qué.
  2. Trama = Qué (general) (integrado).
    1. Eventos = Qué (específico) (particular).
    2. Caracterización = Quién.
    3. Cronología = (Cuándo) Pasó.
  3. Estilo = Cómo.
    1. Anacronía = (Cuándo) se Sabe.
    2. Mundo = Dónde.
    3. Rastro = Cuánto.

Una historia es:


  1. Una idea abstracta | concretizada y expresada | de forma estilizada.
  2. Tema | Trama | Estilo
  3. Función | Contenido | Forma
  4. Experimentar Eventos | Resolver Acertijos | Disfrutar Revelaciones
  5. Intelectual | Racional | Emocional

Conceptualizando los elementos:

Los elementos particulares (específicos) y más importantes en una historia son los Personajes (quién) y los Eventos (qué). Estos dos elementos están entrelazados a (y formando) la Trama.

La Trama es el desarrollo de un Conflicto Principal que lleva necesaria aunque inadvertidamente a una resolución específica (Clímax).

Un Conflicto es un choque de valores fundamentales de forma concretizada, esto es, de forma externa, dramatizada. La fórmula estándar (meta + obstáculo = conflicto) no es del todo acertada porque no implica por sí sola un choque de valores. La otra fórmula (valor versus valor = conflicto) tampoco es suficiente, pues no implica por sí sola una dramatización (mostrar de forma externa, el choque) de estos. La integración de las dos (valores opuestos [interno]) con (meta + obstáculo [externo]) es lo que realmente crea un Conflicto.

El Conflicto Principal es el conflicto fundamental sobre el cual toda una historia gravita. Es el Conflicto más fuerte e importante, tanto en lo fundamental de los valores que se encuentran como en la complejidad de su dramatización (complejidad no de dificultad, necesariamente, sino de su expansión, alcance y desarrollo).

El Clímax es el Evento o Secuencia de Eventos (Escena) que solucionan el Conflicto Principal. Es una resolución específica y particular que es tanto inesperada como inevitable. El Clímax es la Escena más importante de todas.

La Trama (desarrollo de un Conflicto Principal que lleva a un Clímax) debe concretizar el Tema (Premisa) de la historia.

El Tema de la historia es una abstracción, la idea que se habrá de argumentar a través de toda la historia y que será demostrada y concretizada mediante los otros elementos.

Es importante destacar que la creación de una historia es, en gran medida, un expandir de detalles y particulares a partir de generalizaciones (Clímax, Conflicto Principal). Esto es, que mientras no se haya completado la historia, no hay un Conflicto Principal definitivo y completo, ni un Clímax definitivo y completo, sino que todos los elementos de la historia (particularmente Eventos y Personajes) crean, enriquecen y detallan ambos.

Es por tanto que una historia se crea siempre integrando. La historia debe crecer a la par. Todas sus partes desarrollándose a la vez, dándose fuerza, soporte y guía entre sí. Con todos sus elementos rondando una Premisa que se concretiza con el Conflicto Principal que se resuelve en el Clímax.

Así, uno primero establece la Premisa. Después diseña la semilla de la historia, que no será otra cosa que una oración simple (Oración Guía) que defina, describa, condense y abstraiga el Conflicto Principal. La Oración Guía será la base, la idea central, el estándar último para la selección de Eventos (Escenas), y Personajes.

El segundo paso será la concretización de (y a partir de) la Oración Guía. Aquí se concretiza, se idea, se piensa, se analiza, y se descompone el Conflicto Principal en unidades de Eventos y Personajes que sumen a la Oración Guía; que lo creen, que lo describan, que lo elaboren, que lo concreticen, que lo especifiquen y que lo resuelvan (Clímax).

El principal de estos Eventos es el Clímax. Este Evento (o Sucesión de Eventos [Escena]) en particular tiene que planificarse lo más temprano posible, convirtiéndose así mismo en el estándar último, por encima de la Oración Guía.

Las ideas de Personajes y Eventos irán aumentando en cantidad y detalle. Y constituirán lo que luego será un bosquejo de la novela. Es en este paso del desarrollo (creación) y organización de ideas donde creo que un formato (o varios) para la creación de un bosquejo es necesario. Un formato que permita la integración de todas las ideas que se irán creando.

El propósito principal del bosquejo es llenar los espacios vacíos con detalles tanto generales como particulares de la historia que solo se podrían concebir una vez sumergido en ella. Para crear hay que ver, pero para ver hay que crear. Por tanto, el bosquejo es un lugar donde se analiza una idea en relación a otras, viendo y creando, todo al mismo tiempo, paso a paso, por capas. Cada elemento añadiendo a otros.


[Nota 1] Idear y explicar los distintos tipos de formatos de bosquejos con sus usos, ventajas y desventajas. Añade las dos ideas que Johnny te comunicó.


Cada unidad de Personaje/Evento (P/E) tiene un antes y un después. A fin de cuentas si la historia tiene un propósito (como debe), nada ocurre en un vacío. Cada P/E carga consigo, de forma implícita o explícita, causas y efectos. Cada P/E presupone otros(s) P/E, e implica (conlleva) otro(s) tanto(s).

Así que el método a seguir es preguntarse qué hubo y qué habrá necesariamente, es decir, con propósito, es decir, por decisión de los personajes y del Autor, es decir, basado en la Oración Guía y últimamente en el Clímax (el estándar definitivo).


[Nota 2] No olvides pasar esto al cuaderno. O mejor aún, pega estos papeles al cuaderno, así te evitas tener que volver a escribirlos.


[Nota 3] Intenta editar la historia corta Ya es tiempo [C., n.º 361.] para aplicarle estos elementos.


79


Sally ahogó un grito.

Fernand vino dando tumbos y se me echó encima. Su cara aterrizó sobre mi hombro y su aullido de dolor me erizó la piel.

Mis manos, mi cara y mi cuerpo entero se congelaron en una postura indiferente. A mi cerebro parecía que también le costaba moverse.

—¿Qué pasó? —pregunté cuando mis manos respondieron a mi comando y alejaron a Fernand de mí.

—Mamá y George… murieron.

—¿Qué dijiste? —pregunté con la garganta seca.

—Venían con Harvey para el hospital cuando… tuvieron un accidente.

—Todo saldrá bien —comencé a decir—. No tienes…

—Harvey está en cuidado intensivo y mamá y George… están muertos, David. ¡Muertos!

Mi cerebro se limitó a repetir el eco de las últimas palabras de Fernand, pero fue incapaz de procesar las implicaciones.

De pronto, una descarga de adrenalina me recorrió el cuerpo. Y sin pensar en nada, salí del cuarto y eché a correr por el pasillo.

Llegué a la sala de espera y allí me puse a dar vueltas sobre mis pies, buscando por cualquier lado algún indicio que me informara dónde podía encontrar a la señora Warton, a George o a Harvey. Pero solo me encontré con los rostros pálidos, insignificantes y carentes de vidas de los que esperaban en la sala. Ninguno capaz de sentir como yo. Todos ajenos al dolor que se me escapaba por cada poro de la piel…

Fernand frenó a mi lado y me agarró por un brazo.

—No puedes hacer nada por…

—¿Dónde está?

—¿Quién?

—Tu mamá. Tu mamá, Fernand… Ella es importante…

—¿Qué?

—Íbamos a… Pensábamos decirte hoy… íbamos a casarnos.

—Pero… ¿Acaso…? ¿Casarse? ¿Qué? ¿Quién? ¿Ustedes?

—No importa, no ahora. Te explico luego. ¿Dónde está?

—Se los llevaron a todos… Mamá y George no lograron… Ya no están —dijo Fernand, y se interrumpió en un renovado llanto.

—¡No puedes hablar en serio! —casi le grité.

—Es la verdad, David… Los dos están…

Fernand se llevó las manos a la cara y se dejó caer de rodillas. Yo me arrodillé junto a él y lo arropé en un abrazo. Y cuando lo hice, mis lágrimas al fin cedieron.

Así que la señora Warton ya no estaría alrededor, ni se casaría conmigo… George ya no volvería a dar sus acostumbrados brincos al caminar, ni a ayudarme con los chicos del curso… Y ahora que lo intentaba, no podía recordar lo último que le había dicho a ninguno los dos. Y ya no estarían…

—¡Oh, Fernand! —me salió.

—No puedo… creerlo.

Yo tampoco podía. Los dos parecíamos llorar por la posibilidad de la noticia y no por esta, como si practicáramos la reacción apropiada para cuando en algún día del futuro distante nos ocurriera lo de ahora. Un futuro obvio e inminente, pero tan distante y neblinoso que no era relevante…

Fernand me despegó de sí.

—Vamos a sentarnos —dijo, y levantándome por un brazo, me dirigió hasta las sillas de la sala.

Cuando caí sentado sentí vergüenza, pues era Fernand quien me necesitaba en control a su lado. Era él quien había perdido a su madre y a su amigo… Pero era yo quien había perdido a mi prometida y a mi amigo… Tal vez los dos necesitábamos a un tercero, a uno capaz de darnos algún tipo de soporte. Alguien que…

—¿Qué pasó con Harvey? —pregunté.

—Está en intensivo. Y es grave, David… Tal vez se nos vaya también…

La mera suposición me plegó el estómago por la mitad. Debíamos hacer algo. Salvarlos a los tres. Estar sentado mientras el reloj avanzaba no era de ayuda.

Intenté ponerme de pie, pero Fernand me trajo de vuelta a la silla.

—No puedes hacer nada. No podemos…

Enterré la cara dentro mis manos. No podía creerlo. ¿Cómo podía? Menos de una hora atrás había estado en el mismo lugar que ellos. Y ahora dos de ellos ya no estaban y uno se jugaba la vida en el mismo intento de aferrarse a ella.

—¿Qué pasó? ¿Cómo pasó?

Fernand se limpió las lágrimas con un brazo y respiró profundo varias veces.

—Harvey regresó al salón y nos dijo que te habías ido con Sally. Le pidió disculpas al público y salimos al estacionamiento… Allí le dio instrucciones a Johnny para que siguiera la presentación sin él, asegurándole que todo saldría bien, que no se preocupara por nada. Después se montó en su auto, con mamá y con George… Yo me fui en el auto de Danny, con él, Nancy y Salvador. Íbamos detrás de ellos cuando… cuando se estrellaron contra un poste de tendido eléctrico…

—¿Cómo es posible?

—El auto se descontroló —dijo Fernand, dejando escapar nuevas lágrimas—. David, se estrellaron contra un poste de luz… Danny los esquivó por muy poco. Cuando nos bajamos, descubrimos que el auto de Harvey estaba hecho un desastre. Nancy llamó a emergencias y Danny y yo nos acercamos a ayudar.

»Los tres estaban quietos… Y Danny no me permitió intentar sacarlos, diciendo que podía causarles más daño. Fue horrible, David. Allí estuvimos sin poder hacer nada. Nancy, yo con los nervios de punta y Danny dando tránsito para evitar que un auto nos golpeara.

»Todo se llenó de gente. Y por fin aparecieron la policía, las ambulancias y hasta los bomberos. En cuestión de minutos los sacaron a los tres. Todos llenos de sangre. Horrible. Fue horrible, David… —Fernand se interrumpió a causa del nuevo llanto. Se llevó las manos a la cara y así continuó—: Los metieron en las ambulancias para traerlos aquí. Los otros nos fuimos justo detrás… Pero mamá y George… no lo lograron… Ya estaban sin vida cuando llegaron. El doctor acaba de informarnos de todo…

Las palabras de Fernand me llegaron entrecortadas. Me sentía como si recién me despertara en medio de una situación que en nada tenía que ver conmigo.

—Debo verlos —dije poniéndome de pie.

—No podemos —dijo Fernand, agarrándome del brazo y tirando de mí para que volviera a sentarme—. Ya se los llevaron a los dos.

—Tengo que comprobarlo. Tengo que saber…

—Yo los vi… Es cierto, David. Se fueron.

Las palabras volvieron a parecerme que venían de lejos, aunque cedí y me senté.

—¡Pero qué…! —dije de pronto—. ¿Cómo rayos chocas contra un poste?

—Tal vez Harvey se distrajo hablando, o con el celular, o tal vez…

—… creyó que podía volver a burlar la velocidad —acabé.

—¿Qué dices?

—Harvey parece creerse inmune a un accidente de tránsito. En diciembre se metió en la calle de Bibby’s a más de ciento treinta kilómetros. Y todo para probarme algo.

—Pero no iba tan rápido, David… Nosotros íbamos justo detrás de él.

—Pero entonces, ¿cómo lo explicas?

—No importa, David. Ya no importa.

—Aun así…

Me puse de pie y comencé a dar vuelta en círculos entre las sillas ocupadas de la sala.

—¿Dónde están los otros? —pregunté.

—¿Danny y…?

—Sí.

—Están en la otra ala, en la sala de espera de cuidado intensivo.

—Sally… —dije de pronto al recordarla—. ¿Podrías…? Olvídalo.

—Dime.

—Lo siento mucho, Fernand, de veras.

—Yo también —dijo, derramando un nuevo puñado de lágrimas.

—¿Qué deseas hacer? —le pregunté.

—Vete con los otros si quieres —dijo—. Yo me quedo con Sally hasta que vuelvas.

—¿Estás seguro?

—Vete.

—Gracias.

Fernand se puso de pie y se marchó por la puerta de la que habíamos salido. Yo me di la vuelta y me fui al exterior del hospital.

Encendí un cigarrillo que casi no pude fumar, porque el humo hacía que me ardieran más los ojos.

Las piernas me llevaron solas por un terreno poco alumbrado y mucho más largo que el patio de la residencia hasta alcanzar la puerta principal de la sala de cuidado intensivo.

Encontré a los otros sentados en la fila más alejada de la recepción. Nancy estaba abrazada a Danny, y Salvador se ponía de pie justo entonces. Cuando me vio, corrió hacia mí, me estrechó una mano y después me arropó en un abrazo que me tomó por sorpresa.

—Lo siento mucho —dijo.

—Gracias.

Salvador se despegó, pero dejó un brazo sobre mi hombro.

—¿Dónde están? —pregunté.

—Se los han llevado… ¿No te has encontrado a Fernand?

—Él fue quien me informó. ¿Y Harvey?

—Allá —dijo, señalando las puertas dobles de cristal a su derecha.

—¿Podemos pasar?

—No. Hace un rato lo intentamos, pero el doctor nos lo prohibió. Dijo que Harvey está bajo operación. Y dijo que es posible… que lo perdamos —añadió Salvador, bajando la cabeza y retirando su mano.

No soportaba quedarme quieto. Necesitaba hacer algo práctico, drástico. Algo capaz de sacarme de la mente lo que había ocurrido. Necesitaba a un Harvey a mi lado. ¡Si tan solo me permitieran verlo! Necesitaba a alguien capaz de hacerse cargo de la situación. Alguien que pudiera controlarnos a todos y…

—¡Rebecca! —le dije al grupo.

—¿Qué? —preguntó Salvador.

—Rebecca. ¿Alguien le avisó?

—¿Quién es Rebecca? —preguntó Danny.

—La hermana de Harvey. ¡Oh! Ustedes no fueron al cumpleaños de la señora…

El recuerdo de aquel día se estrelló contra la realidad, haciendo un contraste pronunciado que amenazaba con dejarme una marca permanente.

Me di la vuelta y saqué mi celular. Marqué el número de Rebecca y esperé.

—¿Sí? —me llegó del otro lado.

—¿Rebecca? —pregunté mientras salía por la puerta con intenciones de fumarme otro cigarrillo.

—¿Qué sucede?

—Tu hermano… George… Rebecca… La señora Warton falleció…

Y sin poderlo evitar, las lágrimas me cayeron en tropel.

De lejos me llegó la voz apagada de Rebecca, pero no pude distinguir lo que decía; me había llevado ambas manos a la cintura en un intento de controlarme, aunque no lo logré.

Me dejé caer por el borde de la pared de afuera y acabé sentado, con mis ojos mirando sin mirar, con el cuerpo flácido y sin forma. No podía ser… ¡Que horrible sensación!

Lloré. Lloré sin contenerme. Lloré, acompañando cada lágrima con gemidos, sollozos y exclamaciones de impotencia.

Se me había ido la señora Warton. Se me fue mi chica grande. Se me fue George… Y pensando en él, me pregunté qué sentirían sus padres cuando le informaran… ¡Oh, Dios! ¡Qué horrible!

Me puse de pie y me limpié la cara con manos temblorosas. Tomé el celular y me lo llevé a la oreja. Rebecca ya había colgado. Metí los cigarrillos y el celular en un bolsillo y entré de nuevo en la sala.

Danny y Salvador hablaban con lo que parecía un doctor mientras Nancy se escondía detrás de sus propias manos.

Casi corriendo, me acerqué al grupo.

—¿Qué pasó? ¿Cómo sigue?

El doctor me miró de soslayo, pero Danny y Salvador asintieron, como dejándole saber que yo tenía tanto derecho como ellos a la información que transmitía.

—Su condición es muy delicada, pero tenemos algo de esperanza. Hace cosa de un minuto despertó de la anestesia y se le ve bastante estable para su situación. Si se mantiene así, lo sacaremos de intensivo y lo pasaremos a un cuarto. Ha logrado hablar un poco, pero no creo que sea consciente de haberlo hecho.

—¿Qué dijo? —pregunté, a punto de agarrarlo por la bata.

—Oh, nada con sentido —contestó el doctor—. Solo murmuró algo sobre el miedo.

—¿Sobre el miedo? —pregunté.

—Sí. No. Espere. Fue algo sobre… Pánico. Sí. Pánico. Eso fue lo que dijo.

Y así fue como supe qué había causado que Harvey me arrebatara a una de las personas que más había querido.


80


El doctor nos impidió visitar a Harvey, argumentando que pronto lo operarían por segunda vez, que su condición era delicada y que no hacía falta excitarlo sin necesidad.

Después de darnos más detalles sobre su condición (que incluía un pulmón perforado, fractura craneal, huesos rotos y hemorragias internas), el doctor se fue, y todos nos quedamos sin la más mínima idea de qué hacer a continuación.

Llamé a Fernand para preguntarle por Sally. Me informó que después de haber oído la noticia, tuvieron que administrarle un calmante natural, y que ahora dormía. Le dije que pensaba salir por un momento, que podía regresar con los otros si lo deseaba y que luego nos volveríamos a ver.

Volví a darle la vuelta al hospital hasta hallar mi auto. Me monté y busqué en mi celular la canción Dust in the wind. Conecté un cable desde el celular hasta el viejo radio, haciendo que la canción saliera por los altavoces de las puertas.

Era la canción adecuada, por lo que la puse a repetir indefinidamente. La canción me acompañó durante todo el camino de vuelta a casa de la señora Warton.

No sabía por qué, pero sentía que allí era a donde debía dirigirme. Tal vez debía sentir lo opuesto, pero no me importaba. Tenía la certeza de que en casa de la señora Warton me sentiría más cerca de ella, lo suficiente para procesar y aceptar la realidad.

La canción sonaba a todo volumen, acompañada de mi voz y de mis llantos esporádicos. Estaba a punto de convertirme en papá, Harvey se debatía al borde de un abismo y George y la señora Warton jamás volverían a hacernos compañía…

Llegué a la casa un poco antes de las doce de la medianoche. Aparqué el auto en el patio y me sorprendió no ver el de la señora Warton, pero entonces recordé que lo había dejado en el estacionamiento de Quemando Naves para acompañarme en el mío a la presentación de Harvey.

La señora Warton había abandonado este mundo vistiendo el traje que le compré. Pensar en esto me removió el estómago. Ahora me arrepentía de no haberle comprado más cosas, de no haberle repetido hasta el cansancio todas las cosas que me hacía sentir, desde lo seguro hasta lo completo. Si hubiese tenido una sola oportunidad para decirle algo antes de perderla por siempre, le hubiera dicho que la quería, que no lo dudara. Que la había tomado más en serio que a mí mismo…

Abrí la puerta que Harvey echara abajo semanas atrás y me fui directo al cuarto de la señora Warton. Estaba tan desordenado como siempre. Y por primera vez me molestó verlo así. Busqué una bolsa plástica de la cocina y comencé a echar en ella todas las colillas y botellas que fui encontrando.

Encendí el televisor, y como si fuera un sustituto barato, me pareció tener a la señora Warton un poco más cerca. Recogí media bolsa de basura y llené la lavadora de ropa dos veces en el proceso.

Barrí el piso y pasé un paño húmedo por todas las fornituras. Me fumé media cajetilla de cigarrillos durante la tarea, sudando copiosamente, sintiendo punzadas de alarma a cada momento, sintiendo que corría un peligro constante.

Deseaba dormir, dormir durante mucho tiempo, pero sabía que quedaban cosas por hacer. Por lo tanto saqué mi teléfono y marqué el número de Fernand.

Sin perder tiempo, me informó que Sally seguía estable, que todavía dormía. De Harvey no se había vuelto a saber nada. A aquellas horas tal vez ya lo hubieran operado por segunda vez, pero nadie había salido para dar actualizaciones.

Fernand me recordó que como él había identificado los cuerpos de su madre y de George, nadie se había puesto aún en contacto con los padres de George para avisarles de lo ocurrido. Le dije que me haría responsable de ello y colgué.

Llamé a Rebecca para avisarle que pronto iría a por ella. Me di un baño ligero y me puse mi mejor saco.

Llegué a la casa de Rebecca cerca de la una de la mañana. Estaba bien vestida, dando vueltas desesperadas por la marquesina, con todas las luces de la casa encendidas.

Cuando me vio, corrió a abrir el portón.

—¿Qué pasó? —preguntó. Y yo pasé a darle todos los detalles.

Rebecca se metió en la casa. Al poco rato regresó con sus padres, a quienes les repetí la noticia. El señor Gómez me dio el pésame mientras su esposa e hija se abrazaban.

—Pienso volver al hospital, por si quieres ir conmigo —le dije a Rebecca, que no dejaba de llorar en silencio, y esta vez su madre no objetó—. Solo tengo que detenerme por varios minutos en la casa de George.

Rebecca se montó en mi auto después de que sus padres le aseguraran que irían al hospital a primera hora de la mañana.

—Lo siento mucho, David —dijo Rebecca cuando puse el auto en marcha.

—Lo sé, gracias.

Media hora después aparqué frente a la casa de George. Hubiese preferido darle la noticia personalmente a su padre y no a su madre; a esta podría dársela él. Aunque tal vez todo fuera una excusa que me daba para intentar retrasar lo inminente.

Toqué la bocina dos veces seguidas. Me bajé del auto y solo hizo falta un minuto de espera para que la luz que daba al patio delantero se encendiera. La madre de George se apareció por la puerta principal y miró fuera, intentando identificar al chico que la esperaba frente al portón.

La madre de George justo salía de la casa cuando un auto que pasaba por la carretera principal aparcó a mi lado. Las luces del auto no me dejaron identificar a la persona que recién se bajaba de este. El padre de George se materializó. Estaba sudando y tenía un semblante pálido.

Se me acercó con rapidez, con ojos suplicantes.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó, y me tomó por el saco—. Se supone que George viniera a verme después de la presentación. Llamé a la administración y me han dicho algo de una chica y de un hospital, pero no han querido decirme nada más. George no me contesta el teléfono. ¡Dime la verdad!

—¿Eliot? —preguntó la madre de George cuando estuvo a una buena distancia para identificarnos.

La madre de George era una señora bajita y muy delgada, de cabello negro y lacio. El padre de George pareció hacerse consciente de dónde estaba, pues cuando miró a su ex mujer, adoptó una cara de sorpresa.

—Wanda… —dijo—. ¿Qué ha pasado? ¿Sabes algo?

—¿Qué ha pasado de qué? —preguntó esta a su vez, acercándose al portón.

Pero al no recibir respuestas, los dos pares de ojos volvieron a posarse sobre mí.

—George falleció —fue todo lo que pude decir.

Wanda abrió los ojos de par en par mientras Eliot se volteaba y comenzaba a dar saltos al azar.

—¿Qué dijiste? —preguntó Wanda entre lágrimas.

—George falleció —repetí, esta vez cerrando los ojos.

Wanda gritó. Fue un aullido desgarrador.

—ELIOT. ELIOT.

El padre de George abrió el portón de la casa y arropó a Wanda entre sus brazos, que no dejaba de moverse inquieta.

—¡OH, NO! ELIOT. A MI GEORGE NO. ¡NO PUEDE SER…!

Ambos se dejaron caer, quedando arrodillados sobre el suelo de cemento que daba a la marquesina. Y yo los sentí alejarse de mí, como si se desgarraran el alma sobre una plataforma movible que cada vez se hacía más pequeña por la distancia.

Eliot dejó escapar un suspiro o un sollozo, un sonido lleno de tanto desespero que me erizó cada vello de la piel. Y ya no pude soportarlo. Me di la vuelta y me protegí dentro de mi auto.

Rebecca lloraba, y yo solo quise no estar allí. Deseé poder olvidar tanto dolor a mi alrededor, poder borrar aquello de mi memoria y seguir por la vida sin la menor idea de cuánto dolía perder a alguien a quien quería… De perder a aquellos, que ahora que no podía volver a ver, reconocía que amaba de verdad.

Me abracé a Rebecca, y allí quedamos las dos parejas. Separadas en distancia, pero unidas por algo más real que la misma existencia, algo tan real a pesar de no parecerlo.

—Vámonos —le dije a Rebecca, alejándola de mí—. No lo aguanto más.



La mayor parte del camino hasta el hospital la pasamos sin hablarnos, salvo cuando nos detuvimos a echar gasolina y a comprarnos algo de comer.

Llegamos al hospital cerca de las cuatro de la madrugada. A aquellas alturas la mayor parte del Equipo de Cambio estaba en la sala de espera de cuidado intensivo, algunos hablando en voz baja y otros dándose palabras de consuelo.

Rebecca y yo nos integramos al grupo. Di y recibí abrazos, y Fernand nos recibió con una sonrisa sencilla pero genuina. Le conté sobre los padres de George, y mientras Rebecca le daba el pésame, salí de la sala a fumarme sabe Dios qué número de cigarrillo.

La mayoría de mis pensamientos se alternaban entre la señora Warton y George, que a su vez me traían la imagen de los padres de este, pero mi pequeño elefante en mi cerebro era Harvey. Este aún estaba con nosotros, pero no sabía si podría soportar perderlo a él también. Harvey, que había sido un gran amigo, el mejor. Que había pasado a ser como un hermano para mí. Quien compartió conmigo todo lo que sabía, de la vida, de las chicas, del dinero, de la literatura… y solo a cambio de un par de trabajos universitarios.

No podía perderlo. Sin duda, la señora Warton y George habían dejado un espacio vacío en mí, pero no estaba listo para desprenderme de Harvey de donde fuera que estuviera pegado a mi cuerpo.

El doctor aseguraba que Sally estaba estable, pero después de aquella noche ya no quedaban seguridades en mis pensamientos. Todo pendía de un hilo. Con frecuencia venían a mi mente la imagen de Sally y la de una niña sin rostro, las dos arropadas por un velo caprichoso de frágil construcción, ambas dando vueltas frente a mí en precario equilibrio.

Pero no podía permitir desmoronarme. Sally y la niña me necesitaban más que nunca. Debía estarme firme para Fernand, para los padres de George y para todos los integrantes del Equipo…

Mientras pensaba en esto, Ángela asomó el rostro por las puertas.

—Ha venido el doctor —me avisó, y se metió de vuelta.

Tiré el cigarrillo y entré a la sala casi corriendo. Un círculo se formó alrededor del doctor que respiró profundamente, tal vez escogiendo sus próximas palabras con cuidado.

—¿Hay aquí algún David? —le preguntó al grupo. Y todos se voltearon para observarme.

—Soy yo.

El doctor asintió y se dirigió a mí cuando dijo casi en un susurro:

—Harvey despertó.

—Esas son buenas noticias —dije, dejando escapar un suspiro de alivio.

—Me temo que no —contradijo—. Se nos ha hecho imposible ponerle la nueva anestesia, su cuerpo simplemente la rechaza, pero no para de repetir su nombre.

—¿Mi nombre?

—Sí. Y dado su situación actual, haremos una excepción para que pueda usted pasar… Si desea mi opinión personal, debería ir a verlo. Probablemente no pase de hoy.


81


El doctor me condujo por innumerables pasillos impregnados del olor que ya comenzaba a odiar por el resto de mi vida, hasta que acabamos frente al cuarto de Harvey.

—No lo alteres. Está delicado —me advirtió antes de abrir la puerta y marcharse por donde vinimos.

Yo crucé el umbral.

La habitación de hospital era la más distinta de todas las otras que había visitado. Decenas de instrumentos tecnológicos monitoreaban a Harvey. Los pitidos se mezclaban entre ellos en una sinfonía deprimente. La habitación estaba preparada para un solo paciente, que reposaba sobre una camilla de posiciones.

Harvey, que vestía una simple bata azul, estaba echado bocarriba, aparentemente dormido. Tenía la cara desfigurada, llena de moretones, cortes, sangre seca e hinchazones que lo volvían irreconocible. Mi primera impresión fue que estaba vivo gracias a un complejo milagro.

Me acerqué y traje arrastrando la butaca conmigo. Me senté a su lado y lo observé con más detenimiento. Dos finos tubos transparentes se le metían por los dos orificios de la nariz, que producía un latente pitido con cada respiración.

En la parte alta de su pecho se sostenía un tubo más ancho que conectaba con una máquina. El tubo parecía desaparecer dentro de sus costillas superiores, en medio de la venda que le daba varias vueltas por el tórax. De ambos dorsos de las manos le colgaban sendas jeringas conectadas a varias bolsitas plásticas probablemente de suero; la jeringa de su mano izquierda en un ángulo extraño para lograr burlar el yeso que le cubría el brazo.

Harvey hizo un movimiento repentino y yo pegué un bote.

—¡Quémame! —gritó con los ojos aún cerrados.

—Soy yo, David —dije, alargando una mano para tocarlo, aunque me contuve. Pero Harvey parecía dormido.

—Quémame… por favor —dijo, esta vez en un susurro débil.

—Harvey, Harvey… —le llamé, atreviéndome a posar mi mano sobre su brazo derecho.

Harvey abrió los ojos, y cuando estos me enfocaron, sonrió. Me sorprendió descubrir que aun con aquella apariencia, su sonrisa tenía su peculiar coquetería.

—David… me alegra que estés aquí —dijo, y formó una mueca cuando intentó acomodarse sobre la camilla.

—Estate quieto. No hace falta que hables. Relájate, descansa.

Sus ojos se anegaron de lágrimas.

—David —dijo—, lo siento tanto… Jamás podré vivir con esto.

—Estate tranquilo.

—Los vi allí tirados. Los dos sin vida… —dijo, desfigurando más su cara cuando duplicó las lágrimas—. ¡Oh! Hasta dónde puede llegar tanta… —Harvey se interrumpió con un ataque de tos que produjo un sonido silbante, espantoso—. Quémame, David. ¡Quémame! —casi gritó, y la forma con la que me agarró el brazo me hicieron alejarlo de un tirón.

Harvey parecía estar en medio de dos mundos. Uno de ellos allí mismo, junto a mí, el otro, un lugar que solo él conocía.

—Cálmate o vas a empeorar —le dije—. Si quieres que me quede, mejor te tranquilizas. Si esas máquinas comienzan a pitar más fuerte, me van a sacar. De modo que estate quieto —intenté calmarlo, volviendo a acercarle mi mano.

—Fue un ataque de pánico, David… Un maldito ataque de pánico —dijo con los ojos cerrados.

—Lo sé. El doctor dijo que lo habías mencionado.

Harvey abrió los ojos y los llevó a los míos. Se le veía atemorizado.

—No lo soporto, David… Y ya los estaba controlando. Se me estaban yendo y reduciendo de intensidad… Y mira lo que hice. Y se nos fue George… y me llevé a la señora Warton, que era… importante para ti…

—Cálmate… ¿Cómo sabes eso?

—Por como la mirabas… Y en su casa había un cubo de basura quemado… Solo conecté los puntos con lo que me habías contado… ¡Oh, David! No lo soporto…

—No fue tu culpa.

—Lo exactamente opuesto es lo correcto, David… Lo exactamente opuesto. Los maté. ¡Oh, perdóname, David…! Pero no podrás hacerlo. Yo mismo ni… Lo siento. ¡Cuánto lo siento!

—Cálmate —le ordené al ver que comenzaba a removerse inquieto sobre la camilla—. Cálmate o tendré que irme. No debes alterarte.

—¿Cómo no hacerlo, David? Yo debía ser quien muriera, no ellos… Yo lo merecía…

—No digas tonterías. No es tu culpa.

—Lo es, David. Todo es mi culpa, ¿no lo coges aún…? Toda esa ensarta de mierda que almacené durante todo este tiempo me produjo esos ataques, y en uno de ellos acabé con la vida de George y con… ¡Oh, no! —añadió con un nuevo desespero lleno de lágrimas—. Ahora comprendo qué sintió Dumbledore cuando tomó la poción que…

—Harvey, quédate conmigo.

—Estoy aquí, David… Y no lo soporto. Quiero irme. Debo irme… Tengo que irme. No puedo seguir siendo la causa de tanta desgracia.

—¿Qué te sucede, Harvey? Nada de esto es tu culpa.

—Lo es, David… Los ataques me llegaron por culpa de todo lo que hice.

—Tienes que calmarte.

—No, David. Tú tienes que escucharme. Ese cuaderno que transcribiste es una maldición, una caja de Pandora peligrosa…

—Ya está bueno —dije, apretándole el brazo con mis dedos.

—Quema la Carpeta, David… Prométeme que la vas a quemar.

—No lo voy a hacer, Harvey.

—Quémala, por favor… o acabarás igual que yo.

—Estás hablando incoherencias.

Harvey se zafó de mi amarre y acabó agarrándome a su vez.

—Las ideas de ese cuaderno están malditas… Mira lo que me ha pasado.

—¡Pero qué tienen que ver las ideas!

—¡Todo, David! ¡Todo! —dijo soltándome la mano—. Las ideas lo son todo… Y si tienes las equivocadas, tu vida será un desastre.

—Me gano la vida con esas ideas, Harvey.

—Te ganas la vida con la idea de matar elefantes… y esa fue tuya. Y es la única idea de la Carpeta que hace algo de sentido, por lo menos a corto plazo, y la que yo debería poner en…

—Y las de literatura. No puedes negar que esas son increíbles.

—Pero esas las conservé yo… El resto de la Carpeta es pura basura. Las ideas de ahí son peligrosas… Mis ataques de pánico son la prueba.

—No puedes decir…

—¡Escúchame bien, David…! Creo ser el único que ha logrado comprender en qué realmente consiste un ataque de pánico, qué lo produce…, cómo tratarlo.

—Deja de hablar, por favor.

—Es una especie… de disonancia cognitiva. Un conflicto, una dicotomía entre pensamientos o acciones… Dos pensamientos opuestos, dos acciones opuestas… o un pensamiento y una acción opuestas entre sí…

—Baja la voz, Harvey.

—Escúchame con atención, David —dijo con rapidez, lo que lo llevó a interrumpirse en una tos y a continuar más pausado—: Si la disonancia no se reconoce…, lleva al que la experimenta a un estado de ansiedad constante e inconsciente…, y a ataques de pánico, los clímax de esa ansiedad… ¿Has experimento un cargo de conciencia? ¿O has hecho algo que no debías…? ¿O dejaste de hacer algo que debías hacer? ¿Has tenido una crisis existencial? El cargo de conciencia que esto produce es un tipo de disonancia…, pero no te llevará a un ataque de pánico porque lo reconoces…

—Harvey, por favor.

—Escúchame bien, David. No puedo enfatizar lo importante que es esto… Siempre te dije que lo que hacía no tenía importancia… ¿Qué?, no había valor… ¿Cómo?, todo era un vicio, ninguna virtud. Pero, ¿por qué? Eso nunca lo pude contestar… hasta que Ayn Rand me lo mostró.

—Pues lo hiciste consciente, lo comprendiste. ¿Por qué entonces los ataques de pánico?

Harvey adoptó una sonrisa.

—Me alegra saber que aún escuchas…, incluso después de todo este tiempo.

—Siempre.

Harvey volvió a sonreír e hizo un esfuerzo por posar su mano sobre mi hombro.

—Tú eres mi verdadero Snape.

—¿De qué hablas?

—De Harry Potter…, ¿de qué más?

Puse los ojos en blanco, sintiendo de pronto como si sostuviéramos aquella conversación dentro de la residencia.

—Prométeme que vas a leerlo.

—Harvey, no me gusta la…

—No te le puedes… negar a un moribundo —dijo, sonriendo débilmente.

—No digas eso. No vas a morirte.

—Prométemelo, por favor.

—Lo prometo.

—Muy bien. Ahora ya puedo continuar… —Pero volvió a interrumpirse con un ataque de tos más prolongado que los anteriores.

—Tranquilízate.

—Esta nueva filosofía me dio la capacidad de reconocer mi error, de poder identificarlo… Pero no por ello me hice consciente de todas las contradicciones que seguía sosteniendo en mi cabeza… Intenté integrar lo nuevo que aprendía con lo viejo que sabía. ¿El resultado? La disonancia más gigante jamás producida… —Harvey se detuvo para tomar aire, pero luego continuó—: Esta filosofía es la correcta, pero yo intenté analizarla, procesarla…, asimilarla, integrarla y aceptarla… con mi antigua forma de pensar… Mezclé todo en un solo lugar. Intentando integrar lo incompatible…, intentando comprender con retazos de misticismo…

—Las ideas de literatura son correctas. Tú mismo lo has reconocido.

—Tal vez lo único verdadero que haya escrito…, aunque el crédito es también de Johnny… pero no importa, esas ideas son innecesarias.

—¿Innecesarias?

—Básicamente repetimos a Ayn Rand sin saberlo…

—¿Repetir dices?

—Ella ya puso todos los principios de literatura en sus libros… El manifiesto romántico y El arte de la ficción… son mis ideas de literatura… pero en mucho más detalle, en un estilo insuperable…, con una integración absoluta…, lo que hace que todo mi cuaderno sea basura… O en el mejor de los casos, y en unos muy específicos…, una copia barata del trabajo de un verdadero genio.

—Harvey, no pienso deshacerme de tus ideas.

—David, si tanto admiras mi cuaderno, quiero que sepas que existe otro… Otra Carpeta de Ideas, si prefieres llamarlo así… Una que no solo dice cosas ciertas, sino que son tan prácticas y morales que te permitirán a ti… y a cualquiera que las ponga en práctica, vivir la mejor vida posible… ¡Una vida en abundancia, David…! Con mayores poderes de los que mis ideas podrían brindar… Esta nueva Carpeta de Ideas son todos los libros que Ayn Rand escribió… Y por primera vez en tu vida vas a tener… —Harvey volvió a ahogarse con su propia tos, haciendo que una de las máquinas comenzara a pitar.

—¡Harvey…!

—Escúchame, por favor… —dijo en un susurro—. Tienes que hacerte consciente de la ironía…

—¿Qué ironía?

—Que te dediques a quemar naves ajenas… cuando nunca has quemado una propia.

—Creo que sí he tenido que…

—¿Ir a hablar con tus padres? ¿Quemar la ropa para armarte de valor? —preguntó. Y el recordatorio me produjo una punzada—. Nada de eso era una nave, David… ¡Aunque no menosprecio el esfuerzo y la pena de enfrentarte a todo eso! —añadió con más rapidez.

—Tal vez tengas razón —cedí—. Cuando le propuse a Ángela un tema para su nuevo cuadro, tuve algunos problemas, pues debía reconocer que no me aplicaba lo que le proponía.

—Ella también me consultó sobre el tema de ese cuadro… Y creo que es hora de que lo pongas en práctica.

—Pero no me aplica. Como tú dijiste, nunca he necesitado “encuevarme”. Nunca nada se me ha hecho demasiado difícil, no como a los otros. No como a ti… Tienes razón: nunca he tenido que quemar una nave.

—¿Por qué?

—¿Porque nunca he tenido una?

—No, David… Nunca has quemado tus naves porque no has sabido reconocerlas… No las has identificado. Pero tienes dos naves, y unas muy difíciles de quemar… Y pienso ayudarte, voy a matar tus elefantes para…

—¿Cuáles dos naves, Harvey?

—La Carpeta de Ideas y yo. Vas a tener que deshacerte de nosotros. Vas a tener que quemarnos.


82


⁓¡¿Qué?! —casi grité.

Harvey apretó sus dedos alrededor de mi brazo.

—Tú has ayudado a miles a matar sus elefantes… Tú mereces lo mismo. Yo puedo ayudarte a matar los tuyos… Es una oferta que no puedes rechazar.

—¿Matarte a ti? —pregunté y, con considerarlo siquiera, acabé de pie.

—Y a la Carpeta de Ideas. No olvides que los dos somos tus naves.

—¿Te has vuelto loco?

—No, David. —Y de pronto pareció frustrado—. Ven acá… por favor —añadió al ver que me tomaba mi tiempo en complacerlo.

Me senté en la butaca con lentitud.

—¿Recuerdas esto? —preguntó, alcanzando la manga de mi camisa con su mano temblorosa y señalando con un dedo.

En mi hombro, allí donde señalaba, un mensaje a caligrafía rezaba: “Piensa”.

—Este es el único mandamiento que debería existir… La única obligación para todo aquel que viva… ¡Piensa!

—¿Pero qué tiene…?

—Piensa… Tienes que deshacerte de mí y de mis ideas.

—¡Jamás se me pasaría…!

—Maté a George… Maté a la mamá de Fernand… —Harvey cerró los ojos antes de seguir—: Por mi culpa has visitado hospitales más veces de las que debieras… Alejé a mi hermana de mí, y por culpa de mis ideas me metí en esta situación… Maté a mi padre…, dejé que mi madre muriera… Arrastré a todos conmigo hacia las sirenas…

—No, Harvey. Tú eres Ulises. El rey Alejandro Magno.

—El único rey que soy es el rey Midas de la mierda… Y si me sigues dejando dentro de tu vida, muy pronto te la echaré a perder…, más de lo que ya lo he hecho. Ya ni te hablas con tus padres, te robé a tu viejo amigo y te quité a la señora Warton… —Harvey se interrumpió con un sollozo y se movió inquieto—. ¿No lo coges aún, David…? ¿Tan brillante y tan ignorante ante tus propias naves…? Están en esta habitación, justo frente a ti… No sigas ignorándolas. Quémame, David. ¡Quémanos a mí y a mis ideas…! Yo puedo y pienso ayudarte… Voy a matar los elefantes…

Me levanté de la butaca, salí por la puerta del cuarto y me dirigí a los estacionamientos.



Encendí mi auto y arranqué sin saber a dónde.

Anduve por más de quince minutos hasta llegar a Bibby’s. Fui a la barra y pedí dos cervezas. Quien me atendió fue Brenda, aunque ella no pareció reconocerme. Abrí las dos cervezas y me las bajé con prisa. Pedí dos más y me quedé observándola detrás de la barra.

Era obvio que aquel era su nombre. Era bajita, de pelo negro, con una elegancia natural, tímida en algunos gestos, atrevida en otros. Solo un nombre con semejante entonación podía pertenecerle. Las ideas de Harvey eran tan ciertas como útiles. Allí estaba yo, comprobando sus observaciones. El entorno, la figura, el carácter…

Brenda volvió con dos nuevas cervezas, que apresuré. Quería dejar de pensar. No me importaba que Harvey lo considerara la única obligación.

—Dame lo más fuerte que tengas.

Brenda puso un vaso pequeño frente a mí y lo llenó de un líquido dorado. Lo bajé de un sorbo y pedí otra cerveza. Luego otra. Le pagué, y cuando cargaba las cervezas siete y ocho de camino a una mesa, sentí que me iba hacia un lado. El efecto había sido rápido, y menos mal.

¿En serio Harvey pretendía que le quitara la vida? ¿En serio estaba yo pensando en ello? Tal vez fueran las drogas para el dolor lo que lo hacían delirar de aquella forma. Tal vez fuera la pérdida de la señora Warton y de George lo que me hacía a mí considerarlo siquiera.

¿Harvey, una nave? Imposible. Gracias a sus ideas yo era quien era. Aunque bueno, allí residía el debate eterno. Aquello que yo era, ¿era bueno?, ¿era lo correcto? ¿O era la prueba absoluta de que me estaba perdiendo, ensuciándome las manos?

Y la misma sensación de incomodidad, vacío y pérdida que experimenté al abandonar la casa de mis padres por última vez volvió a molestarme dentro. La misma sensación de culpa, similar a lo que Harvey había experimentado antes de decidirnos dejar la universidad… Una crisis existencial.

¿Era esto un cargo de conciencia? ¿Una disonancia? ¿El comienzo de una ansiedad incontrolable? ¿Una ansiedad que amenazaba con ataques de pánico?

¿Pero por qué seguía pensando? El propósito de beber era precisamente lo opuesto.

—Maldita sea… ¡Maldita sea! —grité a todo pulmón, importándome un bledo quiénes me miraran.

Dejé las botellas vacías sobre la mesa y me monté en mi auto. Todo daba vueltas a mi alrededor, pero era algo bueno. Así era como debía estar. Perdido. Una confusión inducida. Una nueva neblina mental, pero esta vez causada por cuenta propia. Era mejor explotarme el cerebro yo mismo, que dejar que los elefantes lo hicieran por mí. Diez puntos menos para David por no pensar, pero mil puntos por haberlo logrado voluntariamente y no accidentado…

Salí con intenciones de llegar a mi oficina. Ya había probado en otras ocasiones que el trabajo era la mejor terapia. Me torturaría trabajando por varias horas hasta que pudiera olvidar todo cuanto había pasado. Desde la pérdida de dos a los que había querido hasta las insinuaciones sin sentido de Harvey.

Pero no más entrado en la carretera principal, mi teléfono sonó. Era Fernand.

—Dime —dije, esforzándome para que mi voz no sonara bajo los efectos del alcohol.

—Sally ha tenido una complicación. El doctor dice que hay que tomar una decisión pronto.

—¿Qué decisión?

—Están pensando sacarle al niño.

—¿Qué? Pero si está supuesta a dar a luz a finales de mes…

—Parece que no quieren arriesgarse.

—¡Voy para allá!

Maldije por lo bajo y salí en dirección al hospital. De haberlo sabido, no hubiera tomado. ¿Pero cómo haberlo sabido?



Estacioné en el hospital, me eché algo de colonia y salí cuan rápido pude hacia la sala de emergencias.

Allí me informaron que Sally había sido llevada al área de maternidad. Así que crucé aquella ala hasta llegar a la nueva recepción.

La señora detrás del mostrador me permitió pasar. Entré a la habitación donde descansaba Sally, esta vez con una bata de hospital.

Cuando advirtió mi presencia, me sonrió.

—¡Qué bueno que llegaras! —dijo, y se relajó sobre la almohada.

La enfermera que estaba en la habitación me sonrió y siguió haciendo lo suyo. Yo me acerqué a Sally y le acaricié los espesos rizos.

—Algo anda mal con mi presión —dijo—. El doctor propuso cesárea. ¿Estás de acuerdo?

—Con cualquier cosa que minimice los riesgos para ti y para ella —dije, tocándole la barriga.

—Pues hay que firmar unos papeles. Si pudieras encargarte de ello, te lo agradecería.

—Claro que sí.

Me volteé hacia la enfermera, que me hizo un ademán con una mano para que la siguiera.

Me condujo hasta el mostrador de la recepción y allí me hizo firmar una decena de papeles que me hacían consciente del riesgo intrínseco de la cirugía y dejaban en evidencia mi consentimiento.

La enfermera corroboró que todo estuviera en orden y se dio la vuelta para regresar a la habitación de Sally. Cuando yo comenzaba a seguirle, mi teléfono volvió a sonar.

Otra vez era Fernand.

—Dime.

—Ven tan pronto puedas al edificio junto al de cuidado intensivo.

—Pero… ¿Qué? Estoy con Sally.

—Harvey fue subido a cuarto.

—¡Eso es bueno!

—Sí, pero el doctor dice que Harvey se niega a una nueva operación. Ni quiere que le administren medicamentos… David, ¿estás ahí? ¿David?

La voz de Fernand salía del auricular sin causar ningún efecto sobre mí. La niña o Harvey. Sally y la niña o Harvey. Era lo único en lo que me debatía. El alcohol menguaba la velocidad de mis pensamientos, y tiempo era precisamente de lo que carecíamos todos.

Me adelanté a la enfermera e irrumpí en la habitación de Sally.

—Harvey me necesita. Pienso volver contigo tan…

—¿Qué le ocurre? —preguntó, haciendo un esfuerzo por incorporarse en la camilla, aunque yo impedí que lo hiciera.

—No te preocupes. Déjamelo a mí. Tú encárgate de la niña y de ti misma. ¿Estarás bien si me voy por un par de minutos?

—Sí, no te preocupes. Espero que Harvey se mejore.

Y salí corriendo de vuelta a la recepción. La pasé de largo y emprendí el camino hacia el lado opuesto del hospital. Ir en auto sería ventajoso de no ser por el tiempo que me llevaría encontrar estacionamiento. ¡Y yo que pensaba que el edificio de Química estaba mal ubicado en la universidad! Aquel hospital era una aberración.

Corrí por varios minutos hasta pasar el edificio de cuidado intensivo y entrar en la sala de espera del contiguo. Allí estaban los mismos de antes, junto a Fernand, Rebecca, la madre de George y Johnny, este último vistiendo aún su traje de saco y la boina roja.

Fernand vino a mi encuentro.

—Está en el ciento dieciocho. Ve rápido.

Salí de prisa y entré por las puertas dobles que daban a los cuartos. Corrí por los pasillos hasta dar con la de la habitación 118.

La habitación era muy similar a la anterior, salvo que esta tenía una mesita de noche junto a la cama. Sobre ella reposaban varias tarjetas, un florero, un vaso de agua y un recipiente con pertenencias de Harvey, como su reloj, el encendedor y su llavero.

Al lado de la cama había una butaca en la que estaba sentado el padre de George. Harvey y Eliot se fijaron en mí.

Eliot lucía ojeras y tenía los ojos de un rojo intenso. Harvey también parecía haber estado llorando, pero los dos se recompusieron tan pronto llegué junto a ellos.

—Te deseo la mejor de las suertes —le dijo a Harvey, y se paró del sillón. Después me dio una pequeña inclinación de cabeza y se marchó del cuarto.

Yo me limité a recuperar el aire, mirando hacia la ventana. Todavía seguía oscuro allá afuera, pero muy pronto amanecería…

Harvey se removió en la cama, sacándome de mi ensimismamiento.

—Si alguien no puede quemar sus naves… alguien más debe matar los elefantes…

—¿Por qué te has…? —comencé.

—¡Toma! —dijo, extendiéndome un pedazo de papel.

—¿Qué es esto?

—Mi ayuda… Ya maté tu primer elefante. Como veo que se te hace difícil deshacerte de la Carpeta de Ideas, te hice una nueva… Ahora podrás seguir mis consejos sin sufrir consecuencias negativas… Ahora podrás quemar la vieja.

Miré el papel que Harvey me entregaba; solo había una oración escrita.

—¿Qué es esto?

—Todo lo que necesitas para triunfar.

—Pero es un solo principio.

—Y el único que importa.

—Pero…

—Siéntate, por favor.

Lo hice.

—Ya firmé los papeles —dijo—. Los doctores no pueden operarme… no mientras me siga negando.

—¿Pero por qué? ¿Qué demonios te pasa?

—Es lo menos que puedo hacer en pago a todo el daño que he causado. Estoy por irme. Y es inevitable. Así se te hará más fácil dar el último golpe. Es la mejor forma que veo de matar el elefante que te impide quemar tu más peligrosa nave…

—Harvey…

—Está bien que alguien más te ayude… En eso tuviste razón… —me susurró—. A veces es la única alternativa… lo entiendo, pero no creo que sea correcto dejar que otro lo haga por ti… Una ayuda está bien, pero un sustituto sería incorrecto… Ahora, por favor, deshazte de mí.


83


⁓No pienso siquiera… —comencé, pero Harvey me interrumpió:

—Ya maté el elefante… Es inevitable… No importa qué hagas, mis minutos están contados.

—¿Entonces para qué me necesitas? —le pregunté de mala gana.

—La pregunta… adecuada es: ¿para qué me necesitas tú?

—No permitiré que te vayas.

—No puedes evitarlo… El hospital no te reconocerá ningún derecho sobre mí… Además, ya firmé los papeles que me hacen responsable.

—Pero Harvey… —Y la súplica me arrancó dos lágrimas.

—Eliot me contó lo de Sally… Ahora dime… ¿Piensas perderte el parto de tu hijo?

—Hija… —dije, bajando la cara—. Y Sally desea que te mejores.

A Harvey se le aguaron los ojos.

—A Sally… la nombré directora creativa… de Vorgan —dijo.

—¿Vorgan? —pregunté.

—El nombre de mi nueva empresa… de escribir ficción.

—¿Por qué ese nombre?

—Sinestesia. Vorgan es un viejo apodo que le puse a Johnny años atrás, y siempre me ha gustado como suena… Además, su firma de derecha a izquierda será un tremendo logotipo… De todas formas, él se quedará a cargo de la compañía… y a ti te hice dueño de todo lo que tengo.

—¿Qué?

—Eliot me ayudaba con el testamento. Es lo que hacía acá, y recibiendo mis… Tenía que pedirle perdón antes de irme…

—No te vas a ir.

—Me voy, David… Y mejor que seas tú quien me lleves.

—No pienso hacerlo.

—David —susurró, y me dirigió aquella mirada capaz de hacerme estremecer aun después de tanto tiempo—. Lo he dispuesto todo de antemano… Y mis probabilidades de vivir son mínimas… Ni siquiera puedo respirar bien por cuenta propia. Si te vas sin hacer nada…, lo próximo que sabrás fue que morí. ¿Ves? Maté el elefante…, quité tu impedimento… Ahora inserta esto en cualquiera de esas dos bolsitas de ahí —dijo, mirando hacia las bolsitas de suero que colgaban de un gancho de metal, y sacando de algún lado de la cama una pequeña jeringa—. Logré convencer a Johnny de prepararme esto… Me aseguró que será rápido e indetectable… Sácame de aquí. Todo me duele…, el cuerpo y el alma…

—Pero no estoy listo para dejarte ir.

—Y de eso trata, David… Uno nunca está listo… Pero me iré con tu ayuda o sin ella… Aunque con la tuya será mejor para los dos… Mi dolor dejará de existir al igual que tu más grande nave…

—¡Tú no eres una nave! —le grité con los ojos llenos de lágrimas—. Eres mi amigo, Harvey, mi hermano. ¡Te quiero! No sabes cuánto… —Y me llevé las manos a la cara—. Tú me diste una nueva vida. Me enseñaste todo lo que sé. Eres el mejor hombre que conozco…

—Es obvio que te falta conocerte a ti mismo…, pues soy yo quien conoció al mejor de los dos… Inserta esto en el torrente… y deja que su contenido me queme… Préndeme en fuego, David… Mátame, por favor… No lo soporto.

—No… puedo… respirar —le dije entre sollozos.

—Yo tampoco —dijo, y sonrió débilmente—. Aunque te haya dejado todo… no podrán sospechar de ti… Confío plenamente en las capacidades de Johnny… Además soy un gasto muy grande para el hospital… y ellos incluso lo esperan… Yo lo espero. Solo faltas tú.

—Harvey…

—David… Por favor… —Y su voz fue tanto un suplicio como una despedida.

Sus palabras reverberaron en mi cabeza cuando cerré los ojos.

—¿Qué hago? —pregunté.

—Inserta esto… y vete a darle la bienvenida a tu hija… Disfrútatela. Enséñale todo cuanto sabes… Muéstrale el papel que te di, que es la nueva Carpeta de Ideas… y quema la vieja.

Harvey asintió cuando tomé la jeringa.

—Te juro que algún día escribiré tu historia —dije—, todo lo que nos ocurrió y todo cuando aprendí de…

—Si piensas escribir… escribe ficción.

—¡La ficción no es real!

—Precisamente… El arte no trata de lo que es… sino de lo que debería ser.

—Tú viviste tu vida como debiste vivirla.

—No, David… Tú lo hiciste… Y yo por poco te la echo a perder.

—No importa. Algún día contaré todo esto…

—Si quieres transmitir algo… transmite la nueva Carpeta de Ideas… Es lo único que este mundo necesita.

—Harvey, yo…

—Estás perdiendo el tiempo.

Me sequé las lágrimas con un brazo y me puse de pie. Harvey no se inmutó, solo asintió con los ojos cerrados.

—¿Aquí? —pregunté, acercando la jeringa a una de las bolsitas.

—Sí.

Inyecté la jeringa e introduje su contenido.

—Échala en ese cubo rojo.

Lo hice.

—¡Y toma…!

Me di la vuelta sin que me importara que notara las nuevas lágrimas que me caían.

Con una mano temblorosa Harvey me extendía su Zippo dorado.

—A ti te lego mi Zippo, con la esperanza de que me recuerdes cuando lo utilices, y para…

—No necesito nada para recordarte —lo interrumpí.

—… que me enciendas un cigarrillo —acabó con una sonrisa—. No me niegues uno… Por favor.

Saqué un cigarrillo de mi cajetilla, lo encendí y se lo puse en la boca. Luego metí su encendedor junto con mis cigarrillos en uno de mis bolsillos.

Harvey dio dos rápidas caladas y tosió.

—Tus padres… son unos santos… —dijo—. Por favor… arregla las cosas con ellos.

—Lo intentaré.

—Y si el doctor pregunta… —susurró, tomando el cigarrillo con la mano enyesada—, dile que dije… como el director de Yamaha: “estoy en contra… de la donación de órganos”.

Los dos sonreímos.

—Ya vete —continuó—. El detector de humo está por sonar… y ya escucho el nocturno de Chopin a lo lejos.

—¿Y está en Mi bemol? —le pregunté, echándome a llorar a mares.

—Pues claro…, allá a donde voy todos tienen Tono Perfecto —dijo, y me tomó la mano, pero pronto se quedó sin fuerzas y la soltó—. Ya… Deberías irte.

Nuevas lágrimas me salieron. Me incliné y lo besé en la frente.

—Hasta la próxima. Me harás falta.

—Lo exactamente opuesto es… —comenzó, pero se interrumpió para tomar aire—. Vete… Y repítete… el tema… que le diste… a Ángela… para su nuevo… cuadro.

Asentí, lo observé por un segundo más, y me di la vuelta.

Cuando salía del cuarto, me dije mentalmente lo mismo, una y otra vez: «¡Que las llamas de mis naves iluminen el camino!»

Y cuando recorría el pasillo impregnado con la luz del sol de la mañana, la alarma de incendios sonó, como si en algún lugar del hospital un cuarto ardiera en llamas…


∗ ∗ ∗


Mi pequeña resultó ser la niña más preciosa que jamás hubiese visto. La hora de su nacimiento coincidió con la de la muerte de Harvey, lo que me hizo recordar el fénix de mi espalda…

Luego de que retiraron a la niña al área donde estaban los demás infantes, Sally y yo pasamos la mañana hablando de su vida con su padre, de la muerte de su madre y de todo el resto de cosas que nunca antes tuvimos la oportunidad de contarnos. Le pedí que no habláramos de George ni de la señora Warton, y me abstuve de contarle que Harvey había fallecido, ya habría tiempo para todo eso.

Cuando Sally cayó dormida, fui donde los otros a darles la noticia del nacimiento de mi pequeña. Y mientras las lágrimas de alegría se mezclaban con las de las pérdidas recientes, me excusé con el grupo por un momento y salí en dirección al estacionamiento.

De camino al auto, solo pensaba en que Harvey no volvería a estar conmigo, tampoco George, ni la señora Warton, aunque también tenía la certeza de que aquellos tres gigantescos huecos que ellos habían dejado tenían esperanza de quedar cubiertos con el espacio que ocuparía mi pequeña Evelyn.

Conduje sin prisa hasta que me sorprendí llegando a la universidad. Aparqué en el mismo lugar donde George tantas veces lo hizo. Recogí mi sombrero verde del suelo y me lo puse; a aquellas alturas me parecía de otro mundo, al mismo de los días de timidez y búsquedas del tesoro.

Entré a la recepción y me encontré con un rostro desconocido. En vez del viejo Tom, una joven, probablemente estudiante, miraba los varios monitores de los pasillos.

Asentí para mis adentros y subí los tres pisos de escaleras. Después de recorrer la infinita cantidad de metros, llegué frente a mi antigua puerta. Probé con mi llave. Para mi sorpresa, la puerta cedió.

En la habitación había dos chicos con cara de madrugados, uno sentado sobre mi antigua silla y el otro de pie, intentando abrir la ventana.

—Dale un golpe fuerte al pestillo —dije.

Y allí me encontré. En el mismo lugar, los mismos plafones, el mismo mobiliario… Pero faltaban el extractor, la pizarra, los pósteres, el juego de cama de Toy Story… Sin aquello el cuarto parecía desnudo, desprovisto de vida y emoción.

El chico logró abrir la ventana y se sentó en su cama.

—Tengan —les dije, poniendo sobre la mesa de Harvey el papel con el único principio que me entregó en el hospital—. Síganlo y muy pronto podrán abandonar este lugar.

Y sin esperar a nada, me di la vuelta y salí del cuarto. Cuando bajé las escaleras exteriores, me aseguré de tirar al recipiente de basura industrial la llave del 301 y la copia que abría la puerta de salida.


∗ ∗ ∗


El primero de julio felicité al grupo graduado de seducción. Todos habían dominado con éxito las antiguas ideas de Harvey. Y mi última intervención fue compartir con ellos el único principio de la nueva Carpeta de Ideas, el que, según Harvey, le cambiaría la vida a cualquiera que lo pusiera en práctica.

Julia logró independizarse para la última semana de Junio, y Fernand vino donde mí al final del semestre para informarme, entre lágrimas, que lo habían admitido en Ingeniería de Computadoras.

También llegaron los estados financieros de Quemando Naves para el primer trimestre, y todos nos maravillamos al descubrir que habíamos sobrepasado el medio millón de dólares en ventas.

Ese día colgué el segundo cuadro de Ángela en la pared que daba frente a mi escritorio. Sobre el lienzo, siete barcos ardían en llamas, iluminando un trayecto que se extendía hacia lo lejos. Aunque Ángela objetó al principio, finalmente terminó aceptándome un pago de quince mil dólares.

Aquel cuadro adornaría frente a mis ojos por el tiempo que siguiera matando elefantes.


∗ ∗ ∗


El sábado 6 de julio me tocó quedarme con Evelyn. Sally y yo llegamos a un acuerdo de paternidad compartida sin los pleitos tradicionales de los tribunales. Hasta la fecha todo marchaba sin problemas entre nosotros, sin roces innecesarios, sin viejos reproches. Ambos conscientes de nuestra incompatibilidad, y ambos coincidiendo en lo que sentíamos por nuestra pequeña.

Esa misma tarde Rebecca vino a casa de la señora Warton, donde yo seguía viviendo con Fernand por el momento, y vimos la saga original de La guerra de las galaxias.

Rebecca se había tomado la noticia de la muerte de su hermano con sorpresa y tristeza, pero el tiempo iba dejándole lugar a la satisfacción de haberlo conocido, igual que como ocurría con todos nosotros.

—¿Preferirían tener los poderes de un Jedi o las capacidades de Sherlock Holmes? —les pregunté cuando terminaba la última película.

—Los poderes de un Jedi, obviamente —concluyó Fernand, asintiendo con lentitud.

—No podría decirte —confesó Rebecca—. Nunca he leído Sherlock Holmes.

—Pues en eso andas mal.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—La verdad es que no sé, pero tu hermano habría tenido la respuesta adecuada.

Fernand me sonrió, Evelyn acabó por dormirse y Rebecca se recostó de mi hombro.


Principio [1]


Segunda Carpeta de Ideas (contenido total).

Autor: Harvey Tunner.

Transcripción: David Bennatt.

Fecha de creación: 5, junio, 2013.


Único principio

[P., n.º 1]


Lee a Ayn Rand.


Acerca del autor


David Bennatt es dueño principal y director ejecutivo de Quemando Naves Inc., compañía multimillonaria que desde sus comienzos ha ayudado a miles de personas a luchar contra sus temores, distracciones y tentaciones.


Es también uno de los principales accionistas de Vorgan Inc., empresa emergente, casa autora y publicadora de trabajos artísticos que incluyen varios títulos de superventas.


En la actualidad, reside con su esposa, Rebecca Bennatt, en el estado de California, donde comparte la custodia de su única hija, Evelyn Bennatt, con Sally Hesper.


A pesar de su inmensa fortuna, no se le conocen donaciones económicas, excepto aquellas que dirige con regularidad al Instituto Ayn Rand (Ayn Rand Institute).


Es, al igual que el resto de los equipos de Quemando Naves Inc. y Vorgan Inc., un activista de la filosofía Objetivismo, creada por Ayn Rand. Todas las obras producidas por Vorgan Inc. hacen mención o están relacionadas de alguna forma a esta filosofía.


Su fortuna se estima en los catorce millones de dólares. Al momento de la publicación de esta obra (abril, 2015), David Bennatt recién cumplió sus 21 años de edad.


Agradecimientos


Agradezco:

A todos los soldados de Quemando Naves Inc., por ayudarme en la tarea de cazar, combatir y matar elefantes, incluido los míos propios, que por muy poco me hacen abandonar esta novela.

A Fernand Warton, que estuvo más que encantado en ayudarme a recordar varios detalles de nuestras pasadas vivencias y andanzas.

A Julia Lizanno, Ángela Coles y Nancy Gordon, escritoras envidiables, por ayudarme con la trama y permitirme dotar a esta historia biográfica de elementos dignos de una novela de ficción.

A Sally Hesper, por ser una excelente madre y una directora creativa incomparable.

A Rebecca Bennatt y a mi pequeña Evelyn Bennatt, las mujeres más bellas del mundo, y sin las cuales no hubiese llegado donde estoy, ni siquiera cerca.

A Harvey Tunner, por haberme brindado todos sus conocimientos e ideas, por tratarme como un hermano y por haberme puesto en el camino correcto.

A Evelyn Warton y George Palmer, que en vida fueron estímulos irreemplazables, y que seguirán en mi mente por siempre.

A Ayn Rand, por habernos dado a todos los humanos, a través de las mejores Carpetas de Ideas, la filosofía perfecta y, de paso y por consiguiente, los planos de la felicidad.

Al Instituto Ayn Rand (Ayn Rand Institute), por su compromiso de compartir las mejores ideas con el resto del mundo.

A Johnny Fraser (Vorgan), inigualable director ejecutivo, invaluable asesor e inseparable amigo, por llevar la compañía Vorgan Inc. a cada vez más lejos horizontes y por brindarme la oportunidad de contar mi historia… o, mejor dicho, la nuestra.

Y especialmente a usted, por haber leído esta novela.


Carta de Vorgan


Muy estimado lector:

Le agradezco encarecidamente que haya tomado de su valioso tiempo para leer esta obra. Mi mayor deseo es que haya pasado un rato agradable con su lectura.

Aprovecho para pedirle que nos siga en Twitter para saber más de nuestras otras y futuras publicaciones, dejarnos saber sobre usted, sus preferencias y hacernos llegar sus tan valiosas y bienvenidas opiniones.

Por otro lado, permítame recordarle que solo usted, que ha tenido la valentía de arriesgarse a descubrir esta obra, puede comunicar la experiencia de haberse sumergido en ella. Por ello le pido cordialmente que considere dejar una buena reseña para que otros lectores se vean inclinados a darle una oportunidad como usted tan valientemente ha hecho.

Por último, le recalco que mi mayor deseo es que usted haya pasado un rato agradable leyendo esta obra. Si así ha sido, me doy por satisfecho.

Quedo a su absoluta disposición; y he sido, soy y seré, querido lector, sincera y enteramente suyo afectísimo,